Por Leticia Martín
Partir a La travesía de los tres
Miro mucho el celular durante el día de nuestra partida al Cerro Tronador. Me gustaría mirarlo menos. Sin embargo, desde la mañana, abuso del teléfono. Para despertarme, para chequear el clima, para confirmar con el guía, para contactar a la tercera integrante de este trío que llegó a destino antes que nosotros, para revisar el horario del despegue, para volver a chequearlo, para cotejar los asientos que nos tocaron en suerte por no pagar un adicional, para revisar la batería, para tener a mano la tarjeta de embarque... Para todo. Quiero estar ya entre las montañas del sur argentino para desconectarme y escribir unas crónicas breves de la 'travesía de los tres', como me dio gracia el llamar a esta escapada. Tres mochileros deseando contemplar tres glaciares. Vamos a unir tres refugios en cinco días, partiendo de la base del Tronador, en Pampa Linda. Para eso vamos a partir del Club Andino, en Bariloche, desde donde nos lleva una combi ($8000 ida y vuelta). El trayecto es hermoso, ya lo hicimos otra vez. Se llega bordeando el Lago Mascardi por una ruta de ripio entre bosques de Alerces, Lenga y miles de arbustos. Luego ya nos quedaremos sin vehículo por cinco días, en los que intentaremos caminar por las inmediaciones del viejo volcán Tronador. Pasar cinco días sin conexión implica enfrentarse a lo imposible de vivir sin Internet. Para salirse un rato del mundo global hay que entrar y salir de correos y plataformas, programar avisos de desconexión y prever cuestiones como disponer de dinero en efectivo (poco repartido en muchísimos billetes) para pagar los refugios que no cuentan con wifi, entre otras cosas. Así, algo neurótica y eufórica, voy ingresando a este viaje, añorando un mundo sin pantallas que ya no existe, buscando el silencio como alejarme de los estímulos inútiles que nos meten las redes, entre vanidades y publicidad. Busco un libro de Fabián Casas y otro de Alan Pauls, ambos fueron antes conferencias. Guardo también un libro de Henry Thoreau que había empezado a leer en la ciudad y que, deliberadamente, dejé en suspenso para terminar en este viaje. Se llama 'Verano' y quiero leerlo en esta estación, en soledad. Porque leer, como escribir, es ir hacia el silencio. Ahora estamos en aeroparque, todavía en tierra, acomodándonos en nuestros asientos. 31 E y 31 F, uno al lado del otro. Él mira las nubes por la ventanilla. El azar sigue queriendo que estemos juntos. Mi corazón se prepara para el despegue. Hay mucho sol y hace calor en el avión, que está colmado de pasajeros entre los que viajan muchos niños y niñas. Me concentro en el click clack a destiempo de los cinturones que todos están terminando de colocarse. 'Próximos al despegue', dice la voz latosa del piloto. Lo imagino sosteniendo un altavoz sobre su boca, en la cabina. Todo va a estar bien, pienso. Más o menos bien, amigo. No llores por las noches.
