Por lxs compañerxs de la Unidad Básica “Cristina Fernández de Kirchner”

Hay una pequeña y divertida historia detrás del siguiente texto inédito de Horacio González. No fue publicado en un gran diario. Tampoco es la transcripción de una conferencia. González lo escribió para el modesto boletín barrial de una unidad básica de La Cámpora en Boedo (lanzado por su espacio cultural “Biblioteca Popular Arturo Jauretche”), de nombre “Rompiendo el cerco”. Lo hizo en julio del 2020, pero la anécdota completa se remonta al mismo mes del año 2018.

En una jornada inolvidable, González visitó la unidad básica para dar una charla en el marco del “Día de Boedo”. Detalle nada menor fue que resultó prácticamente el último en irse, mientras conversaba con lxs presentes o contemplaba con no poca emoción los afiches que poblaban las paredes, como si lo retrotrajeran en el tiempo unas cuantas décadas. Cuando se retiró –y se predispuso a otro futuro encuentro-, tuvimos el honor de entregarle nuestro muy artesanal boletín barrial, que por aquel entonces comenzábamos a editar. No solo que González lo aceptó con gusto, sino que pronunció una frase apoteótica, que recién ahora estamos en condiciones de empezar a comprender: "con estas pequeñas cosas se logran los cambios que importan”.

¿Qué podía ver la mirada aguda y penetrante del mayor pensador argentino de las últimas décadas en ese humilde objeto, elaborado con compromiso y pasión pero sin sofisticadas técnicas de escritura ni el atrapante formato de los “mass media”?

Tal vez, se nos ocurre en este momento, que el papel que trabajan lxs militantes logra de alguna manera sustraerse a la planetaria lógica de la mercancía. Porta esa dignidad inconmensurable. González, que siempre mantuvo intacto su espíritu militante, conocía y respetaba el “oficio”, porque él también, en innumerables oportunidades, se halló en la situación de estar repartiendo un volante o pegando un afiche. Pero, interpretamos, las razones no se agotan en eso. ¿Qué sucedería si, acaso, en ese diminuto e insignificante punto del universo se pusieran en juego las contradictorias y dramáticas fuerzas de la historia nacional? ¿Qué responsabilidad se desprende de una percepción como aquella? No nos parecen descabelladas esas preguntas si tenemos en cuenta que característico de la obra integral de González es su atención a los lejanos y a la vez actuales ecos del pasado, con sus silencios y sus voces, sus lecciones y sus promesas incumplidas, sus imperativos de justicia y de redención. Hay algo de nerviosa melancolía en tamaña responsabilidad. Algo que la escritura barroca de González respira por doquier.

Retomamos el sendero de la anécdota, que contada al día de hoy se nos aparece con estos recovecos. Julio del 2020. Nos contactamos con González para pedirle si podía escribir un artículo para el boletín, sobre el barrio en el que desde hace varios años vivía junto con Liliana Herrero. Solicitó un poco de tiempo porque, imaginamos, tenía numerosos textos pendientes. Habíamos dejado de insistir cuando, finalmente y como de la nada, nos lo mandó. Desciframos en semejante experiencia un verdadero acontecimiento. Sin dudas, sería la enésima vez en la que González publicaba un texto suyo en un medio no convencional. Habrá cientos de esas joyas perdidas, difíciles de rastrear. Aun así, debemos reiterar: ¿por qué lo hizo? ¿Por qué el don? ¿Qué ética y qué política se manifiestan allí? ¿De qué manera nos comprometen? Empecemos, antes que nada, por agradecer. Hacemos circular el don.

Boedo y la nostalgia (Por Horacio González)

Que todas las ciudades, aun las más pequeñas, están sufriendo un violento proceso de transformación, ya lo sabemos. No es una transformación que sucede al compás de un ciclo histórico donde los habitantes comprenden que una silenciosa campana -la voz secreta del tiempo-,anuncia que hay algo a ser mudado y que ya tiene reemplazo. Ese es el cambio aceptado en la vida y en las cosas. El cambio que el tiempo respeta y que respeta al tiempo. Lo que está sucediendo hace décadas en nuestra ciudad, no tiene esos mismos ideales, los de una transformación que vibre con el latido interior de las mudanzas que incluso nos pide la nostalgia para seguir preservando lo que nos interesa preservar. Por eso es posible ahora que veamos cambios arrasadores, guiados casi enteramente por intereses inmobiliarios y comerciales, que tienden a hacer dos cosas. Primero, amalgamar las ciudades con un mismo tipo de fachadas, señales, paisajes, estilos, como si una fábrica de uniformes enfundara con trajes del mismo tipo a las nuevas construcciones, los nuevos cines, las nuevas formas de pasear y disfrutar una ciudad.

