«En la cárcel adquirí una virtud: la paciencia». Así comienza una carta que, desde Santiago de Chile, John William Cooke le envió a Juan Domingo Perón, exiliado por ese entonces en Caracas. La fecha exacta se desconoce, pero es probable que la misma date de mediados del año 1957, a pocos días de celebrarse las elecciones de convencionales constituyentes en Argentina, en las que los votos en blanco superarían el caudal obtenido por los partidos tradicionales. Cooke forjó su temple en un ambiente espiritual que Horacio González llamó-con una intuición genial, susceptible de reconocer los hilos secretos de la historia- peronismo de catacumbas. La maldición del nombre proscripto obligaba al militante a entregarse al desacreditado oficio del conspirador, siempre al borde de la infamia pero del cual brotaron también algunos de los momentos más estelares de la patria. En él había que moverse con sigilo, haciendo uso de las reuniones clandestinas, los seudónimos y la tinta limón. Además de las huelgas y los caños, que enaltecen las canciones épicas, el peronismo se mostró como una madeja de epístolas, en las que se anudaban instrucciones e informes, arengas y planes, cartas abiertas y mensajes cifrados, autorizaciones y apócrifos, esa palabra de fama evangélica que el urbi et orbi del Padre Eterno permitía por doquier. Los de la resistencia fueron los tiempos apostólicos del peronismo, que entonces se descubrió como un rosario de metáforas cristianas, repleto de arabescos. No era el sepulcro vacío el que habilitaba las misiones, sino el forzado exilio del conductor, que alternaba “odios reflexivos”, apotegmas para todos los gustos y recomendaciones cuidadosas para sus enviados.
Antes que Guillermo O’Donnell hablara del “juego imposible” y Juan Carlos Portantiero de “empate hegemónico”, fue John William Cooke el primero en caracterizar el interregno: bajo su punto de vista, la correlación de fuerzas es productora de crisis y ninguna solución será posible mientras eluda la vía revolucionaria. Pero para 1957, pocos meses después de haberse fugado del penal de Río Gallegos, Cooke no logró todavía desarrollar el análisis hasta su punto crucial, por lo que en sus esperanzas insurreccionales de toma del poder no se vislumbra otra cosa que un regreso temporal, un retorno, casi mitológico, al último gobierno peronista. Por supuesto que, entre los dirigentes del Movimiento, Cooke es uno de los más lúcidos y perspicaces: no en vano fue elegido por Perón como delegado personal y heredero. Solo que, para ganar en claridad teórica y extraer consecuencias, necesitará del avance de la experiencia, para que las contradicciones salgan a la superficie. Contradicciones de la dictadura en sus diversas variantes, sí, aunque especialmente contradicciones en el seno del pueblo, que son las que ponen siempre a trabajar al pensamiento. Sin embargo, hará falta un Acontecimiento para que a Cooke se le revele la Verdad, para que se convierta en un sujeto militante con todas las letras. Ese Acontecimiento será la Revolución Cubana, que Cooke encadenará de manera original a su otro amor, el 17 de octubre de 1945. A partir de esta doble fidelidad, se irá formando un Cuadro. Porque la fidelidad sostenida es el gesto de madurez indispensable de quien asume una responsabilidad para con la historia.
Habíamos empezado con el tema de la paciencia, pero con estos pequeños rodeos no hemos hecho más que desviarnos. Tal vez para que también el lector se acostumbre a esta actitud frente a lo que ocurre. Paciencia, la de Cooke, que resulta llamativa, por no decir paradójica, si nos atenemos a los gritos de guerra con los que sus críticos han buscado desprestigiarlo. Para ellos, el nombre “Cooke” significa aventurero irresponsable, ultraizquierdista agitador, sectario extremista. Omiten que toda la obra de Cooke puede ser resumida con esta palabra tan necesaria para la política de emancipación y extraña, a su vez, a las roscas y rencillas de la politiquería barata, a la superflua inmediatez de los medios y las redes. El Cuadro, por definición, no puede dejarse dominar por la ansiedad; no puede vivir apresurado e improvisando, no puede ser impaciente. Aquel militante que practica y predica la ética de la responsabilidad, tiene que saber esperar, aprender a lidiar con los tiempos, olfatear las oportunidades que se presentan y salir en su caza. Pero, por momentos, parece que el “Bebé” peca de exceso de paciencia. Paciencia con Perón: ante sus vueltas y evasivas, ante sus ambigüedades e indeterminaciones, ante sus eternas y desconcertantes maniobras pendulares. Paciencia con el pueblo: heroico y sacrificado, aunque también incomprensiblemente pasivo y tolerante cuando las circunstancias parecen exigir otra postura. Paciencia, finalmente, con el proceso histórico: atravesado por la contradicción, lleno de pistas y señales tanto como de amagues e incertidumbre. Ese es el panorama con el que se enfrenta Cooke. Dispuesto a no ceder en su deseo, asumirá la tarea de trabajar sobre las fallas, sobre los niveles que hacen cortocircuito e interfieren entre la línea esclarecida del Líder y las masas leales y expectantes. Cooke, el Cuadro, dedicará de lleno su militancia a la formación de nuevos Cuadros, que estén a la altura de lo que la época requiere. Sus escritos, sus conferencias, sus articulaciones, apuntarán a concretar con éxito esta misión, este destino. Dando el ejemplo, Cooke quiere adiestrar a una nueva camada, a una nueva generación de dirigentes que tomen la posta y se enfoquen en la construcción de las condiciones de posibilidad para la toma del poder. Porque si los burócratas aburguesan el peronismo, adormecen sus fuerzas y apuestan a integrarlo a la “civilización”, serán los militantes los que, abnegadamente, lo llevarán una vez más a la victoria.
