“Es necesario tener algo más que orejas para oír la batalla de los ángeles”.
Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres
“La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en ese interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”.
Antonio Gramsci
El domingo se terminó una época. Macri fue un anticipo. Pero ahora nos toca lidiar con un hecho diferente. El mal no será pasajero, incluso si fracasa estrepitosamente. Hagámonos la idea. Por muchos millones de dólares que tuvieran detrás, que un grupo de delirantes, al estilo de las novelas de Roberto Arlt, asalte el poder del Estado con el multitudinario apoyo que recibió, sólo se explica si admitimos que, en lo más íntimo del corazón de la patria, en lo más noble de sus valores y su tradición, algo se rompió. Y la vimos venir demasiado tarde, a pesar de que las advertencias llegaban con preocupación desde otras partes del mundo.
Hoy las pasiones tristes aglutinan más que las alegres. Nadie podrá decir que no sabía, aún si el motivo central del voto es el sufrimiento económico o el sentirse ignorado por la insensible “casta política”, cuya desconexión de la realidad vamos a pagar muy caro. Nunca fue más evidente lo que nos enseñaron Deleuze y Guattari en el Anti Edipo:
“¿Por qué soportan los hombres desde siglos la explotación, la humillación, la esclavitud, hasta el punto de quererlas no sólo para los demás, sino también para sí mismos? Nunca Reich fue mejor pensador que cuando rehúsa invocar un desconocimiento o una ilusión de las masas para explicar el fascismo, y cuando pide una explicación a partir del deseo, en términos de deseo: no, las masas no fueron engañadas, ellas desearon el fascismo en determinado momento, en determinadas circunstancias, y esto es lo que precisa explicación, esta perversión del deseo gregario.”
De lo único que se trata en este momento es de que el fascismo no nos pudra el alma. De que el odio, el rencor, la desconfianza y la competencia no nos arrojen los unos contra los otros, bajo el rigor despiadado de la ley de la selva. Hoy la ética es más importante que la política, entendida en sentido convencional. La ética no es más que la escucha y la responsabilidad frente al llamado desesperado del otro. Por eso es el núcleo secreto de la política verdadera, que es la política militante, no la política del poder, la de la obsesión por el Estado, por la “foto”, por “figurar”, por “escalar”, por “llegar”, cuya crisis es demasiado profunda como para que sigamos enamorados de sus espejitos de colores.
Pero la política militante no es la politización burda, que solo harta a la gente. No consiste en afirmar que “todo es político” o en sacar la coyuntura y exigir una postura en cada conversación. Politizar es proponer una intensidad nueva, una micropercepción nueva, una sensibilidad nueva en la manera de relacionarnos, en la manera de vivir, sin importar la actividad que hagamos. Militante no se es, no se “chapa”, se deviene, se llega a ser, todo el tiempo. Con esa convicción tendremos que afrontar el horror. Sin juzgar a los humillados y ofendidos. Abrazándolos, aunque duela. Comprendiendo que, en este momento, es más necesario leer la Biblia, a Dostoievski o a Thomas Mann que consumir las arengas de los políticos, los sobreanálisis de los intelectuales o las banalidades de los periodistas.
La victoria de Milei no es episódica. Condensa magnitud histórica. Su único equivalente tal vez sea el 17 de octubre de 1945, acontecimiento al que responde casi ocho décadas después. Prescindiendo de los tanques y los golpes. Evitando la hipocresía de Macri en el 2015, quien tampoco hubiera ganado sin el acompañamiento radical, así como la traición menemista. Nunca antes en la política argentina, como en el caso de Milei, un candidato recurrió a una sinceridad tan brutal, tan desinhibida. A esta altura, es indiferente si su triunfo se debe a la “audaz” jugada de Macri, o si Macri, en realidad, se subió rápido al “caballo ganador”, dejando atrás a sus antiguos socios.
Lo que importa es que prácticamente todos los actores político-institucionales se pronunciaron o jugaron por lo bajo a favor de Massa, desde gobernadores, intendentes, sindicalistas y empresarios hasta grupos confesionales o artísticos. Y que, aun así, la mayoría de la gente (la tristemente célebre “mayoría silenciosa”) se inclinó por la locura de Milei y su mesianismo de mercado. La economía pesó más que la democracia.
