Por Leticia Martin
El aislamiento obligatorio puede ser más o menos molesto de acuerdo al lugar en que nos toque vivirlo. Claro que para una buena parte del país —paranoia aparte— quedarse en casa puede ser algo hasta agradable. No tener que subirse a un bondi, o a un subte, en las condiciones en las que viajamos actualmente, no está nada mal.
Para las clases altas, aislarse es una práctica bastante conocida y asumida en total y libre albedrío. Countries, barrios cerrados, clubes privados, all inclusives en sitios paradisíacos a los que el turista de a pie jamás podrá ingresar, salas para “very important people”, zonas restringidas, actividades de acceso prohibitivo por el costo, y la lista podría seguir. ¿Por qué se aíslan las clases altas cuando está permitido circular? ¿Lo hacen solo en busca de seguridad o es que encuentran en el aislamiento el modo de marcar una diferencia, tomar distancia, “ser” distintos del resto? La medida del aislamiento obligatorio se cumple a medias en la mayoría de los barrios porteños y casi de forma impecable en Barrio Norte y Recoleta. Algo dice ese dato. Sin quererlo, denota amplitud, comodidades, abundancia, incluso la posibilidad de circular por distintos ambientes, patios y terrazas, al interior de la propiedad privada.
Las clases medias nos acomodamos. Orgullosos de pertenecer a ella —la más grande de Latinoamérica— los que nos sentimos clasemedieros militamos con agradecimiento y solidaridad la causa del aislamiento preventivo. Antes de entregarnos por completo, nunca falta la queja, el refunfuño y la expresión de la incomodidad. Dignos nietos de tanos y españoles, hacemos escándalo. Sabemos que a veces patalear funciona. Al fin del día, como buenas clases medias que somos, más o menos acomodadas: nos acomodamos, aflojamos la tensa cuerda del descontento y aceptamos dictar clases virtuales, laburar por mail, por drive, por skype, tener reuniones por zoom, ducharnos con un ojo en las notificaciones de whatsapp del celular y dar vuelta una tortilla con la llamada entrante del jefe entre la oreja y el hombro.
Los sectores más desprotegidos de las clases bajas son los que, como siempre, como en casi todo, corren la peor suerte. Ellos no tienen nuestras comodidades y, como señaló el Ministro Daniel Arroyo en la jornada de ayer, ellos necesitan circular para sobrevivir. Casi seis millones de personas no tiene baño o agua potable en sus hogares. Son alrededor de dos millones de hermanos nuestros los que viven hacinados, sin la posibilidad de circular de un ambiente a otro, sin la chance de respetar el aislamiento. Un rancho, una casilla, un techo de chapa, o un asentamiento, no son lugares para tener encerrada a la familia. ¡Y sin embargo hay que aislarla! Preocupa, además, que estas hermanas y hermanos —ahora incapacitados de salir a buscar la limosna, incluso a conseguir su changa diaria— no tengan qué llevar a la mesa de sus hijos, no puedan siquiera lavarse las manos sin salir de su casa.
¿Se acuerdan que no hace tanto decían que en este país rico no había hambre realmente? ¿Dónde están los que lo decían ahora? ¿Dónde los que sostenían que sobraban ministerios y achicaban la salud?
Quedó vieja en apenas días la interminable y tautológica discusión vagos-beneficiarios o eso de “dar la caña para que aprendan a pescar”. ¿Qué es primero la pandemia o la economía? ¿La economía o la pandemia? Luego del fracaso estrepitoso del macrismo y su total incapacidad de reacción ante el crecimiento de la pobreza —que casi duplicó en apenas cuatro años—, luego del desmantelamiento de la salud y del vaciamiento de las arcas —llenas de dinero prestado—, ahora que las papas queman, ahora no hay nada que discutir (porque tampoco hay plata).
Muchos funcionarios han vuelto a sus countries, a cumplir con el aislamiento obligatorio, a aburrirse mirando series y leyendo libros mal traducidos. Buena parte de la sociedad, esa parte que muchos tildan y señalan de “vagos” con el dedito en alto, esa parte que al escuchar la palabra “fuga” solo piensa en un ladrón escapando de un penal, la pasará muy mal. Pero, al contrario de ser una amenaza para los autoaislados de siempre, serán los que, probablemente, sigan poniendo el cuerpo ahí afuera, en ese espacio abierto, de la amenaza y el virus, en ese afuera que muchos ni siquiera intentan espiar. Mientras alguien, desde un balcón, les grite que se guarden, ellos seguirán juntando cartones, cargando la basura, levantando una pared, arreglando el caño roto de nuestros baños. Ellos, esos seres humanos que osamos llamar “argentinos”.
