Foto portada: Archivo Roberto Baschetti.
A 50 años de la muerte de Perón, el peronismo atraviesa su tercera gran crisis. Podemos afirmar, de hecho, que cada una de las crisis de deuda sufridas por el país que Cristina menciona en su documento de febrero—ciclos 76-89, 91-2001, 2016-actualidad—se corresponde con una crisis política específica de nuestro movimiento. La primera fue la de la proscripción, cuando los gorilas intentaron por todos los medios borrarnos de la faz de la tierra: con bombardeos, con prohibiciones, con fusilamientos, con desapariciones. El peronismo tuvo que ser proscripto para que el FMI entrara a la Argentina. Durante la vigencia del Decreto 4161, sin poder ser nombrado, el peronismo se manifestó oblicuamente en cada método de lucha, en cada desobediencia civil, en cada agrupamiento clandestino. Fuimos lo inexistente del nuevo orden y, a la vez, el silbido del ruiseñor, porque aquel orden resultó un barco ingobernable y merecía una esperanza. La estrategia represiva llevó a que el peronismo resurgiera una y otra vez de las cenizas, desde el heroísmo de la resistencia y la lealtad de la militancia. Sin embargo, el terror surte efectos. Con la proscripción tenemos también una interiorización de la proscripción, que se advierte en las expresiones neoperonistas que predican el peronismo sin Perón—con Vandor como cifra identitaria—y en el gangsterismo fascistoide de la Triple A, que denuncia, combate y se propone exterminar la infiltración marxista en el peronismo. Es el bautismo del zurdos van a correr, cuando todavía existía la Unión Soviética.
La segunda crisis es la de la traición: el menemismo. En realidad, la traición ya es en sí misma la interiorización de la proscripción. Como el peronismo no puede ser, porque el régimen no lo deja, transige ser algo en lugar de nada, pero eso que ahora es y que le permite ser legalizado es contrario a su esencia. Los militares se retiran, agazapados, después de Malvinas, pero entregan a la democracia una economía colonizada y prendida fuego. Primera crisis de deuda: el patrón de acumulación del capital ha cambiado. Quizá debamos pensar que el canto emblemático de los 80, el no nos han vencido, es un testimonio de que también la democracia es una democracia de la derrota y que, por lo tanto, el peronismo no debe plegarse a esa derrota si quiere seguir siendo. No nos han vencido es un rechazo al clima de época.
En rigor, la democracia es posdictadura. No es poco que los militares que ejecutaron el genocidio hayan sido condenados por la justicia civil; para América Latina, para España incluso, es un montón. Gracias a la lucha de Madres, Abuelas e HIJOS, que abollaron la puerta cuando primaban el olvido y el silencio, pudo la decisión política de Néstor y Cristina tirarla abajo y derogar las leyes de impunidad. Hasta el día de hoy, sin embargo, los verdaderos responsables del Terrorismo de Estado siguen sin ser investigados y juzgados. Una lógica similar observamos en la causa del intento de magnicidio contra Cristina: caen los copitos, tres simples sicarios; pero el poder que instiga el odio, que financia la violencia política, que tiene como deporte preferido el hacer tambalear la economía cada tanto, nunca se sienta en el banquillo de los acusados. Es la deuda irresuelta que late en el corazón marchito de nuestro endeble sistema democrático.
Por eso la traición comienza siempre con una simulación, porque la proscripción se lleva en la sangre. Vandor, López Rega y Menem se reivindicaron peronistas hasta el final. Quizá convenga recordar que el “Turco”, más allá de su frivolidad, no abandonó nunca la liturgia ni la simbología. Su discurso de asunción mantiene a la justicia social como gran horizonte nacional. Lo que cambia, lo que actualiza, son los medios para alcanzarla: eficiencia del sector público, privatizaciones, flexibilización laboral, reformas promercado, integrarse al mundo, que es Occidente, que son las relaciones carnales con Estados Unidos, olvidando la tercera posición, el ni yanquis ni marxistas que condensa la perspectiva justicialista. Hay que adaptarse a los nuevos tiempos, dicen. Lo mismo le exigía al peronismo Eduardo Lonardi, antes de que perdiera la pulseada con el sector gorila de Rojas y Aramburu, quienes entendían que el peronismo era un cáncer en el tejido social que debía ser sometido a tratamiento y extirpado, sin ninguna posibilidad de conciliación. Su opinión era la de Borges: los peronistas somos incorregibles.
