Muchos varones nos solidarizamos con tantas mujeres que hoy buscan y militan su empoderamiento, pero dicha solidaridad podría y sin duda debería estar acompañada de un criterio propiamente viril que, a la hora de ponernos en la piel de nuestras compañeras, muchos varones parecemos resignar. Por este motivo, muy probablemente, hoy tenemos que aceptar que la derecha machista se nos ría en la cara, y alegue el completo fracaso de las políticas de género ante sonados casos de fetichización, violación, abuso y violencia que se dieron a conocer en los últimos meses por parte de algunos referentes nuestros de peso como M. Insaurralde, F. Spinoza, P. Brieger y la frutillita del postre: A. Fernandez
¿Qué significa hoy desnudar al patriarcado? El discurso instalado en la corrección política alega, por lo general, que es preciso reaccionar contra una civilización basada en la dominación ejercida por el varón, pero cada vez que ocurre un caso de violación moral, psicológica o física hacia una mujer es posible descubrir en el ejercicio mismo de ese uso unidireccional de la fuerza que ella está sostenida por una extrema dependencia psicológica y debilidad de carácter. La pregunta que resulta necesario plantear es por eso hasta qué punto no sigue siendo propiamente patriarcal una protesta frontal en contra del patriarcado.
Ante situaciones de cualquier tipo de distrato por parte del varón hacia la mujer, la cuestión no se resume en 'ponerse de parte siempre de la víctima”. No es por eso que a los militantes nos convoca la cuestión de género. La militancia no es un juzgado en lo contencioso y administrativo, y mucho menos una organización de caridad. Antes que enredarse en una cuestión de valores, lo que una teoría de la militancia propone es en cambio salirse de la oposición binaria de víctimas y victimarios, que a nada conduce, y pasar a la ofensiva sin basarnos para ello en lo que estaría bien o mal.
Es muy común pensar y discutir hoy una nueva masculinidad a partir de la asunción de un papel protector por parte del varón, pretendiendo superar al viejo modelo patriarcal con un simple lavado de cara que no llega al fondo de la cuestión porque dicho rol, aplicado al varón, resulta a la larga tan patriarcal como el patriarcado mismo. Un rol protector, en todo caso, deberíamos considerarlo en cambio como eminentemente femenino, pues lo que una mujer militante esperaría de un varón no es nunca contención sino, al contrario, su estímulo para salir del hogar, de lo conocido y la rutina. En definitiva, una invitación al riesgo.
Existe una mujer que ha venido a poner un poco de orden, sin embargo, en esta verdadera revolución a la que asistimos activa o pasivamente en nuestros días. Se trata por supuesto de Rita Segato, cuyos postulados se pueden resumir en tres puntos:
- i) la expresión 'violencia sexual' confunde, pues aun cuando la agresión se ejecute por medios sexuales, la finalidad de la misma no es del orden de lo sexual, propiamente dicho, sino del orden del poder;
- ii) no se trata de agresiones originadas en la pulsión libidinal traducida en deseo de satisfacción sexual, sino que la libido se orienta al poder y a un mandato de pares o cofrades masculinos que exige una prueba de pertenencia al grupo;
- iii) lo que refrenda la pertenencia al grupo es un tributo que, mediante exacción, fluye de la posición femenina a la masculina, construyéndola como resultado de ese proceso.
Rita Segato hace un giro dentro del feminismo sumamente interesante sobre todo para nosotros, los varones: en lugar de acusarnos nos desnuda, pues en vez de denunciar la dominación que estaría operando como fundamento del patriarcado pone de manifiesto nuestro miedo. Porque la violencia explícita o encubierta hacia la mujer, según señala de manera expresa Rita Segato, no proviene de nuestro deseo sexual o de poder hacia ellas, sino paradójicamente hacia nuestros cófrades.
Es la cofradía masculina la que precisa y exige el desprecio a lo femenino como santo y seña, motivo por el cual el desprecio hacia lo femenino no sólo resultaría supuestamente valioso para la identidad individual sino, sobre todo, social: ser reconocido dentro del círculo de hombres resulta el verdadero valor patriarcal. Y lo que se desprende de estas tesis, que prácticamente cae por su propio peso, es que el mandato masculino es así, consciente o inconscientemente, homosexual.
Sin hacer de ello un disvalor, creo que ligar al patriarcado con los orígenes de la cultura occidental en Grecia y Roma desde esta perspectiva homoerótica clarifica en gran medida la transvaloración femenina felizmente hoy en auge. Pero los varones todavía nos refugiamos en el rencor contra quienes nos critican o, al revés, acompañamos pasivamente el reclamo de las mujeres sin el empeño necesario para traducirlo virilmente. ¿Cómo salir de este dilema, entonces, y empezar a participar activamente desde nuestra perspectiva en este momento histórico?
La cuestión fundamental que está hoy en juego, sin embargo, mucho antes que el de una nueva identidad masculina, es el concepto de comunidad. O mejor, el desafío que tenemos hoy los varones militantes resulta comprender que una identidad masculina sólo será nueva cuando sepamos qué riesgo tomamos al romper con esta sociedad entendida como comunidad de varones libres y nos animamos a pensar y a vivenciar qué entendemos como 'lo común' por fuera o más allá de cualquier frontera. Porque la cuestión puede resumirse entonces en la siguiente pregunta: ¿cómo pensar lo común afirmativamente, no sólo sin oposición al otro sino, incluso, en la apertura al otro?
Más que buscar un nuevo mandato masculino capaz de reemplazar al de la cofradía masculina, los varones deberíamos intentar romper hoy directamente entonces para ello con toda idea de mandato, pues a partir de este posicionamiento al que ahora nos obligan en buena hora las mujeres empoderadas de lo que se trataría es, en cambio, poder vivir sin refugios colectivos de ninguna naturaleza: o, más bien, de lograr sin embargo construirlos, desde la nada, inútil y permanentemente.