Por Gustavo Abrevaya
Se te vinieron cinco encima y giraste de a cachitos: un cuarto de giro, otro y otro más y entonces, buscapié, empezaste a correr. Vi dos, frenéticos, que te encaraban fuerte cuando ya surcabas el universo esquivando garrotazos: te cazo, te reviento, escupían. Y vos, duende, reías con los pies: corran, turritos, corran. ¿Cuántos arremetían, te rodeaban, te respiraban en la nuca? Te tiraste a la izquierda, pasaron dos, después a la derecha, pasó uno, pero llegaron más. De dónde salían, dios, se nos venían encima, a vos que corrías, a los que te mirábamos, a los que no te miraban también. En ese momento eras, ya, nosotros para siempre y todos jadeábamos tu jadeo y corríamos a tu lado y gritábamos dale pibe que falta menos.
Avanzábamos y los arrogantes no entendían cómo vos, enano, zorrito fugitivo, seguías en tus piernas.
Escuché, temblando, aullidos y jaurías, vi perros y caballos de caza, vislumbré tarascones, ferocidades antes vistas, la vieja crueldad.
Pero eras capitán, villero, sedicioso y grone y te ibas como si volaras.
¿Volabas?
¿Qué hacías?
Después, sí, alado, cómo no, bastaba mirar tu incontenible espalda, pisaste el área y aparecieron tres a reventar de frente. Eso fue demasiado y, perdonáme hermano, no aguanté y cerré los ojos. Fue Hiroshima, se clavaron todos los relojes en ese segundo, hubo un alarido del mundo y miré de nuevo porque tenía que mirar, porque era nuestro deber, porque había que estar ahí a tu lado. Y supe que eras eterno, que mis nietos me escucharían contarles que ellos, los victoriosos, los imperiales, habían capitulado: el aliento inexacto, los duros cogotes al fin doblados, los ojos en el suelo buscando tus huellas inasibles, los cazadores se tragaban la derrota.
Y vos te ibas como las leyendas, marcando el camino, flecha, literal, azul y barrilete y cósmico.
https://youtu.be/FkoCgWkIGv0
Se te vinieron cinco encima y giraste de a cachitos: un cuarto de giro, otro y otro más y entonces, buscapié, empezaste a correr. Vi dos, frenéticos, que te encaraban fuerte cuando ya surcabas el universo esquivando garrotazos: te cazo, te reviento, escupían. Y vos, duende, reías con los pies: corran, turritos, corran. ¿Cuántos arremetían, te rodeaban, te respiraban en la nuca? Te tiraste a la izquierda, pasaron dos, después a la derecha, pasó uno, pero llegaron más. De dónde salían, dios, se nos venían encima, a vos que corrías, a los que te mirábamos, a los que no te miraban también. En ese momento eras, ya, nosotros para siempre y todos jadeábamos tu jadeo y corríamos a tu lado y gritábamos dale pibe que falta menos.
Avanzábamos y los arrogantes no entendían cómo vos, enano, zorrito fugitivo, seguías en tus piernas.
Escuché, temblando, aullidos y jaurías, vi perros y caballos de caza, vislumbré tarascones, ferocidades antes vistas, la vieja crueldad.
Pero eras capitán, villero, sedicioso y grone y te ibas como si volaras.
¿Volabas?
¿Qué hacías?
Después, sí, alado, cómo no, bastaba mirar tu incontenible espalda, pisaste el área y aparecieron tres a reventar de frente. Eso fue demasiado y, perdonáme hermano, no aguanté y cerré los ojos. Fue Hiroshima, se clavaron todos los relojes en ese segundo, hubo un alarido del mundo y miré de nuevo porque tenía que mirar, porque era nuestro deber, porque había que estar ahí a tu lado. Y supe que eras eterno, que mis nietos me escucharían contarles que ellos, los victoriosos, los imperiales, habían capitulado: el aliento inexacto, los duros cogotes al fin doblados, los ojos en el suelo buscando tus huellas inasibles, los cazadores se tragaban la derrota.
Y vos te ibas como las leyendas, marcando el camino, flecha, literal, azul y barrilete y cósmico.
https://youtu.be/FkoCgWkIGv0