Día 0 / Domingo 22 de enero de 2023
Entre otros preparativos para la travesía está cuidar el cuerpo de los excesos, alimentarse bien y no cansarse demasiado en la previa de los ascensos. Así que, una vez en Bariloche, compramos lo necesario para la subida y luego vamos a una playita de arena frente al Nahuel Huapi que un chileno afincado en la zona del Campanario nos recomienda, según dice, porque le dimos buena vibra. 'Se llama La promesa porque me tienen que prometer que no van a contarle a nadie acerca de su existencia”. De camino a ese paraíso, siguiendo las indicaciones del hermano chileno, se arma una trifulca en el 20, colectivo que es parte del Transporte Urbano de Pasajeros ($115 cada tramo). No importa tanto la pelea de turistas vs. locales a cuento de que alguien se coló en la fila para subir, como el relato del evento posterior, que es lo que me importa. Desde el fondo, en medio de la trifulca, un grupo de chicos comienza a cantar la canción del mundial. 'En Argentina nací...', la discusión se acota en cuanto el resto del pasaje se suma al coro y, sin que nadie reprenda a los involucrados, la rencilla por fin termina. Las mil significaciones de ese hecho me llevan filosofando hasta el final del recorrido. Ya en el paraje de arena y cielo, junto a una curva del Lago Nahuel Huapi, nos tiramos a descansar al sol. Las chauchas de las retamas se abren y caen al piso luego de hacer un sonido de castañuelas que no cesa. Una se rompe tras otra y las semillas riegan el suelo para que el arbusto se extienda en la margen del lago. Pasamos el resto del rato así, solos, panza arriba, leyendo, conversando. Es un día espléndido de 30°. Comemos las frutas que trajimos del desayuno del hotel y algunas otras que compramos de camino. Sopla el viento suave, tibio. Lo escribo y esa frase no explica lo que escucho, un silbido sobre fondo de árboles que dejan que sus hojas bailen mientras el oleaje aporta sus agudos y alguna gaviota grita, como salpicando la imagen con un pincel. Hay demasiado silencio lleno de palabras en mí. Quiero ahogar todas las tristezas en este lago y renacer. Tomamos mate. En algún momento hay un abrazo. Tiramos piedras al agua. Pienso en cuántas piedras habría que tirar para hacerlo menos profundo, en la idea recurrente de superficie y profundidad, en nadar debajo del agua helada, en la capacidad de Nazareno de ir contra el frío, en mi incapacidad de tolerar esa temperatura tan baja del lago, en la belleza de las diferencias y lo complementario, en que nadie ni nada nos completa, en que siempre seremos seres de falta, como todo en la naturaleza.
Día 1 / Lunes 23 de enero
Subimos 8km en ascenso desde Pampa Linda hasta la Laguna Ilon. Siento muy nítidamente el cansancio físico y el peso de las mochilas apenas hacemos el primer kilómetro. Pero la vista del Tronador atempera la dificultad. Subimos por un camino en zetas sobre la misma ladera de la montaña y me detengo una y cien veces a tomar la misma foto desde distintas alturas, lo que de paso me permite hacer pequeños descansos para seguir. El Tronador suena. Se escucha un desprendimiento antes de que hagamos cima. Sé que Eli lo está escuchando; va más arriba en el camino y cuando la alcance voy a decirle que tronó para ella. Eli estudia a Joyce desde el psicoanálisis. Joyce y el trueno. Joyce. Hago una lista de las cosas necesarias ahora. Llegar al domo, evitar que la ropa se moje si se desata la tormenta que anuncian el cielo y la arena volando, lavarme las manos y cargar la botella de agua si cruzamos un arroyo. Me preocupa que la travesía cambie demasiado por la tormenta, pero estoy dispuesta a disfrutar lo que se presente, a perder las próximas noches reservadas en los otros refugios. Va a doler, pero estoy demasiado bien acompañada. Laguna Ilon es un refugio frente a la laguna del mismo nombre. Agua