Por Fernando Tort
Comunidad organizada
Cuando Cristina habla, da cátedra. Pero no una cátedra para un público al que necesitaría ganar ni mucho menos ante el que buscaría justificarse, sino una donde contagiarnos las palabras que necesitamos contagiar. La última clase en la UMET se basó por eso en la necesidad de entender hoy, más que nunca, que el problema de la Argentina es esa casta de economistas que nos ha convencido de que la política tiene que estar subordinada.
La frase de Nestor que ella trajo al recuerdo, "yo soy mi propio ministro de economía", sintetizó el mensaje que nos dejó para que sepamos cómo replicar los argumentos de los desencantados de la política. Y nos estimuló básicamente a salir del enojo para recuperar nosotros mismos el entusiasmo por la cosa pública al rebelarnos explícitamente contra la concepción economicista del hombre impuesta por el neoliberalismo.
Si estamos enojados es porque hoy por empoderamiento entendemos nada más que el goce empecinado en explotarse al máximo a uno mismo, con el agregado de que ello no significa tener que imaginar al empoderado como alguien preparando un asado arriba de un yate: hasta hace poco eran por ejemplo también los tacheros, ahora son los rappi. Y como precisamente el neoliberalismo no es clasista y vale lo mismo para todos - sin distinciones de sexo, raza, religión o nivel socioeconómico - ya no basta con simplemente oponernos a los enemigos de lo popular como hacíamos antes: lo popular mismo está actualmente contaminado, motivo por el cual precisamos comprender nuestra militancia en términos entonces de una militancia para la cual el sentimiento de dignidad que nos anime sea esencialmente anti-meritocrático.
Es urgente aprender a distinguir para ello entre el empoderamiento popular y el liberal - o, lo que para el caso sería exactamente igual, entre el empoderamiento comunológico y el inmunológico - ya que en dicha distinción late la posibilidad misma de recuperar esa épica que creíamos perdida basándonos esta vez, simplemente, en la potencia de una forma de encontrarnos con los demás que sentimos nuestra y que, en resumidas cuentas, supone paradójicamente no darla nunca por sentado. Desde esta mirada, lo importante no es ya militar por miedo a la derecha, sino por la esperanza.
La Comunidad Organizada resulta sin más esa novedosa propuesta contracultural para la cual la antinomia política fundamental no está ya en la clásica distinción entre el individualismo y el colectivismo, sino entre una concepción de lo común fundada en el espíritu del rebaño y otra de acuerdo a espíritus libres. El individualismo y el colectivismo parecieran perspectivas antagónicas, pero ambas resultan desde nuestra perspectiva sólo maneras distintas de seguir al rebaño pues tanto lo ‘particular’ como lo ‘universal’ son categorías subsidiarias entre sí que expresan la misma vocación de servidumbre implícita en todo paradigma inmunológico.
La delicada síntesis entre lo individual y lo colectivo, o entre lo particular y lo universal, que exige y buenamente expresa una comunidad organizada, impide señalar entonces una primacía de cualquiera de los dos polos. Esto es precisamente lo que destaca a una propuesta que, si de alguna manera puede ser confundida con una suerte de comunismo, se define justamente por rechazar esa caracterización para la cual lo colectivo resultaría donde lo individual se sacrifica. Todo lo contrario, si algo hace a la actualidad de la comunología es que puede interpretar y expresar a cabalidad, entonces, el anhelo contemporáneo por el desarrollo espiritual y el paralelo desprecio por todo tipo de superestructuras que lo impidan.
Tiempos de crisis
Comunología apareció en el 2021 por la editorial Cuarenta Ríos. Es fácil concluir así que su autor lo escribió en el extraño 2020, año en el que la palabra ‘contagio’ equivalía a anatema. Este dato no es menor, porque entonces significa que mientras muchos nos hacíamos cruces por los jóvenes que rompían el aislamiento para reunirse a tomar cerveza, la comunología se gestó, en tanto teoría militante, como una suerte de esa tan denostada inmunidad de rebaño.
De esta circunstancia extraemos por un lado la enseñanza de que la comunología convive con la inmunología dado que, en cierta manera, también para ella existe el contagio deliberado, es decir, ese tan conocido que buscamos con el propósito de inmunizarnos. Pero, por otro lado, hay una consecuencia interesante que se puede deducir de esta gestación de la comunologia en tiempos de crisis, y es que no resulta una perspectiva a abandonar cuando urge resolver problemas de vida o muerte sino que, todo lo contrario, podemos fortalecernos más y mejor en y por esta misma perspectiva.
