“Una buena clase me da placer. Hace tiempo que no tengo ese placer. Ahora las pienso más y no salen mejor. Y escribir también es un problema. Antes tenía menos pretensiones. Ahora, que supongo que me queda menos tiempo, siempre escribo lo mismo. Y después está el peso del compromiso político, que yo lo tengo”. Horacio González, en Gonzalianas
Hay algo de fatalidad en la obra. Los grandes autores dan a menudo testimonio de ello, pero bien puede verificarlo cualquiera que, en algún momento, haya sentido la necesidad de escribir. Una idea que revolotea, un tema que despierta interés, un rumor que perturba la conciencia, un acontecimiento que trastoca nuestro mundo, una palabra que lleva a otras, nos arroja, de repente, a la faena de la escritura, donde se pule un estilo, una manera, una vida entregada a los antojos del destino en la búsqueda de su autenticidad. Están quienes escriben ocasionalmente y quienes, presos de una responsabilidad que los carcome, adoptan el oficio como propio y son capaces de rutinizar los mágicos instantes de iluminación y creatividad, de inspiración por las musas, en los arates, muchas veces aburridos, de los trabajos y los días. Capturados por una obsesión misteriosa, escriben para reparar una vieja deuda, como si no les quedara más remedio, a pesar de las frustraciones e insatisfacciones que su labor les depara. ¿No decía Borges que publicaba sus cuentos para no pasarse la vida entera corrigiéndolos? Hermann Broch, de un modo todavía más poético, resumió la naturaleza de esa decisión alegando que “la escritura es siempre una impaciencia del conocimiento”.
La ambigua noción de obra pone al escritor delante de las exigencias de un trabajo que, desde tiempos inmemoriales, se basa en el modelo del artesano o el alfarero. No casualmente la poesía, el género literario más antiguo, deriva del griego poiesis, que significa hacer o producir, por lo que no resulta extraño interpretar al escritor como una especie de demiurgo y a la escritura como una radical voluntad de forma. O, para expresarlo en otros términos, podemos considerar al escritor como artista y a la obra como obra de arte. Pero al organizar, entramar o resignificar una materia caótica, la ficción recurre a lo que está a la mano, sean libros, escombros del pasado, un desencuentro amoroso, la persecución política, este objeto irrisorio que tenemos ante los ojos o el insulto que el vecino nos propició por la mañana, para desde ese bricolage articular o empalmar una totalidad novedosa y cargada de múltiples e inesperados sentidos. Otras ocasiones, más que artesano, el escritor se asemeja a un campesino que sabe, desde la serenidad, que lo bueno necesita tiempo, que debe ser cultivado, que la plenitud del fruto requiere de su justa maduración. Entonces el escritor, sin apuros ni apremios, puede perderse durante meses en el perfeccionamiento de una escena, de un diálogo, que quizá no ocupa más de cinco páginas, pero en los que siente el imperativo de colocar las palabras adecuadas, porque de alguna manera, las palabras las reclama, las desecha o las admite el texto.
Cuando la obra (o la acción de escribir) se transfigura en texto (se objetiva), sin embargo, ya no depende de la intención del autor, aún donde el autor pretenda impregnarla con sus opiniones subjetivas. El irónico deseo de Flaubert de escribir libros que lo borraran de la faz de la tierra, en tanto no dejaran huella o registro de que allí había estado él; esa idea magnífica de que “el autor en su obra debe ser como Dios en el universo: presente siempre, visible en ningún lugar”, que llevó a Borges a sostener que “si no supiéramos previamente que una misma pluma escribió Salambó y Madame Bovary no lo adivinaríamos”, es un poco el destino de todo autor, que diseña un mundo que, abierto a la interpretación de los lectores, se le vuelve en contra. Por supuesto que no todos los libros requieren el mismo esfuerzo mental, el mismo desgaste, el mismo trabajo artístico o creativo. En Flaubert es característico que su imaginación estética, su método, su disciplina, se vean acompañados por duras tribulaciones, típicas de un anacoreta, del carácter de su San Antonio:
“Llevo una vida amarga, vacía de toda alegría exterior, en la que para sostenerme solo tengo una especie de rabia permanente, que a veces llora de impotencia, y que es perpetua. Amo mi trabajo con un amor frenético y perverso, como ama un asceta el cilicio que le corroe el estómago (…) A veces tengo grandes hastíos, grandes vacíos, dudas que me golpean el rostro en medio de mis satisfacciones más ingenuas. ¡Y bueno! No cambiaría eso por nada, porque me parece, en mi conciencia, que cumplo con mi deber, que obedezco a una fatalidad superior, que hago el Bien, que estoy en lo Justo (…) Sobre mi pasión por el trabajo, la comparo con el herpes. Me rasco y grito. Es a la vez un placer y un suplicio. ¡Y no hago nada de lo que querría hacer! Ya que no elegimos nuestros temas. Ellos se nos imponen”.
