Por Gabriela Juvenal
Mi hija (5) besa la camiseta, mi hijo (14) festeja con su padre, mi novio (46) llora de emoción y yo (41) no puedo explicar.
¡Mamita, qué manera de sufrir!
¿Desde dónde lo estarás viendo, pá?, pienso.
Y al Diego en el cielo lo podemos ver, cantamos.
Somos futboleras, futboleros, futboleres.
'No, no, no; no puede ser, ¡no puede ser humano este chabón!', gritan los chicos cada vez que ven jugar a Messi.
Sí, es humano.
Es una bestia humana que le dio y da felicidad a este mundo, mayoritariamente,
futbolero.
Juego inédito, pases impredecibles, gambeta única, toques precisos, golazos y un equipo que bien supo acompañar.
Messi entra al campo de juego y la gente no lo puede creer.
Al tipo todos lo miran.
De cerca, el mundo lo mira.
Le sonríen o le tienen miedo.
Somos futboleres.
Yo suelo mirar atentamente hasta a los árbitros cuando lo saludan y pienso que ni hasta el más malo podría disimular mirarlo.
Todos lo miran.
De cerca lo miran.
Las cámaras lo enfocan.
Y lo volvemos a mirar.
Sus 25 compañeros lo abrazan siempre.
A Scaloni se le ensancha el corazón.
Messi sabe que es el mejor del mundo, pero el tipo no arenga saber que es el mejor porque su arenga en verdad está - casi en silencio- en el campo de juego, ya transformado en una flota mística que deja hechizos inesperados a sus compañeros, a sus rivales, a su hinchada.
Al mundo.
Todos lo miran.
De cerca lo miran.
Sí, es como el Toco tu boca de Cortázar, del capítulo 7 de Rayuela.
Messi no toca la boca, claro.
Toca la pelota.
Con su zurda la toca y la bordea como si saliera de la mano de Dios, pero de un Dios distinto porque 'Dios', en realidad, fue otro distinto, también imparable.
Messi va dibujando la pelota como si saliera de su mano y le basta con deshacerlo todo para recomenzar.
Hace nacer cada vez la pelota que desea, la pelota que elige y (te) la dibuja en la cara.
Una pelota elegida entre todas, con soberana libertad, elegida por él para dibujarla con sus piernas de cara ante millones.
Y que por un azar que no busca comprender coincide exactamente con ella, su pelota, que sonríe por debajo de lo que sus botines dibujan.
La mira, de cerca la mira, cada vez más cerca y entonces juega ya no al cíclope, porque nadie sabe bien cómo definir lo que hace.
Y entonces ya no mira la pelota como la boca que describía Cortázar cuando escribió esa maravilla. Porque ahora también nos miramos nosotres, cada vez más de cerca y los ojos se nos agrandan, se acercan entre sí, se superponen y respiramos confundidos porque no lo podemos creer.
Porque sí, como en el final del juego, la siente temblar contra él como una Luna en el agua o como esta copa -recién alzada - entre un mundo lleno de felicidad.
Como si fuéramos campeones.
Como lo que ya somos.
Y ahora estamos como si esa pelota nos la pasara a cada una y uno para saltar con él, para abrazarnos a la Selección, para abrazarnos fuerte desde donde estemos.