El aislamiento obligatorio puede ser más o menos molesto de acuerdo al lugar en que nos toque vivirlo. Claro que para una buena parte del país —paranoia aparte— quedarse en casa puede ser algo hasta agradable. No tener que subirse a un bondi, o a un subte, en las condiciones en las que viajamos actualmente, no está nada mal.
Para las clases altas, aislarse es una práctica bastante conocida y asumida en total y libre albedrío. Countries, barrios cerrados, clubes privados, all inclusives en sitios paradisíacos a los que el turista de a pie jamás podrá ingresar, salas para “very important people”, zonas restringidas, actividades de acceso prohibitivo por el costo, y la lista podría seguir. ¿Por qué se aíslan las clases altas cuando está permitido circular? ¿Lo hacen solo en busca de seguridad o es que encuentran en el aislamiento el modo de marcar una diferencia, tomar distancia, “ser” distintos del resto? La medida del aislamiento obligatorio se cumple a medias en la mayoría de los barrios porteños y casi de forma impecable en Barrio Norte y Recoleta. Algo dice ese dato. Sin quererlo, denota amplitud, comodidades, abundancia, incluso la posibilidad de circular por distintos ambientes, patios y terrazas, al interior de la propiedad privada.
Las clases medias nos acomodamos. Orgullosos de pertenecer a ella —la más grande de Latinoamérica— los que nos sentimos clasemedieros militamos con agradecimiento y solidaridad la causa del aislamiento preventivo. Antes de entregarnos por completo, nunca falta la queja, el refunfuño y la expresión de la incomodidad. Dignos nietos de tanos y españoles, hacemos escándalo. Sabemos que a veces patalear funciona. Al fin del día, como buenas clases medias que somos, más o menos acomodadas: nos acomodamos, aflojamos la tensa cuerda del descontento y aceptamos dictar clases virtuales, laburar por mail, por drive, por skype, tener reuniones por zoom, ducharnos con un ojo en las notificaciones de whatsapp del celular y dar vuelta una tortilla con la llamada entrante del jefe entre la oreja y el hombro.
Los sectores más desprotegidos de las clases bajas son los que, como siempre, como en casi todo, corren la peor suerte. Ellos no tienen nuestras comodidades y, como señaló el Ministro Daniel Arroyo en la jornada de ayer, ellos necesitan circular para sobrevivir. Casi seis millones de personas no tiene baño o agua potable en sus hogares. Son alrededor de dos millones de hermanos nuestros los que viven hacinados, sin la posibilidad de circular de un ambiente a otro, sin la chance de respetar el aislamiento. Un rancho, una casilla, un techo de chapa, o un asentamiento, no son lugares para tener encerrada a la familia. ¡Y sin embargo hay que aislarla! Preocupa, además, que estas hermanas y hermanos —ahora incapacitados de salir a buscar la limosna, incluso a conseguir su changa diaria— no tengan qué llevar a la mesa de sus hijos, no puedan siquiera lavarse las manos sin salir de su casa.
¿Se acuerdan que no hace tanto decían que en este país rico no había hambre realmente? ¿Dónde están los que lo decían ahora? ¿Dónde los que sostenían que sobraban ministerios y achicaban la salud?
Quedó vieja en apenas días la interminable y tautológica discusión vagos-beneficiarios o eso de “dar la caña para que aprendan a pescar”. ¿Qué es primero la pandemia o la economía? ¿La economía o la pandemia? Luego del fracaso estrepitoso del macrismo y su total incapacidad de reacción ante el crecimiento de la pobreza —que casi duplicó en apenas cuatro años—, luego del desmantelamiento de la salud y del vaciamiento de las arcas —llenas de dinero prestado—, ahora que las papas queman, ahora no hay nada que discutir (porque tampoco hay plata).
Muchos funcionarios han vuelto a sus countries, a cumplir con el aislamiento obligatorio, a aburrirse mirando series y leyendo libros mal traducidos. Buena parte de la sociedad, esa parte que muchos tildan y señalan de “vagos” con el dedito en alto, esa parte que al escuchar la palabra “fuga” solo piensa en un ladrón escapando de un penal, la pasará muy mal. Pero, al contrario de ser una amenaza para los autoaislados de siempre, serán los que, probablemente, sigan poniendo el cuerpo ahí afuera, en ese espacio abierto, de la amenaza y el virus, en ese afuera que muchos ni siquiera intentan espiar. Mientras alguien, desde un balcón, les grite que se guarden, ellos seguirán juntando cartones, cargando la basura, levantando una pared, arreglando el caño roto de nuestros baños. Ellos, esos seres humanos que osamos llamar “argentinos”.