Es ineludible que para concluir una obra maestra, además de pasarse largos años escribiendo borradores, tachando, reescribiendo, atravesando parálisis frenéticas, se necesita leer e investigar mucho, en especial para la novela, que requiere de enormes precisiones al nivel del detalle. Y esto se revalida sobre la marcha, porque por más plan o esquema previo que se haga un escritor para lanzarse a la mar, con brújula y certezas, debe enfrentarse luego a las contingencias del clima, que en literatura implican que la obra cobra vida propia y es ella la que impone al autor las condiciones de su trabajo. De ahí que Thomas Mann advirtiera que la ambición no es lo que da inicio a una obra, sino lo que se desarrolla, lo que crece con ella y que explica por qué el propio Mann, que comenzó a escribir Los Buddenbrook, La montaña mágica o José y sus hermanos con la pretensión modesta de que fueran novelas cortas, terminó cediendo a la densidad egregia que la obra le planteaba.
Todo gran escritor, en esa lucha titánica, necesita en no pocos momentos dejarse vencer por el texto, permitirle seguir el curso que las premisas establecidas originalmente habilitan. Lo sabía Elias Canetti, que tardó décadas en completar su monumental Masa y Poder, el libro con el que dijo agarrar el siglo por el pescuezo. Ese trabajo arduo y agotador lo obligó a su vez a tomar la escritura de aforismos como válvula de escape para no pagar el precio íntegro de la insoportable tensión energética. “Cuando oigo la expresión ‘obra de una vida’ pienso en una ascesis inhumana”, anotó en sus diarios, con un tono casi kafkiano. Vemos justamente en Kafka, con su escritura fragmentaria y dispersa, con su insatisfacción permanente por los resultados (hasta el punto de desear y exigir que se quemaran sus textos, los mejores del siglo XX), un intento por escapar del imperialismo de la “gran obra” y, no obstante, el mismo estrés que la obra exige a sus severos militantes parece mortificar a quienes buscan sustraerse de sus magnos dominios. Es distintivo de Kafka que la pasión por la escritura, por las metamorfosis (los animales pequeños pasan desapercibidos), que le permite evadirse de las insufribles responsabilidades de la vida cotidiana, requiera de exagerados y tortuosos grados de sacrificio, que tempranamente el oriundo de Praga comenta a su prometida Felice en una serie de cartas de 1912:
“Cuando quedó claro en mi organismo que escribir era la actividad más fecunda de todo mi ser, todo confluyó hacia ella, dejando desiertas mis otras facultades, atraídas por los placeres del sexo, de la comida, de la bebida, de la reflexión filosófica y, sobre todo, de la música. Me fui atrofiando en todas estas direcciones. Lo cual era necesario, pues mis fuerzas eran en conjunto tan exiguas que sólo unidas podían, medianamente, ponerse al servicio de mi quehacer literario (…) Mi modo de vida está organizado únicamente en función de la escritura… El tiempo es breve, las fuerzas exiguas, la oficina un espanto, el hogar ruidoso, y si uno no está hecho para llevar una vida hermosa y sencilla, ha de intentar salir a flote con toda suerte de artificios”.
Esta idea de la escritura como ascesis, como ejercicio espiritual, como un método de purificación que implica cierta renuncia a los goces y los honores del mundo, es representativa de los escritores más ilustres, que suelen ser también los más desgraciados. Su destino imaginario es el de los mártires. Cuando en una entrevista Borges niega haber sido feliz y siente remordimientos por no haberla simulado, porque la felicidad es algo que se le debe a los otros más que a uno mismo, no está ostentando jactancia intelectual, sino diciendo algo muy profundo, algo metafísico que define la condición del escritor como tal. Se entiende entonces el sendero tomado por Nietzsche: “¿me esfuerzo por lograr mi felicidad? No, me esfuerzo por realizar mi obra”. Obra y felicidad se excluyen entre sí. Kant, que había establecido que la opción moral no consiste en ser feliz, sino en ser digno de felicidad, nos aclararía ese sentido del deber que mueve al escritor, si no fuera porque éste no encuentra jamás, o sólo durante breves instantes, el placer que le genera haber cumplido con sus obligaciones como escritor. Con Kant podemos más bien visualizar que la del escritor es una tarea infinita, una pesada carga con la que hay que lidiar para dejar una obra que lo trascienda, que glorifique su nombre (cuando no aspira a que se lo olvide para siempre), que quede para la posteridad, pues es casi seguro que sus contemporáneos no lo comprenderán. Pero el camino, como indica Mann, es un camino de suplicio, que sólo se atraviesa por una enigmática pulsión que fuerza al escritor a seguir el paso, a pesar de los dolores y sufrimientos:
“pocas veces el desarrollo de una vida -por juguetón, escéptico, artístico y humorístico que parezca- habrá surgido tanto, desde el comienzo hasta su próximo final, de esa temerosa necesidad de reparación, purificación y justificación, como mi personal y tan poco modélico intento de ejercer el arte” .
