Salgo del taller de Anfibia de los martes. Pleno centro porteño. Me voy rápido porque no veo a mi hijo desde ayer a la noche y la culpa por el mandato no cumplido de a poquito va asomando, al igual que los mensajes que me manda el padre, del estilo “¿qué le doy de comer al nene?”. Vengo, precisamente, de analizar la nefasta tapa de la Revista Gente, que insiste en esclavizarnos adentro de nuestras casas, a nosotras, que tan bien sabemos qué darle comer al nene.
Doy la vuelta a la manzana y entro al estacionamiento a buscar lo que de acuerdo a mis hermanos varones es “una nave”. Mi viejo me presta el auto para ayudarme. Durante la semana prácticamente no lo usa, y a mí, que en un intento por conciliar la jornada laboral con un esquema de cuidado de mi hijo, hago malabares y me atravieso media ciudad todos los días en horarios irrisorios, me viene muy bien esa ayuda.
Mi viejo discute mucho el feminismo, mi feminismo. Se irrita y fastidia cuando, dice, me pongo fundamentalista. Pienso que el hecho de que me deje su “nave” al menos tres a cuatro veces por semana, tiene que ver con que entiende que las mujeres muchas veces marginamos nuestros deseos y libertades en función de la maternidad, y él, como psicoanalista, entrona el deseo como un motor decisivo en la vida. Y eso, aunque no lo vaya a reconocer nunca, es esencialmente feminista.
Sigo. Atravieso Once, me para un semáforo en Plaza Miserere, se me acercan dos tipos a la ventanilla del auto y me empiezan a hablar, “salí mamita”, me golpean el vidrio, uno se empieza a tocar y me muestra la pija, el otro se ríe, miro alrededor y no veo a nadie, empiezo a llorar, a preguntarme por qué no me quedé en mi casa. El rojo del semáforo sigue ahí, clavado. Tengo miedo de que abran la puerta y me violen, me maten y me dejen tirada adentro de una bolsa de basura para seguir nutriendo la lista de femicidios del mes. Pienso en que si sobrevivo voy a escribir sobre esto para que todos y todas sepan lo que les pasa a las mujeres, lo voy a llevar a mi taller de los martes.
Amarillo. Verde. Sigo.
Nada de esto pasó realmente ni yo creí haberlo vivido, pero estuvo en mi cabeza, en mis miedos, en los relatos de cientos de mujeres que transitan situaciones similares todos los días. ¿Entienden que las mujeres convivimos con estas fantasías? No queremos solamente que no nos maten, queremos una vida libre de miedos, queremos caminar y habitar las calles en libertad.
Llego a mi casa, después de una jornada maratónica. Como algo, me doy una ducha y me acuesto a dormir.