/ Fotomontaje: @RamiroAbrevaya
Comprendemos como nueva normalidad a un complejo período histórico de cambios y revisiones del proyecto de la modernidad, al punto que quizás esto que ahora se menciona como lo nuevo resulte equivalente a lo que hace tiempo se señalaba como lo posmoderno.
Esto último surgió en especial desde los ámbitos artísticos, y configuraba el derrumbe de las representaciones que las vanguardias estéticas provocaban en la escena de las artes. Pero prontamente se trasladó como un término capaz de definir las ambigüedades, rupturas y devenires plurales de una época global que aportaba nuevas dimensiones para la vida.
Justamente, algo como la vida ya no sería lo mismo porque las posibilidades individuales se ampliaban y con ello los distintos modos de afrontar las experiencias; fue notable cómo la globalización afianzó un capitalismo de estéticas múltiples y pasajeras, de goce rápido, en fin, un hedonismo del vacío que objeta permanentemente el deseo. La nueva normalidad es la narrativa de un goce fielmente desprendido del acto que funda el deseo.
Hay una canción de Daniel Melero que se titula “La forma del deseo”, y siempre me impactó esa idea: ¿cómo podía ser que el deseo tuviera forma? Es como si algo entre la forma y el deseo desplegara impredecibles inquietudes. Pero lo más impactante es que la canción en su estribillo se queda repitiendo: “La forma del deseo / es la forma del deseo / la forma del deseo”, y repite esto en loop hasta el final de la canción. La forma del deseo es la forma del deseo: ¿qué hacer con esa proposición tautológica? No solamente el deseo puede tener forma, sino que su forma es la del deseo. Precisamente en esa tautología está la evidencia del acto: el deseo no se reduce al goce, porque su forma es el riesgo del que cualquier acto deriva.
El presente nuevo, posnormal, hiper y pos moderno se parece más a la pérdida de esas formas y el advenimiento de una uniformidad del deseo regulado ahora en perspectivas morales que ajustan el deber ser en un tamizado de pluralidad que se resuelve como siempre lo mismo. El retorno de lo (reprimido) igual. La nueva normalidad se define como un período no de formas, sino de las objeciones del deseo en su goce. Se objeta el deseo en nombre del goce y el hedonismo traiciona así su realización: la vocación del capital es que se quiera siempre algo, pero como evitación del deseo.
Cuando el capital global logró introducir el goce como modelo ideal e individual de las sociedades de consumo, su verdadero efecto fue la anulación del deseo y, principalmente, de su acto como causa de transformación y de vinculación con el otro. La sociedad de consumo vende productos siempre diferentes, nuevos, otras decoraciones y perfumes para cuerpos insípidos que deben rejuvenecer en cada ocasión, y el resultado de ello es la equivalencia total del goce.
Con exactas razones, en estos tiempos veloces, casi nadie aceptaría la estrategia del amor y de su duración, es decir, de resolver en un acto su deseo de comparecer ante el encuentro, como describió Alain Badiou en “Elogio del amor”; contrariamente la gesta esporádica de goces estandarizados en lógicas mercantiles de apps y mensajes (menos) instantáneos que el encuentro validan el recurso optimista del deber de ser felices y libres. El amor se convierte así (al igual que la vida) en la última trinchera posible contra la regulación hedonista del capital.
Deseo y libertad es una relación compleja y complicada sobre la que reflexionó profundamente la filosofía política desde hace siglos. Hobbes definió ese vínculo como una “lucha por el acto de dar vida y de dar muerte”, lo que significativamente tiempo después Hegel exploró en la célebre escena de “el amo y el esclavo”. Pero donde la pretensión de libertad se funda en el hedonismo, la objeción es evidencia de la renuncia al deseo: es la muerte del acto de realizar algo nuevo o diferente. El amor mientras tanto resiste su caída al imperio de lo efímero, sosteniendo la forma del deseo (como ese título que me agradó de la canción de Melero) y que no son otras que las distintas maneras de actuarlo. Otra canción que me gustó siempre es “Reservado” de Rosario Bléfari, que además de ser bellísima dice en alguna de sus partes: “como quisiera que ya sucediera / de modo perfecto, todo ideal / como tiene que pasar / y que el mundo se detenga / en el mejor lugar”.
Ese sencillo deseo de que el mundo se detenga en el mejor lugar, toma una dimensión elocuente cuando las nuevas obligaciones morales se dirigen a no detenerse nunca, a no permanecer en el mismo sitio ni con las mismas personas, el mandato de la inconstancia como valor simbólico y cultural, el flujo de la nada, el goce rápido porque ya no hay tiempo para enamorarse, y menos para desearlo. La nueva normalidad desde hace tiempo es una objeción, y de lo que se trata es del deseo de transformarla.
