En uno de los apartados de su monumental obra Restos Pampeanos, Horacio González formula la curiosa y arriesgada hipótesis de que cuando en sus Cuadernos de la Cárcel Antonio Gramsci alude al “príncipe moderno”, por momentos se abre una zona de indeterminación en la que no sabemos si se refiere al Partido (de nuevo tipo, como expresión de la voluntad colectiva o nacional-popular) o al libro que el marxista italiano nunca terminó de escribir. Un libro que es él mismo propulsor de hegemonía, gracias a sus poderosos efectos retóricos y en tanto sigue los pasos de El Príncipe de Nicolás Maquiavelo, que encarna la forma dramática del mito. De este modo, el texto “sacude al lector y lo convierte en sujeto de una irrupción histórica en el mismo acto de la lectura”.
Valdría la pena preguntarse si, acaso, con la publicación de La organización permanente (en adelante, LOP), el último libro de Damián Selci (que, misteriosamente, circula por todas partes y hasta ha ingresado a la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, pero nadie se tomó el trabajo de reseñarlo), no ocurre algo similar. Para nada es un detalle menor que Selci titule “El príncipe militante” al primer capítulo de la sección definitiva de la obra (denominada, a su vez, “La comunidad organizada”). Que para él, en la época de la Insustancia, el nuevo príncipe no pueda ser más que la organización política (ya veremos qué significa) no invalida la espectacular conclusión de que es el propio libro de Selci el que, tomando impulso del viento prescriptivo que recorre sus páginas, parece ensayar la creatio ex nihilo que Jacques Lacan atribuye al significante (que es, al menos, dos).
Si por un lado resulta indudable que Selci escribe a partir de una praxis (un pensamiento-práctica), de la experiencia militante de la que él participa (pues, como diría Alain Badiou, la filosofía piensa entre y sobre el trabajo de sus condiciones, ergo, cuando la política es mediocre, cuando no produce novedades, la filosofía será mediocre), también se torna palmario que después de Selci ya no entendemos por militancia lo que entendíamos antes. Es en ese excepcional y milagroso sentido que creemos permitido afirmar, con una sutileza que no espantaría a Hegel, que la organización es el libro. El fin más sagrado de la organización, que es crear militantes, formar cuadros políticos, es precisamente el fin que cumple el libro viviente de Selci.
Si nos remitimos a la propuesta de Gilles Deleuze y Felix Guattari en su libro ¿Qué es la filosofía?, podemos decir que ya en Teoría de la militancia: Organización y poder popular (en adelante, TM) Selci elabora un concepto fundamental (el de “militancia”) e inventa una muy interesante serie de personajes conceptuales (el Politizado, el Cualunque, la Beneficencia, el Militante, el Intelectual Crítico, el Quebrado, el Cuadro Político, etc.), articulados en un grafo. Los enunciados postulados por Selci se deslizan en los espinosos caminos de la fenomenología, con sus manifestaciones y transiciones. Allí las “figuras de la (no) conciencia” se suceden unas a otras en un devenir siempre contradictorio, al que se accede gracias a las potencialidades de un renovado materialismo dialéctico. Método que toma prestado del filósofo esloveno Slavoj Žižek, quien a su vez lo recupera de la tradición hegeliano-marxista, pero luego de “pasarlo por la criba” del psicoanálisis de Jacques Lacan.
No es TM el libro que queremos reseñar, pero es imposible hablar de LOP sin ofrecer un mínimo comentario al respecto. La gran originalidad del escrito pionero de Selci está en su crítica inmanente del populismo, que, al compás de los operaístas italianos de los años 60, ocurre “dentro y contra”. Selci parte del diagnóstico de que la crisis de los gobiernos populistas latinoamericanos debe explicarse por la crisis de su marco teórico. Es la insuficiencia de la teoría la que limita el horizonte de la práctica, como luego recordará en la introducción a LOP. De ahí el célebre giro hacia el punto de vista de la militancia, que no nace de un repollo sino del antagonismo que divide al pueblo populista en “politizados” y “cualunques”.
La pregunta rectora de Selci es la misma que la de Badiou, aunque toma un camino diferente para responderla: ¿cómo un animal humano cualquiera llega a convertirse en un cuadro político? ¿Cómo se vuelve posible para nosotros y nosotras, rebaños dóciles amansados y dominados por la ideología capitalista, vivir una vida verdadera, orientada por la Idea militante? A lo largo del libro, Selci ilumina y despeja el sendero, para finalmente sugerir una solución: la interiorización del antagonismo, hasta asumir la responsabilidad absoluta (que significa derrotarnos a nosotros mismos, derrotar nuestro ego). Generalizar la “conquista” nos llevará a lo que retóricamente llama “País Militante” y que a veces denomina “Libertad Popular”, pero que en LOP tiene el nombre más familiar de “Comunidad Organizada”.