Aramburu se lonardizó en 1970 para ser la carta política de salida del régimen decadente del general Onganía, en una función que después pretendió cumplir Lanusse. El juicio revolucionario que le aplicó Montoneros no fue otra cosa que una negativa a celebrar aquel pacto “civilizatorio” que la derecha propuso firmar después de haber dejado tierra arrasada y cometido actos inenarrables de barbarie. Cuando luego de la muerte de Perón al peronismo se le va de las manos la situación, las clases dominantes demostraron lo que eran capaces de hacer. No habían “aprendido” nada. Puede que algunos de nosotros tampoco.
Menem rifó las empresas públicas y la soberanía nacional.
En los 90 el peronismo gobernante ya desgastado le compra a los neoliberales la narrativa y el plan de ajuste, inaugurando el largo período en el que el PJ se convierte en un mero aparato, en un mecanismo sin alma basado pura y exclusivamente en el dinero, el poder y la farándula. Néstor en las conversaciones con Torcuato Di Tella que hicieron el libro “Después del Derrumbe” le decía pejotismo: un aparato de poder vacío de ideas. Evita subió pero no se mareó, expuso la hipocresía y las miserias de la oligarquía frente al pueblo humilde. Los pejotistas por el contrario subieron y se marearon, se engolosinaron; se volvieron adictos a ese mundo estrafalario de banalidad, corrupción y derroche, mientras le dejan el control de la política a los principales grupos económicos, atletas de la fuga. La doctrina justicialista se sacrifica en el altar de los buenos negocios, en el culto del poder por el poder mismo. Menem, que había ido preso durante la dictadura, se vuelve el ícono de la nueva época, que se autopercibe como el fin de la historia. En nombre del peronismo, se hace el programa del antiperonismo. Síntoma que sobrevive a la década de la convertibilidad: también la traición es interiorizada en el movimiento, como aspiración a salvarse y el que tiene la oportunidad y no se salva, por dignidad, convicciones firmes o coherencia histórica, que se joda por boludo, porque la política es para los vivos. Ahí está Scioli en un ministerio de Milei, fiel al pejotismo menemista que lo acercó a la política hace 30 años, mientras pretende cubrirse y justificarse con citas de Conducción Política sacadas de contexto.
Con la traición estalla la segunda crisis de deuda, la del 2001. Pero luego el kirchnerismo abre un paréntesis histórico inesperado, que evoca en el peronismo el recuerdo de lo que es. Seamos francos: de no ser por Néstor y Cristina, el peronismo hubiese seguido el mismo desenlace fútil y triste que la Unión Cívica Radical, acéfala de cualquier doctrina o programa de transformación; hubiese sido el PRI argentino, para el que haría falta una MORENA. El kirchnerismo, entonces, reencarnó el espíritu peronista una vez más, reconcilió la palabra con la acción. El país se desendeuda y recupera su soberanía. Por eso los gorilas recurren de nuevo a la proscripción, ya no a través de golpes militares sino del dispositivo mediático-judicial, inmune al filtro de la democracia. Renta oligárquica, concentración mediática, casta judicial: tres pilares sensibles del establishment que el kirchnerismo, por nombrar y afectar, pagó caro. Quienes nos pasaron factura, además de Magnetto y sus esbirros, fueron los viejos y nuevos “peronistas” que, bendecidos por la TV y al grito de la “renovación” siempre “postergada”, arengaban el fin de ciclo. De repente, ahora los más “peronistas” de todos son los que le votaron la Ley Bases a Milei. Como dijo el compañero Nicolás Vilela, el kirchnerismo es el hecho maldito del peronismo antipatria. Uno en cada pueblo que no traicione fue la máxima de Néstor para encarar la construcción política.
Cristina cerró sus dos gobiernos ante una plaza colmada de pueblo.
Finalmente, nuestra crisis actual es la de la intrascendencia, en medio de la tercera crisis de deuda provocada por Macri. Con el gobierno del Frente de Todos por primera vez el peronismo no pincha ni corta. Hasta se cuenta el chiste de que parecemos radicales: los homenajes a Alfonsín prevalecen sobre la memoria de Perón. El saldo de deskirchnerizar el kirchnerismo para llevarse mejor con el “círculo rojo” es que el peronismo “devenga radical”. No hay peronismo sin kirchnerismo en nuestra época. Al peronismo le han dicho nazi y corrupto, por eso la proscripción, que los gorilas europeizantes llaman desnazificación; le han dicho viejo, populista, pasado de moda, por eso la traición, en aras de modernizar; pero endilgarle que promete y no hace, es una novedad de la presidencia de Alberto Fernández.