El antiprogresismo más que la defensa de los derechos. Los celulares y las redes sociales más que los aparatos partidarios o la conmovedora entrega de la militancia. El déficit de representatividad es total. No perdimos una elección. Perdimos la batalla cultural. Sucedió lo que, en Apuntes para la militancia, John William Cooke denominó “el milagro aritmético”. Unión por la Patria y adheridos, con toda su lógica, acabó siendo la parodia de la Unión Democrática:
“Mirada desde el ángulo tradicional, la Unión Democrática era una aplanadora: estaban todos los partidos que tenía el país, es decir, todos los votos. Los analistas procedían con criterio realista y admitían que de ese inmenso montón de sufragios había que descontar unos puñaditos de gente que votaría al candidato “imposible”, algunos obreros sin conciencia que se habían dejado engañar por el demagogo, los sectorcitos que seguirían a los radicales de la Junta Renovadora, los totalitarios, claro está, y por fin ciertos elementos de la población, como ser vagos, ladronzuelos, punguistas, borrachos, malevos....
En suma, una ínfima minoría de estúpidos y antisociales, y por consiguiente, lo único que tenía interés era el escrutinio de las listas de diputados para ver cómo estaría compuesto el Parlamento que acompañaría al gobierno de Tamborini-Mosca (...) No hay necesidad de explicar cómo fue que perdieron todos los partidos, con toda la prensa y el dinero, con las omnipotentes embajadas de las democracias victoriosas, con los estudiantes, profesionales e intelectuales, con los caudillos grandes y chicos de todo el país. Ese golpe fue cruel para todos ellos. Muy especialmente para el radicalismo, que de ser una inmensa mayoría, se encontró ante la sorpresa de que no podía ganar ni con el aporte de todos los partidos juntos.
Sus frases seguían siendo las mismas, los propósitos que venían enunciando no habían cambiado, ni tampoco la comunicación inmaterial con las masas de Alem, Yrigoyen y Alvear. Sin embargo ese pueblo que durante trece años de fraude había querido votarlos, ahora que tenían la oportunidad de hacerlo en comicios libres, les volvía la espalda para seguir a un recién llegado. Ellos se veían a sí mismos de una manera: la imagen era falsa y el pueblo los contemplaba tal como eran (...) Ningún integrante de la Unión Democrática creyó que pudiera triunfar el coronel Perón. El 17 de octubre había sido un misterio ‘policial’: el 23 de febrero (elecciones) fue un misterio aritmético”.
Convengamos que hay en la Argentina millones de antiperonistas, al menos desde 1945. Pero la aparición de un AntiPerón… eso es un fenómeno reciente. Un AntiPerón no es simplemente un gorila o un reaccionario. La expresión más precisa para designarlo sería-aunque poco estética y probablemente equívoca o confusa- la de ContraPerón. Se vuelve necesario aclarar: no nos referimos a alguien que se limita a emprender una cruzada contra Perón o el peronismo para destruirlo, que es lo típico del antiperonismo. Esto es más sutil. Tampoco basta para explicarlo aquella célebre sentencia de De Maistre, quien definía la contrarrevolución no como la revolución contraria sino como lo contrario de la revolución. Digamos que son las dos cosas a la vez. El AntiPerón es lo contrario a Perón y, sin embargo, también es un Perón contrario, un Perón liberal, un Perón que aborrece de la justicia social (si Perón es un sustituto del padre muerto, Milei representa al hijo que odia y mata a sus padres). Las resonancias bíblicas son obvias, por lo que quizá precisemos recordar, brevemente, qué significa para la tradición cristiana la figura del Anticristo. No en vano al iracundo, colérico y vengador Milei se lo ha definido como falso profeta o falso mesías.
El Anticristo no es quien viene después de Cristo para negarlo. Es quien niega a Cristo haciéndose pasar por Cristo, queriendo ser adorado como Cristo, como el Cristo definitivo. El apóstol Pablo se refiere a él como el que “se opone y se exalta sobre todo lo que se llama dios o es objeto de culto, de manera que se sienta en el templo de Dios, presentándose como si fuera Dios”. Dice Ireneo de Lyon que “derrocará a los ídolos para persuadirnos de que él mismo es Dios, poniéndose a sí mismo como el único ídolo”.