tibia entre picos a mucha altura en la precordillera. Todos los frentes son picos que le hacen de barrera de contención. No hay llanura, no hay horizonte. El viento produce un oleaje suave sobre el agua y la laguna se muestra azul, apacible. Las personas que administran el refugio son amorosas. Le regalo unas frambuesas a la chica que nos recibe. En la altura cualquier obsequio es bien recibido porque todo lo que llega hasta arriba hubo que subirlo a pie y con esfuerzo. Esto es algo que se va comprendiendo con los viajes. Igual pasa con la basura. Cada uno baja sus deshechos de la montaña. Son códigos éticos y ecológicos que nos preexisten y que uno abraza para siempre si se dejó amar por la montaña y la respeta. Sigo. Nos desembarazamos de las mochilas enseguida y nos ubicamos en los domos. Hay muchos extranjeros, todos extasiados, todos elogiando las vistas. Casi sin descansar, volvemos a salir para adelantarnos a la tormenta. Tomamos unos mates, hacemos algunos estiramientos para recobrar el cuerpo y de vuelta a caminar. Vamos a sumar 4 km más hasta La mirada del Dr. (1.343 mts), por suerte ahora ya sin las mochilas a cuestas. Presiento que vamos a asomarnos a la inmensidad. El Dr. es Chritofredo Jakob, un neurocirujano que trabajó en la Argentina y fue reconocido en el mundo entero por un tipo de corte de cerebro que todavía se utiliza. Un fanático de esta zona del sur que legó su nombre a ese punto panorámico. El mirador donde él se escapaba a contemplar los lagos y a pensar sus hipótesis sobre el cerebro humano. Jakob quería encontrar el punto exacto donde se alojaba la tristeza. Investigaba por un camino de la fisiatría que luego Freud abandonó, entrando de lleno en el gran descubrimiento del inconsciente. Pero volvamos al lugar que lleva el nombre del doctor. Se trata de una piedra gigante sobre la ladera noreste del Cerro Mar de Piedra. Una pared de granito monolítico que cae 500 metros a pique hasta la orilla sur del lago Frey y en la que no hay una rama, un árbol del que sostenerse, o algunas otras piedras donde refugiarse ante el vacío. Me detengo en el nombre. Se llama a ese punto “La mirada…”. No “El mirador” o “el punto panorámico”. Alguien eligió enfocarlo así. Deseo estar ahí. Sé que se trata de un cubo monolítico desde el que observar no solo el Lago Frey sino también, más atrás, el Brazo Tristeza del Nahuel Huapi. Eli me cuenta en el camino que una paciente extranjera le habló del paraje como “la vista más linda del mundo”. Yo tengo muy presente el documental Atlas, de Ignacio Masllorens y Guadalupe Gaona, que recorre algunos aspectos de la vida de Jakob y termina en un encuadre espectacular de La mirada. ¿Será todavía mejor, como creo, ver ese paisaje con mis ojos y no mediado por la pantalla gigante del Malba como lo vi antes? Llegamos cansados y expectantes.
En la cima de esa piedra pelada, lloro. Vencer el vértigo en una subida tan alta y la excitación de semejante vista sobrepasan los límites de mi cuerpo. Necesito sacar algo de mí hacia afuera. Me río y lloro, me recuesto con los brazos abiertos sobre la piedra caliente y todo lo que veo ahora es cielo. Doy gracias. Estoy muy cerca del cielo, nunca lo estuve tanto. Comulgo con la naturaleza y soy una parte indivisible de ella. La nube negra en el cielo nos dio tregua para que este momento pudiera existir llenó de sol. Vuelvo a dar gracias. Cuánta fortuna tener ojos para contemplar la inmensidad de la montaña. Cuánto azar a favor para estar con los mejores, hoy, aquí, ahora. Y el sol de nuestro lado, una hora más, para iluminarlo todo. Después inspeccionamos los huecos perfectos, como morteros, sobre la roca. Cada uno teñido de un color rojizo, mostaza, verduzco. Parecen bases de naves extraterrestres. En el camino de regreso, como era de esperarse, se desata la tormenta. Llueve toda la noche.