No hay autoridad, no hay capacidad de mando, no hay conducción. De Menem no se puede decir que no los tuviera; el problema es para qué los usó, para demoler todo lo que el peronismo había levantado: el Estado benefactor fuerte, las empresas públicas estratégicas, la primacía y la nobleza de la política, la centralidad del trabajo como gran ordenador social y marcador de certezas. La impotencia del FDT logra que la cultura y la ideología menemista retornen cual fantasmas irredentos, en busca de venganza luego de haber sido fuertemente cuestionadas durante los años kirchneristas.
Un peronismo que no puede hacer lo que dice que va a hacer (“mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar”, es el abc de nuestra doctrina), y no por mentira sino por fragilidad interna, por parsimonia, por querer quedar bien con todo el mundo, es motivo de desilusión y caldo de cultivo de opciones delirantes y extremistas, en las que se resalta más el ruido de la acción que el contenido de lo que se lleva a cabo. Frente a la confusión reinante en el FDT, Milei aparece como un decisionista. Gravitaron menos sus ideas que la imagen, ante una crisis fenomenal que no se resuelve. Con el menemismo descubrimos que podía haber muchos trabajadores que desconocieran la íntima y orgánica relación entre trabajo y derechos que el peronismo le propuso a la sociedad argentina. Con el albertismo, llegamos al colmo de trabajadores registrados por debajo de la línea de pobreza. El trabajo ya no dignifica, precariza. Los tiempos de las redes sociales, del smartphone, además, son mucho más veloces y vertiginosos que los que requiere la política para organizar una comunidad sólida y duradera. La velocidad de los deseos versus la velocidad de la construcción, diría Máximo Kirchner. O el tiempo efímero del consumo frente al tiempo mágico y arduo de la creación colectiva.
Todo lo que nos define, el Estado, el trabajo, la política territorial, está en crisis, por lo que sería iluso pensar que el peronismo puede salir indemne de semejante conmoción. Tan crucial y determinante es el momento presente que es necesario señalar que si el peronismo interioriza su intrascendencia como gobierno reciente, si se sigue inyectando estas insulsas dosis socialdemócratas o demoliberales, si no sale del complejo de inferioridad en el que se halla atrapado, corremos el serio riesgo de estar viviendo los últimos días del peronismo así como lo conocemos. Confiamos el freno de esta debacle a dos hechos elementales de la realidad. Primero, que a pesar del desconcierto y la desorientación, somos peronistas, una tabla de madera dura, una voz que viene del fondo de los tiempos y resuena en los momentos difíciles para cantar: no nos han vencido. Como enunciaba John William Cooke en plena proscripción, “nuestra resistencia a desintegrarnos, nuestra dureza para sobrevivir, es lo que ha movido a muchísima gente a replantearse el problema argentino”. Segundo, la tenemos a Cristina, con su herencia militante inclaudicable. Por mucho que intenten jubilarla, por mucho que le soliciten cheques en blanco, no es posible tener los votos de Cristina sin las cicatrices de Cristina, como observó Máximo hace algunas semanas en Lanús.
Las tres crisis, evidentemente, se superponen, se reenvían y evocan entre sí, son condiciones las unas para las otras. La proscripción pesa sobre la cabeza de Cristina y es la última carta que los poderes fácticos tienen entre manos en caso de que la partida amerite usarlas. Presa o muerta, manifestó nuestra conducción y hay que tomarla en serio. Por otro lado, Pichetto dice en el Congreso que prefiere la traición a la intrascendencia, leitmotiv de todos los colaboracionistas que hoy apuestan a la radicalidad de Milei para dar vuelta la Argentina como una media y consolidarse, ahora sí, como auténtica casta privilegiada. Porque bajo el peronismo incluso los que se atornillan en los altos cargos pueden ser señalados y juzgados por la plebe movilizada y rebelde, por la militancia sacrificada y audaz. Milei viene a terminar con la Argentina peronista. Esa es su misión histórica. Nada nuevo bajo el sol. Lo disruptivo es la forma. Hasta Menem el antiperonismo se había pensado a sí mismo como un subtipo de la lucha de clases, siempre a la luz de Sarmiento. La civilización contra la barbarie, la gente honrada y decente contra los granujas, contra el hampa, contra los advenedizos que salen de los bajos fondos para trepar a las altas esferas del Estado con una ambición sin límites. La oligarquía no quiere negros vacacionando en Mar del Plata y punto. Con Menem hay una especie de admisión, simbolizada en el abrazo con Isaac Rojas, al precio de trasvestir el peronismo, de usarlo para otros fines, de domesticarlo e integrarlo al régimen semicolonial. Milei manifiesta la virulencia de los gorilas de antaño y se declara admirador del “Turco”, pero se saltea la estructura del PJ para penetrar en la sociedad. Es un Perón “libertario”, antiperonista, para quien la justicia social es un robo y el Estado una organización criminal, que en lugar de hablar de trabajadores habla de emprendedores, que en vez de plantear la humanización del capital apela al capital humano… Es decir: el Estado ya no enclava al capital sino que el capital se enclava en zonas especiales que se rigen por una legislación vip, de mayor jerarquía que la Constitución Nacional. ¿Y a qué le ganó la elección? A una Unión Democrática venida a menos, sin Braden, cuyo único lazo es la desesperación y la angustia. La historia se repite como farsa. Todo circo, panic show según Milei… ¿hasta cuándo?
