Cuando el pensamiento se propone desentrañar los misterios del alma humana, es inevitable que llegue a un punto en el que la pérdida de orientación es total. En estos páramos es donde lentamente se cocina el odio, para sorpresa del sujeto. Dice Borges en El otro duelo que “el origen de un odio siempre es oscuro”. Puede que el odio deje sus huellas y que los rastreadores profesionales se atrevan a seguirle el paso, pero cuanto más se lo busca, cuantas más justificaciones le son exigidas, el odio se defiende con coartadas desconcertantes, que la razón es incapaz de explicar. Apenas resultan accesibles las causas secundarias, mientras el motor inmóvil aparece como un agujero negro, como un trasfondo inefable, del que no tenemos certezas. Narrar la historia de un odio implica, en algún momento, andar a ciegas. Cuanto más nos adentramos en las profundidades de la cosa, más notorio es el extravío. Por eso el explorador del odio se aferra a menudo a los hilos invisibles que lo articulan, llámense ira, vejación, sospecha, indignación, envidia o celos, sin poder determinar cómo, en qué instante, la ira, por ejemplo, se transformó en odio.
Desde Aristóteles hasta Sloterdijk, los filósofos se empeñaron en distinguir una pasión de la otra. La ira supone un rapto, un trance, una furia desencadenada por un acontecimiento que nos afecta y nos obliga a reaccionar, porque daña nuestro orgullo, nuestras convicciones más firmes, nuestro íntimo sentido de la dignidad o de la justicia. Pero el odio visceral opera en otro nivel. Lo mueve el deseo inconfesable de hacer el mal. No sucede repentinamente como la ira, que tiene la fuerza y la velocidad de un rayo, de una pasión efímera. El odio, como observó con lucidez Nietzsche en su Genealogía de la Moral (en la que demuestra cómo la diferenciación casi sustancial entre bueno y malo se basa en la represión, en la inhibición y, por ende, también en la acumulación del resentimiento, que es a la vez el síntoma de la impotencia), se rumia, se mastica, se incuba, se padece como mala conciencia, en tanto pretende ser la reparación, por la vía de la venganza, de algo que en el corazón del ser ha sido seriamente ultrajado.
El odio, que es escurridizo, acostumbra ocultarse detrás de varios disfraces y fundamenta su animosidad tomando como blanco alguna cualidad específica del otro. Pero si hurgamos y vamos al fondo del asunto, contemplamos que uno nunca odia a otro por insolente, irrespetuoso, injusto o malvado. Lo odia porque lo odia, porque es el otro. Sus defectos, que tanto nos irritan, son derivados. Parafraseando a Spinoza, no juzgamos una cosa como mala y por eso la rechazamos, sino que juzgamos que es mala porque la odiamos. De ahí el acierto de Aristóteles al pensar el odio en sintonía con la enemistad. Enemistad es lo contrario de amistad. El estagirita, que identificó la naturaleza reactiva del odio, también se horrorizó por su profundidad. Para él, según comenta en su Retórica, la ira podía resolverse (Plutarco resumió esa convicción de los antiguos en un tratado en el que aconseja de qué modo frenar la ira), pero el odio no tiene cura. El mayor pensador de la enemistad política, Carl Schmitt, refirió la enemistad a una dimensión existencial, que puede que no necesite del odio moral (el odio al vecino que nos molesta o inquieta), mas no caben dudas de que es un nombre alternativo para el odio como fenómeno trascendental. En la teoría de Schmitt, el enemigo es el otro que nos amenaza y, al mismo tiempo, nos confirma en nuestra identidad azarosa. Toda la labor de Schmitt como jurista consistió en buscar la manera de desteologizar el odio, porque el odio teológico, el odio absoluto, lleva al exterminio.
Pero si el odio es reactivo, esto no significa que venga después. En un texto de 1915, Freud explicó que “el odio es, como relación con el objeto, más antiguo que el amor; brota de la repulsa primordial que el yo narcisista opone en el comienzo al mundo exterior prodigador de estímulos”. De acuerdo con el Génesis, Caín nació primero que Abel. Lo natural sería creer que el antiperonismo surge como una negación del peronismo, y no que el peronismo es un intento por liberarse de la necesidad de defenderse del odio gorila, para así asentarse en el camino de la afirmación. El peronismo, como Spinoza en la Ética, proclama que el amor vence al odio. Lo que equivale a admitir que el amor es sitiado, rodeado, desafiado por el odio, que lo anticipa, que lo obliga a responder, que bloquea su éxodo, que lo perseguirá hasta el final. La dialéctica entre amor y odio involucra que el odio se consume en la incomprensión fatal del amor, pero también que el amor es la falla del odio, que despierta, retroactivamente, cuando el amor se manifiesta, para decir que ya estaba allí antes y que el amor, hipócrita, desea tomar la casa sobre la que se hospeda. Siempre hay en el odio una perturbación por el deseo del otro, que no tiene medida ni puede ser ordenado en la cuenta, porque es desmesurado y caótico. Entonces el odio se resiente en la impotencia.