Día 2 - Martes 24 de enero
Desayunamos en Laguna Ilon y partimos al refugio Rocca, en las alturas de nuevo. Vamos a parar frente al Glaciar Frías y el lago que lleva el mismo nombre. Caminar otra vez, ahora unos 14 km. En los preparativos para la salida, nos encontramos con la dupla Santi-Franchesco, dos músicos alpinistas muy jóvenes que son amigos y vienen viajando juntos hace tiempo. Ellos, a diferencia de nosotros, cargan sus mochilas y bolsas de dormir. A esta altura y con el esfuerzo que le significa a mi espalda la mochila cargada de cosas esenciales, los veo como héroes. Acordamos ir con ellos porque las refugieras nos dicen que aún rige un alerta meteorológico y nos recomiendan no andar sueltos en la montaña, lejos de los refugios. Hago unos ejercicios y el cuerpo recupera algo de su flexibilidad habitual. Estamos con energías renovadas. La primera parte del camino metemos bastante velocidad al tranco, bordeamos la mitad de la laguna y en un punto nos detenemos a despedirnos de los domos del Refugio Ilon y tomamos un desvío a la izquierda. Luego del bosque de árboles altísimos buscando el sol, pasamos a uno de vegetación más baja, bien arbustiva. Creo que son ñires, no estoy segura y nadie puede confirmármelo o negarlo. En esta zona el sol rompe la barrera de las copas de los árboles y entra mejor al camino del bosque. Entonces el frío cede y podemos sacarnos las camperas. Una hora después, llegamos a Mar de piedra otra vez, pero ahora para hacer otro tramo de ese camino que es el lecho de deshielo de uno de los glaciares que vamos a ascender. Los bloques de piedra son inmensos, descomunales. Cerca de la cima podemos ver de lleno el Cerro Constitución (1.870 ms) y detrás una porción de la Laguna Huaca. Franchesco habla del azar de los senderos. Me gusta su idea. Dice que nunca son los caminos más eficientes, que quien los abre busca mostrar la belleza del paisaje al hacerlo y que el caminante termina de asentarlos creando desvíos a miradores o lagunas. Pienso en cómo el azar opera en casi todo. Hay mucha humedad en el piso por la tormenta de anoche. La parte buena de eso es que las zapas se agarran mejor al barro que al polvo, que es más resbaloso. Avanzamos rápido. Llegamos al primer manchón de hielo. Como ya no tengo agua voy haciendo que un trozo de nieve desagüe en mi boca. Es tan fresco que me saca el cansancio y la sed. Todo es hermoso. Hay flores extrañas de distintos colores y texturas. Todavía no se divisa el refugio Agostino Rocca. Contamos en horas lo que en kilómetros deben faltarnos. Alguien dice que paremos a descansar cuando llegamos a otra pampilla entre las montañas. Un claro en el bosque sin subidas y bajadas, un punto tan alto que nos hace creer que podemos adivinar el recorrido que nos falta (y que por supuesto no adivinamos). Más adelante se nos devela la selva valdiviana. Verde, humedad, helechos y piedras inmensas, sin fisuras e incrustadas en la tierra. Pienso en otros planetas. Algunos biomas parecen, directamente, de otro planeta. Llegamos a un vallecito de flores marcianas, amarillas. De nuevo hay una subida de piedras. Una picada escarpada llena de piedras anaranjadas por el azufre.
Debajo, como marco de contención, arena volcánica del Cerro Tronador. También musgos y líquenes, vegetación que se adapta al sol como al deshielo del glaciar. Camino como hipnotizada pensando que quizá nadie haya pisado nunca antes ese tramo de piedras que se sale del camino marcado y que ahora estamos pisando. Los ambientes cambian como en un zapping veloz. Estamos muy cerca de un tipo de felicidad constante, sin altibajos, alejada completamente del bullicio de la ciudad. Esfuerzo y contemplación. Esfuerzo y contemplación. A esos dos actos se reduce el día entero. Almorzamos con Santi y Franchesco en un claro del bosque que parece más adelante iluminado por el sol justo para nosotros. Nos sentamos en una alfombra de verde que jamás vi, una especie de hojitas verdes minúsculas que van formando una especie de gramilla espesa. Sacamos todo lo que tenemos en las mochilas y lo compartimos. Una lata de atún, alguna fruta, tomates, unos rollitos de jamón y queso, maní, dos huevos duros. Tomo una foto de este momento. Volvemos a estirarnos. Hago todas las posiciones de yoga que sé. Al retomar el ascenso noto que el descanso mejoró nuestro ritmo. Recargamos las botellas en un arroyo de agua cristalina y helada. Nos dispersamos en la recta final según las conversaciones que llevamos. Por fin, casi a las siete, arribamos al refugio. Allí nos vamos reuniendo de a poco. Nazareno, que llegó antes, filma nuestro ingreso al Rocca y nos pregunta cómo fue el viaje. No voy a olvidar la alegría de mi corazón al verlo. La puesta del sol es gloriosa y nos deja desmayados ante la inmensidad. Tiramos las mochilas y nos quedamos un rato largo admirando el Glaciar Frías, bastante retrocedido del lugar donde lo habíamos visto por última vez hace 5 años. Vamos a elogiarlo durante casi 13 horas desde los amplios ventanales del refugio si la nube que aparece no se instala definitivamente. Alguien dice: 'esta noche se toma vino en las alturas'. Compramos una botella y la descorchamos junto a nuestros nuevos amigos. Después vendrá la cena, la repartija de abrigo y las charlas de trasnoche en la montaña, que nunca fallan.