De ninguna manera es errado considerar que en TM se encuentra planteado lo fundamental de la posición de Selci, al menos de forma embrionaria. Mas quien lea detenidamente LOP notará que, al mismo tiempo, ambos libros se ven separados por un salto abismal. Dicen cosas idénticas y, sin embargo, LOP es mucho más profunda que TM, mucho más superadora. Se pone de manifiesto en LOP que el autor ha ganado en claridad teórica y en la autocomprensión de su propio punto de vista. Existe una especie de correspondencia entre esos avances y el perfeccionamiento (o, mejor, “volantazo”) en la lectura de Lacan que Selci realiza entre la terminación del primer libro y el comienzo del segundo.
Por otro lado, TM, con su genialidad e inventiva, mantiene una luminosa forma ensayística. Leerla es como leer una novela filosófica, como leer a Sartre (y esto es el mayor de los elogios). Digamos al pasar que la categoría “responsabilidad absoluta” ocupa un lugar preponderante en las últimas páginas de El Ser y la Nada. El día que la militancia postule a sus precursores (por emplear una expresión de Borges), entonces deberá rendir cuentas con el existencialismo.
LOP, en cambio, posee una estructura formidable. Ningún capítulo está de más. Todos cumplen una función. Y aun así, el rigor y las dificultades teóricas que aborda no hacen al libro “pesado” o “frustrante” para quien lo enfrenta (aunque es probable que el público al que en una primera instancia se encuentra destinado, sea más reducido que el de TM; lo que, más que una limitación, es una invitación). La lectura es llevadera y agradable en todo momento. Y cuando puede resultar un poco dura o áspera, siempre aparece el humor o la ironía para devolverle vitalidad al lector, así como los ejemplos para aclarar lo que se presenta como enrevesado y oscuro. Puede decirse que la imponente prosa de Selci moldea a sus lectores como muy pocas.
Pero más allá de la forma, el estilo o lo bien logrado que está el texto, lo esencial es su contribución, el hecho de que tenga algo muy relevante para decirnos. Es un libro que abre los ojos e inyecta confianza en medio de la incertidumbre y el escepticismo. Selci parte de la época, de sus dilemas y de sus síntomas. Diagnostica que nuestro tiempo está atravesado por una crisis ideológica. No obstante, no se queda ahí, como parecen quedarse todos los críticos culturales.
Vivimos, nos dice, en la época de la Insustancia, que algunos llaman posmodernidad. A esa conclusión llegamos luego de leer a los posestructuralistas y su deconstrucción de la metafísica en todos los terrenos, incluida la política. Son varios los autores que han señalado las limitaciones de ese enfoque, pero ninguno ha respondido a la pregunta leninista “¿Qué hacer?”. De hecho, casi nadie se la ha formulado en los términos que corresponden. El saldo práctico que dejan los principales filósofos de los últimos 50 años es el de “no hacer nada” o, al fin y al cabo, conformarse con el pragmatismo o el denuncialismo. Perdidos el horizonte y la utopía, se devalúan los objetivos de la política. Y esto porque, tras lo que la “teoría” llama el “fracaso de la revolución”, invade el miedo a dañar al otro, a comportarnos como auténticos imperialistas. Con su característica grandeza hegeliana, Selci advierte que, quizá, el miedo al daño (a “incubar el totalitarismo”) sea el daño mismo.
Selci es militante de La Cámpora y preside el Concejo Deliberante de Hurlingham.
Si bien Selci rechaza lo “metafísico” o lo “esencialista” del marxismo-leninismo (ya deconstruido por Laclau y Mouffe), no reniega de su ambición. El pensamiento político, por decirlo nietzscheanamente, si quiere ser grande tiene que trazarse metas y objetivos grandes. En el posestructuralismo, los objetivos no son “positivos”, sino “negativos”: denunciar, mostrar la hipocresía y la inconsistencia de quienes hablan en nombre de la verdad, etc. Y quienes se proponen lograr “algo”, como Laclau, no ofrecen nada de largo plazo. Igual que todos los modernos, Laclau no se pregunta por la vida virtuosa, la vida plena, la vida justa, la vida buena, la vida digna de ser vivida. Sobre tales temas pensaban los clásicos de la Antigüedad. Solo que, para la conciencia moderna, fines últimos tan exigentes implicaban el desconocimiento de la “naturaleza humana”.