El Anticristo repite a Cristo con el fin de destruirlo, antes del Día del Señor. Por eso, como San Juan se encargó de explicar, no puede haber Anticristo sin Anticristos, esto es, sin seguidores, sin creyentes, sin (falsos) militantes. Hipólito de Roma planteó en una ocasión que “el Señor envió apóstoles entre todas las naciones, y él de la misma manera enviará falsos apóstoles. El Salvador reunió a las ovejas que fueron esparcidas, y de igual manera reunirá a un pueblo que estaba disperso”.
También escribe que “Cristo es un león, por lo que el Anticristo es también un león; Cristo es un rey, por lo que el Anticristo es también un rey”. ¿No se autopercibe Milei como “el león”, como el “rey de un mundo perdido”? ¿No alude permanentemente a las “fuerzas del cielo”, de las que tanto nos hemos burlado, luego de renunciar en estos años a desplegar la batalla celestial, a la que nos convocaba Leopoldo Marechal en Adan Buenosayres y en Megafón?
Un peronismo sin idea, desorientado, es un peronismo en descomposición y es de la descomposición del peronismo, de sus entrañas-no de afuera- de donde emana un AntiPerón. Sacando lo que le haya aportado el “gorilaje”, los votos de Milei son los votos peronistas. También para gran parte de la tradición cristiana, desde Adso de Montier hasta Vladimir Soloviev, pasando por Martín Lutero, el Anticristo procede del seno de una Iglesia corrompida, apóstata, desertora.
Hitler fue un hijo de la Primera Guerra Mundial. Milei es un hijo de la pandemia. Y nosotros no hemos sabido recomponer los vínculos que allí se rompieron, alivianar los traumas, salvar las almas. Sin inflación y deterioro de la moneda y los ingresos, es verdad, Milei sería impensable. Pero también lo sería si las buenas causas no hubiesen tomado el rumbo equivocado de cargar la culpa sobre sectores desamparados y faltos de contención. El dedito acusador y el tono moralizante son dos de las razones elementales del vertiginoso crecimiento de Milei. Todo el resentimiento acumulado, nos lo devolvieron poniendo en lo más alto a una persona completamente quebrada y enojada, que sintoniza mejor que nadie con las emociones de la gente, agraviada al contemplar cómo quienes les dan lecciones sobre lo que está bien y lo que está mal siempre se exceptúan a la propia norma. Un caso típico de proyección y de sublimación del deseo de reconocimiento. Ante la pregunta respecto a cómo el culto y refinado pueblo alemán se entregó sin resistencia a la mediocre barbarie nazi, Peter Sloterdijk ofrece una respuesta bastante elocuente, que dice mucho sobre el cansancio de civilización, de democracia, de discusión pública, de corrección política, que rodea toda experiencia fascista:
“La específica adecuación del papel desempeñado por Hitler dentro del psicodrama alemán no estriba en sus extraordinarias aptitudes o en su archisabido y resplandeciente carisma, sino, antes bien, en su incomprensible y evidente vulgaridad, por no hablar de su consecuente disposición a vociferar sin rebozo alguno delante de grandes multitudes. Hitler parecía llevar de nuevo a los suyos a una época en la que gritar todavía servía para algo. Desde este punto de vista, fue el artista de la acción más exitoso del siglo”.
Milei, sin embargo, dispone en mucho menor grado de las masas molares, callejeras, de los grandes desfiles, mítines o movilizaciones de la época de Hitler y de Perón. Sus masas no son, en ese sentido, las mismas del 17 de octubre. Recluta fanáticos entre los solitarios que necesitan bucear y edificar en el mundo de la red para sentirse alguien. Allí pueden construir perfiles con miles de seguidores que les hagan olvidar el bullying y el maltrato, o las decepciones de la “vida real”. Allí pueden volverse combatientes digitales, que libran una feroz guerra de guerrillas contra los supuestos enemigos que les impiden la felicidad o que ostentan algo de esa felicidad en un mundo, oscuro, que no la merece. Toda felicidad expuesta en las redes se presenta como simulada y forzada, como el tapón de una angustia existencial sin remedio, como la impotencia de articular verdadera comunidad y, por lo tanto, tener que crearla en la afinidad de los individualismos extremos.