Día 3 - Miércoles 25 de enero
Estoy poniéndome un segundo par de medias cuando llega Luciano, nuestro guía de montaña. No se puede cruzar un glaciar sin equipos y alguien que conozca las vías de acceso y rescate. Pienso en el nombre de Luciano. Hay luz ahí, un sentido elocuente a la hora de guiar a otros en el peligro. Sobre todo en días nublados como hoy. Me pone ansiosa la idea de que vamos a cruzar un glaciar. Antes del mediodía, salimos del Refugio Rocca, en el Cerro Tronador, y nos dirigimos al Refugio Meiling, en la otra cara del mismo cerro. Son cinco kilómetros de alta montaña en un clima inestable de nubes muy bajas. Vamos a pasar por encima del Glaciar Alerce, que es uno de los cuatro glaciares que componen la magia del Tronador (Frías, Castaño Overa, Manso y Alerce, cada uno colgando de su propia ladera). Luciano me explica que dos pares de medias no van a cambiar nada, así que me saco uno y las guardo en la mochila para tenerlas secas y cambiármelas cuando ya no sienta los dedos de los pies. Estamos súper abrigados así que guardamos los guantes y la campera para el momento crucial del cruce. Siempre hay que tener un poco más de abrigo disponible. La picada es agresiva, subimos dando grandes zancadas. Voy al límite de mis piernas. En pocos metros, la vista mejora. Todo el tiempo nuestra referencia es el refugio Rocca, que va quedando más pequeño y más lejos, atrás, entre las laderas. Subimos un poco más y ya podemos verlo coronando al lago Frías y rodeado de picos nevados. En una cuesta, nos agarramos de unas cadenas enclavadas en la montaña porque el frente es plano y el abismo nos chupa. Es inmensa nuestra cordillera; y el Tronador es el pico más alto de la zona, incluso más que los tres volcanes del lado chileno (Osorno, Puntiagudo y Calbuco). En el punto más alto de la primera parte del cruce, antes de ingresar al glaciar, nos detenemos a comer unos sanguchitos. No puedo hacerlo enseguida porque una ventana en la roca a semejante altura me tiene encandilada. Saco miles de fotos. Detrás de la piedra glaciaria, horadada por el viento en forma circular, se puede ver el lago Frías. Verde, lechoso, brillante. Un cóndor completa la escena planeando sin siquiera mover las alas. Abajo, manchones de nieve, atrás y más arriba, el glaciar que nos lleva al nuevo refugio. Estoy en éxtasis. Abrazo a Nazareno y lo beso. Algo que me estalla en el cuerpo me une a él, compartir esta experiencia no tendrá palabras aunque esté tomando notas durante todo el viaje. Escribo ese imposible como queriendo capturar el amor con el lenguaje. Otro equívoco. ¿Para qué? No sé. Quizá porque entiendo que hay que escribir aunque no se pueda. Luego de subir por una alfombra de musgo verde fluorescente algo acolchada que se arma sobre la piedra encima de hilos de agua de deshielo, llegamos a unas grietas de magma que emergió hace miles de millones de años desde el centro de la tierra. La masa renegrida en el exterior es basalto y está fracturada en peldaños ascendentes.