El abismo que el escritor tiene frente a sí es el del incierto juicio de la historia, como forma secularizada del Juicio Final. Resulta curioso que Mann, educado en un ambiente luterano, se inclinara por la obra como vía de salvación y como penitencia. Mas no se trata, en los casos que nos interesan, de preocupaciones individuales, porque incluso los escritores más originales y disruptivos padecen o agradecen una inmensa deuda con la tradición y comprueban una poderosa nostalgia de la lengua materna. En rigor, no es otro el oficio del escritor que el delicado cuidado de la lengua, que la custodia de la herencia literaria de milenios, pese a que también se destaquen los que improvisan, tantean, experimentan con el lenguaje, hasta el punto de subvertir el idioma, de enloquecer la gramática, de llevarla hasta el límite de sus posibilidades. Un escritor, antes que nada, es alguien que trabaja con palabras y que tiene la plena conciencia de que las palabras importan, de que tienen un peso ontológico, de que son capaces de sanar y de dañar, de curar y de matar, de declarar la paz u ocasionar la guerra. Un verdadero escritor es quien asume íntegramente esa responsabilidad. Por eso es conmovedor cuando Canetti se encuentra, de manera azarosa, con una nota de un autor anónimo, escrita una semana antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, que lo deja pensando. La nota dice así: “Ya no hay nada que hacer. Pero si de verdad fuera escritor, debería poder impedir la guerra”. Esta hiperbólica y trágica autoexigencia es el abc de la conciencia desdichada del escritor, escindida entre el fracaso absoluto y la responsabilidad absoluta. Impotente, aún deseoso de vivir en un mundo feliz, no puede dejar de ser vasallo, esclavo, siervo, sabueso de su tiempo, como observa Canetti. A un mandato ineludible permanece entregado todo escritor que se precie de tal:
“No arrojarás a la nada a nadie que se complazca en ella. Sólo buscarás la nada para encontrar el camino que te permita eludirla, y mostrarás ese camino a todo el mundo. Perseverar en la tristeza, no menos que en la desesperación, para aprender cómo sacar de ahí a otras personas, pero no por desprecio a la felicidad, bien sumo que todas las criaturas merecen, aunque se desfiguren y destrocen unas a otras”.
Decía Sartre que cada uno tiene necesidad de contar su vida. Todas las grandes obras de la literatura poseen un fuerte componente autobiográfico. Es notorio en Mann, pero también en Dostoievski, donde los conspiradores, los criminales, los santos, personifican escenas inolvidables de su vida, que el escritor, atravesado por un desgarro existencial, tiene que transformar en arte. No es sino por la obra que el escritor busca ser absuelto. Pero en el escritor las palabras vocación y profesión expresan toda su ambigüedad. Ya lo comentamos: la escritura, además de un vía crucis y de un camino de redención, además de no ser elegida (la decisión es siempre la decisión del otro en mí), de ser una maldición, de que es el derrotero, vuelto procedimiento, de un ser necesitado, también representa un trabajo más y la obra una mercancía que se vende en el mercado.
Roberto Arlt escribía sus Aguafuertes para sobrevivir, en medio de la queja por restarle disponibilidad para los propósitos mayores. Dostoievski, acuciado y urgido por los plazos de las deudas que había contraído, adoptó un ritmo frenético de escritura, que lo llevó al extremo de redactar cincuenta o sesenta páginas en un solo día, comparable quizá con Dickens, en la época de la publicación en folletines. Mann, que se tomaba mucho más tiempo para aderezar sus obras, concebía como milagrosa la perfección de las novelas del inmortal ruso, quien sintetiza mejor que nadie la máxima de Moltke de que el genio es trabajo, y su inversa. Se pone en cuestión, no obstante, la forma de vida del escritor en los márgenes de la economía capitalista, entredicho que introduce temas tan discutidos como el del compromiso o el de la dedicación plena al arte. Ambas posibilidades se mantienen, pese a todo, bajo el llamado religioso, tal vez ético, de un daimón que acompaña a cada escritor en la aventura de la vida y que destila la aspiración imperecedera de superar la muerte. Sartre retrató con una belleza prístina los dramas y las motivaciones del escritor infante, que debe empezar a lidiar con las dificultades que su oficio le opone:
“Mi gloria de escritor comenzaría el día de mi muerte. Tenía graves debates de conciencia: ¿debía conocerlo todo para poder escribir acerca de todo? ¿O vivir como un monje para consagrar todo mi tiempo a pulir mis frases? De todos modos, lo que estaba en cuestión era todo. La vida literaria fue calcada, en mi imaginación, sobre la vida religiosa. No soñaba más que con lograr mi salvación..”