La impotencia, que es la incapacidad de actuar, de crear algo nuevo en el mundo, simula la acción, como pasaje al acto. Quien odia hasta las tripas no se queda quieto. En el caso extremo, se lanza a matar al otro, en tanto piensa que es el responsable de sus problemas. Pues el odio tiene su lógica (“una lógica peculiar”, escribe Borges en uno de sus cuentos), demasiado formal, demasiado abstracta, demasiado fantasiosa. Sloterdijk postula que, para volverse odio, la ira, que es un impulso efímero, requiere de la fijación conceptual, de la generalidad, de un contenedor que la conserve en el tiempo. Quien odia, en rigor, no tiene un objeto concreto frente a sí, un humano de carne y hueso que hizo esto o aquello. Tiene una imagen, un concepto, que permite aplicar la deducción. Digamos: te odio porque sos kirchnerista, una encarnación del mal. El odio es el vertiginoso y tormentoso remolino de la imaginación, que atribuye a una causa exterior su falta de ser. Lejos de ser independiente, el odio se entrega a la destrucción del otro, que intuye que no le permite obtener una vida plena y sustancial. Por eso el modus operandi y, a la vez, la naturaleza del odio es la descarga. Descargarse, sobre otro, es sacarse la carga de encima. El odio es completamente tóxico, está determinado por una atracción casi metafísica, es obsesivo, no puede dejar al otro en paz. El amor, en cambio, resuelve ser indiferente a las circunstancias escritas con una gramática distinta. Si el amor enamora, es por el ejemplo que da, no por su fijación, que es lo típico del odio.
Quien odia lleva una existencia amarga. Vive para impedir al otro ser. Caín, celoso, impotente, prefiere matar a su hermano Abel en vez de escuchar a Dios y esforzarse por hacer el bien: luego anda errante por el mundo. Los hermanos de José se dejan arrastrar por el pecado y linchan al favorito de Jacob, al que arrojan a un pozo (donde sobrevive de milagro), cuando podrían haber repensado la convivencia del clan familiar de una manera más amigable. Thomas Mann captó en toda su profundidad los secretos de las pulsiones destructivas en su monumental tetralogía José y sus hermanos, que se lanzó a escribir inspirado y forzado por un deseo que Goethe manifestó en su autobiografía. Aquí un deseo potencia al otro, lo responsabiliza, lo lleva a un desprendimiento, a una ascesis, a un trabajo prolongado del que antaño, el artista, no se creía capaz. El deseo, para alcanzar el reconocimiento del otro, el deseo del otro, no se ofrece a la lucha a muerte que Hegel exhibe en la célebre dialéctica del amo y el esclavo, sino que se reconoce él mismo como deseo del otro.
Los caminos del odio resultan diferentes, porque el odio, para empezar, quiere impugnar, negar, cancelar el deseo del otro, que supone perverso y conspirador, que aparece como enigmático y desmedido. El odio es una herida vanidosa, un sentirse menospreciado, insuficientemente valorado, que quiere sanar mediante la anulación del otro. El odio resalta la dualidad con el fin último de devenir-Uno. Pero tomemos por ejemplo los avatares de Raskolnikov, el icónico protagonista de Crimen y Castigo. Este antihéroe dostoievskiano que, como otros, vendría a representar la propensión humana a hacer el mal por puro placer intelectual, por elegancia, por sentido de superioridad, como “test” para verificar hasta dónde puede llegar la fortaleza y el amor propio, se revela pronto como un tipo vulgar, frágil y endeble, que creyendo ser Napoleón y “tener el derecho”, no es capaz de controlar sus nervios y mantener a raya sus emociones violentas. El sádico se muestra como un farsante y se entrega, por el arrepentimiento que es la puerta de la santidad, a la más ineludible confesión, a la expiación de las faltas cometidas.