La subimos como si fuera una escalera. Después, Luciano nos pide que nos pongamos los arneses en la cintura, los cascos en la cabeza y los crampones sobre el calzado. Nos abrigamos con todo lo que guardábamos para este momento, incluidos lentes y guantes. Vamos a ingresar al glaciar. La nube que lo cubre se hace más densa a medida que nos internamos en él. Blanco el cielo y blanco el suelo. Sólo veo las sogas que nos unen y tres manchones de color, que son las camperas del resto de esta expedición. Avanzamos clavando los crampones sobre la nieve glaciar y siguiendo las huellas que deja el guía, esquivando las grietas temibles, amplias, profundas, que observamos con respeto. Las grietas abren el hielo al medio generando pozos con estalactitas y de un azul intenso. En el fondo parecen tener un agua turquesa, pero es un efecto visual que produce el hielo. Esto es el limbo, dice Nazareno. Parece un limbo, se corrige. Tengo la esperanza de cruzarme con alguno de todos nuestros muertos caminando por acá, saliendo de una grieta. Los dedos de los pies se nos congelan, temblamos. Cuando parece imposible terminar de cruzar estos kilómetros de glaciar, empezamos a divisar piedra, manchones de nieve y cascadas de deshielos que nos conducen al refugio Otto Meiling. Un pub, un bar irlandés mezcla de casa cálida con olorcito a comida casera y fuego. Los dedos se me descongelan y vuelvo a sentirlos. Hay mucha madera y piedra en el lugar, todo lo que nos gusta. Una colección de pavas y cacharros. Una salamandra y la mejor ventana que hayamos visto, aunque esté tapada de nubes. El comedor está lleno de jóvenes y alpinistas, toda gente muy interesante y de todas partes del mundo. Vamos a pasar dos noches en el Tronador, cerca de la picada que conduce a la cumbre. Empiezo a oler comida casera. Si mañana está lindo subiremos al filo de Lamotte. Cinco refugieras están preparando la cena y un strudel de manzana. Todo esfuerzo tiene su recompensa.
Día 4 - Jueves 26 de enero
Un día en un refugio de montaña es como vivir en una película o ser el personaje de un libro que alguien está escribiendo y uno solo debe encarnar. Una película sin duchas ni camarines. La claridad entra por la ventana del cuarto en el primer piso y nos despierta. Nazareno me tiene abrazada porque el frío atraviesa las bolsas de dormir, la ropa que nunca nos sacamos y la frazada que nos prestaron para ponernos encima. Hago unos estiramientos entre cuchetas y colchones en el piso. Bajamos a desayunar. Las nubes siguen ahí, muy densas. La ventana del comedor solo nos trae ese punto en el que nube y nieve se tocan. No hay montañas en el horizonte. Nos dicen que la vista en días claros es hermosa, pero que bueno, no tuvimos suerte. Está así, inestable y gris todo el día. Hay demasiados nubarrones. Una lástima después de tanto esfuerzo. Pienso en que peligra nuestro ascenso al filo Lamotte, que es lo programado para hoy. Me entristezco apenas. Igual vamos a esperar que el clima cambie, así que después del desayuno jugamos al ajedrez o leemos. La montaña y el ajedrez se llevan bien. El guía le hace varios partidos a Nazareno, yo vendo el tobillo esguinzado de Eli, que se torció ayer y hoy está peor. La espera es necesaria porque el cansancio acumulado hace que uno cometa errores o imprudencias en los ascensos. Antes del almuerzo, por fin decidimos suspender la escalada al filo del Lamotte para hacerla al día siguiente con mejor clima, si esto sucede. Así es que con Eli caminamos hasta el Glaciar Castaño Overa rezando que el clima nos acompañe mañana. Retomamos nuestras famosas charlas filosóficas. Hablamos del modo en que Althusser asesinó a su mujer haciéndole masajes en el cuello luego de que su analista la hubiera tomado (también a ella) como paciente. Eli tiene la virtud del que lee y recuerda, además del don de la palabra para enseñar y comprender. Esto lo sé hace mucho tiempo. La quiero por su amistad incondicional.