Nicolás Vilela, su autor, dice que el asunto de su libro es el empoderamiento. Que tematiza, más concretamente, cómo cumplir la misión de empoderarnos que nos dejó Cristina en su último discurso como presidenta cuando nos señaló que cada uno de nosotros tiene un dirigente adentro. Y tanto él, como por supuesto había hecho también su compañero Damián Selci, señalan para el empoderamiento una característica necesariamente expansiva que, al revés de su versión típicamente liberal, sepa dar cabal cuenta de nuestro ser en común.
Recibir noticias nuestras en y a partir del encuentro con el otro es el verdadero motor de una militancia que no se organiza para la conquista de derechos sino, básicamente, para ejercerlos. Y la plena actualidad de este libro reside en que, si bien fue elaborado en un contexto diferente sustancialmente al actual, pareciera haber sido escrito especialmente para abordar la falta de épica que hoy empantana la militancia.
Del contagio
Una perspectiva comunológica está lejos de ser sólo el calificativo de esa forma de entender lo común que difiere y confronta, en principio, con esa otra inmunológica que informa toda sociedad centrada en sí misma y desligada, en consecuencia, de toda referencia a lo espiritual.
‘Comunológica’ resulta, más bien, el nombre de una práctica militante por la cual, asumiendo nuestra responsabilidad por la responsabilidad del otro, lo que hacemos es sintonizar, en definitiva, con nuestro ser en común. Y cuando a la militancia la anima esta perspectiva ella deja de ser un imperativo de tipo moral y pasa convertirse en un estilo de vida despersonalizada que, como dice Nicolás, expresa nuestro despliegue integral entrando en contacto con nuestra parte pre-individual.
Sería muy poco apropiado asimilar esta figura del militante a un virus comunológico, sin embargo, que pretenda reeditar bajo nuevos términos la concepción de vanguardia ilustrada tradicional. Más bien, las cosas ocurren justo al revés en su caso: si el militante contagia es porque ya ha sido contagiado y se sabe permanentemente expuesto al contagio mismo. Son precisamente estas conocidas categorías de adentro y afuera las que necesariamente oscilan y se trastocan desde una perspectiva comunológica. Si ella se ofrece como una propuesta política alternativa es porque concibe toda forma de exposición, en definitiva, como lo más íntimo. Mas que un auténtico agente, el militante en este sentido resulta en consecuencia una suerte de ‘paciente' de transformación.
Pero la perspectiva comunológica es obvio que abre - y, podría decirse, ella en sí consiste al mismo tiempo que soporta - una serie de paradojas. La primera, y más evidente, es la de ofrecer una concepción de lo común empeñada sin embargo en destituirlo, en no darlo nunca por hecho. La segunda y más problemática, al menos a nivel teórico, es que en su apertura incondicional ni siquiera puede cerrarse a las concepciones inmunitarias que ella critica, sin riesgo de contradecirse a sí misma. Y la tercera, aunque la más irritante a nivel práctico, es que resulta sospechosamente parecida, para una lectura superficial del asunto, a esas posturas psi que pretenden inmaduras toda resistencia.
Pase a la ofensiva
Teoría de la Militancia y Organización Permanente son dos libros en los que Damián Selci nos invita a reflexionar de manera situada sobre las condiciones de posibilidad de lo político en una época signada por la caída de los fundamentos. Ellos también indicaban ya, aunque implícitamente, una necesaria revisión entonces del pensamiento situado que, centrado siempre en lo propio, amerita reformularlo como un específico modo de ser en común. Esta nueva perspectiva del proyecto nacional, que apunta a despegarnos del vasallaje colonial no ya por una mera declaración de principios, sino en y por nuestra misma potencia de diferenciación, precisaba sin embargo un nombre. Así es como Nicolás emprendió la tarea, en cierta forma irreverente, de intentar el abandono del esquema defensivo que aparece como denominador común en todos los pensadores que, desde J. W. Cooke hasta J. P. Feinman, pasando por H. Arregui y A. Ramos, se propusieron dar cuenta en el s. 20 de la situación dependiente de nuestro país como un hecho básicamente cultural.
Comunología , el libro que continúa la teoría militante inaugurada por Damián, completa una trilogía que pretende, entonces, poner en valor la experiencia política del campo popular en este siglo a la luz de las elaboraciones intelectuales más recientes. Pero lejos de limitarse a una mera crítica literaria del pensamiento nacional, en realidad aborda de lleno el problema filosófico de lo común interpretándolo ya no como algo del orden de la identidad sino, afirmativamente, organizado en y por el permanente contacto con lo que contamina.