No es estéril aclarar que la paciencia de Cooke, la paciencia que debe acompañar a todo militante, es una paciencia activa: no se trata de ningún quietismo, de ninguna esperanza boba de que las cosas sigan su propio curso y los problemas se resuelvan por arte de magia. El “Bebé” abogará por la preparación minuciosa de un terreno más favorable para la lucha, lo que supone, además de golpear al enemigo donde más le duele, guiar a los futuros cuadros por el camino recto. La paciencia cookeana es la de un maniático de la organización, como él mismo se definirá una vez. Por eso, frente a sus tres grandes obsesiones, la paciencia será un signo de confianza y un motivo para insistir en los momentos de confusión. Y sin embargo, también es válido afirmar que se trata de una paciencia dramática, repleta de tribulaciones, sumida en la angustia que ocasiona la falta de definición, que la época aplaza y lleva a Cooke a lidiar con ella no solo desde el heroísmo, sino con un estilo particularmente irónico, o que se deja hablar por todas las ironías de la historia. Escribió Horacio González en su “Perón” que “Cooke es un revolucionario que camina por la cornisa de la desesperación y el sarcasmo. Piensa la política como un nominalista revolucionario de algún monasterio del siglo XIII”. En efecto, la desesperación afecta al militante que presiente la proximidad o la inminencia de batallas decisivas, a partir de un compromiso, de una vocación, de una cita existencial ante llamados espectrales de cuyos efluvios se deduce que “este es el momento” y que, no obstante, ve cómo los signos premonitorios se disipan en la inconclusión del encuentro. Es la realidad misma la que aparece como desesperada, enigmática y sufriente, necesitada de redención.
Cooke no sólo tuvo el privilegio de ser la única persona a la que Perón invistió con el “título” de sucesor en la dirección del Movimiento, en caso de que algo malo le pasara, sino que también nos proporcionó un vasto intercambio epistolar con el “General”, que sin lugar a dudas lo enriqueció tanto como esas escuelas a cielo abierto que fueron la experiencia política del peronismo durante aquellos años o la Revolución Cubana. Aun cuando, luego de la derrota del sector más combativo del movimiento obrero tras la toma del frigorífico Lisandro de la Torre, Cooke perdiera el favor de Perón y “cayera en desgracia”, la correspondencia entre ambos no se cortó, a pesar de ser menos frecuente y de mostrarse cada vez más unilateral. Porque radicalizando sus posturas, Cooke fue uno de los pocos que no se comportó de manera obsecuente con Perón: siempre le dijo lo que pensaba y le manifestó sus diferencias. Ese es el valor de un Cuadro, que trata de mantener despierta y en alerta a la Conducción. Claro que los desacuerdos terminaron siendo bastante grandes, en la medida en que el “Bebe” solicitaba a Perón que renunciara al uso de “sus dos manos” y se pronunciara definitivamente por el “giro a la izquierda”.
Sin embargo, Cooke nunca dejó de reconocer las cualidades de Perón y el papel imprescindible que jugaba en el proceso revolucionario argentino, contra las advertencias de Jauretche y el padre Benítez, quienes le aconsejaban que tuviera cuidado, ya que el que sube muy rápido en el entorno del Jefe cae precipitadamente. O sea: para Cooke la traba siempre fueron las dirigencias burocráticas que entorpecían la dinámica del Movimiento y no el atraso conceptual del propio Perón. Además, incluso cuando se definiera ideológicamente marxista, Cooke no dejó de asumir su pertenencia e identificación con el peronismo. Su confianza en el Líder era la otra cara de su confianza en la inagotable potencia de las masas. Desde su perspectiva, el pueblo que hizo el 17 de octubre, que resistió la represión, la persecución y el terrorismo de los gorilas, que jamás se arrepintió ni claudicó en sus convicciones peronistas, ese pueblo estaba destinado a vencer. Sólo había que mejorar la organización y ofrecer una línea clara basada en una estrategia revolucionaria, capaz de movilizar el entusiasmo hasta sus últimas consecuencias. Pero la lucha por la liberación retomaría su cauce en la medida en que recibiera impulso del movimiento general de la contradicción entre países opresores y países oprimidos (guerras de descolonización y revoluciones socialistas), que se venía desplegando de forma cada vez más acelerada. En plena Guerra Fría, la polarización ideológica repercute en todos los frentes. Y sin tener certezas, Cooke arengaba a los compañeros con la idea teleológica de que, al final, los pueblos triunfarían. No se trataba de una fe ciega, de un determinismo dogmático, pues, para el “Bebé”, la hipótesis sólo puede ser corroborada, verificada, puesta a prueba, por medio de la acción política.