Si al final Raskolnikov puede convertirse, resurgir en Lázaro, ¿cómo es que pasa de estudiante aburrido, de literato inútil, a asesino sin piedad? Quiere demostrar una expansiva voluntad de poder, un exceso de potencia, pero tal demostración no es más que un síntoma de impotencia, que lo afecta como intelectual desconectado del pueblo, igual que ocurre con los terroristas que están en el centro de la trama de Los demonios. No es que Raskolnikov sea malo-en-sí. Dostoievski es muy meticuloso a la hora de describir cómo el ambiente, la atmósfera, cumplen una función performativa: la humedad, la suciedad y la oscuridad eclipsan las luces legadas por la Ilustración. Dentro de la sociedad marginal de Petesburgo o de la asfixiante habitación de Raskolnikov no hay lugar para la filantropía o el amor fraternal: la mente se envenena, la tierna e inocente bondad se consume y se pierde toda claridad. Solo que Raskolnikov no mata por odio. Es un nihilista, que mata por inquietud y curiosidad, para experimentar, para saber si es capaz de resistir la presión de la conciencia moral, aunque toda su planificación fría y calculada del crimen acabe en una improvisación total. Donde sí se expresa el odio en la novela es en los momentos en los que respira impotencia, por verse acorralado y no atreverse a confesar, a sacarse de encima la culpa que lo carcome desde adentro. El odio aparece cuando su madre y su hermana se preocupan en demasía por él, o cuando el policía que lo investiga le deja entrever que sospecha de su persona, o cuando Sonia intenta ayudarlo. Es decir: el odio se despierta-y esto es clave- cuando el otro, quiéralo o no, pone en cuestión lo que cree que es: un Napoleón inexpugnable, que está más allá del bien y del mal. El odio se retroalimenta a sí mismo, se miente a sí mismo, como se desprende del siguiente diálogo de Los hermanos Karamazov:
“El que se miente a sí mismo, puede ser víctima de sus propias ofensas. A veces se experimenta un placer en autoofenderse, ¿verdad? Un hombre sabe que nadie le ha ofendido, sino que la ofensa es obra de su imaginación, que se ha aferrado a una palabra sin importancia y ha hecho una montaña de un montículo; sabe que es él mismo el que se ofende y que experimenta en ello una gran satisfacción, y por esta causa llega al verdadero odio…”
Hace no mucho tiempo, Diego Tatián, el mayor spinoziano argentino, publicó un bello ensayo sobre el problema del odio, al que define como “una relación humana originaria, efecto de la finitud y la multiplicidad fáctica propia de la condición humana”. Es imposible erradicar el odio del mundo porque, existencialmente, es una categoría del ser (siendo más precisos, del ser-con). Lo que se puede, sin embargo, es evitar caminar por sus lóbregos senderos: la actitud fundamental de Spinoza, dice Tatián, es la cautela como precaución del odio. Difícil, porque odiar siempre fue más fácil que amar. Odiar es trasladar a otros, al objeto y sus infinitas relaciones, la responsabilidad de todas las desgracias e infortunios. De alguna manera, odiar tranquiliza, nos ahorra confrontar con lo real. El amor, por el contrario, irrumpe como un trastorno, como una caída, que nos saca violentamente de la burbuja que habitamos en nuestra cotidianeidad. También propone una dependencia, una necesidad del otro, incluso un sufrimiento por la suerte y por la respuesta del otro, pero una dependencia que, entre sus posibilidades, permite el desarrollo mutuo de las potencias, cosa que al odio le está vedada. Mientras los motivos clásicos del amor indican que hay algo del otro que a mí me falta (sin el otro, mi vida no tendría sentido, la alegría se borraría de la faz de la tierra), o que hay algo que puedo dar al otro necesitado, que lo pide a gritos, en el odio se trata de que lo que el otro tiene me daña, me revienta, me hace querer destruirlo, en lugar de aprovecharlo, disfrutarlo o fortalecerlo. Entre el amor y el odio, como se sabe, los límites suelen ser estrechos y difusos. Solo “por un cabello” está separado el odio del amor más ardiente, según confiesa un personaje de Dostoievski en Los hermanos Karamazov. El mismo Spinoza reconoció que el odio que surge del amor es el más intenso.