Detengámonos ahora en la figura de Horacio González, motivo que reza el título del presente texto y que si no ha aparecido hasta aquí, es porque imitamos torpemente, con mucha menos erudición y calidad literaria, su peculiar manera de escribir. La escritura de González tenía un estrecho vínculo con su oralidad (una oralidad refinada y literaria a su vez- mejor sería afirmar que hablaba como escribía, ¿no?-, no de la gauchesca, el lunfardo o los bajos fondos), pues escribía- también así discurrían sus clases, cuyo tono profesoral, de estilo dramatúrgico, hacía honor a la etimología y no discurría bajo la seguridad estructurada de la exposición académica- como quien conversa. En su caso, no escribía novelas (aunque recientemente incursionó en el género) sino ensayos, amasados desde una escritura nerviosa, que recuerda los balbuceos del viejo Borges, que cada tanto repetía en el habla, así como los silencios meditativos de Heidegger, sin tocar ambos extremos. En la conversación, que Montaigne llamó el “más fructífero y natural ejercicio de nuestro espíritu”, se tiran hilos que nunca sabemos adónde nos llevarán. Un tema sigue a otro (decimos una palabra, una frase, citamos un texto, lo comentamos y esto trae a la memoria otros textos, pasadizos secretos, nombres malditos o venerables, anécdotas que estaban esperando su momento de volver al ruedo), de forma muchas veces azarosa, sin perder una conexión remota con aquel problema que desencadenó el diálogo. Los pasajes o saltos abruptos, que no tienen la paciencia de justificarse o dar explicaciones ante la estupefacción del lector, o cuando lo hacen es intercalando asuntos nuevos, que no confiesan su significado- más bien lo cifran-, configuran la singularidad de esta práctica ensayística de González, que nunca se queda tranquila, que nunca se deja encasillar.
¿Cómo situar esta escritura inquieta, acelerada, prolífica, enigmática, que no equivocadamente muchos han calificado de barroca? Hace algunos años, cuando se le preguntó sobre sus peripecias nocturnas frente a la computadora, las definió como una esclavitud. La computadora, como se puede constatar, modifica la relación del acto de escribir con el cuerpo. Siglos atrás, en la época del manuscrito, escribir requería de un esfuerzo y una dedicación inmensas, en tanto colocaba al escritor dentro de un horizonte temporal en el que prevalecía la lentitud campesina, en la que había que escribir lo mismo numerosas veces. La máquina de escribir no terminó con esa necesidad, aunque disminuyó la importancia de la mano. Solo la computadora, que permite modificar el texto al instante, sin tener que emplear borradores, trastoca la velocidad de la escritura y pone al autor en una relación menos trabajada con su obra. Algunos escritores como Saer no abandonaron la experiencia de la mano a la hora de escribir, igual que Borges, que habituado a tachar, se podía detener una hora en cada palabra. González se permite teclear, pero en su escritura existe una especie de rebeldía contra la situación que la inscribe y que se produce a partir de la falla, de la torpeza, del error, como él mismo confiesa en una entrevista:
“Estoy en el teclado, pero lo uso tan mal que después tengo que corregir varias veces.Y ahí es donde se te puede ocurrir otra cosa. Y de ahí el barroquismo, porque se te ocurren más cosas que dejás, entonces las derivas son muy grandes y le exigís mucho al lector, al punto que te entienda tu ininteligibilidad. Entonces, ya es demasiado”.
¿En qué momento escribió tantos libros, en medio de sus responsabilidades institucionales como director de la Biblioteca Nacional, de sus clases en la facultad, de sus compromisos con quienes lo invitaban a dar una charla, de su cultivo de las amistades, de sus citas políticas? ¿En qué momento leyó y releyó, con un cuidado y una originalidad pocas veces vista, todos los textos que necesitaba para poder escribir todo eso que escribió, para opinar en profundidad, con conocimiento de causa, sobre autores tan disímiles y difíciles como Borges, Macedonio Fernández, Cortázar, Hernández Arregui, Martínez Estrada, Marechal, Viñas, Massota, Rozitchner, Walsh, Piglia, Ramos Mejía, Vicente Fidel López, José Hernández, Sarmiento, Alberdi, Mansilla, Groussac, Lugones, Arlt, Perón, Cooke, Astrada, Laclau pero también Heidegger, Husserl, Benjamin, Adorno, Gramsci, Althusser, Derrida, Foucault, Levi-Strauss, Arendt, Lacan, Sartre, Merleau-Ponty, Blumenberg, Marx, Nietzsche, Hegel, Lezama Lima, Euclides da Cunha, Marilena Chaui o quizás Homero, Platón, Ovidio, Virgilio, Quintiliano, Cervantes, Goethe, Mallarmé, Conrad, Proust, Kafka o Valery? Tan brillantes son sus comentarios a El Príncipe de Maquiavelo (en la edición de Colihue) como sus reflexiones sobre la picaresca, la retórica, la simulación, la locura, las ciencias sociales, el periodismo, la traducción, la dialéctica, la metamorfosis, el mito, el pensamiento nacional, el honor, la conducción política o ese momento espectral en el que un alma, llamada por no sabe qué, decide tomar las armas. Para cualquier mortal, bucear en Las palabras y las cosas, De la gramatología, El pensamiento salvaje, la Fenomenología del Espíritu o El Capital, resultaría una empresa harto complicada. Horacio González tenía la capacidad de deslizarse como pez en el agua en esos archivos de la alta cultura, pasar de uno a otros, ir de pronto al cine, a la música, a la coyuntura, al habla ordinario de la calle (¿no tiene un libro sobre viajar en taxi?), identificar referencias, afinidades, puntos en conflicto, siempre con un lenguaje sofisticado y culto.