Lo realmente significativo del aporte de Cooke, lo que hoy podemos calificar de cookeano, lo encontramos en un período que va del derrocamiento de Perón hasta la muerte del “Bebé” el 19 de septiembre de 1968. Por más interesante que sea reconstruir su carrera como diputado o sus idas y vueltas previas al golpe del 55, Cooke sólo será Cooke con el peronismo proscripto, es decir, durante el larguísimo estado de excepción que, con breves pausas, nuestro país atravesará hasta el año 1983. Como llegó a afirmar Carl Schmitt, autor a quien Cooke había leído e introducido en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, la excepción es más importante que la norma porque la fundamenta, es la clave que permite entenderla. De alguna manera, Cooke advierte que con el peronismo fuera de la ley, se revela lo esencial de lo que denominaba el problema del poder en Argentina. En la emergencia permanente, que siempre da razones para que la Constitución no sea aplicada y el cumplimiento de la promesa de una democracia liberal plena se retrase una y otra vez, es cuando se puede apreciar en su verdadera dimensión la cuestión nacional, que no es más que la cuestión imperialista. Ni siquiera Scalabrini Ortiz, con todas sus investigaciones, con todos sus hallazgos, con toda su comprensión de los resortes y mecanismos que tornaban dependiente a la economía argentina, pudo captar lo crucial del asunto. Hacía falta un Cooke, con el ojo puesto en la división del pueblo, para que la contradicción peronismo/antiperonismo fuera formulada como correspondía, en los términos de la lucha de clases y del antagonismo entre los países coloniales y semicoloniales (como el nuestro) y las grandes potencias capitalistas, en tiempos en los que la Guerra Fría iba a intensificar cada vez más la polarización ideológica De ahí que Cooke incorpore a su militancia peronista los axiomas teóricos del marxismo, que le ofrecía una base de mayor consistencia para entender y criticar la realidad argentina que toda la doctrina justicialista, aun en pañales. Cooke será un precursor del socialismo nacional y de la izquierda peronista, para quien la meta final era la sociedad sin clases, pero los medios para llegar a ella variaban en función de las particularidades de cada pueblo. Y la particularidad argentina, al menos en ese entonces, se la daba el peronismo y la incomodidad que éste le generaba a las élites políticas y económicas.
Cooke será el gran diagnosticador de la crisis argentina y, si bien no llegó con vida a la década del 70, fue un importante idéologo del ala más radical del peronismo durante aquellos años. Lo primero que tuvo que señalar fue que el peronismo no era un partido político que se tenía que batir con otros partidos políticos, por la sencilla razón de que la democracia estaba clausurada. El partido antagónico al movimiento peronista proscripto, el partido del régimen, era el Ejército (como hoy lo son los medios de comunicación y el Poder Judicial), el decisor en última instancia, el que pretendía dirimir todos los conflictos con las armas en la mano. Había que partir de esta realidad para diseñar y desplegar una estrategia de poder acertada. Lo que irritaba profundamente a Cooke, eran los planteos que, salidos del interior del Movimiento, buscaban recuperar el gobierno por medio de hipótesis descabelladas que suponían un pacto con el antagonista y, por ende, una claudicación en lo esencial. Una vertiente sostenía que el peronismo tenía que negociar con el grupo más nacionalista del Ejército para desalojar del poder a los gorilas (entre ellos, los gobiernos de Frondizi e Illia). La otra, argumentaba que lo mejor era también llegar a un acuerdo pero para lograr una participación electoral que volviera a integrar al peronismo al juego político, aunque sin su filo más radical. En estos puntos de vista tenía su aparición el llamado neoperonismo, que predicaba un peronismo sin Perón, o sea, para decirlo en la clave del 55, aceptaba a los Lonardi ante la intrasigencia de los Aramburu y los Rojas. Pero la línea predominante en las Fuerzas Armadas era, justamente, la gorila. Algo que se debía a que, para la oligarquía y el imperialismo, el peronismo era indigerible y, como decía Borges, incorregible. En la lectura que hace Cooke, el peronismo no es comunista por desarrollo teórico y autoconciencia de la misión que lo convoca, sino porque el enemigo lo pone en ese lugar. Y una vez que el veredicto del enemigo se ha escuchado, hay que hacerse cargo y sacar consecuencias. Querer negociar con los que nos quieren matar es un grandísimo absurdo.
