Toto portada: Paula Lobariñas
En una esquina de la avenida 9 de Julio un grupo de pibes y pibas le cantan el feliz cumpleaños a uno que se ríe y alza los dedos en V. Lo abrazan, lo aplauden, y brindan con Coca Cola. Tienen la frescura todavía intacta de una juventud que creció al calor de movilizaciones festivas, bautizada recién en estos días por el gas lacrimógeno y las balas de goma de la policía.
De fondo se escuchan disparos que llegan desde el Congreso. Las fuerzas de seguridad reprimen para despejar la zona. Lanzan gases que caen como flechas en el medio de la plaza. La masividad de la movilización es imponente. Y la organización también. Se refleja en los esquemas de seguridad de las columnas de agrupaciones políticas y sindicales, que con la ayuda de cordones de contención armados con cañas o sogas van marcando el repliegue. Piden calma. Todos ahí saben que una avalancha puede provocar estragos.
¿No era que el Estado tenía que cuidar a la ciudadanía? ¿Qué pasó con aquella premisa que ya formaba parte del imaginario de los argentinos y las argentinas? Doce años ininterrumpidos de decisión política de no reprimir la protesta social.
Como en la jornada del jueves 15, el operativo represivo duró más de seis horas y fue desproporcionado y abusivo en el uso de la fuerza.
Mientras la cacería se desplegaba en la calle con todo el andamiaje represivo del Estado, adentro del Congreso, los y las diputadas sesionaban en una jornada histórica que llenará las páginas más nefastas de los libros de historia. Cerca de las cuatro de la tarde la diputada Vanesa Siley, del bloque Frente para la Victoria-PJ, intervenía en el recinto para manifestar que darle curso a la sesión implicaba perder la dimensión humana de la función que les habían asignado como representantes del pueblo. Algo de eso había.
Se vieron escenas dignas de las series más taquilleras de Hollywood: un policía motorizado pasándole por arriba a la cabeza de un manifestante tirado en el piso, un jubilado parado en la puerta de un edificio repentinamente atacado por un efectivo que le rocía la cara con gas pimienta, otro atropellado por la espalda por un camión de la Gendarmería. Una vaina de gas lacrimógeno adentro de una estación de subte, gente asfixiada, vómitos y desmayos. Caravanas de policías cazando gente a fuerza de golpes y patadas. Decenas de detenidos y cientos de heridos, algunos de gravedad.
A media tarde los uniformados fueron desbordados por los manifestantes. Luego llegaría la cacería y la detención al voleo.
Se escucharon muchas consignas, pero hubo una que sobresalió: “unidad de los trabajadores, al que no le gusta, se jode”. Las reminiscencias a los ´90, y a las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 fueron inevitables. La retina entrenada que saca las fotos llenas de polvo del cajón de los recuerdos y ve las mismas imágenes, los mismos palos, los uniformes azules y la sangre, siempre la sangre del pueblo, lloran una misma historia que parece repetirse como la cinta de Moebius.
Pero precisamente la consigna de los trabajadores deja atrás el tristemente célebre “que se vayan todos” y pone de relieve la organicidad, el estado actual de articulación y conjunción de los movimientos políticos. Aun con diferencias, choques, especulaciones y traspiés, se vio una plaza repleta, sólida y organizada. La atomización de los espacios que se forjaron en la década menemista encuentra hoy un contrapunto en la foto área de la movilización salvajemente reprimida durante la jornada de ayer.
Con la caída del sol comenzaron los primeros cacerolazos, que llenaron de ruido y protesta a todos los barrios de la ciudad del 50% de votos para Carrió. Mucha gente llegó hasta el Congreso, en una manifestación espontánea que terminó a las tres de la mañana, otra vez, con gases lacrimógenos y corridas. En el recinto, seguían sesionando el proyecto que se convertiría en ley a la madrugada. El gobierno ganó la votación, pero en la calle hubo un rechazo generalizado que los medios de comunicación intentaron solapar poniendo el foco en “los violentos”.
La pesadilla del PRO: cacerolazos de parte de muchos de sus propios votantes. #ConLosJubiladosNo
Los que tiran piedras son también los hambreados, los desocupados que se quedaron sin laburo, los que no llegan a fin de mes o ya no pueden pagar el colectivo. ¿Qué se supone que debería pasar ante un despliegue policial que reparte gases y balas de goma a quemarropa? ¿Cómo no es posible entender que parte de esa violencia artesanal e infinitamente menor a la violencia estatal es una forma de autodefensa y de respuesta contestataria al ajuste?
Porque aun cuando el objetivo fuese específicamente desalojar y descomprimir el conflicto, la represión fue ejercida durante ocho horas continuas en las que se desataron situaciones que exceden los protocolos de actuación policial. La comprensión acerca de la asimetría entre el poder que reúne un Estado y los delitos comunes que puedan llevar adelante individuos particulares debería ser un asunto ya saldado, sin grises ni segundas lecturas en este país que tanto conoce de teorías demoníacas. Hablar de “los violentos” y sopesar la represión es ubicar ahí la responsabilidad de lo sucedido, es equiparar dos actores que no es justo comparar, y confundir los términos de la ecuación. Es volver a construir sentido sobre algo que costó sangre, sudor y lucha desandar.
Los medios de comunicación dominantes instalaron en la agenda la foto de 'los violentos'.
Cuando la movilización se dispersó, la vida cotidiana seguía su curso. Ahí estaba el guitarrista del subte juntando unos monedas, la señora cargando bolsas con regalos navideños, la parejita joven chapando en la calle, el tipo de traje en el 'after office', la madre con los nenes que recién salían del colegio. A todos ellos también urge interpelar en esta Argentina furia, donde el que no llora no mama, y al que no lucha, lo atrapa la pantalla.
Más de doscientas mil personas se concentraron frente al Congreso de la Nación (Crédito: Paula Lobariñas).