Tatián distingue el sentimiento de exclusividad como una de las claves del odio de las clases dominantes contra las figuras representativas de los proyectos políticos que ponen el foco en la igualdad o en la justicia social. Pero ese odio no es solo de arriba hacia abajo. Está desparramado, también, de manera horizontal. Es, por ejemplo, una de las pasiones determinantes del odio entre pobres, que argumenta que el otro tiene algo que no se merece. A fin de cuentas, ya Aristóteles había identificado hace mucho tiempo que la principal causa del conflicto político reside en que algunos se creen más desiguales de lo que en verdad son y otros más iguales. Del otro, entonces, apenas cabe desconfiar, mirar de reojo, especular conjeturas, porque no sabemos lo que quiere. Eso aterra. En ciertas páginas memorables de El Ser y la Nada, Sartre observó que “el odio implica un reconocimiento de la libertad del otro”, mas “quiere destruir este objeto, para suprimir al mismo tiempo la trascendencia que lo infesta”.
El odio, para sentirse justificado, reclama el odio. Nada lo irritaría y humillaría más que recibir amor, que se le ponga la otra mejilla. En la novelita de Turgueniev, Diario de un hombre superfluo, el protagonista se vuelve loco cuando el príncipe, objeto de su repulsión, quiere hacer las paces con él. El odio, por lo tanto, desea generar clima. Con un gesto divino, se atribuye la creatio ex nihilo. En el principio fue el Verbo, mas el Verbo como ofensa, como agravio, como ultraje. Para un odiador no hay nada mejor que otro odiador. Le da vida, motiva su acción. En El fin, una continuación hipotética del legendario poema de José Hernández, Borges utiliza la expresión “Martín Fierro oyó el odio”, seguida de “su sangre lo sintió como un acicate”. Sloterdijk, en cambio, rastrea un parentesco, aunque lejano, entre odio (odium) y olor (odor). El odio acontece como desesperación ante lo hediondo, como reacción frente a un hedor fuerte e insoportable, que hay que limpiar. Por eso el odio se inclina siempre por las soluciones higiénicas, pero en el fondo, anhela que el otro lo huela. “Quizá sus pobres vidas rudimentarias no poseían otro bien que su odio y por eso lo fueron acumulando. Sin sospecharlo, cada uno de los dos se convirtió en esclavo del otro”, escribe Borges en El otro duelo, historia que por supuesto hace referencia a la maravillosa narración de Joseph Conrad titulada El duelo, crónica de un odio metafísico y, a la vez, solidario, entre dos militares del ejército napoleónico. El odio opera ahí como destino. Y, sin embargo, es un estado del alma que se encuentra condenado al fracaso, como genialmente intuyó Sartre:
“El odio reclama ser odiado, en la medida en que odiar el odio equivale a un inquieto reconocer la libertad del que odia. Pero el odio, a su vez, es un fracaso. Su proyecto inicial, en efecto, es suprimir las otras conciencias. Pero, aun si lo lograra, es decir, aun si pudiera abolir al otro en el momento presente, no podría hacer que el otro no hubiera sido. Es más: la abolición del otro, para ser vivida como el triunfo del odio, implica el reconocimiento explícito de que el prójimo ha existido. De este modo, mi ser-para-otro, al deslizarse al pasado, se convierte en una dimensión irremediable de mí mismo”.
Por emplear una icónica frase de Borges en Deutsches Requiem, el otro odiado y eventualmente destruido se transforma en el “símbolo de una detestada zona de mi alma”. El odio convive con espectros, que son los suyos propios, o más bien la impropiedad (u otredad) que late en su agitado corazón, y que se resiste a ver. En uno de sus aforismos, Wittgenstein anotó que “el odio entre los hombres nace del hecho de que nos separamos unos de otros, porque no queremos que el otro mire dentro de nosotros, dado que no es bello lo que allí se muestra”. Cuando la derecha, organizadora sistemática del odio como discurso, como (des)vínculo, destila motivos infames contra la fidelidad militante, que hace excepción a la lógica del mundo, solo puede imputar razones mundanas. Están ahí por el chori y la coca, porque son rentados, porque no trabajan, porque son fanáticos ideologizados, jamás por amor o por nobleza. Alguien de derecha, evidentemente, no estaría ahí si no fuera por eso. Pero que otro sí lo esté, lo indigna y lo enfurece, tiene que ser un error, está mal… es el mal. Se empeña, por consiguiente, en que aquello que acontece ya no acontezca más. Porque si ello acontece, si despliega consecuencias, me convierte en un problema para mí mismo, me obliga, por mucho que lo reprima y evite, a tener que pensar, que pensarme. Por eso, como observa un texto esclarecedor de Nicolás Vilela publicado en ContraEditorial, la categoría “discursos de odio” hace a la derecha perder los estribos, porque bajo ningún punto de vista podría reconocer que ella odia pero el otro, el enemigo, no.