Una ciudad no se fabrica en serie ni a pedido, la van haciendo sus habitantes, que al mismo tiempo se comprometen en custodiar las mejores reglamentaciones urbanas, las que impiden el avance de la renta inmobiliaria sobre el patrimonio simbólico de los barrios. Hoy ha ocurrido un desbalance que por momentos tiene contornos trágicos. La fuerte manipulación del Gobierno de la Ciudad, sin reales procedimientos de consulta pública -los que hay, no son eficaces-, ha construido grandes rutas internas a la ciudad, como en otro tiempo histórico fueron las autopistas, que en general suponen la presencia de grandes inversionistas que operan sobre la urbe para diagramarla al gusto y placer de un nuevo orden para las mercancías. Aquí no solo son mercancías las que se trasladan por el Paseo del Bajo -que dista mucho de ser un mero paseo, destructivo y feliz, aunque se lo presenta como un logro ecológico-, sino que se trasladan las propias formas de la vecindad como otra clase de mercancías. Bajo el nombre de vecino, el habitante de la ciudad es también un receptor de órdenes de consumo, que a su vez lo consumen.

Pero la condición del vecino encierra también la del ciudadano y la del habitante que cuida la autonomía y libertad de sus itinerarios por la ciudad. Las importantes ideas de la vecindad y del vecino, sin embargo, son usadas hoy para hacer pasar como un cambio amable, al alcance de todos y a favor de la comunidad, las mutaciones escandalosas que sufre la ciudad. No se trata de imposibilitar esas mudanzas, que son las lógicas naturales de todas las metrópolis en el curso de su historia, sino de no hacerlas en nombre de una suerte de capitalismo urbano, que si eleva ferrocarriles es para replantear el costo y el valor delos territorios sobre los cuales se asienta la existencia habitacional, y si proponen nuevas zonificaciones, lo hacen con la mentalidad de crear en los viejos barrios, zonas de esparcimiento muy codificadas, a través de diseños que provienen de una idea de ciudad de la globalización. Nombrar a Palermo como Palermo Hollywood y convertido en un área de distracciones donde imperan las marcas de franquicia, es una invitación a una suerte de consumo reglado por la publicidad de la mercancía global, en materia de indumentarias, gestos, costumbres y medialunas con café con leche.

Por un lado, es legítimo desde el punto de vista de que toda ciudad crea áreas especializadas, como fueron la de los cines, las relojerías, la venta de electrodomésticos; pero, por otro lado, aquí aparece un modelo expansionista para los demás barrios, que crecientemente pierden su personalidad y son asimilados a formas de vida ilusorias y entonces, no sería ilógico que próximamente podrán llamarse Boedo Klondique o Villa Crespo Tanganica. Si bien todo barrio es una ilusión y una nostalgia, también no son menos reales sus características edilicias y sus memorias singulares, que, en muchos casos, se mantienen con una lúcida conciencia de que con esa resistencia a perder lo singular de ellos mismos, contribuyen a la democracia urbana y a los derechos sociales para habitarla ciudad. Boedo, en este sentido, es un caso ejemplar. Ha cambiado, como todos los barrios, en algo que es ya sabido. Sus grandes cines convertidos en templos o supermercados. Sugestivas comparaciones. Pero en su voluntad última de experimentar su creencia en su personalidad específica, forma parte de modo especial el hecho de que el nombre del barrio figure también en la historia literaria argentina. Es el único barrio que le da nombre a una de sus más importantes corrientes de escritura. Esto indica que un barrio es un estilo arquitectónico y también literario, y por suerte el barrio de Boedo los conserva no como la perseverancia del vecino conservador, sino como acto de lucidez del ciudadano consciente que lo habita. Un barrio cambia y debe cambiar. Pero todo cambio es una operación banal si no respeta la historia y las particularidades que son el corazón secreto de lo que forma una comunidad abierta y nunca cerrada sobre sí misma. Un barrio así, en nombre de su derecho a la nostalgia, acepta toda y cualquier novedad, pero resiste cualquier imposición que a título de un acto de progreso, nos presente un menú a la carta de un nuevo avance del poder financiero sobre la ciudad. Son audaces, porque también pueden robar la nostalgia, y mañana pueden venir con un proyecto de reconstruir el Bar El Japonés, y al lado una torre de cien pisos llamada “Boedo Tower Homero Manzi”. Responderemos desde la esquina del herrero, desde el barro y la pampa, desde el perfume de yuyos y de alfalfa, ya lo sé.