Toda elección que presenta un resultado categórico, tiene algo de inapelable. Podrán interpretarse los motivos del voto, e incluso si se trata de un voto duro o blando, pero no está permitido discutir la foto final sin pecar de soberbia. A la hora del escrutinio, la expresión secreta de ciudadanos que no se conocen entre sí se convierte en el incuestionable veredicto del pueblo. El sistema electoral será el encargado de traducir aquella decisión en los lugares institucionales que ocupará cada agrupación política. La aritmética reina sobre todos; el número establece la verdad.
Sin embargo, también toda elección sufre algo de errático. Porque si la foto es determinante (e incide en lo que llamamos “representación” durante al menos dos años), no deja de ser una foto, una cristalización del estado de opinión en un momento preciso del tiempo, una manifestación del humor social que bien podría ser ya distinto apenas se ve reflejado en un desenlace que lo aliena. Por ejemplo, una persona que por estar enojada o decepcionada prefirió no ir a votar, al encontrarse con la victoria nacional de la derecha, quizá sienta temor, o empiece a dudar sobre si tomó la mejor decisión al quedarse en casa.
En política debemos distinguir los humores fluctuantes de los humores permanentes. Entre los primeros hay que contar los que se modifican de una elección a otra: quien le dio un voto de confianza al macrismo en el 2017 para después castigarlo en el 2019, o los que se opusieron al gobierno de Cristina en el 2009 para después mezclarse entre las multitudes del Bicentenario o ser parte del mítico 54%. Es un humor que se acomoda a las circunstancias, a las condiciones climáticas, a la voz que corre en la calle. Un recambio de nombres, un lavado de caras, un acierto en las políticas, pueden afectarlo positivamente, hasta cierto punto.
¿Cuál es el punto en cuestión? El humor permanente, mucho más silencioso, reservado e imperceptible. Debemos incluir en él las frustraciones generacionales que, con el pasar de los años y la renovación de los gobiernos, no logran ser abordadas con éxito. Hay millones de personas que solo conocen el trabajo precarizado. Hasta en la mejor época de Cristina, cuando salarios y jubilaciones le ganaban a la inflación, más de un 30% del empleo no se hallaba registrado. El Estado procuró llegar a esos sectores con políticas como la Asignación Universal por Hijo, pero sus límites para solucionar el problema de fondo son bastante evidentes.
Existe una desesperanza que recorre la sociedad, independientemente de a dónde vaya a parar el voto. Se debe, principalmente, a contradicciones irresueltas, que son el rostro de una crisis orgánica. La tarea histórica del kirchnerismo en su primera etapa (2003-2015) fue ponerlas sobre la mesa, desocultarlas, traccionar el avance del campo popular en alguno de los frentes abiertos. El macrismo, que solo pudo nacer como carta política del partido mediático-rural-financiero en la medida en que tales contradicciones no pudieron ser superadas, se empeñó en meterlas debajo de la alfombra y en declarar al kirchnerismo “enemigo de la humanidad”. Por mucho que rompiera la sociedad y quebrara los lazos comunitarios mediante el terror económico (que todavía perdura), el macrismo no consiguió transformar el país según la intención de las clases dominantes, ni amansar al pueblo lo suficiente para que no lo echara en el 2019. Pero sí debilitó enormemente la capacidad del Estado para enfrentar las contradicciones que ni siquiera con Cristina estuvo a la altura de dirimir. La feroz pandemia que nos azota se encargó de demostrarlo.
Las pasadas elecciones no fueron una revalidación del macrismo. Que la derecha conservara su unidad, responde a la vitalidad de los antagonismos. Nuestro único problema es la fragmentación del campo nacional y popular y la crisis de hegemonía que padece. Antonio Gramsci pensaba la crisis de hegemonía como una crisis de autoridad, algo que ocurre cuando la clase dirigente ya no dirige, ni a propios ni ajenos. Por supuesto que no hemos llegado al extremo de la desidentificación política. El peronismo mantiene una base considerable, aunque insuficiente. Para construir una nueva mayoría, debería afrontar la crisis como lo que en verdad es: unacrisis del Estado, en sentido amplio. Estamos y no estamos en el 2015. Las condiciones materiales son mucho peores. El atolladero es el mismo.