¿Es posible revertir el odio político? Maquiavelo consideraba que el mayor drama del príncipe nuevo, obligado a mantener y fortalecer un poder precario en una situación repleta de peligros, es el de tener que optar entre el amor y el miedo de los súbditos. En la perspectiva maquiaveliana, el político está siempre asediado, presionado y atravesado por dos humores: el del pueblo y el de los grandes. Enfrentado a la necesidad de tomar decisiones difíciles y a la imposibilidad de quedarse con el pan y con la torta, porque los otros también juegan, Maquiavelo, contradiciendo la tradición cristiana, elige el miedo por sobre el amor, incluso cuando ambos son deseables y merecen ser cultivados. Miedo no significa más que generar respeto y que, ante cualquier conjura o conspiración, se la tengan que pensar dos veces. Pero lo que también sostiene Maquiavelo es que lo que hay que tratar de evitar por todos los medios es el odio.
¿Se puede gobernar atrapado en la división amor-odio? ¿No residen allí los comienzos de la guerra civil? Maquiavelo lo insinúa. Y, sin embargo, los equilibrios absolutos pertenecen a un registro que no es el del agudo e ilustre florentino, que sabía a la perfección que en la política hay que movilizar a unas fuerzas contra otras y eso despierta rencores. En su inteligentísima lectura de El Príncipe, que tuvo la generosidad de comentar, Horacio González plantea que “son las situaciones de odio (proviniendo del honor mancillado visto como categoría iniciadora de sentido) las que desencadenan el juego político”. La política es aquello que se hace, en el plano de las subjetividades colectivas, para que las marcas de la injuria no resulten definitivas, a pesar del riesgo que supone el odio.
Otro estudioso de la obra de Maquiavelo, como lo fue el mismísimo Spinoza, sugirió que en la dimensión del realismo político, de la que es indispensable partir para no prenderse en vanas charlatanerías, el miedo es fundamental para restringir o acotar las pretensiones del odio. Porque si el odio desea provocar un mal en el odiado, limitará su acción en caso de que, por el mal que hace, reciba otro mayor, a menos que el odio haya alcanzado niveles teológicos, que el filósofo busca desalentar. Pero el consenso activo y la potencia de la multitud, que representan la vitalidad del Estado, no pueden basarse en el miedo, que es un mecanismo de seguridad pero también de discreción y conservadurismo. Lo que incrementa las fuerzas, al unirlas en lugar de dispersarlas, es el amor.:
“Quien quiere vengar las injurias con el odio recíproco, vive sin duda míseramente. Quien, por el contrario, intenta vencer el odio con el amor, ese tal lucha alegre y seguro; resiste con la misma facilidad a muchos hombres que a uno solo y no necesita en absoluto el auxilio de la fortuna. Y, en cambio, aquellos a los que vence, ceden contentos, no por falta, sino por aumento de fuerzas”.
Ahora bien, ¿cómo militar el amor si el odio se rehúsa a ceder, si activa sus anticuerpos, si se muestra dispuesto a matar el amor? La idea de que “el amor vence al odio” declara, allí mismo, que no lo convence, que no lo persuade, que no lo hace entrar en razón. Donde reina el odio, el amor es pura resistencia. Pero tamaña resistencia afecta al odio en la medida en que le habla a otra cosa que él y que, sin embargo, le pertenece. En el amor se revela la compasión por lo que en el odio es sufrimiento y frustración, por muy enceguecidos que estén. Pues como advirtió Descartes, el odio “por pequeño que sea, daña siempre, y nunca deja de acompañarle la tristeza”, ya que se mantiene imbuido por la privación del bien. El bien es siempre del otro, nunca mío y por eso, en el odio, el bien se transustancia en mal, es impotencia de escuchar el llamado, de acudir a la cita, de reconocer las implicancias subjetivas del acontecimiento. El odio, que es contagioso, aísla, en tanto no admite en el otro la posibilidad de una convivencia, de compartir la vida. El otro, como otro, no debe existir. Mas en esa intolerancia se esconde lo que el odio toma de base-la tristeza de la soledad- y que, sin embargo, no está destinado a transformarse en odio. Hay algo más en el odio que el odio mismo. Solo por eso tiene todavía el odio esperanzas de redención. Solo por eso el amor puede influir, indirectamente, en sus dominios. Solo por eso el amor puede vencer.