Para Cooke, la integración es imposible, porque el peronismo es el síntoma de la crisis argentina, es el hueso atragantado de la oligarquía, el hecho maldito del país burgués, expresión que sin duda se deriva de lecturas solitarias de los poetas malditos franceses. De ahí el famoso impasse, el empate hegemónico según el cual el régimen no puede institucionalizarse y el peronismo no puede voltear al régimen. Ahora bien, si el peronismo lograra transformar su número en fuerza, recuperar el poder sería pan comido. Es precisamente desentrañar las razones por las que al peronismo se le dificulta llevar adelante esa conversión de lo que se encargará la contribución teórica de Cooke. Por un lado, Cooke entiende que las bases peronistas son combativas, heroicas, abnegadas. Por el otro, reconoce la conducción de Perón, prenda de unidad que permite aglutinar a los millones de hombres y mujeres que forman parte del Movimiento. Desde su perspectiva, el problema está en los mediadores, que lejos de querer actualizar la potencia revolucionaria de las masas, la desalientan, y que en vez de “bajar” de manera fiel la línea del Jefe, la distorsionan. Esto significa que lo que más le interesa a Cooke no es la iluminación teórica de gente que se quedó en el pasado, sino la organización del peronismo a partir de sus propias premisas, lo que únicamente es posible con Cuadros que se encuentren a la altura de las circunstancias. En su correspondencia con Perón, donde Cooke ve que se tejen los hilos de una estrategia de poder, define a la burocracia como la Penélope del peronismo, que destruye todo lo hecho, dándole así más tiempo al Régimen.
Durante la época de la resistencia, cuando el trabajo organizativo era clandestino, porque había que mantener cohesionadas a muchas células dispersas, Cooke buscará desde su exilio en Chile tender puentes con los distintos grupos. Pero su propósito no es aunar fuerzas para negociar en mejores condiciones con los golpistas. Para el “Bebé”, la estrategia del peronismo no puede ser transacconal. La estrategia del peronismo es insurreccional y, por consiguiente, debe estar preparado para cualquier oportunidad que se le presente. Lo cual no quita que, ante la demora de la situación revolucionaria, su aceleramiento descanse, más que en acciones directas subversivas, que agiten el avispero, en una tarea permanente de organización. Cuanto más sólido sea el nivel de organización, más cerca estará la insurrección que devolverá al peronismo al gobierno. La organización, como lo comprendía perfectamente Perón, es lo que suple y relativiza los defectos humanos, pues todos pueden aportar en algo a la Causa si permanecen organizados. Es por eso que Cooke, cuando describe la disposición del pueblo a la lucha, no se confunde en un romántico elogio de las masas. Si en el pueblo no hubiera cobardes y valientes, calculadores y apasionados, pragmáticos e idealistas; si el pueblo entero estuviera unido y tuviera conciencia clara de su deber, la revolución sería espontánea y no habría que mover un pelo para colocar sus cimientos. Cooke parte de la pluralidad humana, que es de donde nace la necesidad de la organización. En ese sentido, es un buen aprendiz de Perón, como se puede advertir en la siguiente carta que le escribe:
“En la apreciación de las cosas del Movimiento me he despojado de todo elemento afectivo, ya sea en favor o en contra: para mi hay buenos y malos peronistas. Y aun con respecto a los que he incluido en esta última categoría, venzo mi repugnancia cuando creo que pueden ser encaminados por la buena línea y servirnos”.
Ahora bien, como el mismo Cooke señalaba, la dirección orgánica sólo puede funcionar si los intermediarios no obstruyen y taponan los poros. No es que haya que purgar y echar a los que son más timoratos, obsecuentes, dialoguistas o posibilistas, porque entonces el precio a pagar por quedarnos con una organización ideológicamente purificada sería achicarla hasta el límite de la impotencia. Lo que cualquier organización revolucionaria debe hacer es ir desplazando paulatinamente a esos elementos de los lugares de definición y conducción. No hay que atacar a los individuos, sino a la línea que representan:
“Eliminar la ‘línea blanda’ no significa eliminar a todos los individuos que la sirven, eso presentaría grandes dificultades como en las circunstancias actuales. Incluso debemos utilizar el ‘potencial eficaz de los tontos’, y aun de los tránsfugas. Pero a condición de que previamente la Organización sea lo suficientemente depurada como para que los tontos y los tránsfugas no puedan asumir ni siquiera parcialmente, su manejo”.
Entre los aspectos a pulir, está el de la disciplina, que Cooke entiende que se ha arraigado en el pueblo peronista durante los duros años de la Resistencia. Pero esa disciplina tiene que ser inteligente, activa, creadora, mucho más en condiciones de clandestinidad y de repliegue, donde hay que armar todo de nuevo. Porque lo que caracteriza a un buen militante, es que cuando la línea no llega, cuando el Líder no se pronuncia, cuando las comunicaciones se cortan, él puede arreglárselas igual y hacerse cargo de todas sus decisiones. El “su decisión será mi decisión, su palabra será mi palabra” que Perón delega a Cooke, de alguna manera vale para todos los militantes, bajo su entera responsabilidad. Se trata de construir un sentido del deber de acuerdo con el cual uno sea la voz de la Organización cuando la Organización está amordazada o desorientada, porque la Organización sólo es por el trabajo cotidiano de cada uno de sus militantes, que actúan en su nombre:
“Poner en acción a todo el Movimiento presupone munirlo de una disciplina para el trabajo y de una conducta fuera de él. Las bases para esa disciplina y esa conducta están profundamente arraigadas en todo el Pueblo, pero es evidente que el ‘sentirse organizado’, el saberse ‘participante de una actividad’ y el ‘concebirse socialmente’ es lo que permite que la disciplina y la conducta se manifiesten como expresión de la propia voluntad, como deber hacia los demás y hacia el todo y como derecho de cuantos participan y conforman ese todo”.
