Por Juan Rousseau
Si uno quisiera comprender los recientes acontecimientos en Perú, lo último que debería hacer es empezar con un análisis de la coyuntura. Lo sucedido con su último presidente electo, Pedro Castillo, tiene más que ver con el estado del sistema político, y fundamentalmente social, de Perú, que con las políticas de su gobierno.
Recordemos que Castillo asume la presidencia en julio de 2021 venciendo a la candidata derechista Keiko Fujimori en una segunda vuelta muy ajustada, donde sacó el 50,3% de los votos. Ya en la primera vuelta se evidencio una de las razones de la crisis actual: la fragmentación política. Así, Castillo fue el candidato más votado bajo el sello de Perú Libre, al obtener solo el 19.00 % de los votos, seguido por Keiko Fujimori, de Fuerza Popular (13,3%); Rafael López Aliaga, de Renovación Popular (11,6%); y Hernando de Soto, de Avanza País (11,5%). Los bajos niveles de adhesión electoral que lograron los partidos políticos denota la falta de capacidad del propio sistema para que efectivamente la población confíe en las instituciones y su modo de funcionamiento.
A ello se le suma la fragilidad institucional. Desde el año 2000 pasaron por el Palacio de Pizarro once presidentes, cuando deberían haber sido por lo menos la mitad (los mandatos duran cinco años).
Desde principios del siglo, con la salida del dictador Alberto Fujimori, quien hegemonizó la década de los 90 en Perú, se registra una persistencia de la inestabilidad política. De hecho, la tercera presidencia de Fujimori se vio abruptamente interrumpida por casos de corrupción.
Si bien los siguientes presidentes, Alejandro Toledo (2001-2006), Alan García (2006-2011) y Ollanta Humala (2011-2016), cumplieron sus mandatos, los casos de corrupción siguieron atravesando la política peruana. Quizás el más emblemático fue el caso Odebrecht, una constructora brasileña que financiaba campañas políticas en América Latina y que involucró a varios presidentes. Entre ellos, Humala, quien enfrentó un juicio en febrero del 2022 por esa causa.
El último presidente electo, antes de Castillo, fue Pedro Pablo Kuczynski, en 2016, quien tras dos años de gestión fue destituido por el Congreso. Su sucesor Martin Vizcarra también fue destituido por el poder legislativo, en 2020, por incapacidad moral. Manuel Merino estuvo solo una semana en el cargo ya que su designación desató una serie de protestas sociales que hicieron inviable la gobernabilidad. Francisco Sagasti, lo sucedió y fue quien gobernó hasta las elecciones que dieron como ganador a Castillo.
En resumen, la reciente destitución de Castillo es más la norma que la excepción en Perú. En términos estrictamente sociales, la situación se puede interpretar como una crisis de dominación. En los Estados modernos se necesitan varios elementos para garantizar la estabilidad de una relación social de dominación. Uno de ellos es la creencia en la legitimidad del orden establecido, algo que a todas luces en Perú se pone en tela de juicio casi todos los días. Pero además, tanto la ciudadanía como los cuadros administrativos (léase las FFAA, la Policía Nacional, etc.) deberían tener como máxima de su conducta cierto grado de obediencia. Esta última condición tampoco está garantizada.
Pensemos que durante el gobierno de Castillo hubo un recambio de cinco gabinetes con la salida de casi ochenta ministros en menos de un año y medio, que fueron varios los intentos de destitución presidencial, a través de la presentación de mociones de vacancias por parte de legisladores, que el Congreso obstaculizó la conformación de gabinetes, o la aplicación de la agenda de gobierno de Castillo, y hasta le negó el permiso a viajar en calidad de presidente a encuentros diplomáticos en el exterior.
La crisis de dominación está también confirmada por los indicadores sociales de Perú. Tal es así que los datos que arroja el informe de percepción ciudadana sobre la gobernabilidad, democracia y confianza en las instituciones publicado por el INEI (Instituto Nacional de Estadísticas e Informática) son alarmantes.
Entre las instituciones que tienen un alto nivel de desconfianza ciudadana, se ubican los partidos políticos, con un 92%, seguido por el Congreso de la República (88,9%), el Gobierno Regional (78,3%) y Poder Judicial (79%). Sin duda las instituciones del sector público son las que mayor porcentaje de desconfianza poseen. La democracia como sistema de gobierno también goza de mala salud, el 62,5 % de la población percibe que la democracia funciona mal o muy mal.
Desde la asunción de Dina Boluarte, diferentes sectores sociales salieron a las calles a reclamar para que se adelanten las elecciones. Ante estas manifestaciones la respuesta del “nuevo” gobierno fue decretar el estado de emergencia y desplegar a las fuerzas de seguridad por todo el territorio nacional. En estas últimas semanas, el nivel de represión ha ido en aumento y se registraron decenas de muertos. En definitiva, la crisis es política e institucional pero los muertos los pone el pueblo.
Con estos niveles de desconfianza en las instituciones democráticas urge la emergencia de un proyecto político nacional que garantice el buen funcionamiento del sistema político y que por sobre todas las cosas recupere la legitimidad. Sin estas condiciones mínimas es imposible pensar cualquier proceso político que priorice los intereses de las grandes mayorías.