El cambio de paradigma que ofrece la perspectiva abierta por Nicolás es tan grande, por supuesto, que modifica todo lo tenido hasta ahora como verdadero en nuestra forma de entender la política, pues: ¿qué tipo de práctica habilita una concepción de lo común que, en lugar de la defensa de lo propio, impele a despojarnos de nuestra misma ilusión de posesión y propiedad?
Habitar lo común
Cuando la militancia se desorienta, no basta con atribuir su falta de iniciativa a las especiales circunstancias que rodean, por ejemplo, esta por demás complicada situación política. Más bien, es algo que responde a la dificultad intrínseca supuesta en el cambio de paradigma implicado en una perspectiva comunológica.
Centrados en la ilusión de ver otra vez a Cristina presidenta, cuando ella nos llamó recientemente a tomar el bastón de mariscal - un paso al costado que parece resignar esta vuelta al mismo lugar de liderazgo - quedamos sin consignas oportunas para la acción. También es cierto que la figura de Sergio Massa carece, como candidato, de ese carisma que nos mostraba Cristina cada vez que se hacía presente. Pero, por sobre todas las cosas, el problema hoy es que remontar este cuadro de situación, en definitiva, exige una verdadera transvaloración militante que marcaría un antes y un después en la Argentina.
Sólo una perspectiva comunológica restauraría esa apuesta por lo político de la que hacíamos gala en la década ganada y que parece ya desaparecida hoy casi por completo. De ahí que, antes que buscar las causas del progreso de la derecha, o de idear maneras sobre cómo afrontar este peligro, la agenda del día haya de ser precisamente encontrarnos con esta realidad que hoy se nos presenta sin derrotismo pero también sin pretensiones de salir victoriosos: todo el secreto de lo común, entendido como lo que no puede cerrarse al otro sino siempre en, por y para contagiar y contagiarse, reside en hallar primero y habitar después esa suerte de no-lugar donde no hay ya ni vencedores ni vencidos.
Un vínculo sagrado
Si bien la comunología se articula como teoría a partir de las formulaciones de R. Espósito y P. Sloterdijk, ellos sólo sistematizaron investigaciones con una larga y fecunda tradición que comienza con G. Bataille y se enriquece a partir de las elaboraciones de M. Blanchot y, fundamentalmente, J. L. Nancy. Es gracias a todos ellos que hoy podemos apreciar y advertir que la presentación que hacemos actualmente en Argentina de dos modelos de país en pugna tiende a confundirnos cuando, quienes legítimamente debiéramos estar levantando las banderas sagradas de la creación, la fiesta, la transgresión, el sin sentido o el derroche terminamos parapetados, en cambio, tras burdos y mediocres valores mercantiles, dejando así que quienes reducen lo político a una administración empresarial de lo social sean entonces quienes nos canten luego en los oídos sus frases hechas de concordia republicana.
La comunología se gesta en la convicción de que el debate entre el modelo popular y el neoliberal no se resuelve adecuadamente con la escueta fórmula ‘Estado Vs. Mercado’. Tanto en la Argentina, como en los demás países de la región, sería bastante superficial pretender que lo que aquí se dirime desde nuestra independencia pueda reducirse a dos proyectos económicos del mismo tenor y alcance. Y para profundizar el debate político actual, y poder empezar a proponer algo entonces diferente de lo que en nuestro país y en América estaría verdaderamente en juego, resulta conveniente distinguir con G. Bataille una economía ‘restringida’ o de relación meramente mercantil, de otra economía ‘generalizada’ que nombra, en líneas generales, un vínculo de tipo sagrado.
Es verdad que, al calor de la necesidad de evitar a toda costa hoy la restauración neoliberal, la pretensión de recuperar para la formulación del proyecto popular una conexión con lo sagrado pueda resultar, obviamente, un argumento distractivo - cuando no directamente fuera de lugar. Pero fue sólo una convicción profunda y nunca suficientemente explicitada del asunto implicado en el hecho de estar juntos, sin embargo, lo que sin dudas ha sostenido desde hace doscientos años nuestra firme aunque siempre inestable resistencia a los intereses del imperio y el capital financiero internacional: nunca al revés.