Si en la Organización circulan infinidad de líneas, mensajes y directivas, la disciplina se relaja y la interpretación de lo que hay que hacer se vuelve dificilísima. Eso entendía Cooke que sucedía en el peronismo: se generaban cortocircuitos en la mediación y, de ese modo, todos se disfrazaban de mensajeros de Perón, aumentando la confusión y la desconfianza. Ahí el problema, ajeno a cualquier solución teórica, de cómo mantener adentro a personas que, sin embargo, tienen que ser corridas de los ámbitos resolutivos y aggiornarse a una posición más combativa. Lidiar con ello es un tema de virtud política y es comprensible que las diferencias fundamentales entre Cooke y Perón surgieran de dicha cuestión. Porque al querer oficiar de Padre Eterno, usando sus dos manos, Perón también ponía trabas al triunfo de la línea dura sobre la línea blanda. Pero, a pesar de ir viéndose relegado, Cooke nunca dejó de plantear su crítica en términos de una discusión interna. Para él, si el peronismo contaba ya con mito revolucionario y jefe revolucionario, carecía de un partido revolucionario, que era el mecanismo imprescindible para poder aprovechar las ocasiones y golpear en los momentos justos. Construirlo implicaba ganar la batalla por el sentido y demostrar o volver evidente que ser realista no era tranzar con el régimen y someterse a las reglas de juego que este imponía; que el arte de lo posible no suponía adoptar una política de compromisos y de convivencia pacífica.
Cooke siempre se reconoció como peronista, hasta el punto de considerarse ortodoxo y de tratar como díscolos a los oportunistas que pregonaban el “peronismo sin Perón”. Pero, ¿qué significa la ortodoxia para Cooke? Significa, ni más ni menos, mantenerse fiel al Acontecimiento peronista, o sea, extraer todas las consecuencias por él habilitadas, llevar el peronismo hasta el final. Dicho de otra manera: aprender la lección del 55. El peronismo ya no podía maniobrar pendularmente para garantizar la armonía de clases sin que al mismo tiempo el bloque oligárquico-imperialista se lo llevara puesto. Porque esta es la brillante intuición de Cooke: mientras para los dirigentes y cuadros del movimiento el peronismo “concilia los extremos”, para la derecha es un fenómeno directamente clasista al que hay que aplastar. Lo que en un contexto era posible y hasta necesario, en las nuevas circunstancias nacionales, regionales y globales es no haber entendido nada. De nuevo: para Cooke la utopía no es la revolución social, sino hacer de cuenta que acá no pasó nada y que podemos seguir igual que antes:
“Desdeñamos por igual el oportunismo y la utopía. La política insurreccional no es una utopía. El ‘sentido revolucionario’ del peronismo es una realidad tan patente como las bayonetas que le impiden asumir el poder. Utopía es creer que con simple sentido revolucionario se vencerá a las bayonetas. Pero más utópico aún resulta el holocausto del sentido revolucionario en el altar de los déspotas. Peor todavía, es un crimen, porque las ametralladoras nos habrán derrotado sin disparar un solo tiro”.
El problema del poder en Argentina, el problema oligárquico-imperialista, era verdaderamente un problema porque no se lo formulaba correctamente. El peronismo, más que respuestas, se debía las preguntas. Y de allí que para Cooke, lo que hacía fuerte al Régimen, más que el apoyo de las Fuerzas Armadas, era la pasividad, la falta de involucramiento y el miedo de muchos peronistas, que no se hacían cargo de su responsabilidad histórica. Y, para peor, que terminaban creyendo en las buenas intenciones del enemigo, cuando este se mostraba dispuesto a negociar:
Aún con toda su intransigencia, Cooke era un dirigente muy pragmático. Sabía que mejor que trabajar desde la clandestinidad, era la semilegalidad de la que se gozaba en las presidencias de Frondizi o Illia, algo que efectivamente no entendió la burocracia sindical que se puso del lado de los golpistas cuando estos fueron derrocados. Si la tarea urgente era la de organizarse más y mejor, resultaba infinitamente más sencillo hacerlo con ciertas garantías jurídicas que reuniéndose en catacumbas. Pero una cosa era la táctica y otra la estrategia. En términos de estrategia, Cooke luchaba contra quienes planteaban que era conveniente reconstruir el frente policlasista del 45 (sindicatos, burguesía nacional, Iglesia Católica, Ejército). Desde su punto de vista, tras el golpe de 1955 y la Revolución Cubana, un ideal así era una contundente muestra de atraso doctrinario y de incomprensión del momento histórico. Porque, además de que la burguesía nacional, la Iglesia y el Ejército se habían dado vuelta ante la agudización de las contradicciones, es decir, se habían alineado con el campo oligárquico-imperialista, las clases dominantes no aceptarían ninguna legalización del peronismo, por más edulcorado y civilizado que pretendiera ser: “ya no querrán hacer ninguna experiencia con gente que no ofrece garantía, y menos con nosotros, que somos carta conocida”. El peronismo podía tener los dirigentes más conformistas y modositos del mundo, pero era una amenaza por lo que representaba; no por su apariencia, sino por su esencia. La oligarquía odia al peronismo.