En la tarde, escribo estas notas. Almuerzo a la hora de la merienda y salgo con Naza a tomar nuevas fotos, ahora en lo alto del Glaciar Alerce (que ya cruzamos para llegar a este refugio pero con un clima más hostil). Notamos que el sol va y viene entre las nubes y que el viento puede ser el buen augurio de que por fin el cielo despejará mañana. Llegan nuevos andinistas y acampantes. Somos muchos y el clima humano es óptimo. Conversamos con gente de todas partes. Juego a las cartas con tres amigas que todos los años hacen algún refugio juntas. Un trueno del Tronador nos llama a observar por el gran ventanal. Alguien señala la luna. Debajo de ella, un poco en diagonal a la izquierda, asoman dos picos entre las densas nubes blancas. Se me pone la piel de gallina. Es increíble. Vemos aparecer dos manchones de montaña. Hay un suspiro de exaltación colectiva. Las nubes van bajando como si fuera un telón, pero no nos muestran la cima por completo. El Tronador está tan cerca y tan lejos, tan a la vista y tan oculto... Pienso en que la montaña quiso que nos quedáramos un día más, que nos imantó, que escondió su imagen perfecta para enseñarnos algo del orden de la paciencia. Comemos y nos vamos a dormir temprano con la esperanza de que mañana a las seis no haya nubes y así podamos ver el amanecer e intentar por fin el ascenso al filo Lamotte, además de ver la laguna Manso, el Ventisquero negro desde arriba y los picos que hacen de límite internacional de las altas cumbres en la Cordillera de los Andes que San Martín cruzó a caballo.
Día 5 - Viernes 27 de enero
A las 6 am suena el despertador. Por la noche fue difícil dormirnos. Alguien en la cucheta de encima roncaba con fuerza. Primero pensamos que iba a girar en la cama y el ruido terminaría. Pero el ronquido iba subiendo en volumen e intensidad, al punto de comenzar a extrañarnos a todos. Un correntino grita desde la otra punta del gran refugio: “¡Llamen a un médico, por Dios!'. Otro, que parecía dormido se sumó al alboroto: 'Alguno que lo dé vuelta'. El resto, entre ellos nosotros, nos despachamos una carcajada común que no encontraba final. Más querés dormirte, menos podés. Además estábamos excitados por haber visto dos de los picos del Tronador desde la ventana gigante del refugio antes de acostarnos. ¿Se irá la nube mañana? Por fin nos dormimos entre ronquidos acompasados. Los rayos del sol en la ventanita fueron el mejor regalo cuando abrimos los ojos. Bajé la escalerilla corriendo y salí del refugio. Volví a ponerme la gorra y los guantes. Frío intenso y una mancha anaranjada detrás de la línea del horizonte que empezaba a subir y encalidecerlo todo. Saqué mil fotos. El Tronador comenzó a ponerse anaranjado. Al entrar al refugio nuevamente, Nazareno estaba empezando a desayunar entre velas. El gran ventanal nos regalaba la ansiada imagen del volcán enrojecido. Supimos esperar y fuimos recompensados. Luciano también estaba contento por habernos demorado una noche más. De nuevo nos equipamos y abrigamos para el ascenso. Otra vez al glaciar. Atravesamos el Alerce y Castaño Overa en subida y en diagonal, por momentos en zetas. Luego, por fin, divisamos el Glaciar Manso desde su mirador, y los miles de picos de la cordillera que se ubican hacia el lado chileno. Y el Catedral, y el Bonete, y el Constitución, y el Capitán y el López, y el Lanín. ¿Qué no se ve desde acá? El último tramo fue en dirección al filo de Lamotte, tierra y roca renegrida en forma de cuchillas que nos sembró la inquietud de alguna vez hacer cumbre en el Pico argentino. Una nueva meta en las alturas. Al filo Lamotte se asciende por encima de los dos glaciares que mencionaba antes. Son largos tramos tratando de hacer coincidir los crampones en la huella que dejó el guía o el compañero que va adelante para no tener que romper la nieve dura cada vez. Se asciende encordado y uno a diez metros del otro. Esto no es por gusto sino por necesidad, para evitar que alguien pise un puente de nieve nueva que pueda haber sobre una grieta oculta cayendo al vacío sin querer. Así se camina un glaciar, en equipo. Si uno comete un error, los demás son arrastrados. El hecho de ir en fila y a distancia, atados a una soga, implica dar tiempo a los compañeros del que pudiera caerse para anclar las garras de los crampones sobre la nieve y, así, resistir la caída del desafortunado. Luego de las explicaciones pertinentes, avanzamos concentrados, cada uno en su silencio.
