Por Nahuel Sánchez Cabanettes

A esta altura es sabido (o debería saberse) que el género predilecto en el que naufraga la enérgica prosa de Mariana Enríquez es el terror, y que su máximo esplendor lo encontramos en sus dos libros de cuentos (Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego); pero que, no obstante, su nouvelle Chicos que vuelven, no se queda atrás.

En este último texto aparecen, más, menos, todas las tópicas que vehiculizan la obra —las obsesiones— de Enríquez, a saber: personajes y barrios marginales, el conurbano retratado a la manera de una canción de protesta o, por lo pronto, de denuncia; el sexo, las drogas y el terror: siempre el terror.

Chicos que vuelven es una nouvelle de chicos des-aparecidos; en su mayoría, adolescentes; en su mayoría, chicas. El guion que le sigue al sustantivo “chicos” se refiere a una suerte de juego laberíntico, de ida y vuelta, entre niños que desaparecen, ulteriormente son encontrados asesinados o muertos a causa de un accidente, y finalmente retornan. Pero ¿realmente regresan o se trata antes bien de una construcción fantasmática que conjuga lo mejor de la literatura fantástica de terror con una insoslayable apelación a los eternos desaparecidos de nuestros más nefastos acontecimientos vivenciados en el siglo que nos precede?

Los chicos desaparecen. Muchos padres los buscan con una incansable desesperación. Sin embargo, cuando sus hijos “aparecen”, en un primer momento, son recibidos con entusiasmo y alegría inconmensurables, mas para ser “devueltos”, horror mediante, por sus perplejos padres, alegando que esos no son sus hijos. Así, estos ¿fantasmas? se reúnen en torno a una casa rosada —clarísima alusión simbólica, claro está, a la casa gubernamental—. Solos. Y la sociedad cae en un anonadado abismo sin solución de continuidad: todos quieren y no quieren saber la verdad (¿qué verdad?). Todo deviene caos, un caos moldeado por la distracción y la apatía absolutas, como si de un efecto adormecedor de opio se tratase.Y nadie quiere saber nada con estos chicos.

Los desaparecidos no terminan de aparecer. No realmente. Y los aparecidos no terminan de enterrar a sus muertos puesto que no se entierran a sí mismos ya que no pueden descansar ¿en paz?

Mariana Enríquez compone una suerte de relato policial —que de policial tiene poco y de relato lo tiene todo—, atestado de soledad, miedo y asco, espanto, en donde lo religioso, lo fúnebre y lo sobrenatural, junto con un dramatismo histórico que se aleja cada vez más de su definitiva clausura se encuentran estructurados quirúrgicamente en el terror, el horror, la desesperación. Porque la herida persiste como gusanos devorando carne podrida que, una vez desaparecida en sus pequeños organismos carroñeros, se congregan en torno a más carne: carne corroída y sufriente, carne indecible y exangüe. La historia se desangra y sus arquitectos, las mujeres y los hombres, prefieren mirar para un costado, siempre lateral, erróneo y deliberada y tristemente deshumanizado y deshumanizante.

El texto fue publicado por Eduvim,