Pero como no existe una distancia marcada entre la “ficción” y la “realidad”, como son dimensiones que se superponen, necesariamente la violencia simbólica que se “cocina” y se “ejecuta” en internet se manifiesta luego “afuera”. Los libertarios que amenazan por Twitter o Instagram preparan el camino psicopolítico para el terrorismo nihilista de la acción directa, desde los escraches a los atentados. Se trata de un círculo vicioso que no puede detenerse, más que entrando en contacto con el rostro del otro, cuyo primer imperativo, como observó Emmanuel Lévinas, es no matarás. Si al fascismo se lo combate, a los que, sin maldad inherente, son reclutados por el fascismo, en la depresión de las vidas sin sentido que ahora encuentran una motivación en hacer daño a otros, debemos ofrecerles una vía de regeneración espiritual, que es la que también tenemos que recorrer nosotros mismos.
Y para eso, antes de salir a la calle a luchar, que lo haremos cada vez que se toque un derecho o se violente nuestra dignidad, con voluntad de martirio, de dar testimonio, de no claudicar a nuestras banderas, es imprescindible regresar a las catacumbas, esto es, a las bases, a las pequeñas reuniones, a reencontrarnos con nosotros mismos, con nuestros muertos, con los heridos, con los agobiados, con los quebrados.
Como hizo el cristianismo primitivo en tiempos de persecución. Como hizo la resistencia peronista en tiempos de proscripción. Eso significaban las unidades básicas para Horacio González: la posibilidad de que cada compañero y compañera agarre el bastón de mariscal y que, donde dos se juntan o se llaman, está resumido y proyectado todo el movimiento.
Cuando la superficie se vuelve invivible, hay que volver a las raíces, al espacio de lo subterráneo (donde nació el divino y celestial Cristo, para conmover los cimientos de la tierra). No para escondernos en la oscuridad, sino para recuperar el vínculo con cualquiera que sufra. La política tendrá mucho de religiosa en la hora que se avecina. Y como militantes debemos entender de una vez que nuestra tarea tiene mucho menos que ver con el Estado que con la Iglesia; mucho menos que ver con el poder que con la redención.
Quizá haya que reescribir el ¿Qué es esto?, de Ezequiel Martín Estrada. El libro en el que un antiperonista acérrimo comprendió mejor que nadie a aquellos seres ultrajados, compungidos, pero también esperanzados que hicieron el 17 de octubre. El verbo de Perón y el verbo de Evita fueron un verbo sanador para los parias, los descamisados que nadie hasta entonces quería. A propósito de Evita, Martínez Estrada, que lloró por su muerte, dice que “en el fondo de los campos, en los pueblos sórdidos, sin alegrías ni esperanzas, esa voz tenía el mismo poder que la de San Pablo a los Gálatas. Negar la pureza de esos corazones que acogían sollozando sus palabras sería negar lo más puro de la condición humana”. Para millones de personas, la palabra de Milei significa, además de la “motosierra”, un lenguaje coloquial, simple, austero, nervioso, reparador, que los academicismos y tecnicismos no obnubilan.
Hay que entrar en contacto con eso que resta, con eso que queda, rescatarlo de la seducción irresponsable del demagogo mediático, en la medida en que ya podemos prever que su gobierno frustrará a no pocos de sus votantes, pero que de esa frustración no surgirá por sí solo algo bueno, sino algo cada día más peligroso. Y, sin embargo, como decía Holderlin, “allí donde está el peligro, crece también lo que salva”. Por eso no se trata de volver para ser mejores, la consigna más estúpida que supimos recitar. Se trata de ser mejores para volver, partiendo de una herencia que nos enorgullece. Esa purificación comienza hoy, en todas partes, con todas las personas. En el dolor y la tristeza, pero sobre todo en la responsabilidad, en el deseo irrestricto de seguir siendo una patria. Entonces, ¿por qué no convertimos en nuestro Evangelio este bello pasaje de Marechal?
“Hablaba de una pelea terrestre-continuó Samuel-, una pelea silenciosa e invisible. Ahora bien, no sólo intervienen los hombres en ese combate metafísico: la verdadera batalla se decide arriba, en el cielo de la ciudad. Es la batalla de los ángeles y los demonios que se disputan el alma de los porteños. ¡Oigan! ¡Es aquí mismo, en este arrabal!”.