Puede afirmarse con solvencia que un militante empieza a asumirse como tal cuando recibe el reconocimiento- que a él le llega como una fulminante interpelación- de otro militante, que se atreve a llamarlo compañero/a. Pero esta circunstancia sólo ejerce su presión de manera indirecta, bajo la forma del sueño que obliga el despertar. Si algo nos queda del sueño, únicamente resulta captable en los primeros instantes del amanecer y se necesita, para retener el momento en su evanescencia, ejercitar la memoria, registrarlo en la escritura, compartir lo que nos ha sucedido, con ironía o preocupación. Valery escribió sus inmortales Cuadernos desde la pureza que ofrecían sus reflexiones matutinas, antes de que el tiempo cronometral se disponga a regir el día y las cosas pierdan su encantador e insustancial aura. Para el que madruga antes de tiempo, los relojes todavía duermen. Un plazo de gracia, hasta el momento de despabilarse, nos es concedido. En este punto, la afinidad que con Valery mantiene Walter Benjamin es incuestionable. “Aprovechar los elementos oníricos al despertar es el canon de la dialéctica”, escribe en el Libro de los Pasajes. Por eso la chance de la cognoscibilidad se presenta, relampagueante, en el ahora del despertar: “Hay un «saber aún no consciente» de lo que ha sido, y su afloramiento tiene la estructura del despertar”. Quien atraviesa, sin la menor percepción de la mediación (igual que en Borges), el tránsito hacia la militancia, pasa también por un despertar en el que los sueños que se le disipan conservan como un secreto inconfesable la forma pura de la militancia, que nosotros, platónicos incurables, osamos llamar Idea. Cada “progreso” que el militante experimentará luego, es menos un descubrimiento de lo “nuevo” que un recordar lo que se evade a la memoria. La caída primordial no es la que nos arroja al mundo, sino la que nos separa de la forma y torna toda caminata una lucha persistente con el olvido, donde no son raros los arrebatos que nos convencen de que, en realidad, no hemos olvidado nada. Si en Heidegger el olvido fundamental es el olvido del ser, del preguntarse por el ser que ha devenido un preguntarse por lo ente, para la militancia, en cambio, lo que se pierde en las profundidades del sueño es ni más ni menos que la responsabilidad absoluta.

El despertar más famoso de la historia de la literatura es aquel en el que Gregor Samsa amanece transformado en un monstruoso escarabajo, en la primera oración de La Metamorfosis. Se mencionan, entre tanto, “sueños intranquilos”, de los que Kafka nada informa. Esa materia pesadillesca de la que está compuesta la obra del escritor bohemio, que produce asfixia y terror, debe verse luego hecha carne en el destino de sus personajes. En el caso de Gregor, el pensamiento onírico se toma tan en serio que se vuelve pesado y es su cuerpo, totalmente renovado, el que lo experimenta. Dentro del campo de la psicología de la religión, William James ha dado el nombre de conversión súbita a este fenómeno espectacular. A ella se le contrapone una conversión gradual, lenta, en cierto modo deducible. Pero es válido preguntarse si es una verdadera conversión la que no sucede en un salto, por más de que al pisar tierra no se hayan retirado el vértigo ni la confusión. Sólo porque esas sensaciones permanecen, porque el salto carece de valor terapéutico inmediato, tiene lugar la nostalgia de lo que queda atrás.

Cuando el militante abre los ojos, cuando se da el nacimiento de su subjetividad, ello ocurre en conflicto con una vida que lo atormenta y que, de repente, se le presenta falsa y vergonzosa. Él no vivió esa vida, pero lo acompaña como si hubiese sido propia. Todo militante se despierta, o es en-el-despertar. De un punto de inflexión así deberá sacar consecuencias, desoyendo las advertencias de los filósofos, que nos interrogan sobre si el mismo despertar no es acaso él también un momento del sueño. Lo que al militante sirve como prueba de realidad (prueba que es existencial y no ontológica) es el enorme peso que lleva encima y que comparte con otros. Porque no se despierta con el alivio de quien escapa a la pesadilla, sino con la pesadilla incrustada en la piel, al estilo de la máquina de La colonia penitenciaria. No puede creer que él era eso y no puede creerlo porque todavía le falta la conciencia descentrada del militante, su cogito ergo sum. Al instante de despertar, se mueve sin atender sus pensamientos, en lo que Sartre denominaba conciencia prerreflexiva. El militante se despierta, mas no ha llegado a ser lo que es. Simplemente pulula por páramos que ya no le son familiares, que le resultan nauseabundos y extraños, porque él se ha vuelto extraño para sí mismo. No es capaz de descifrar que se ha convertido hasta que no recibe el juicio del otro. ¡Pablo, estás loco!

La escena de la conversión del apóstol es tan célebre que hoy es frecuente discutir que sea en rigor una conversión. Los especialistas prefieren hablar de una vocación o revelación. Ambas palabras, sin embargo, apelan a sentidos diferentes. Vocación, que significa llamado, se dirige al oído. Responder es escuchar el llamado del otro. La revelación, por el contrario, implica des-cubrir, correr el velo, es decir, el acto de ver lo que no estaba a la vista. En la militancia se suceden las dos experiencias, pero con una primacía estratégica del llamado (creer sin ver es lo que Cristo le pide a Tomás y, a fin de cuentas, en la Biblia el Verbo, el Fiat de la Creación, es anterior a la luz), a diferencia de lo que acaece en la filosofía. Para esta -pensemos en la alegoría de la caverna de Platón- se trata siempre de un ascender hasta el eidos (mundo de las formas o de las ideas), para contemplarlo. Idein quiere decir ver. Se sigue de ello el vocablo theoria. Cuando en una situación límite se nos revela la verdad (Platón dice que el principio de la filosofía es siempre el asombro o la admiración), la vemos en toda su pureza. Incluso cuando esa verdad es el socrático sólo sé que no sé nada, que nos pone frente a la necesidad de la búsqueda. En el judeocristianismo, si bien esta variante continúa operando (Dios se identifica con la luz, igual que el Sol/Bien de Platón), lo que conocemos como revelación consiste, según mencionamos, en un llamado y, por lo tanto, en un oír. De ahí que Lacan, para quien todo el problema de la cultura occidental es el goce de Dios, haga el juego de palabras entre jouissance (goce) y j’ouis-sens (oigosentido), resaltando su homofonía.