La experiencia fallida del Frente de Todos.
El peronismo, si quiere seguir siendo, necesita recuperar su entereza y su espíritu, sus tres características fundamentales, heridas en cada una de las crisis. La proscripción intentó destruir su visibilidad. Porque recordemos que el 17 de octubre, como declaró Leopoldo Marechal parafraseando a Eduardo Mallea, fue la irrupción de la Argentina invisible, un acontecimiento en el que los nadies—el subsuelo de la patria—aparecieron y tomaron la palabra, sin miedo a los reproches patronales, con esperanza de lo que podían dar al país. Poniendo el cuerpo en defensa de Perón y de sí mismos ofrecieron un perdurable ejemplo de lealtad, que continúa latiendo hasta hoy. En la lealtad, segunda característica, sobresale la tercera, que es la capacidad de trascender, de vencer al tiempo, algo que solo logran la organización y los grandes principios.
Habría que decir, más bien, que la proscripción, la traición y la intrascendencia son constantes en la historia argentina. El peronismo interrumpe esas constantes y demuestra que hay una manera noble e idealista de hacer política. Por eso el antiperonismo no tiene otra función que volver a arrojarnos a esa atmósfera sombría, cuyo núcleo es la desconfianza, madre del individualismo. Cuando la traición se impone, la lealtad merma. Cuando la inmediatez es lo que tienta, el tiempo nos devora. Perón, Evita, Néstor y Cristina podían proyectar hacia adelante, porque había un pueblo que los respaldaba y que les era fiel, a pesar de las dificultades y las oposiciones. El hecho de que el kirchnerismo, en las tres últimas elecciones, llevara como candidatos a presidentes a políticos no kirchneristas o antikirchneristas es un síntoma que debe ser atendido. Revela cierta interiorización de la estrategia del enemigo, cierta aceptación pasiva de una correlación de fuerzas desfavorable.
Decía Margaret Thatcher que su principal logro había sido Tony Blair. Es decir, que el neoliberalismo logró volverse el único marco posible en que se dirimía la democracia, con sus oficialismos y oposiciones. Parafraseando, el mayor logro del Fondo Monetario fue Martín Guzmán. Sin embargo, la derrota no fue absoluta. Hubo un resto que no logró asimilarse: ese resto se llama kirchnerismo. La negativa de Máximo Kirchner de votar el acuerdo con el Fondo mantuvo una potencia irreductible en la política argentina a los designios del endeudamiento sometedor. Es lógico que lo que siguiera al acuerdo fuera la proscripción de Cristina y el atentado contra su vida financiado por la misma familia Caputo que trajo de vuelta al Fondo a la Argentina.