El peronismo y la democracia liberal resultaban incompatibles en un país semicolonial y oligárquico. Ese era el misterio que Cooke buscaba revelar. Por eso toda su presión a Perón para que se definiera ideológicamente, para que se declarara abiertamente por el socialismo y, también, para que se mudara a Cuba, pues entendía que allí en Madrid estaba atrapado en Santa Elena y era el prisionero de Puerta de Hierro. Le pedía que “tire al diablo las cartas con que quieren obligarlo a jugar”. Sin embargo, el crecimiento de esta tensión no decantó en una ruptura con Perón. En Cooke, otra vez, se explicita la característica del sujeto fiel: “No propugno una política diferente sino la misma que Ud. ha trazado, pero llevándola a sus últimas consecuencias y extrayéndole todas las posibilidades que encierra”. Aquello implicaba empezar a hacer hincapié no tanto en lo cuantitativo (era una obviedad que el peronismo era una mayoría numérica, aunque fragmentada), sino en lo cualitativo, es decir, en la militancia:
“La fuerza del Peronismo no radica en los millones de votantes que lo votarían en un hipotético comicio, sino en los militantes que tomen parte activa en el combate y, mediante tácticas y organizaciones adecuadas, hagan pesar el inmenso caudal popular”.
Lo que más que nada definía al peronismo era la fidelidad al Acontecimiento del 17 de octubre. Una fidelidad que, si se quería vencer en la lucha, debía sostenerse en el tiempo y sobrepasar cada adversidad que se presentara. El horizonte de la revolución estaba abierto para Cooke porque millones de peronistas habían seguido siéndolo a pesar del terrorismo ideológico que se lanzaba cotidianamente contra ellos, sirviendo de ejemplo para todos los demás. “Nuestra resistencia a desintegrarnos, nuestra dureza para sobrevivir, es lo que ha movido a muchísima gente a replantearse el problema argentino”. Sin embargo, no alcanzaba con el reconocimiento identitario. La fidelidad tiene grados, que dependen de las consecuencias que uno está dispuesto a sacar del Acontecimiento. Por ello, más que peronistas, hacían falta militantes peronistas y, en última instancia, Cuadros peronistas. De ahí que Cooke, habiendo perdido el favor de la Conducción, se mantuviera en el punto de vista del Cuadro:
“En estos meses he trabajado, con paciencia y tenacidad, en algo que no luce mucho como las actividades públicas de la lucha interna, pero que a mi juicio es mucho más importante que la figuración: la formación de cuadros peronistas, con ideas claras, métodos de trabajo serios y reservados y ninguna ambición por ocupar posiciones. Hay muchos en el país con pasta para esa militancia esforzada, y algunos ya he juntado y organizado en todas partes”.
Esta noción de vanguardia que Cooke defendía, que suponía estar un paso delante de las masas pero no diez, para marcar el camino, es crucial. Para el “Bebé”, la revolución es responsabilidad del pueblo, aunque depende de un pueblo cada vez más militante. El militante revolucionario, entonces, no es extraño a las masas, sino parte de ellas. Es una voluntad interna, que combate otras voluntades y tendencias (como el espíritu burocrático). Si el pueblo se muestra conformista, sumiso y obediente, el militante debe hacerse cargo. Y si la gente no se atreve a luchar, el militante tiene que dar el ejemplo. Porque lo realmente catastrófico no es la derrota parcial, sino claudicar en las convicciones y comenzar a hablar en el mismo idioma que habla el enemigo, pensar bajo sus mismos parámetros, buscar respuestas a los problemas que él nos plantea, como si fueran nuestros problemas. El aporte decisivo de Cooke será argumentar que para superar la crisis argentina, el peronismo tiene que superar su propia crisis. Para derrotar al enemigo, debemos derrotarnos a nosotros mismos.
“Un sistema en crisis puede subsistir mucho tiempo; no hay ninguna garantía de que se derrumbe por sí mismo, o por acciones espontáneas que esa crisis desate. Caerá cuando lo volteen; cuando el movimiento de masas oponga a esa crisis-que es total- la superación de su propia crisis-que es superable-, a esa anarquía, su acción orgánica, coherente, ordenada”.
Cooke sabía mejor que nadie que la militancia no significa actuar desde fuera, llegar con la verdad revelada que todos los demás habrán de seguir, sino operar como una voluntad inherente a la situación de la que se habla y que se quiere cambiar. Para un militante, toda crítica es crítica interna. Llevado al problema de una estrategia de poder, Cooke sostenía que no se podía esperar que las cosas devinieran otras por sí solas. “‘Las cosas son reaccionarias’, como comentó alguien; la inercia obra a favor de lo que es y está”. En ese punto, lo que es no es independiente del pensamiento de los hombres y mujeres, que determina las cosas tal como se nos aparecen. De nosotros depende que las cosas sigan o no como están:
“Una política para el Movimiento plantea nuestra acción como causa de los cambios; se traza en función de la convicción de que es la voluntad de los hombres movilizada en la acción la que puede decidir el curso histórico. Precisamente en el supuesto de que hubiese evoluciones como las que espera el oportunismo, serán una secuela de la lucha de las fuerzas revolucionarias”.