Habría que tener cuidado en reducir la baja participación, que explica el resultado electoral, a la mera racionalidad económica o, como se dice, a (no ir a) “votarcon el bolsillo”. Claro que la pérdida continuada del poder adquisitivo es el aspecto principal de la cuestión. Pero no debe desentenderse de la crisis intelectual y moral que la enmarca. Una crisis, que es siempre un interregno, es un punto contradictorio que demanda una decisión. Si es una simple crisis de coyuntura, se resolverá con firmeza, con determinación, con un “golpe de timón”, o cuando el tiempo “acomode los melones”, porque no hay fuerzas que pugnen por crear una nueva situación, sino por mejorar su lugar dentro del orden existente.
Pero si la crisis es orgánica, la historia es diferente. Gramsci sabía muy bien que las crisis orgánicas pueden durar décadas, en un impasse o empate hegemónico (que, visto de otra manera, es un déficit de hegemonía). El precio de ese empate suele ser dramático: vidas desorganizadas, expectativas desincronizadas, incertidumbre permanente. Para esta perspectiva más amplia, perder una elección, incluso por paliza, no es más que perder una batalla a la que llegamos mal preparados. Y, por lo mismo, ganar una elección no define prácticamente nada. Pensar en términos electorales es pensar en términos tácticos. La táctica sin estrategia conduce al desastre.
La retirada de confianza al gobierno de Alberto Fernández por parte de millones de compatriotas se debe no solo a sus falencias en la gestión, sino a la crisis de autoridad en la que ha incurrido por no poder salirse de las entrañas de la crisis intelectual y moral en la que está sumergida nuestra sociedad. Lo que tamaña crisis viene revelando es la falta de un horizonte utópico. En rigor, no es posible gobernar sin un horizonte así. Donde flaquea el gobierno, hegemonizan el mercado y sus actores corporativos.
Puede que la épica no dé de comer ni llene la heladera, pero levanta la autoestima, la moral, la capacidad de resistencia y de lucha, que en contextos como el actual es algo indispensable, para no ceder a las espeluznantes tentaciones que nos acechan. Los ejércitos de la Revolución Francesa o la Revolución Rusa triunfaban en condiciones miserables, por la genialidad de sus líderes tanto como por el entusiasmo generalizado que provocaba la convicción de estar edificando una nueva sociedad. Cualquiera sabía que el día de mañana no se encontraría mejor. Pero confiaba en que dejaría a sus hijos un país que valiera la pena, o que sus abuelos estarían orgullosos de su compromiso y su lucha.
Tal vez la conducción de Cristina no derrotó a la Sociedad Rural, a Clarín, al Partido Judicial o a los Fondos Buitre, pero con su coraje, librando esas difíciles batallas, dio la posibilidad de que se formaran grandes contingentes de militantes, de ciudadanos entregados a una vida no-individual. Hasta ahora, el gobierno de Alberto Fernández se ha retirado de las batallas justo cuando tocaba el momento de combatir en ellas, siendo Vicentín el caso más emblemático. La voluntad de quedar bien con todo el mundo, de ceder frente a cualquier presión, es un indicador de que lo que se niega, en definitiva, es la crisis orgánica misma. Se hace de cuenta que los problemas estructurales de la Argentina podrían resolverse sin afectar intereses ni desencadenar enemistades, cuando esas enemistades ya están declaradas y son irreconciliables, por mucho que se busque seducir a los adversarios. Los analistas políticos que piden moderación confunden la crisis con una pasajera crisis de coyuntura. Entre ellos, los que argumentan que el país no crece hace una década.
El gobierno apostó toda la épica a la campaña de vacunación (como garantía de que ya “estamos saliendo”), pero la rifó inmediatamente con los escándalos del vacunatorio vip y la foto de Olivos. Lo que esta última desató, en medio de la indignación furiosa de las redes y la desazón callada del pueblo (que sufrió más de 100 mil muertos), fue una crisis de autoridad moral en la figura presidencial y, con ella, una inmensa pérdida de credibilidad como consecuencia de la brecha entre lo que se dice y lo que se hace. Los compañeros que quieren relegar a Cristina a un segundo plano, jubilarla o mandarla al ostracismo, deberían reconocer, aunque no les guste, que Cristina es la única que cuenta con el prestigio político necesario para modificar el rumbo y sanear la dañada imagen de Alberto Fernández.
