Salvo un par de graznidos de parte de la mediática Gianina Latorre, o un tuit del gorila Iglesias, que sigue empacado, junto a los suyos, en hacer política con los varados, no hubo críticas a la enorme concentración de gente que se juntó en el Obelisco, y otros puntos del país, para celebrar la coronación de la Argentina en la Copa América. Digo esto porque la oposición, conformada por dirigencia política, empresarial y grandes medios de comunicación, durante la pandemia no dudó en traspasar todos los límites morales y éticos, y hacer trizas el pacto democrático fundado en 1983 con el retorno de la democracia, al priorizar sus intereses corporativos por encima de la salud de la población.
En este caso, si bien es cierto que ingresamos en una nueva etapa de aperturas a las restricciones impuestas por la pandemia, y contamos con un cuarenta por ciento de la población ya vacunada por lo menos con una dosis, la celebración en las calles fue tan masiva y contundente –recuerdo ahora los festejos del Bicentenario, que arrancaron con TN llamando a no ir hacia el centro de la Ciudad, y luego, sumándose a la cobertura de un hecho histórico-, que hasta los profetas del odio y otros tipo de infelices tuvieron que tragarse el sapo, y consumir incluso hasta estas horas, una sobreabundancia de información y emociones relativos al Maracanazo del sábado a la noche y los festejos que se desperdigaron por las calles, con o sin barbijos, todos con los colores de nuestro país.
Luego de un año y medio de pandemia, de padecer muertes, terapias intensivas, distintos tipos de secuelas médicas por efecto del virus, problemas sicológicos, aparte de urgencias económicas, decena de miles de argentinos y argentinas nos juntamos para celebrar mucho más que un logro deportivo. Arrastrábamos una insoportable falta de abrazos y encuentros colectivos en el espacio público, que podría ser un show musical, un partido de fútbol u otro deporte, una concentración para escuchar a Alberto o Cristina, o en este caso, para celebrar un la conquista de América.
Con respecto a lo deportivo, veníamos de una larga serie de frustraciones en copas de américa y mundiales, en especial la derrota en la final de Brasil 2014, contra Alemania, en el certamen que estuvimos a pocos minutos de adueñarnos de la épica para siempre. Veintiocho años de la última Copa América, y treinta y cinco de la del Mundo, en México, con Diego. Había hambre, y una generación de estrellas que no pudo darse el gusto de campeonar. Y con Lionel Escaloni –y el resto del cuerpo técnico, conformado por ex jugadores y profesionales de mucha sensatez y humildad-, y su recambio generacional, se pudo combinar experiencia y liderazgo con una nueva camada de jugadores que tuvieron la oportunidad de mostrarse, de jugar por la camiseta.
Todo esto, aparte, a pesar de las críticas de un sector del periodismo deportivo y algunos panelistas como Oscar Ruggeri, una raza de malas leches que no pueden disfrutar de los hechos colectivos.
Sus compañeros lo fueron a abrazar luego del pitazo final del árbitro uruguayo.
Leonel Messi, máximo ídolo popular del momento en nuestro país y estrella del futbol mundial, un hombre que nunca renegó de la Selección, a pesar de tener rendido el mundo a sus pies desde que es un chico, también pudo, finalmente, quebrarse en llanto, transitar un desahogo deseado probablemente como ninguna otra cosa en su vida, ya resuelta hace muchos años. El reconocimiento de sus compañeros de equipo, como así también el cuerpo técnico, son también parte de esa redención, porque todos sabemos que el tipo se merece la consagración hace muchos años, pero el juego de elite, el deporte más lindo que inventó el hombre, por lo menos en su versión profesional, globalizada, capitalista, no sabe de merecimientos, sino de resultados.
En las últimas horas, Messi compartió una bonita carta en sus redes sociales, le dedicó el triunfo al pueblo, consciente de todos los problemas que tienen las mayorías para sobrellevar este momento. Llamó a seguir cuidándonos, y aunque no lo publicitó, pagó el aporte extraordinario a las grandes fortunas.
Y le ganamos 1 a 0 a Brasil, ese cuco de pantaloncito azul y remera amarilla, pentacampeona, en unos los clásicos más tradicionales y apasionados del futbol mundial, en su tierra, en el Maracaná –como no sucedía desde el célebre Maracanazo de 1950, cuando Uruguay les ganó la final de una Copa del Mundo-, y entonces escribimos una conquista histórica, inolvidable, que si miramos hacia adelante, nos deja bien parados y con mucha confianza de cara al mundial que se jugará en Qatar en noviembre del año que viene.
El pueblo argentino sabe de resistencias, padecimientos y también de celebraciones. Quizá nuestra historia se pueda pensar con ese cruce. Sufrimos tragedias, pero también momentos épicos, únicos, propios e irremplazables. Hoy estamos dejando atrás una enfermedad durísima, de la mano de un gobierno que acompaña, que siente como propio el dolor ajeno. El futbol tiene un lugar central en nuestra vida personal y colectiva, y nadie se debe asombrar de la multitud que ganó las calles al grito de Dale campeón.