Por Gustavo Abrevaya. Arte de la portada: Hugo Goldgel.
El tiempo es una serie infinita de cíclicos períodos idénticos (Friedrich Nietzsche)
La inyectaron y se durmió de a poco. Era algo febril, soñaba que dormía y que lo sabía.
Se observaba soñante.
Hubo movimiento, el suelo vibró, primero un poco, después mucho, cada vez más, algo se movía, en la espalda lo notaba, no en el sueño; y ella iba adentro de eso, también pensó. Y se le ocurrió que la llevaban a su casa, pero prefirió no ilusionarse mientras el traqueteo cesaba y entonces algo metálico zumbó. Mmmm, hacía, mmmm, arriba, a los lados. Mmmm, mmmm. Y ahora estaba en la avenida Monroe, cómo podía ser, le costaba creer que ya estaba de vuelta en el barrio. Eso. Y le urgía volver, abrazar a sus padres, cómo los iba a abrazar, se emocionaba con decirles que todo había terminado, feliz. Volver, solo volver, encontrar el modo. Y caminaba por esa avenida que, quizás, fuera Monroe.
Necesitaba terminar con esa angustia, irse a casa.
Caminaba en silencio bajo una luz amarilla, sola, perdida, nadie ahí para preguntarle si iba bien, las vidrieras estaban oscuras, las ventanas tan cerradas que no filtraban ni una luz. Trataba de recordar su habitación pero no podía, tampoco una amiga, o un novio, algún disco, ni un árbol de la calle donde debió haber vivido. ¿Era por ahí que había estudiado inglés? Evocó un lugar vago, sobre Cabildo, quizás, muy cerca, sospechaba, si era cierto que estaba en Monroe, sí y, tal vez, un amor ahí que no pudo ocurrir. Caminaba y olvidaba lo que acababa de recordar. El pasado era una neblina. Todo borroso.
Entonces oyó que se acercaba un colectivo, giró, lo vio venir, no alcanzó a leer el número en el frente pero eso no le importó y se puso a hacer señas y dar saltitos en puntas de pie, y mientras saltaba se dio cuenta de que tenía puestas las botas que usaba para ir a la facu, las mismas de siempre, pensó, y sin embargo siempre era un anónimo tiempo hundido en aquella neblina que la acongojaba solo de intentar evocar su vida. Dejó de saltar cuando el colectivo se detuvo. La puerta se abrió con un soplido y subió aliviada de acabar con esa espera. Quiso preguntarle al chofer para dónde tenía que ir, o dónde vivía, como si el hombre fuera a saber, qué infantil, pensó o soñó, y no le preguntó nada, en cambio pagó con una imposible moneda que ya estaba en su mano. La puerta se cerró, el chofer hundió el pie en el acelerador y con ese arranque perdió el equilibrio y se fue al irreparable suelo. Allí tirada reconoció la vibración de antes. Qué raro todo. Cuando viera a las chicas les iba a contar ese sueño extravagante. Tampoco supo a qué chicas. Y por eso soñó que se encogía de hombros, al fin y al cabo los sueños siempre son extravagantes, reflexionó, ya de pie y aferrada a un caño porque el alocado colectivo se sacudía, daba barquinazos, los edificios pasaban como rayos de bicicleta. Ella se esforzaba en mantenerse de pie y mirar por la ventanilla; si miraba mucho y sin distraerse, estaba segura de que reconocería su casa, su calle y su árbol. Ese iba a ser el momento de bajar.
Pronto entraron en un túnel y el eco del motor se hizo insoportable. Quiso taparse los oídos pero ni loca iba soltar el caño, si volvía a caerse el porrazo iba a ser muy fuerte. Ahora se fijaba en que todos los asientos estaban vacíos, muy extraño, y también que en algunos había charquitos de agua barrosa. Y todo eso la inquietó. A nadie le gusta ser el único pasajero de un colectivo manejado por un chiflado que va a tanta velocidad y a esa hora. Lo que zumbaba antes zumbó ahora y el piso vibró, y cuando salieron del túnel le reclamó al chofer, con la voz crispada, que parara en la esquina, ya quería bajarse. Pero el tipo no hizo caso y su respuesta fue acelerar más; ese era un hombre de temer, no le importaba nada, y cuando lo miró indignada observó sus omóplatos debajo de la camisa mugrienta. Eran tan filosos que en cualquier momento podían rasgar la tela. Demasiado flaco, le pareció, de dónde sacaría esa energía, era casi un esqueleto. Qué raro que la compañía permitiera un chofer tan mal entrazado. Y tan sucio.
