La noticia de un Alberto Fernández golpeador nos conmocionó. El scrolleo incesante en redes sociales se constituye, en parte, en la búsqueda de una respuesta, una explicación, algo que pueda aliviar esta angustia, esta decepción sin fondo de no haber vuelto mujeres, ni siquiera mejores, sino de haber vuelto de una manera horrorosa e impensada. Asoma un sentimiento antipolítico, de hartazgo, un clima muy 2001 en una calle cada vez más espesa, con un bombardeo de noticias que van calando el autoestima, que aplastan hasta dejarnos chiquitos y sin fuerza. Vemos cómo todo se desmorona en un espectáculo siniestro que sucede mientras tenemos que seguir yendo a trabajar, preparar la comida, llevar a los chicos al colegio. La vida misma.
¿Cuánto iban a tardar en filtrarse las fotos? Es la bajeza de cierto periodismo que hoy se rasga las vestiduras por la defensa de las mujeres y alza su voz contra la violencia de género, pero no duda en revictimizar a Fabiola Yañez en un momento de extrema vulnerabilidad, e incluso se jacta de eso al agregar una marca de agua a las imágenes. Y todo por priorizar los likes, los baits, la especulación política en su máxima expresión. Son los mismos que hablan con tibieza sobre la visita de diputados a genocidas responsables de delitos de lesa humanidad que están condenados por secuestrar, torturar y desaparecer personas, por robar bebés.
AlbertA le decíamos. El presidente con el que logramos que se reconociera el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos, a una maternidad deseada. El presidente con el que construimos un Ministerio, el primero, que aún con errores y tropiezos, fue nuestro. Ahí hubo compañeras feministas que con el bajísimo presupuesto que tenían hicieron magia, pensaron políticas, con amor y compromiso, poniendo su tiempo, su cabeza. Y todo eso deslegitimado y cuestionado.
El daño es inmenso, tiene un alcance que todavía no podemos imaginar. Un daño al feminismo, al campo nacional y popular, al peronismo, que desprestigia luchas históricas y fundamentales. A la credibilidad. ¿Cómo volver a seducir a una mayoría popular después de esta catástrofe? ¿De esta misoginia? ¿De esta violencia ejercida desde la investidura presidencial?
Hay una sensación que sobrevuela y es que todos los consensos que supimos construir se rompen en millones de pedazos. Y es agotador. Y es desolador. Porque pareciera que no hay de dónde agarrarse en este vértigo infinito al que nos someten día tras día.
Y si todo está roto, ya no podemos ni siquiera pensar en reconstruir. Porque, ¿hay algo que haya quedado en pie? Si una cosa podemos pasar en limpio después de este huracán, es la necesidad urgente e insoslayable de forzar una transformación real en las dirigencias políticas, “que amen la vida, que enfrenten la muerte”, y dejar de insistir con señores que no nos representan, ni representan nuestras banderas. “Que un hijo de la generación diezmada agarre la posta”, dijo Cristina a quien hoy quieren responsabilizar también por esta situación, incluso después de haber atravesado todo el espectro de violencias posibles. Las responsabilidades, a quien le correspondan. Basta de pavadas.
Daniel Scioli, Fernando Espinoza, José Alperovich, Martín Insaurralde, Alberto Fernández. Es una lista muy larga y muy dolorosa que no para de nutrir la decepción y la frustración que tenemos quienes verdaderamente pensamos que la política es una herramienta de transformación de lo injusto, de la desigualdad. “Dicen que la juventud no tiene para gobernar experiencia suficiente. Menos mal, que nunca la tenga”, cantaba Gieco en una canción icónica de los 90. Pero no queremos volver a ese paradigma, a creer en esas ideas que tanto nos costaron desterrar. Porque eso, además, es abonar a la teoría de la casta. Nosotros no somos eso, pero para reivindicarse en ese dilema, hay que hacerlo carne, hay que dejar de hablar, dejar de crear narrativas bonitas pero sin sustento, sin transformación en serio. En este maremágnum que nos tiene un poco desparramados, un poco mareados, es imperioso ordenarse, ubicarse del lado de la ética, aferrarse ahí, recordando de dónde venimos, qué hicimos, qué queremos. Hacer memoria. Volver a lo más básico y elemental. Reconstruir, o volver a construir sobre los escombros de esta Argentina que tanto queremos.