Para salir del laberinto, hay que ver más allá de la coyuntura, hay que tener los objetivos claros, hay que definir una estrategia. Cristina, que tanto hincapié hace en la solución de los problemas cotidianos de la “gente”, llamó “militancia” a dicha estrategia. La militancia es el mayor capital político del kirchnerismo, y su principal saldo histórico. Mientras haya al menos dos militantes de pie, el kirchnerismo no puede morir. Pero la militancia, duramente golpeada por la pandemia (que desarticuló en buena medida el trabajo territorial en el que ella se basa, aunque no desactivó la obligación ética de militar; todo lo contrario), insiste, con las limitaciones de la coalición, en la necesidad de un gobierno militante. Un gobierno militante no es un gobierno desprovisto de cuadros técnicos. Es un gobierno donde no son los tecnócratas los que gobiernan. Donde el otro que me trasciende es la prioridad y no la inmanencia de la matemática, que dice cerrar, pero “con la gente afuera”.
Alexis de Tocqueville, uno de los observadores políticos más lúcidos y agudos que ha dado la historia, decía en vísperas de la revolución francesa de 1848 que el gobierno debía cambiar su espíritu, porque sus dirigentes se habían vuelto para la sociedad hombres indignos de gobernar. Perdida la conexión con el pueblo, se pierde la autoridad. Y aunque un orden caduco sea capaz de durar muchos años, porque ninguna fuerza está lista o preparada para reemplazarlo, se ha quedado sin recursos para garantizar que de un día para el otro un golpe imprevisto no lo desplomará como un castillo de naipes. Para que el gobierno del Frente de Todos, en medio de esta dramática crisis, no sufra un destino similar, está obligado a cambiar su espíritu. Es más: está obligado a imitar el espíritu de la militancia, que es el espíritu que inculca Cristina.
La militancia es medio y fin. ¿Por qué no se expropió Vicentín? Por falta de audacia y de convencimiento. Por un cálculo timorato. Porque “no daba la correlación de fuerzas”. Porque no hubo movilización popular que respaldara la decisión. Para persuadir a la sociedad de que se trataba de una definición estratégica, la militancia resultaba indispensable. ¿Para qué expropiar Vicentín? Obviamente, para proteger los puestos de trabajo y, sobre todo, para que el Estado intervenga en el mercado de los alimentos y atienda con algo más de eficacia la urgencia de la estabilización de los precios y el abastecimiento interno. ¿Para qué esto último? Para que los argentinos y argentinas puedan comer como corresponde, para que puedan vivir mejor. Pero el “mejor”, “igual” o “peor” debe medirse con algún parámetro y, si es posible, con el criterio de la “vida buena”.
¿Acaso la vida que aspiramos es una cómoda y placentera vida burguesa, individualista, sin grandes emociones, cerrada sobre sí misma? ¿Puede una vida así salvarse de la banquina? ¿La mejora de las condiciones materiales del pueblo argentino lo imposibilitó de votar a Macri? Pues no. En prácticamente todo nos encontramos peor que en el 2015. Pero ahora comenzamos a sospechar por qué perdimos. Damián Selci lo dijo en su libro pionero: faltó militancia. La mayor parte de la sociedad no ve la militancia como una opción porque la sociedad (sus cimientos ideológicos) es antimilitante, mientras que los sectores que, politizados, podrían volcarse a la militancia, no lo hacen por carencia de tiempo (o sea, carencia de dinero, aunque, por supuesto, el dinero no garantiza la militancia). Queremos que todo el mundo tenga más tiempo, para que todo el mundo pueda devenir militante. Para que todo el mundo, al resolver sus propios asuntos, se abra también a los asuntos de otro.
Cristina sostuvo en más de una ocasión que cada argentino y argentina tienen un dirigente adentro (parafraseando a Perón, que decía que cada peronista lleva el bastón de mariscal en la mochila). Esto significa que todos y todas podemos y debemos hacer política, en donde sea. Hace unas horas Máximo Kirchner explicó que lo único indispensable es la participación de la gente. Lo único que no sería correcto negociar, bajo ninguna circunstancia. Esa es la estrategia.
La táctica, en cambio, será elegir las batallas, para que participen más compañeros y compañeras, para fortalecer la organización política, para empoderar al pueblo, en el corto, mediano y largo plazo. Cada coyuntura, cada situación concreta, con sus bloques de poder, sus correlaciones de fuerza, sus alianzas, es pensada por la militancia en esa clave, por muy distintos que sean los tiempos, los márgenes de maniobra o las posibilidades de cada cual. La militancia no es hija del orden. Es hija del antagonismo, hija de la crisis. Y es también su permanente superación. La crisis de la crisis. La negación de la negación.