El viaje siguió horas enteras, tal vez, hasta que de pronto el tipo clavó los frenos en una esquina que podía ser cualquiera. Respiró. Lo único que quería era soltar el caño y ponerse a caminar. Consternada, miró por la ventanilla: ¿Quién podía vivir ahí? ¿Qué iba a hacer ella en ese lugar? La puerta se abrió con un soplido y bajó de un salto, no fuera que ese hombre horrible arrancara y la hiciera caer. Pisó el suelo y se puso a caminar, no se veían casas, aquello no podía ser una calle, un camino sí, o una vereda. Miró hacia atrás, vio la cola del colectivo que se alejaba y un nudo le oprimió la garganta. Ella se desesperaba por llegar a casa y lo único que había era una vereda de tierra y el zumbido metálico que nunca se iba. Así y todo caminó y caminó más y la vereda siguió siempre igual.
Tampoco ladraban los perros. En los barrios tan vacíos siempre hay perros que le ladran al caminante, soñó que pensaba, y entonces, ante tanto silencio, sintió una definitiva soledad y un sentimiento lúgubre la agobió, su optimismo se desvaneció y ya no creyó que podría regresar. Ahí no había casas y no estaba yendo a ninguna parte. Se sentó en la vereda y se puso a llorar como hacía años no lloraba. Durante un largo rato estuvo así, como la nena que ya no era, con las palmas contra la cara, cubría su llanto de miradas imposibles, soy una absurda, pensaba, y lloraba más por eso, estaba tan sola, quién la iba a ver. Pero algo repentino la sacó de la desesperación. Fue un chasquido, una ramita que se quebró, alzó la vista y entre lágrimas vio la silueta de una mujer que pasaba a su lado y seguía su camino. Se puso de pie. Señora, llamó, pero la mujer no se detuvo y por eso entendió que tenía que seguirla, ella sabía cómo volver. Tal vez fuera su madre, soñó que suponía. Y en su reflexión rechazó la idea, esa no era su madre pero en cambio, sí, pensó que debía ser una hermana. Y eso le gustó, siempre había querido tener una hermana mayor que pudiera llevarla a casa porque nunca se había perdido como ella. Era un momento en que ocurrían cosas excepcionales. Ella podía tener una hermana nueva sin que importara la edad. Y allí taconeaba su hermana grande recién nacida, firme, iba, y tan esbelta. Se enamoraba de su belleza y de su clara marcha. Esa certeza fue un imán. Sólo seguirla y no distraerse, fue lo que hizo, la iba a seguir siempre, aunque el zumbido metálico nunca aflojara.
En su sueño pasó el tiempo y la vereda, de a poco, se hizo calle. Aalgunas casas ya empezaban a aparecer o, quizás, siempre habían estado allí y sucedía que la mujer sabía ir por donde las casas se dejaban ver. Ahora venían los vecinos. Qué alegría. De a poco, se asomaban a la ventana, por la puerta, salían, saludaban, algunos reían a carcajadas, llamaban a sus familiares, decían, vení, mirá quien está acá, y cada vez aparecían más.
Y salieron, muchos, más, tan contentos, se acercaron a la mujer esbelta que detuvo su taconeo, la acariciaron, le dieron regalos. Eran cosas personales que sacaban de sus casas. Uno le dio un libro, soñó encantada, y en el sueño la mujer lo quiso agarrar pero el libro cayó al piso. Y en ese momento su mundo de sueños se volvió pesadilla: allí estaba la mujer, en cuclillas para recoger el libro, y mientras veía eso soñó que veía, y se erizaba, que desde la misma gente brotaba un largo brazo que se estiraba ondulante como una serpiente en el aire hacia la mujer acuclillada. Y en el anónimo puño llevaba un arma que le apuntaba a la frente. Pero ella no lo veía, ocupada con su libro. Se horrorizó, su nueva hermana estaba por morir y ni siquiera lo sabía. Entonces le brotó del pecho un arrojo, una erupción, eso no podía pasar ni en mil años, y dueña absoluta de su propio sueño, soñó un alarido que dio la vuelta al mundo. Y estallaron rayos en el cielo mientras ella saltaba como una fiera vengadora hacia el asesino, y cuando le alcanzaba a bajar el brazo y el disparo repicaba en el suelo, irrumpió el fragor de un viento que fue como una tromba. Sus verdaderos ojos seguían cerrados y en aquel sueño que todavía era sueño, sintió que la empujaban adentro de ese viento pavoroso que la envolvió y escuchó que el zumbido metálico se alejaba hacia arriba, se iba, se iba, y al fin abrió los ojos de vivir y vio que eso que estaba allá, alto y lejos, podía ser un avión, debía ser un avión, era un avión, y comprendió que mientras su soñada hermana ya volvía a caminar, ella caía a un vacío jamás pensado, y supo que abajo estaba el mar, y recordó que alguien alguna vez le había dicho que si caía desde tan alto, el golpe contra el agua era más duro que caer sobre cemento.
Alcanzó a extrañarse porque eso la alivió.
A Inés Ollero, siempre en mi memoria