No alcanza, evidentemente, con disfrutar de una memoria prodigiosa- que era uno de sus dones- para escribir una obra como la de González, todavía no suficientemente valorada y dimensionada. Pulir joyas como Restos Pampeanos, Perón o Traducciones Malditas nos llevarían décadas, incluso vidas. Él publicó todo eso y más. Ni siquiera estamos en condiciones de realizar una edición crítica de las obras completas de González, básicamente porque nadie sabe con certeza cuánto escribió. Siempre aparece algún texto nuevo y luminoso, desde una clase desgrabada hasta un pequeño artículo en un boletín barrial militante, cuando aún no hemos terminado de leer todos sus artículos en revistas, desde Envido y Unidos hasta El Ojo Mocho y La Biblioteca. ¿Qué trabajo sobrehumano se ocultaba detrás de su rostro, de su mirada y de su voz apacibles?
Habría que conjeturar que, para conseguir desplegar su pensamiento, González tuvo que ganarle horas a la inclemencia del tiempo, dormir menos, aprovechar los ratos libres, privarse de otros placeres, mostrarse distraído de vez en cuando, como Tales, que por mirar el cielo cayó en un pozo, ante la risa eterna de la muchacha tracia. Un escritor de la talla de González debe estar completamente disponible para la obra, debe entregarle su libra de carne. Esto lo experimenta cualquiera que, en el tren o el colectivo, en la oficina, en la cena familiar, se le cae una idea, se le presenta una frase resonante, que empieza a desarrollarse sola y que lo obliga a la indiferencia frente al mundo circundante, a agarrar lo que tiene a mano, un cuaderno, una agenda, un celular y anotar aquello que se le ha ocurrido, en medio de la desesperación por no olvidarlo, aún si cuando escribe olvida muchas cosas más. Parte de la insatisfacción o el disgusto de los grandes escritores con sus obras más icónicas se debe al hecho de haber excluido infinitas posibilidades del texto final, que al ofrecerse a la imprenta ya no puede ser tocado más que por sus potenciales y desconocidos lectores.
En La noche de los proletarios, Jacques Ranciere narra cómo algunos obreros curiosos decidieron luchar contra la noche para poder hacer inéditas experiencias de lecturas o discusión, que el orden social, policial, les negaba como capacidad subjetiva. En las obras monumentales sucede igual, aún si son escritas por personas versadas, con tradición literaria o que estudiaron en la universidad con destacados profesores. Lo que reclaman es imposible. Para servirles, se vuelve imperioso cambiar la vida. Porque toda la vida empieza a girar alrededor de la obra. Hasta las distracciones y ocupaciones diarias, hasta las escenas más banales de la cotidianeidad, se vuelven una excusa, un resto, un insumo del cual la obra se alimenta en secreto. Me aventuraría a decir que la obra se apodera incluso de la forma y los contenidos oníricos, maquina y trabaja nuestros más inocentes sueños. Ella nunca descansa. ¿Quizá por eso Paul Valery aprovechaba los instantes posteriores al despertar para anotar sus reflexiones matutinas, que pretendía de la mayor pureza?
Esa escritura traviesa que practica González, que no sabe dónde detenerse, porque cada detención le parece arbitraria, responde inevitablemente a sus características como lector. Distingamos aquí los dos tipos de lectores identificados por Piglia, bajo los paradigmas de Kafka y Borges. Kafka representa al lector obsesivo que se pasa semanas con un mismo libro, que lo estudia a fondo, que le exprime todo el jugo, que se toma su tiempo, que es lento para leer, que ve en cada palabra un signo a ser interpretado, en sintonía con la tradición talmúdica. Borges, en cambio, es un lector de series, es decir, alguien que puede apasionarse por un libro y luego aburrirse, para pasar a otro. En todos lee microscópica y meticulosamente, retiene una frase que llama su atención, acumula las citas que le interesan, que utilizará en sus escritos, muchas veces sin citar o referir al autor, que vuelve a releer las veces que sea necesario, en distintos momentos de su vida, pues para Borges un texto es por cómo se lo lee (la idea clave de Pierre Menard, autor del Quijote). Esta manera de leer se encuentra atravesada por la inquietud que le despierta todo lo que le falta leer, todos los libros que quizá nunca leerá. De esa ansiedad, de ese vértigo a partir del cual, como comprende Piglia, la biblioteca es el paraíso y, a la vez, el infierno, se forja una escritura. Pero lo que en Borges son cuentos o ensayos breves, a menudo muy eruditos y brillantes, en González son textos largos, en los que se huele la misma curiosidad y la misma desesperación por lo que falta. González no estudia primero para escribir después, sino que escribe mientras lee, a partir de las sensaciones y las incógnitas que las numerosas lecturas le provocan. Si cuesta concluir la escritura es porque cuesta concluir la lectura.
