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El concepto de un cuerpo sin órganos fue creado por A. Artaud como artística metáfora de combate contra esa organización de tipo binaria que separa lo que está bien de un lado, y lo que estaría mal del otro, para dejar en definitiva todo como ya está. Es esta misma forma conservadora de concebir lo que pueda significar la organización como tal, genéricamente considerada, de la que justamente se ocuparan también Deleuze y Guattari de combatir, motivo por el cual ellos no sólo hacen suyo dicho concepto sino que lo tematizan hasta convertirlo, prácticamente, en resumen de su propia propuesta filosófica.
El estudio o la teoría de todo lo que existe, que los filósofos denominaron 'ontología', tuvo tradicionalmente una forma de presentación tajantemente binaria: por un lado lo orgánico, por el otro lo inorgánico. Tan es así que sus principios más conocidos son siempre el de no contradicción, el de identidad y el de tercero excluido. El pensamiento no binario estuvo entonces históricamente relegado a lo artístico, lo cual no significa que de esta manera se lo comprendiese peyorativamente: todo lo contrario, una ontología que se atreviese a partir de una indistinción entre la vida y la materia obligadamente debiera explicitar su carácter ficcional, ya que mantenerse aferrada a un criterio de verdad tradicional de correspondencia haría que el pensamiento binario permanecería invicto.
Cuando Deleuze y Guattari comienzan Mil Mesetas, y pretenden claramente allí dar comienzo a una ontología afirmativa, no tienen otra opción que presentarla como es lógico de un modo escénico: si asistimos entonces a una insólita conferencia de un estrambótico personaje literario es porque nada de lo que se desarrollará a continuación puede, ni exige de manera alguna, ser debidamente confirmado. Es sólo una perspectiva y se presenta como tal, aunque por supuesto ello tampoco significa que así se le reste interés. Se trata, mas bien, de una perspectiva muy especial ya que, como la coleta del barón de Munchhausen, tiene la virtud en cierta medida mágica de permitirnos, gracias a nuestra propia astucia, escapar del pantano que termina representando una ontología negativa.
Contra todo pronóstico, sin embargo, en Mil Mesetas al final se lee que hacernos un cuerpo sin órganos básicamente resultaría poder sabernos en peligro: esta tan prudente consideración sorprende bastante proviniendo de un famoso texto del que nunca sospecharíamos, y mucho menos de su concepto estrella, que pensar de manera no binaria supusiera tomar recaudo alguno. Pero lo único que podemos decir del cuerpo sin órganos, nos advierten enérgicamente Deleuze y Guattari, es que se trata de una práctica que carecería de una tranquilizadora definición - en el sentido más tradicional de la palabra, al menos – pues sólo comprenderíamos de ella sus propios excesos.
No es de un afuera exterior que le llega el peligro al cuerpo sin órganos, sin embargo, sino de terminar perdiendo de vista al contrario su propio afuera. Y aún cuando esta afirmación es sin duda novedosa y hasta nos indispone un poco al comienzo, de alguna manera también es algo que caería por su propio peso: sólo los cuerpos organizados que se fundan en la identidad de sí mismos están en riesgo por lo que puede provenir de un afuera exterior. Así, en el posterior artículo “Para acabar de una vez con el juicio” (1993), Deleuze distingue muy claramente por eso dos tipos de lucha: la ‘lucha-contra’, que trata de destruir o repeler una fuerza, y la ‘lucha-entre’, que trataría por el contrario de apoderarse de una fuerza para apropiársela.
Hacernos un cuerpo sin órganos es atrevernos a correr el riesgo de sucumbir bajo el imperio de la propia fuerza, podría decirse, cuando confundimos a la desorganización con una guerra. Porque la guerra, sigue diciendo Deleuze, es sólo una ‘lucha-contra’, es decir, la mera y burda voluntad de destrucción convertida, por el juicio de dios, en algo supuestamente justo. Ella resultaría incluso, de esta forma, lo que acabaría con la lucha misma cuando, en su propia voluntad de acabar de una vez con dios y con el juicio que la define, ya no encuentra su afuera.
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Los excesos de los que debe cuidarse el cuerpo sin órganos no provienen sino de aquello que pretende combatir: el juicio de dios. Así ocurriría con el masoquista, el drogadicto, el hipocondríaco, el paranoico o el mismo fascista. En todos estos casos, lo que ocurre es que acabar con el juicio de dios se convierte para ellos en algo justo. Por eso, la novedad que trae el esquizoanálisis es que, a diferencia y hasta al revés de lo que planteara el freudo-marxismo, una patología no debería ser interpretada como una represión del deseo sino como una búsqueda fallida del deseo mismo.
Por este motivo, y aun cuando el cuerpo sin órganos bien podría definirse - desde un punto de vista teórico, obviamente - como una lucha contra el juicio de dios, ella no se libraría estrictamente sin embargo tanto por lo que hubiese que hacer al respecto sino, más bien, por aquello que, soberana y humildemente, resulta preciso evitar.
Si el cuerpo sin órganos resulta una práctica es porque no tiene una esencia que se pueda definir dado que resulta, precisamente, esa manera misma de sustraerse al juicio y su poder de organizar hasta el infinito. O mejor dicho, de rechazar la guerra y todo lo que nos termine estratificando. Pero está claro que a la guerra no se la puede combatir con la guerra, y por eso lo único afirmativo que Deleuze y Guattari nos puedan decir respecto de la práctica misma del cuerpo sin órganos es que, paradójicamente, ella consiste en mimar los estratos.
Una desestratificación demasiado brutal sería a todas luces imprudente, puesto que a toda costa es preciso evitar que el cuerpo sin órganos se vacíe: lo peor, nos dicen Deleuze y Guattari, no es quedar estratificado, sino hacer precipitar los estratos en un desmoronamiento suicida. Por eso, lo que la prudencia manda en este sentido es instalarse sin mas en un estrato para mejor experimentar posibles líneas de fuga.
Aún cuando la prudencia defina esta práctica, de todas maneras ella no sería jamás, como para Aristóteles, esa disposición que le permite al hombre discurrir respecto de lo que es bueno y conveniente para él mismo. Si así fuese, la prudencia del cuerpo sin órganos sería esa virtud intelectual o dianoética que fundamenta la moral y la ontología negativa en general. La prudencia que adecuadamente caracteriza al cuerpo sin órganos resulta más bien, al revés, una virtud práctica o propiamente ética, pues no está orientada a conseguir un fin exterior a ella misma sino a garantizar, exclusivamente, tener siempre tendido un fragmento de nueva tierra.