Comprendemos como nueva normalidad a un complejo período histórico de cambios y revisiones del proyecto de la modernidad, al punto que quizás esto que ahora se menciona como lo nuevo resulte equivalente a lo que hace tiempo se señalaba como lo posmoderno.
Esto último surgió en especial desde los ámbitos artísticos, y configuraba el derrumbe de las representaciones que las vanguardias estéticas provocaban en la escena de las artes. Pero prontamente se trasladó como un término capaz de definir las ambigüedades, rupturas y devenires plurales de una época global que aportaba nuevas dimensiones para la vida.
Justamente, algo como la vida ya no sería lo mismo porque las posibilidades individuales se ampliaban y con ello los distintos modos de afrontar las experiencias; fue notable cómo la globalización afianzó un capitalismo de estéticas múltiples y pasajeras, de goce rápido, en fin, un hedonismo del vacío que objeta permanentemente el deseo. La nueva normalidad es la narrativa de un goce fielmente desprendido del acto que funda el deseo.
Hay una canción de Daniel Melero que se titula “La forma del deseo”, y siempre me impactó esa idea: ¿cómo podía ser que el deseo tuviera forma? Es como si algo entre la forma y el deseo desplegara impredecibles inquietudes. Pero lo más impactante es que la canción en su estribillo se queda repitiendo: “La forma del deseo / es la forma del deseo / la forma del deseo”, y repite esto en loop hasta el final de la canción. La forma del deseo es la forma del deseo: ¿qué hacer con esa proposición tautológica? No solamente el deseo puede tener forma, sino que su forma es la del deseo. Precisamente en esa tautología está la evidencia del acto: el deseo no se reduce al goce, porque su forma es el riesgo del que cualquier acto deriva.
El presente nuevo, posnormal, hiper y pos moderno se parece más a la pérdida de esas formas y el advenimiento de una uniformidad del deseo regulado ahora en perspectivas morales que ajustan el deber ser en un tamizado de pluralidad que se resuelve como siempre lo mismo. El retorno de lo (reprimido) igual. La nueva normalidad se define como un período no de formas, sino de las objeciones del deseo en su goce. Se objeta el deseo en nombre del goce y el hedonismo traiciona así su realización: la vocación del capital es que se quiera siempre algo, pero como evitación del deseo.
Cuando el capital global logró introducir el goce como modelo ideal e individual de las sociedades de consumo, su verdadero efecto fue la anulación del deseo y, principalmente, de su acto como causa de transformación y de vinculación con el otro. La sociedad de consumo vende productos siempre diferentes, nuevos, otras decoraciones y perfumes para cuerpos insípidos que deben rejuvenecer en cada ocasión, y el resultado de ello es la equivalencia total del goce.
Con exactas razones, en estos tiempos veloces, casi nadie aceptaría la estrategia del amor y de su duración, es decir, de resolver en un acto su deseo de comparecer ante el encuentro, como describió Alain Badiou en “Elogio del amor”; contrariamente la gesta esporádica de goces estandarizados en lógicas mercantiles de apps y mensajes (menos) instantáneos que el encuentro validan el recurso optimista del deber de ser felices y libres. El amor se convierte así (al igual que la vida) en la última trinchera posible contra la regulación hedonista del capital.
Deseo y libertad es una relación compleja y complicada sobre la que reflexionó profundamente la filosofía política desde hace siglos. Hobbes definió ese vínculo como una “lucha por el acto de dar vida y de dar muerte”, lo que significativamente tiempo después Hegel exploró en la célebre escena de “el amo y el esclavo”. Pero donde la pretensión de libertad se funda en el hedonismo, la objeción es evidencia de la renuncia al deseo: es la muerte del acto de realizar algo nuevo o diferente. El amor mientras tanto resiste su caída al imperio de lo efímero, sosteniendo la forma del deseo (como ese título que me agradó de la canción de Melero) y que no son otras que las distintas maneras de actuarlo. Otra canción que me gustó siempre es “Reservado” de Rosario Bléfari, que además de ser bellísima dice en alguna de sus partes: “como quisiera que ya sucediera / de modo perfecto, todo ideal / como tiene que pasar / y que el mundo se detenga / en el mejor lugar”.
Ese sencillo deseo de que el mundo se detenga en el mejor lugar, toma una dimensión elocuente cuando las nuevas obligaciones morales se dirigen a no detenerse nunca, a no permanecer en el mismo sitio ni con las mismas personas, el mandato de la inconstancia como valor simbólico y cultural, el flujo de la nada, el goce rápido porque ya no hay tiempo para enamorarse, y menos para desearlo. La nueva normalidad desde hace tiempo es una objeción, y de lo que se trata es del deseo de transformarla.