¿Qué es, entonces, una correlación de fuerzas? Esta es, quizás, la pregunta cookeana por excelencia, siempre que se la entienda asociada a la pregunta leninista: ¿qué hacer? En Argentina, es evidente, la correlación de fuerzas, el antagonismo entre el peronismo y el bloque oligárquico-imperialista, produce una crisis orgánica, una tensión irreconciliable entre lo nuevo y lo viejo. Una crisis-Cooke lo explica mil veces- no se resuelve de manera mecánica o espontánea. Y esto por el carácter co-constitutivo de los agentes que la estructuran. Lo que significa que no hay una medida objetiva de la correlación de fuerzas. Porque cuando decimos “la correlación de fuerzas no nos permite avanzar más” o “nos obliga a llegar hasta acá”, el enunciado ya está distorsionado por la posición subjetiva de quien enuncia, que al tomar distancia de la situación que pretende analizar fríamente, se incluye en ella sin darse cuenta. ¿Esto habilita las acciones más disparatadas? No, porque la realidad está organizada en contradicciones que no dependen directamente de uno. Porque que un grupo de personas desustancialicen o desnaturalicen un orden de cosas, no supone que el resto de las personas hagan lo mismo y, entonces, lo que se develaba como abierto se transforma en una dura pared. De ahí el componente de riesgo que conlleva toda decisión. Una decisión es un salto al vacío no porque no intente prever sus consecuencias, sino porque no puede saber de ellas más que en resultados que, al mismo tiempo, se le escapan. Cuando, en medio de un cálculo político, se trata de adivinar cómo actuarán las diferentes voluntades, no hay garantía de que vayan a hacerlo como esperábamos y, por ende, todo puede salir mal. En la jerga marxista-guevarista de Cooke, la cuestión se traduce de la siguiente manera: el problema siempre son las condiciones subjetivas de la revolución. No hay una realidad en-sí que todavía no esté preparada para lo que queremos construir. Son los hombres y mujeres los que, a menudo, oponen resistencia o indiferencia. De ahí que el momento para actuar sea ahora y que, sin embargo, nunca sea el momento adecuado. Si era oportuno o no, dependerá del éxito o el fracaso de la empresa. “La posibilidad de la lucha revolucionaria solo puede demostrarse a través de la lucha revolucionaria”.
La correlación de fuerzas se debe respetar, en la medida en que creamos que es una locura hacer tal o cual cosa. Pero tenemos que ser nosotros los que lo pensemos seriamente y no algo que tomemos de “lo que se dice”, de un mito que paraliza y enfría las voluntades. Cuando se actúa, ya no hay vuelta atrás. Solo que, por mal que les pese a muchos, partimos de la base de que las correlaciones de fuerza, incluso las más adversas, se pueden cambiar, y que para cambiarlas hay que hacerse cargo de ellas y determinarse a transformarlas:
“Ya sabemos que el ‘realismo’ burocrático sonríe ante nuestras rebeldías. ¿Qué puede hacerse contra toda la fuerza monopolizada? Pero nosotros sabemos, como revolucionarios, que ninguna correlación abrumadora es permanente, que la dialéctica del devenir histórico social ha destruido poderíos más abrumadores (…) Pero también sabemos que nada ocurre favorable al pueblo si no hay lucha, acción en las condiciones que se pueda. Sabemos que una correlación de fuerzas puede cambiar, pero a condición de que no se la considere definitiva e invencible. Sabemos que solo ganan las batallas los que están en ellas. Y que si éramos peronistas hasta ayer, no vemos motivos para dejar de serlo hoy, sino todo lo contrario: porque las armas y el peligro no son motivos suficientes”.
Claro que para torcer una correlación de fuerzas se necesitan militantes fieles, organizados y virtuosos. Por eso Cooke concebía todos sus informes, desde Apuntes para la Militancia a Peronismo y Revolución, como aportes destinados a la formación de una nueva generación de Cuadros capaces de enderezar el rumbo del Movimiento. Esos Cuadros serían los encargados de dirigir el esfuerzo colectivo, es decir, de seguir organizando, sumando militantes y ayudando a estos a devenir Cuadros Políticos integrales. El trabajo organizativo es, aunque parezca raro, un pensamiento puramente subjetivo, que busca modificar nuestra disposición, nuestra manera de ver las cosas, nuestra relación con la Idea. Cuando se relaja la fijación en el Enemigo al que hay que derrotar y se concentra toda la imaginación y la creatividad en mejorar la Organización, entonces, casi por un milagro dialéctico, nos encontramos con que el Enemigo se debilita, hasta aparecer como un “gigante con pies de barro”. “Hay que terminar la Organización para cumplir la primera de las condiciones del éxito: encontrarnos en el óptimo organizativo cuando la Tiranía descienda al nivel mínimo”.