De ahí la necesidad de rebajar los fines, que es lo mismo que los posestructuralistas han ensayado en el siglo de las revoluciones. Pero mientras alguien como Maquiavelo o Hobbes podía distanciarse de Platón o Aristóteles por considerar que la polis ideal imaginada en sus filosofías políticas era irrealizable (pues no se ajusta a cómo son, han sido y serán los seres humanos), los recientes críticos de la metafísica establecieron límites luego de llegar a la conclusión de que se ha ido demasiado lejos y de que el precio a pagar por la realización de la utopía no es otro que el terror stalinista.
En esa línea, Laclau (que es el más osado de todos ellos) no propone ninguna estrategia, sino una táctica efectiva (el populismo y la teoría de la hegemonía). Nos dice cómo llegar al gobierno o cómo conquistar el poder, pero no qué hacer con el poder. La democracia radical y plural no es un horizonte demasiado brillante que digamos. Incorporar más y más reivindicaciones a la lógica de la equivalencia, cuando nunca se deja de pensar en términos de demanda y tampoco se acaricia la posibilidad de derrotar al enemigo, es el gran impasse de la teoría del populismo. La “Teoría de la Militancia”, al contrario, es la única capaz de formular una estrategia acorde a la época de la Insustancia. Y esa estrategia se llama militancia. O sea: la militancia es fin y medio a la vez, meta y búsqueda.
Para comprender esto, procedamos en lo que sigue a enumerar y comentar los que, para nosotros, son los tres enunciados fundamentales de Selci:
1. La militancia es la responsabilidad por la responsabilidad del otro. Si para el posestructuralismo “siempre se trata del otro”, solo la militancia puede estar a la altura de sus pretensiones. Ver al otro como pobre, indefenso y eterno inocente no es hacerle justicia. Hacerle justicia es empoderarlo. No hay entonces que representar, o hablar por, sino solicitar la presentación del otro, partiendo del axioma de que la vida no-individual de la militancia (donde “yo es otro”) está abierta para todos y todas. Selci entiende por “vida no-individual” una vida descentrada, que no gira en torno a aquel Yo sustancial que frecuentemente denominamos “individuo”.
En sus términos, al militante no se le pueden atribuir características positivas, porque no es por sí mismo. Un militante es en tanto responde el llamado de otro militante y se mantiene fiel a ese llamado (hay un mínimo de subjetividad que descansa en el hecho, identificable retroactivamente, de asumir la responsabilidad). De ahí el vínculo inexorable entre la vida no-individual y la responsabilidad absoluta. Si por lo general el discurso ético occidental ha considerado que una persona es responsable por sus propias acciones o, incluso, por un otro inocente y necesitado, Selci ensaya una innovación radical al plantear que la responsabilidad del militante es absoluta, en el sentido de que es responsable, también, por la responsabilidad del otro y, entonces, es imposible de delimitar. En rigor, es una responsabilidad que desborda y que siempre viene del otro. Por eso ser militante no es algo que podamos predicar de un “individuo” (porque “yo” solo soy militante en tanto “otro” y no en tanto “yo”). Tampoco la militancia es una “identidad”, sino la subversión de todas las identidades, la revelación de su inconsistencia originaria.
2. Militar es “organizar” el paso entre S1 y S2, que siempre es contingente, pues el paso no es racional y necesario, sino un impasse, en tanto un significante (que no explica nada por sí mismo) no se deduce del otro (Marx mismo lo dice cuando analiza el paso de una mercancía a la otra y sostiene que, al no estar asegurado, allí se encuentra contenida la posibilidad de la crisis del capitalismo). En este punto Selci va a iluminar como nunca antes cuál es su lectura de Lacan y de Hegel (dos de los autores claves de TM), dando la discusión en torno a lo que en escatología se suele denominar el ultimísimo día y que en la historia reciente lleva el nombre de la pregunta por la posibilidad y deseabilidad del comunismo. La aplicación política del realismo especulativo de Quentin Meillaussoux (la “irrelación antagónica”) es notable.
Selci muestra cómo todos los pensadores posestructuralistas, para “lavar culpas”, confundieron el antagonismo con el conflicto irresoluble y señala que es tan metafísico afirmar la lucha eterna entre bandos opuestos como considerar que se puede alcanzar una reconciliación final y definitiva. La utopía de la sociedad sin clases resurge de las cenizas, gracias a la perspectiva de la comunidad organizada. Como no hay garantía última, la militancia se encarga de vigilar lo que ocurre, de mantener(se) organizada la comunidad (que es militante y lo será siempre que no se traicione a sí misma). No le puede atribuir nada a nadie. Se cancela la relación de representación y se consolida un régimen de presentación, de dar respuesta al llamado o la convocatoria del otro (un dar respuesta, el presentarse, que es a la vez convocar, conducir, conducirse).