Al distinguir dos tipos de ‘economía’, a Bataille le interesó señalar que cuando el goce de vivir el presente resulta postergado y reemplazado, entonces, por el aprovechamiento a futuro que lleva implícito el cálculo y el trabajo, el goce que ha sido profanado, por otro lado, no puede ser suprimido del todo nunca y retorna, una y otra vez, como animalidad transfigurada o divinizada. Y dicho retorno, que lleva al hombre a negarse como ser discontinuo y lo impulsa, en consecuencia, a cultivar una forma de relación caracterizada por el éxtasis del contacto, la participación y el afecto, es lo que para una perspectiva comunológica califica como propiamente ‘sagrado’.
Es precisamente esta posibilidad de vivenciar todo vínculo como algo del orden de lo sagrado lo que en definitiva distingue una perspectiva, como la nuestra, a la que la sola mención de un ‘capital humano’ repugna visceralmente dado que si de algo interesa explotarnos, es de amor.
Una lógica relacional
El hecho de que el pensamiento nacional se organizara en torno a un esquema propiamente inmunológico no impide que pueda ser legítimamente heredado por una perspectiva comunológica. O, mejor dicho, nada obstaculiza que la comunología sea y se considere heredera cabal del pensamiento nacional. Ambas propuestas aspiran lo mismo, lo único que cambia es el discurso: del ser nacional al ser en común. O del pensamiento nacional, como subtituló su libro Nicolás, al pensamiento de la militancia.
La crítica al esquema defensivo que caracterizó la aventura intelectual llamada ‘pensamiento nacional’ resulta hoy necesaria no por la mera veleidad de reemplazarlo, sino porque en él perdura algo valioso que, reinterpretado con otro sistema de signos, adquiere mayor hondura y nos permite repensar la manera como hemos pretendido hasta el momento encarar la práctica política que le diera lugar.
Sin duda podría decirse que pensar en nuestro interés, teniéndonos entonces por centro a nosotros mismos, no tiene en sí mismo nada especialmente malo. De hecho, parece completamente lógico. Y por cierto que lo es: pero también lo es pensar desde una lógica de tipo relacional para la cual lo propio ha desaparecido junto con lo ajeno.
El pensamiento de la militancia es entonces la consecuencia natural del pensamiento nacional cuando cambiamos el enfoque defensivo y, en lugar de centrarnos en aquello que buscaríamos potenciar, nos abocamos a crearlo. Porque lo verdaderamente original de la militancia desde una perspectiva comunológica no está en lo que pretenda, sino en lo que genera. Y militar, de acuerdo a este nuevo y por demás revolucionario sentido, no es otra cosa que organizar comunidad.
El dirigente de sí mismo
Es apropiadamente acertado afirmar que el tema por excelencia de la comunología sea el empoderamiento, ya que la comunidad misma de la que la comunología habla no resultaría una abstracción intelectual sino aquella conformada por seres empoderados al sintonizar su ser en común.
El primer punto a tener en cuenta, entonces, es que comenzar a pensar en la comunidad desde esta novedosa perspectiva no resulta lo mismo que pensar por ejemplo en la sociedad: son dos cosas por completo distintas. La sociedad nombra un conjunto de personas, la comunidad, en cambio, da cuenta de la salida de sí de cada uno nosotros en sí mismos considerados. De alguna manera, podría decirse que la primera es una mirada política y la segunda de orden ético, más el desafío comunológico consiste, justamente, en atrevernos a mezclar los tantos e identificar en esta misma distinción el origen de todos los males que nos aquejan, no sólo como país, sino como civilización.
Hablar de empoderamiento desde nuestra perspectiva difiere por completo, como es obvio, de lo que generalmente entendemos por tal. Oportunamente entonces señala Nicolás en su libro por ello que hay una diferencia crucial entre el empoderamiento neoliberal (el empresario de sí mismo) y el comunológico (el dirigente de sí mismo), ya que mientras el primero busca autocapitalizarse maximizando el rendimiento personal, el segundo en cambio sólo ansía escapar de sí mismo.
Este empoderamiento de cuño comunológico es aquel que no se gesta sino en íntima consonancia con la vida. De tal modo, se comprende así como una invitación a transformar la realidad y en simultáneo transformarnos interiormente al percibirnos no sólo como sujetos de derecho sino, fundamentalmente, como sujetos de responsabilidad para con la vida misma. Porque no es la conquista de derechos lo que define a un empoderamiento popular, sino la dignidad que resulta precisamente de asumir el carácter contracultural de una militancia que cuestiona ahora el lugar del trabajo como único criterio de dignificación de la persona.
Singularidad
Atribuir a las especiales dificultades de sostener una perspectiva comunológica la actual desorientación de la militancia significa caer de pronto en la cuenta de que apostar a la política es algo serio. Si no salimos de ella ni vencedores ni vencidos es porque dejar de defendernos implica comenzar a transitar un camino de desobra.