El mandato de la etapa es rechazar la asimilación y rechazar la interiorización de nuestra propia proscripción política. Como Marechal que se nombraba poeta depuesto, somos todos militantes proscriptos en tanto censuramos nuestras identidades, nuestras ideas, nuestros triunfos y nuestras convicciones en la búsqueda de una Moncloa que–aunque deseable en el horizonte–hoy se presenta imposible mientras la pistola de Sabag Montiel siga apuntando contra todas nuestras cabezas. La sencilla propuesta entonces es volver a ser nosotros mismos y hacer flamear una vez más las tres banderas del peronismo. Visibilidad, lealtad y trascendencia:
1. Hagamos kirchnerismo. Como una posición política, como una propuesta programática, como una gimnasia de recuperar la memoria que supimos y pudimos transformar la realidad para mejor. No nos interesa tanto la reivindicación identitaria ni la contraposición entre peronismo y kirchnerismo, que en nuestro pensamiento son básicamente la misma cosa. Nos importa hacer lo mismo dos veces, es decir lograr lo que en su momento lograron Néstor y Cristina. Para eso, sostener una posición política contra la proscripción, la traición y la intrascendencia; una posición política kirchnerista que es finalmente una posición política peronista. Un ejemplo: no se trata de relanzar 678 sino de recuperar la iniciativa en la batalla cultural: cavar trincheras y planificar la contraofensiva. Otro ejemplo: una posición patriótica como supo tener el kirchnerismo no necesita reeditar la simbología de la década ganada e incluso debe construir una nueva. La bandera, la escarapela y el himno están ahí para ser resimbolizados en la lucha contra el anarco-colonialismo. Como dijo Cristina en el año 2000: “Tenemos la obligación como generación y como peronistas de dar la pelea para reconstruir un peronismo diferente. Tenemos una obligación histórica en intentarlo. No sirve ser alas izquierdas, nosotros no aceptamos ser alas izquierdas ni de Perón. Yo quiero ir por un proyecto global del peronismo. No quiero ser un espacio del peronismo. La idea que yo tengo del peronismo tiene que ser la idea que lleve a todos los peronistas a la victoria”. Queremos que nuestras ideas kirchneristas lleven al peronismo a la victoria.
2. Y hablando de Cristina, ella es nuestra conducción. Como durante la proscripción la conducción era Perón, más allá de su exilio, de todos los intentos de jubilarlo o de que en varios momentos “no pasara una encuesta” o no tuviera el apoyo suficiente para volver. Hay personalidades históricas irrepetibles e irremplazables, a las que hay que darles las herramientas para que su conducción pueda ser exitosa y para que su margen de maniobra crezca en lugar de limitarse. Cristina tomará mejores decisiones en tanto le aportemos mayores grados de maniobra y libertad. Porque el abanico de cartas no se lo va a conceder el poder en un juego limpio; lo tendremos que hacer nosotros desde la lucha persistente y aguerrida, fortaleciendo las organizaciones libres del pueblo y democratizando ámbitos que hoy están colonizados por las grandes corporaciones. Desde los sindicatos, las cooperativas, las mutuales, la militancia barrial, los grupos de profesionales, la comunidad educativa, los trabajadores de la salud, los centros de jubilados, los medios de comunicación, los clubes y las sociedades de fomento hay que romper con la lógica de subordinación mental y de hábitos que imponen los poderes fácticos, como si no existiese ninguna otra alternativa para relacionarnos política, económica y socialmente; para volver a integrar un país que quienes nos gobiernan pretenden balcanizar y destripar parte por parte. La batalla es espacio por espacio, pueblo por pueblo, ciudad por ciudad, provincia por provincia, con las ideas claras y la maduración de una perspectiva de hacia dónde ir y con quiénes.
3. Frente al vértigo de la licuación económica y la vorágine de las redes, apostar por la organización sigue siendo el único trasvasamiento generacional posible, el único cuidado de lo común. No hay atajos ni soluciones mágicas. Las redes digitales no pueden ser evadidas, porque no está lo virtual por un lado y lo real por el otro; pero son un campo inclinado, ideológico en su misma estructura, un dispositivo de guerra (no otro es el origen de internet) para dividirnos y explotarnos y, por lo tanto, tienen que ser reterritorializadas, es decir, su uso debería llevar a que, combatiendo los discursos de odio y la prédica individualista, nos sustraigamos de la pantalla, a que recuperemos el tiempo sobre nuestras vidas, a que pongamos en suspenso sus efectos perniciosos sobre la subjetividad de las personas; de la misma manera que el Estado—o, idealmente, un bloque regional más grande y compacto—necesita reterritorializar los flujos de capital, que son por definición desterritorializadores y apátridas. Sin comunidad organizada y sin espíritu nacional es imposible.
Explicaba Fidel Castro que nunca hay que tener una sola política, siempre se deben tener dos: una para la población y otra para el adversario. Hoy a la población le proponemos: solidaridad, organización, discusión política y representación. Al adversario, por el contrario, debemos desafiarlo. Como lo hicimos en Juncal y Uruguay un sábado 27 de agosto. Como lo hicimos en 2017 con Unidad Ciudadana. Como lo hizo Cristina gobernando. Como el kirchnerismo nos enseñó a hacer política. Dar peleas sin certeza de ganarlas pero con la convicción de que deben ser dadas sin titubeos ni especulaciones. Por la memoria de nuestros compañeros, por la felicidad de nuestro pueblo, por la Argentina de los que vendrán.