El estilo barroco de González- repleto de ornamentos, de preciosismos, de palabras refinadas, chapadas a la antigua o que no circulan como moneda corriente en el mercado del lenguaje ordinario o la opinión pública-, tantas veces criticado e incomprendido, revela la posición trágica del escritor en el cosmos y de ninguna manera es una astucia, un artificio, una sutileza, un gasto improductivo de este con el mero fin de lucirse y ostentar riqueza ante sus ignotos y vulgares lectores. Lo barroco en González es un ethos, que supone cierto desencanto frente al mundo y, a la vez, la convicción dramática de que sus contradicciones son insuperables, pero que aun así hay que hacer el esfuerzo, en parte absurdo, en parte heroico, de luchar con ellas (el escritor como polemista, como alguien que combate gigantes o molinos de viento). Semejante tarea parte de la premisa de que el canon clásico, de que la tradición, de que la cultura del libro es indispensable e insuficiente y que por eso se vuelve fundamental releer a los clásicos desde las dificultades y los problemas actuales. Para que los textos clásicos recuperen su vigencia, es necesario despertar su dramaticidad originaria, su estado de peligro, su probable condena al olvido, lo que no puede hacerse sin incurrir en paradojas exquisitas, en reflejos y remisiones múltiples, que no tienen más respaldo que el del vacío, el de la arriesgada decisión del escritor, entregado a la pura voluntad de forma que, sin embargo, no queda jamás encerrada en su propia locura, al ser decorada y parasitada por juegos de palabras que tienden a sacarla de sí, por abrirla a otros diálogos y conversaciones.
Desde tiempos de Montaigne, el ensayo ha servido de plataforma para desarrollar una escritura que pone al escritor como sujeto y argumento del propio texto, en tanto firma la conciencia de su ignorancia cada vez que manifiesta dudas, que indaga los temas sin agotarlos, que pasea por lugares inciertos, que se desplaza de una frase a otra sin que estén atadas por ningún plan, pues ellas surgen de la diversión, la curiosidad, el nerviosismo o la melancolía del escritor en ciernes y lo que se presenta como problema es el ensayo o la escritura como tales, siguiendo la máxima socrática del “conócete a ti mismo”, que implica una modificación de sí mismo. En un ensayo, dijo alguna vez Virginia Woolf, lo que importa no es narrar una historia o liberarse a la cadencia poética y musical de la rima, sino saber cómo escribir, exhibir un estilo, aunque advertía contra la tentación de decorar en exceso. El ensayo “debe desplegar su cortina alrededor de nosotros, pero debe ser una cortina que nos envuelva y no nos deje afuera”. En un texto de 1990, publicado en la revista Babel, González agregaba:
“Quizá pueda afirmarse ahora que no hay placer en escribir lo que parecen confesiones. Si ellas se convierten en prosa de ensayo es porque en algún lugar es necesario declarar la soberanía del pudor. El ensayo social es un género de pasaje. Del “escribo para mí” al pudor trascendental. En algún lugar está el límite entre el placer yoísta y un texto que busca ávidamente lectores que lo adoptarán o lo abandonarán. Solo entonces comprenderemos la suprema ironía. Quien escribió para sí será realmente entendido en el anonimato de esos días sin autor ni tiempo. Y si se siente moralista, tendrá derecho a realizar el justo reclamo de que suspendan esa palabra dos hermosos pares de comillas”.
No sé si hay método-González, pero sí una manera de rodear los temas, de acecharlos, para no rematarlos, para dejarlos huir, ellos escurridizos y nosotros clementes o asombrados, y ver qué nos pueden aportar en la siguiente ocasión, en la siguiente conversación. Porque conversar quiere decir dar vueltas alrededor de un asunto. Las conversaciones jamás concluyen, jamás postulan una palabra definitiva, siempre hay en ellas una puerta abierta para que, por razones acordadas o encuentros fortuitos, casuales o azarosos, tenga lugar la próxima. En los diálogos socráticos del joven Platón, la discusión, avance por una vía o por la otra, termina en sensacionales aporías, es decir, no termina. Como el personaje socrático que fue, Horacio González, al investigar, pensar y escribir, respeta el mismo espíritu. En las meditaciones gonzaleanas, cuando se comenta un texto, cuando se interroga un problema desde los textos, se adoptan posturas inciertas, que bien podrían darse la vuelta y buscar un ángulo distinto, ante la falta de resolución que la cosa presenta al intérprete, conmovido, como Mansilla, por los misterios y las profundidades del corazón humano, por las posibilidades infinitas y la inagotable riqueza de la lengua que hablamos, o que nos habla. La conciencia intranquila, preocupada por el destino, que oye resonar múltiples ecos del pasado, que ve centellear, titubear, un presente que falta, que se carcome por los elevados imperativos de la responsabilidad, por la obligación de tener que rendir cuentas, ante los fantasmas del pasado o el juicio de las generaciones venideras, ante los muertos o las vidas que podrían ser (dice González: “es muy difícil juzgar también. Porque todos esperamos ser juzgados, y no necesariamente por razones religiosas, aunque algo de eso hay”), se arroja a escribir en un gesto de angustia y desesperación, pero no puede saldar debates que hacen a una tradición, a una herencia, a un vestigio, a los hilos invisibles de la historia. Ella los invoca, ejercita su memoria desgarrada y cita, comenta, lee entre líneas o traduce, intempestivamente, esos documentos perdidos, olvidados, exageradamente manoseados, que tienen mucho para decirnos y para decirse, en conexiones que todavía no han sido suficientemente pensadas o exploradas.