Recién el cambio de paradigma en qué consiste y abre la comunología da cuenta de la ‘singularidad’, una categoría para la cual si la comunidad resulta algo a organizar no es porque haya de ser planificada y ordenada, precisamente, privilegiando así otra vez a lo universal por sobre lo particular sino, todo lo contrario, porque coincide con el mismo acto de ser con los demás de cada cual. Sólo cuando a lo común no lo definimos más, entonces, por su capacidad para defenderse, nuestro empeño por supuesto siempre insuficiente para dar lugar al otro permite que la comunidad deje de ser una abstracción: se convierte así en sinónimo de militancia. Y para quienes la comunidad nombra, entonces, una práctica determinada y no un universal, la vida y la política finalmente comenzaron a aliarse.
A la falla que muestra la comunidad misma, es decir, a esta comunidad que convendría llamarla sin comunidad, más apropiadamente, dado que se organiza recién cuando no hay ya algo en común que se compartiría entre varios para conformarse como tal, es a lo que finalmente apunta el concepto de una comunidad organizada. Una organización que sin embargo no sería ya justamente ‘orgánica’ pues propiamente carecería de órganos sometidos a una totalidad. Y una organización a la que tampoco, finalmente, podría calificarse ‘obrada’ pues se produce ella por sí misma cuando nos compartimos, de manera incondicional, haciéndonos cuerpo sin órganos. Desde una perspectiva comunológica, por lo tanto, la militancia no requiere ser necesariamente orgánica: más bien, es algo que resuena como sinónimo de comunidad y se conjuga en cada uno de los que apostamos por la esperanza.
Unión por la Patria
Un porcentaje ciertamente importante de argentinos hoy día experimenta, con sincera amargura, vivir en un país de mierda. A diario nos topamos con mucha gente de derecha como de izquierda que nos deja entonces, indistintamente, con una curiosa sensación contradictoria ya que, si bien podemos entender por un lado los motivos de su falta de esperanza, al mismo tiempo con ella nos demuestren que todavía no lo aceptan así del todo: creen que Argentina es en verdad otra cosa, y no están dispuestos, en definitiva, a renegar del deseo de un país que no hieda.
Argentina resulta un país de mierda exclusivamente para quienes se aferran a una idea de país que no es real y a la que sin embargo, empecinados, no pretenden renunciar. Podría decirse que ellos desesperan entonces en el más estricto sentido técnico del término, dado que al no tocar realmente fondo en su propio desánimo siguen empecinados tanto en no querer ser lo que somos como en querer ser ya sin esperanza lo que no somos.
A Dios gracias existe también ese porcentaje muy amplio de argentinos que, bien podría decirse, vive en otro país porque se aman a sí mismos y por tanto en él reina la esperanza. No por usurpar acaso para su patria el lugar común por el cual la esperanza sería lo último que se pierde, por supuesto, ni mucho menos por hacer de la defensa de la patria el fundamento de su esperanza sino, más bien y simplemente, porque no se odian tanto a sí mismos. Y descubriendo que la fuerza de la esperanza no se compara con ninguna otra danzan un verdadero círculo virtuoso, entonces, donde ser lo que efectivamente sienten en cada caso ser resulta su único propósito.
Si hoy el odio impacta de pronto como un problema político, con tanta virulencia y con posibles consecuencias tan nefastas, es porque las condiciones de vida de nuestras sociedades resultan cada vez más disociantes. Incapaces de amarnos a nosotros mismos, las personas volcamos nuestro odio a las demás sólo porque nuestro ser espiritual nos ha quedado oculto. Y como ser quienes somos se nos presenta así un verdadero despropósito, la desesperación se ha convertido en una verdadera enfermedad de época aun cuando la mayoría de los analistas del momento, convertidos sin darse cuenta ellos mismos en verdaderos profetas del odio, no hayan acertado todavía a diagnosticarla.
Sería muy poco apropiado, por supuesto, pensar para el siglo 21 una utopía social de carácter religioso, en el sentido más tradicional de la palabra, para sanar un mal que por otra parte es ancestral de la humanidad en tanto tal. Pero existiría, sin embargo, un modo de abrir la puerta que todavía nunca intentamos de veras abrir: apostar por esa salida colectiva de nuevo cuño que diera por fin con la delicada y precisa síntesis capaz de desatar el nudo de la justicia habilitando únicamente a la fuerza de la esperanza.