Escucho las pisadas a destiempo sobre la nieve. Cada tanto observo el destino al que nos dirigimos y me encuentro con el vuelo en círculos de algún cóndor. En una parada compartimos un turrón que corto en muchos pedacitos. Tomamos agua. Comemos nueces. Con el correr de las horas, el sol derrite un poco la primera capa de la superficie del glaciar, y empieza a costar más avanzar sin resbalarse. La nieve asolada, patina. Nuestra marcha se hace más lenta, monótona. Tengo pensamientos de unión total con la montaña. Pienso que estoy tan adentro suyo que podría dejarme fagocitar por ella. Luciano cuenta historias trágicas de alpinistas que prefiero no reproducir ahora. Nos detenemos en otro mirador. La vista de la Laguna Manso, que se forma debajo del glaciar del mismo nombre, es del todo espectacular. Verde esmeralda. O mejor, matecocido con leche. Una serie de cascadas desde la altura la van alimentando a la vez que desparraman belleza por el paisaje. La cumbre del Tronador parece cercana. Si no tuviéramos que bajar todo lo que ascendimos, más otros 18 km desde el Refugio Meiling hasta Pampa Linda, me vería tentada de pedir que sigamos. Pero Luciano nos cuenta que llegar al Pico Argentino implica unas seis horas más desde el filo en el que estamos, y que eso debe hacerse de noche si uno quiere evitar que el sol derrita el piso y quemarse la piel expuesta al reflejo del sol sobre la nieve. Bajamos a buen tranco y sin problemas. Una vez que dejamos el glaciar atrás, empezamos a conversar. Ya en el refugio, juntamos el resto de nuestras cosas y nos despedimos de las refugieras, de Luciano, y del gran Volcán. Queda recorrer el tramo de 18 km hasta la base donde nos espera la combi, y almorzar en alguna parada breve. Será un día entero de solo caminar, recorrer los caracoles hacia abajo y admirar los secretos del viejo volcán. Unas doce horas del trekking más lindo que hayamos hecho.
Día después - Sábado 28 de enero de 2023
Se tiene todo cuando se puede no tener nada. Elegir la falta es un modo de entender cuántas cosas nos sobran. Estos días sin conexión, sin ducha, sin comodidades, sin queso crema en las mañanas, sin luz a veces, sin agua en el 'baño seco', sin sábanas, sin toallón, sin computadora, sin trabajar, y sin tantas otras cosas, nos permitieron divisar lo que nos sobra, lo esencial y lo necesario, lo superfluo o lo que tenemos por coquetería o simple afán de tener. Como escribió Nothomb en 'Sed', novela que recordé en estos días aciagos y espléndidos a la vez, se pude contener los deseos de beber agua durante largas horas, hasta ya no dar más, por el simple hecho de decidir anteponer la voluntad al deseo. Así, el agua llegó a mi boca solo cuando fue necesario. Igual la comida y el abrigo. Andar en alta montaña con otros, en travesía, implica repartir esfuerzos, distribuir pesos, decidir qué dejar y qué es imprescindible para poder hacerlo. Fueron días de intenso compromiso con los amigos y con nuestro deseo de montaña. Fueron días, también, de comunión con el azar y de espiritualidad. El viejo volcán nos recibió, nos retuvo mientras quiso y nos regaló el mejor amanecer que podamos haber imaginado. No fue casualidad. Fue entrega y diálogo fecundo con la naturaleza que respetamos y amamos. Ojalá podamos hacer cumbre en el Tronador dentro de un tiempo. Ojalá también el volcán así lo quiera.