Entonces se toma por ejemplo el asunto nada menor de la traducción, que González aborda en muchas partes de su obra, pero sobre todo en un libro y cada tanto ofrece una definición, que no puede ser sino metafórica. Mas resulta que la definición no basta y que recurriendo a este texto o aquel, la definición convendría que fuera diferente, porque con la primera algo se pierde. Y siempre algo se pierde, siempre hay un elemento intraducible. ¿No es esa la gracia de toda traducción, como intuyó Canetti? Cuando González parece jugar con la traducción, en realidad deja que la cosa despliegue y repliegue, manifieste y sustraiga su verdad, que tiene la forma de un resto espectral, que nunca puede verse a los ojos directamente, pero que no deja de llamarnos e interpelarnos. Toda traducción es, en algún punto, una traición, de la misma manera que la ficción postula una realidad, crea una realidad paralela, virtual, que desata efectos considerables en esa red simbólica que acostumbramos denominar realidad.
Lo cual nos lleva, de nuevo, al problema de la relación entre arte y política, entre Flaubert, el predicador del arte por el arte, y Sartre, el intelectual comprometido, el anti-Flaubert que, sin embargo, consumió años de su vida en la escritura de un enorme libro sobre él. En la escena argentina, podríamos tomar a Borges como un integrante del primer bando, quien decía que “el concepto de arte comprometido es una ingenuidad, porque nadie sabe del todo lo que ejecuta”. Si la obra no se autonomizara de las intenciones del autor, entonces no podría haber lecturas de izquierda de Heidegger, de Schmitt o del propio Borges. Del otro lado tenemos a alguien muy influenciado por Borges, pero que con el paso del tiempo llegó a afirmar que si el arte no está relacionado con la política, le falta algo para ser arte. Nos referimos, por supuesto, a Rodolfo Walsh. No hay que deducir del planteo walshiano que la literatura debe reducirse a temas políticos o ser vigilada de cerca por comisarios políticos. Eso solo la empobrecería y arruinaría. La pluma de Walsh deja que la “realidad” irrumpa en la “ficción” y que la “ficción” intervenga en la “realidad”.
La figura del intelectual comprometido que Sartre asume y con la que generalmente se ha interpretado a González, nace en la lucha del intelectual contra sí mismo, contra sus propios prejuicios, contra sus propios privilegios. Comprometido significa que el intelectual se compromete con la dinámica del movimiento popular, pero a la vez que queda comprometido. A diferencia del intelectual burgués, el intelectual comprometido asume que es una contradicción viviente. Pero Sartre agrega- esto antes de Mayo del 68- que es necesario que exista una diversidad de intelectuales: intelectuales ligados a una orgánica (máximo de disciplina, mínimo de crítica) e intelectuales que se involucran desde afuera de las organizaciones vigentes (máximo de crítica, mínimo de disciplina). Y peor aún: aunque el intelectual se acomode a la vida de partido, él sigue siendo inasimilable, es decir, no recibe el mandato de nadie, siempre permanecerá sospechoso. Su destino es la soledad. El drama del intelectual sartreano, en definitiva, consiste en que, por más comprometido que esté, nunca dejará de ser intelectual en una sociedad de clases. El intelectual solidario continúa siendo un intelectual. De ahí que el mismo Sartre, luego del Mayo francés y ya devenido maoísta, modifique radicalmente su postura: el intelectual debe suprimirse como intelectual, erradicando la mala conciencia. Debe participar de la política de masas pero no como intelectual (en una célula diferenciada), sino como cualquiera. Foucault, Deleuze y Guattari compartirán dicho punto de vista.
El ejemplo del multifacético González, como variante criolla del intelectual que hace política y que escribe con libertad y responsabilidad, pone de manifiesto que lo que en verdad importa es la ética de la enunciación, el lugar desde el cual hablamos y las consecuencias que sacamos de ello. Si en la escritura de González se siente la melancolía, se vislumbra el hermetismo, se oferta una barroca inflación del lenguaje, se tiene contacto con la equivocidad y la ambigüedad de las palabras, es porque nos resulta familiar esa melancolía, que es la de la propia realidad sufriente y desamparada. No porque sea pobre en posibilidades, sino porque incluso en las bifurcaciones parece haber demasiado para elegir. Siendo el escritor impulsado por una necesidad de expiación, se vuelve prioritario recordar que un texto está compuesto de oraciones y que oratio, que deriva del verbo latino orare, refiere a la oralidad (significa hablar), pero a una oralidad dirigida a los dioses. La religión, como intuyó Nietzsche, atraviesa la gramática y viceversa. Existe una relación misteriosa de la escritura con el rezo y la plegaria (no se puede obviar que cuando decimos escritura o libro, esto nos remite a la Escritura y al Libro). Orar es un acto extremo de humildad, implica aceptar la gracia de Dios, porque la oración es un don. Pero también es abrirse a una situación de peligro, donde se expone el pecado y se espera recibir el perdón. Al escritor se le ha concedido la libertad de la palabra, mas no está habilitado para hacer cualquier cosa con ella. Tiene una responsabilidad inexcusable, porque las palabras son cosa seria, poseen un peso ontológico y no podemos desdecirnos sin razón. Si la obra se emancipa de la voluntad del autor, no lo hará de su nombre, ni de su conciencia.