Para estar a la altura de su noción, un Cuadro tiene que corregir a los militantes que se equivocan, que plantean mal las cuestiones o que llevan adelante acciones perjudiciales para el conjunto. No lo hace con un tono paternalista, sino persuadiéndolos con el ejemplo, porque entiende que todos los militantes son valiosos y perfectibles. Si el egoísmo reina en la Organización, si cada uno tira para su lado, quien se beneficia es el Enemigo, porque pronto las contradicciones secundarias absorben a las contradicciones principales. Tarea del Cuadro es demostrar que la contradicción externa es, en realidad, contradicción interna y que para vencer al Enemigo debemos asumir la responsabilidad de nuestras propias contradicciones, de nuestros propios errores. Escribe Cooke:
“incluso militantes que con su acción han contribuido a la causa del pueblo suelen repetir consignas que son parte del régimen que ellos se proponen destruir. Esos errores conceptuales no desmerecen el mérito de sus conductas peronistas, rectificarlos no es un ejercicio de vanidad para solaz de censores infalibles, sino un deber revolucionario, tarea de comprensión y compañerismo. La negligencia teórica trae desastres prácticos. No desarrollar la conciencia revolucionaria de las masas es abdicar de una cualidad en lo revolucionario. Porque esa falta de desarrollo no es que deje un vacío, sino que prolonga la hegemonía de formas de pensamiento que son burguesas, antirrevolucionarias. No hay ‘tierra de nadie’; lo que no es ocupado por la teoría revolucionaria permanece ocupado por los mitos del régimen imperante”.
De vuelta, aquí no hay ninguna garantía de que todo salga de la mejor manera. Puede ocurrir que el militante al que intentamos convencer se enoje y se vaya. Puede suceder también, en una dimensión más grande, que al adoptar una estrategia insurreccional, el movimiento obrero peronista sea aplastado por la reacción. El mismo nivel de incertidumbre atraviesa la pasividad y la actividad, solo que la actividad se propone construir certezas en el horizonte de lo inesperado. Es la acción anónima de miles de militantes, que son el despliegue espaciotemporal de la Organización, lo que pone a prueba su fidelidad y, en simultáneo, sostiene en esa misma fidelidad la consistencia de la Causa que nos convoca. La Causa no se apoya en leyes de la historia infalibles, sino en la convicción de los militantes que creen en ella. El peronismo puede morir, no es imbatible, pero se mantendrá vivo mientras haya alguien que le sea fiel. Si el peronismo desaparece, las contradicciones (en su distinta intensidad) seguirán ahí para ser resueltas, superadas o interiorizadas. Por eso Cooke clama por que el peronismo se ponga al hombro su responsabilidad histórica y no se duerma en los laureles de su propia vanidad:
“El peronismo no responde a ningún decreto de la Providencia que le asegure el triunfo y lo proteja de las fuerzas de desintegración. Tal como hemos afirmado con respecto a cualquier empresa humana, el peronismo no tiene otros valores que los que va creando con su acción y debe ir superando para estar a la altura de la misión histórica que recae sobre él. Si no lo hiciese, no por eso se detendrá el proceso popular, otras organizaciones nos suplantarán, pero se retrasará tal vez por muchos años”.
Llegados a este punto y para ir concluyendo, es imperioso agregar que, para Cooke, la conversión militante se daba en circunstancias extraordinarias, cuando lo (para uno) esencial se ponía en juego y había que tomar la decisión de ser leal a nuestra fe o negarla, aunque sea contra nosotros mismos. Es decir, el militante es parido en la excepción y entonces descubre en él potencialidades que no sabía que tenía. El caso paradigmático es el del Che Guevara, de quien Cooke escribió que “parecía un hombre común y lo era, hasta que se encontró con una coyuntura histórica y dio muestra de todo cuanto era capaz”. Sentía la obligación de vencer, por muy difíciles que fueran las adversidades que se le oponían. De ahí que toda acción militante sea sobre uno mismo pero también una buena nueva que les es dirigida a los demás, de que una vida diferente, más plena, más justa, más feliz, es posible también para ellos. Eso explicaba para Cooke el heroísmo de Guevara. Es cuando se adquiere la autoconciencia de lo que se es capaz, de lo que puede, con paciencia, la organización militante, que entonces hasta el imperialismo se vuelve un tigre de papel, algo en lo que Cooke coincidía con Mao Tse-Tung y que, para nosotros, debe ser una enseñanza primordial y eterna:
“El imperialismo no es invencible, como pretenden los pusilánimes y los que carecen de sentido heroico de la vida. La historia no conoce fatalismos, porque es el producto de la voluntad humana. Y un pueblo dispuesto a luchar por su liberación tiene inagotables reservas de energía. Al agruparse en un Frente de Liberación Nacional ubica a sus enemigos y a sus amigos, y determina los objetivos mediatos e inmediatos. Las fuerzas de represión se anarquizan en la medida en que el Frente de Liberación se coordina y cobra empuje hasta volverse invencible”.