Un militante es lo que representa al sujeto para otro militante. El militante cumple el papel del significante lacaniano, por lo que organizando el paso entre militantes (como Cristo bajo la forma de Espíritu Santo organiza el paso entre cristianos), la organización política le imprime contenido al sujeto (el pueblo populista será pueblo militante). La militancia, nos dice Selci, no es una corporación (un cuerpo), sino una incorporación. La organización permanente. Y la comunidad organizada estará presente allí donde al menos dos militantes estén reunidos.
3. Gobernar es sumar militantes. Una deuda de TM era abordar el problema del Estado y qué hacer con el Estado. Ahí toda la cuestión se reducía a un breve pasaje que, si bien apunta a lo esencial, es claramente insuficiente. LOP salda aquella deuda (con el descubrimiento de que la relación teórica de la militancia con el Estado no se explica por la filosofía sino por la estrategia) y combate lúcidamente tanto la tentación estadocéntrica (el elogio de la “gestión”, el pedir “más Estado” y dejar todo en sus manos, etc.) como el infantilismo de izquierda que huye del Estado sin mirar atrás.
De modo necesario, Selci tiene que entablar un diálogo crítico con Badiou y probar que el “estado de situación” (lo que estructura la estructura-la situación- y cuenta el acto de contar, reprimiendo el vacío originario y fijando cómo son las cosas) no siempre coincide con el Estado, es decir, que desde el Estado también se puede convocar a la militancia y lograr que esta se mantenga firme más allá de los periodos de gobierno, como lo demuestra la experiencia latinoamericana.
En resumen, Selci reformula la noción de “distancia del Estado”. Distancia para fortalecer la militancia, sí. Distancia para dejar el Estado en manos cualunques, no (el mismo razonamiento utiliza Platón para justificar el gobierno de los filósofos). Porque regalarle el Estado a nuestros enemigos equivale a perder mucho margen de maniobra en las sociedades actuales (donde, aun en crisis, el Estado todavía significa algo). El Estado, de hecho, sirve para ganar tiempo.
No en vano Selci colocó como epígrafe de LOP la siguiente reflexión de Máximo Kirchner: “A ninguno de nosotros nos sobra el tiempo. Y a veces lo que hay que dar es tiempo”. Dar el tiempo, parafraseando a Derrida, es lo que define a la militancia. Y hoy en día, el tiempo para la militancia lo da la organización política, aunque de manera conjunta con el Estado. No es que el Estado lo haga por su cuenta (su lógica monopolista, por el contrario, tiende a producir inocentes en masa, ya que hay Estado en tanto hay cualunquismo). Es la organización que mediatiza. Por eso, para la militancia se trata de aprender cómo estar en el Estado sin ser del Estado.
Para concluir, digamos que LOP abre un vasto campo de investigación, para que la perspectiva de la militancia gane más y más terreno, porque la discusión ideológica y filosófica habrá que darla. Y puesto que en la política, además de tener los fines claros, es indispensable convencer, la militancia tendrá una trabajosa tarea por delante, encaminada a demostrar que ella piensa y que su pensamiento es el único que nos puede permitir avanzar y salir del atolladero en el que hoy está el mundo.
Es sabido que los cristianos, para convertir a gentiles y judíos, se sirvieron de la retórica griega. En nuestro caso, habrá que seguir puliendo nuestra capacidad de persuasión, para la que Conducción Política de Perón (Selci no se vio en la necesidad de escribir una teoría de la conducción porque ya había una, aunque aportó valiosas herramientas para su interpretación militante) es un insumo ineludible, sobre el que es posible continuar sacando consecuencias y también sistematizar sus aportes no leídos correctamente.
Tal vez hasta haya que volver a escribir sobre su legado y su lugar en la historia del pensamiento político, aceptando el diálogo con toda la tradición occidental, en especial con los antiguos, que de política lo entendían casi todo. Esto, sin embargo, tendrá que hacerse desde los nuevos cimientos colocados por LOP. El libro-príncipe nos enseña que allí donde hay un problema político, allí donde acontece una derrota, allí donde ocurre un reflujo de las fuerzas populares, será porque faltó militancia. Y si falta, entonces, es porque hay que sumar. Es porque hay que militar.
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Damián Selci nació en Buenos Aires en 1983. Es militante de La Cámpora y preside el Consejo Deliberante del Municipio de Hurlingham.
Como autor, en 2020 aportó un texto al libro digital de cinco ensayos para la militandia La posibilidad del siglo, junto a Manuel Saralegui, Violeta Kesselman, Gastón Fabian y Nicolás Vilela, y publicó el ensayo Teoría de la militancia (Cuarenta Ríos, 2018). En el campo de la ficción publicó la novela Canción de la desconfianza (Eterna Cadencia, 2012) y también la Antología crítica de la poesía de los 90 (Paradiso, 2012), junto a Ana Mazzoni y Violeta Kesselman. Entre 2007 y 2011 editó la revista Planta.