En tal sentido, es inolvidable la presentación que Sartre hace en Les Temps Modernes de su famosísimo texto titulado ¿Qué es la literatura?: “todos los escritores de origen burgués han conocido la tentación de la irresponsabilidad; desde hace un siglo, esta tentación constituye una tradición en la carrera de las letras”, seguido un poco más adelante de la afirmación de que “el escritor tiene una situación en su época; cada palabra suya repercute. Y cada silencio también”. Aun donde se reconoce la presión que el escritor sufre al momento de escribir su obra, aparece aquí, fundamentalmente, la idea de que todo texto existe para ser leído y que un escritor es siempre por y para sus lectores. Procedamos a citar, de manera compulsiva, algunas de las maravillosas frases con las que Sartre refuerza esta convicción, esta posición ética: “Hay que obrar de modo que el hombre pueda, en todas las circunstancias, elegir la vida”; el escritor debe crear “la necesidad de la justicia, la libertad, la solidaridad”; “no debe decirse jamás: ‘¡Bah! Apenas tendré tres mil lectores’, sino: ‘¿Qué sucedería si todo el mundo leyera lo que escribo?’”; “la función del escritor consiste en obrar de modo que nadie pueda ignorar el mundo y que nadie pueda ante el mundo decirse inocente”; “toda obra literaria es un llamamiento”; ”la obra de arte, tómesela por donde se la tome, es un acto de confianza en la libertad de los hombres”.
Leído esto al pasar, se nos ocurre quizá que lo que Sartre llama escritor es ciertamente parecido a lo que desde Damián Selci interpretamos como militante. Horacio González, en sus últimos meses, leyó con pasión y, según contó una vez Eduardo Rinesi, con preocupación, La Organización Permanente. Con preocupación porque destiló la ironía de que si Selci tenía razón, “todo lo que hicimos en los últimos treinta años fue equivocado”. En los estertores de las vidas ilustres, suelen generarse momentos muy profundos, que dejan lecciones, enseñanzas conmovedoras. Meses antes de morir, Borges, enamorado desde niño de Las mil y una noches, contrató un profesor de árabe. Diagnosticado de una enfermedad terminal, Jacob Taubes dictó un seminario memorable sobre el apóstol Pablo. Horacio González, desafiado por su obra a la luz de los nuevos tiempos, se dedicó a repensar la noción de un humanismo crítico y a recomendar a sus grupos cercanos el estudio serio de los textos de Selci. Aún con sus diferencias, elaboradas en un tramo del libro póstumo sobre el humanismo, del que hoy disponemos. Allí afirma que
“el desenfado y destreza de Selci para argumentar sobre la misma corriente del río y dedicar el libro a la pasión militante lo convierten en un raro objeto de simpatía e invitación a la discusión, aunque sea un tanto desprolija y vertiginosa la que nosotros intentamos. La rara voracidad y agudeza con que Selci ha leído desde Hegel a Badiou, desde Althusser a Levinas, desde Lacan a Laclau y Mouffe, indican una novedad importantísima en el panorama de la filosofía y ontología política en los mundos militantes del país. Saca los más sensibles resultados del pensamiento que confrontó con el fantasma del ‘humanismo’”.
Si como reflexionaron Viñas, Saer y Piglia, la escritura en Argentina siempre estuvo atravesada por las luchas políticas, tema que acompañó toda la obra de Horacio González, de principio a fin, es legítimo preguntarse si acaso no existe una mágica ilación entre la obra del escritor y la obra del militante como apóstol del texto. ¿No se juega en la militancia la posibilidad de que el escritor se encuentre con su destino sudamericano? Una obra será militante allí donde produzca efectos militantes, allí donde encuentre lectores militantes, allí donde la experiencia estética, haciendo catarsis, devenga experiencia política y la obra comience a ser vivida en común. De su creativa lectura de Gramsci extrajo González el concepto de libro viviente, que es barroco y también rememora su originaria vocación militante de los años 60 y 70, a la que la nostalgia lo llevó a regresar una y otra vez para enaltecer la dignidad de aquellos motivos que justificaban las horas dedicadas a preparar una clase o escribir un artículo con el noble fin de que el otro, el estudiante o el lector, lograra dar en ese contacto el salto abismal a la militancia, que aparece entonces como una peculiar dialéctica entre lecturas y escrituras reveladoras. Parafraseando un pasaje de Literatura y Revolución de Trotsky, que González conocía y citaba, en la sociedad sin clases ya no habrá escritores, sino militantes que escriben.