Para el amor nunca se trata de enseñarle al odio que está equivocado. Con el odio no se discute, no se debate, no se razona, no se argumenta, porque todo diálogo es un diálogo de sordos. El odio es un fenómeno atmosférico, climático. Si no se desactiva el clima de odio, el odio seguirá crujiendo, no habrá lugar para la regeneración moral. Para que el odio recapacite, tiene que haber algo que lo llama de adentro y, en su insatisfacción, le da que pensar. Por ejemplo, cuando llevado al extremo, el odio se mira al espejo y se ve como es, se espanta de lo que es. En las grandes novelas de Dostoievski, esto suele ocurrir cuando el portador del odio cae (la palabra caída es clave) en la cuenta de que ha asesinado, de que ser-asesino lo acompañará por el resto de su vida y que, sin embargo, en el genuino arrepentimiento, circula una brisa de salvación, en el sentido de que él no es, metafísicamente hablando, un asesino. Lo cual nunca sucede inmediatamente. Es un proceso que madura y que no llegaría a buen puerto sin el auxilio del otro que, en lugar de condenar, le propone un camino alternativo, un horizonte de redención. No pocas Madres de Plaza de Mayo han confesado haber replanteado sus vidas, atravesadas cuando no por el odio gorila, al menos por la indiferencia y la sospecha, luego de la desaparición de sus hijos.
Es obvio que no podemos manejar los tiempos del acontecimiento, ya que es incalculable, ni tampoco saber cómo impactará, cómo afectará, la vida del otro hoy atrapado en los torbellinos del odio. Militar el amor, producir encuentros de las miradas y los cuerpos, generar comunidad, no resignarse al juego de los odios recíprocos, es nuestro principal aporte en la materia y lo que a la larga permite curar el odio, introducir un giro en la inercia del odio. La cura, que es lo que para Heidegger define la existencia, significa cuidado. No es X quien odia, sino que es capturado por el odio, lo reproduce y descuidadamente se deja hablar por él, para no tener que hacerse cargo de la impotencia que lo carcome, de que una vida más allá del odio, más allá de la muerte, es posible para ella o él. El odio es una estupidez, pero la estupidez es lo más normal del mundo, es la regla del mundo. Se necesita, por lo tanto, modificar el clima que hace al odio, que enciende los ruidos que perturban al ser-odiante, que fabrican las imágenes que lo obsesionan.
En la fijación, quien odia no resulta capaz de escuchar la heideggeriana llamada de la conciencia, esa llamada que proviene de mí y, al mismo tiempo, de algo que está más allá de mí, del otro que hay en mí. Lo que el sistema mediático logra es reforzar aquello que en el ser-odiante sigue y sigue dando vueltas en la cabeza. Esa circularidad, que funciona únicamente con la culpabilización del otro, para no verse a sí-mismo como “culpa”, es lo que la política de emancipación está obligada a interrumpir. Otras atmósferas, más respirables, menos corrosivas, se tornan urgentes. El odio se agita, se pone nervioso, pero también se autodestruye, cuando descubre que hay algo más que él, más poderoso que él. La derecha, que pensaba que el amor por Cristina se había extinguido, se desesperó cuando lo palpitó de nuevo. Ante la falta de atajos, de caminos fáciles y rápidos, el amor que le muestra al odio lo que es, porque existencialmente le es indiferente, libera en sus profundidades la capacidad de ser-otro, porque el odio encuentra en el otro, en el amor persistente e incondicional, la refutación de su concepto.
Pero además, el odio que se ve reflejado a sí mismo como odio, se encoleriza en las formas, mas se debilita en su ser. Interpelado, embestirá con todas sus fuerzas sobre las huestes del amor. Al amor le toca, con heroísmo y abnegación, frenar los golpes, haciendo canto de unidad. Los golpes siguientes, simulando intensidad, se irán volviendo manotazos de ahogado. El odio que halla en el amor firme y consecuente una barrera inquebrantable, tiende a revelarse poco a poco en su impotencia y pierde adeptos. En esos intersticios se abre la posibilidad de que quien odiaba y no llegó al extremo de quemarse, con esfuerzo, resistiendo las tentaciones, ayudado, acompañado por los otros, pueda cumplir, renacido, el imperativo del mítico Empédocles: ayunar de la maldad.