¿Qué pasa con Pablo? Él ve una luz que lo enceguece y lo hace caer del caballo. Pero luego oye una voz, que más tarde reconocerá como la voz de Cristo. Mientras la luz es vista por todos los que transitan en su compañía camino a Damasco, el llamado solo se destina a él. Cuando un Acontecimiento político desencadena una serie de despertares, su luminosidad se asemeja a la del relámpago (la ocasión exige que sea capturada, aunque puede decirse que es ella la que nos captura) y es factible que la perciban aquellos que después negarán su importancia. Se despiertan sobresaltados, y se arrojan nuevamente a dormir. Pero el llamado es lo que da vueltas en la cabeza, lo que no la deja tranquila, lo que la perturba y la fuerza a responder. Pablo, Pablo, ¿por qué me persigues?

Responder, como tipifica el ejemplo paulino, quiere decir cambiar la vida. Todo a nuestro alrededor nos parece demasiado irreal, demasiado estúpido, salvo el resto, aquel excremento que se sustrae de las leyes del mundo, del orden de cosas, que no ocupa un lugar en él. Esa suerte desgraciada produce en quien se despierta una identificación o simpatía. En el amanecer de la conciencia militante se manifiesta apenas el disgusto con la vida que llevamos, que se nos revela insustancial, diluida de belleza y emoción. Pero qué vida habremos de llevar no es algo que podamos decidir por nosotros mismos. La decisión, como indica Derrida, es pasiva, es la decisión del-otro-en-mí. El afán de la tradición por vincular decisión y soberanía omite que, en su etimología, decisión remite a un corte, a una división entre lo uno o lo otro que Kierkegaard supo captar en todo su dramatismo: no hay decisión sin pérdida. Decidir es todo menos fácil, porque compromete la existencia. Es una carga, que la mala fe (Sartre) pretende eludir. Pero militante, precisamente, es quien se hace cargo, quien soporta la carga y no deja el trabajo sucio, engorroso, difícil en manos de los demás. En ello se asemeja al cristiano.

Cristiano significa ungido, señalado, marcado. La equivalencia es clara: sobre el militante fue derramada la gracia del Acontecimiento y él es siempre llamado, convocado o enviado por otro militante, que le pasa el “bastón de mariscal”. La relación básica entre militantes es la conducción, que sólo es posible a través de la confianza. Una confianza que se nos revela, que nos es dada. No en vano los Evangelios terminan con Cristo enviando a sus apóstoles a evangelizar a todos los habitantes del Imperio Romano. Quien despierta está obligado a despertar a otros. Es su manera de dar las gracias. Por eso puede Sloterdijk afirmar, con buen tino, que “un cristiano es sólo quien ha convertido en cristiano al menos a una segunda persona”.

No deja de ser intrigante que en el Antiguo Testamento el durmiente al que se le solicita despertar es el mismísimo Dios. El pueblo descarriado, vanidoso, de dura cerviz, culpa de sus infortunios a Yahvé, que ya no lo acompaña, para bien o para mal, como en tiempos de Moisés. “¡Despierta ya! ¿Por qué duermes, Señor? ¡Levántate, no nos rechaces para siempre! ¿Por qué ocultas tu rostro y olvidas nuestra miseria y opresión?”. (Salmo 44, p. 808) Sucedida la primera diáspora, el Dios de Israel es un Deus absconditus, un Dios que se hace presente en las plegarias: “¡Ciertamente tú eres un Dios que se esconde, Dios de Israel, el salvador!” (Is 45: 15). Qué implica esta retirada de Dios lo evaluamos en un texto anterior, y es cierto que también la conciencia militante debe atravesar ese momento de escepticismo y desazón que la pone al borde del abismo.

Lo que en todo caso conviene resaltar es que en el Nuevo Testamento se produce un giro esencial. Como Dios ha bajado a la tierra, como ha muerto y resucitado por nosotros, se trata de decidirnos acerca de la autenticidad de su Venida. Dado que el cristianismo no es más que una respuesta a la intervención divina, un creer o reventar, ocurrirá que no puede ser ya Dios el que duerme, sino el ser humano que todavía no se ha dispuesto a escuchar el llamado de Cristo (para el creyente Dios sólo se vuelve a esconder cuando el interín que nos separa de la parusía se alarga indefinidamente y la expectativa escatológica pierde el vigor de los primeros tiempos). “Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo”, dice Pablo en Ef 5. Una vez más, despertar es resucitar. Porque la vida de aquí, inauténtica, vaciada de sentido, según Calderón de la Barca, esa vida es sueño. Axioma del cristianismo y de la militancia es que hay una vida más allá de está vida. El precio de la vida, la verdadera, es la vigilia (nunca más acertado el dicho soñar no cuesta nada), el mantenerse vigilante hasta el final. Que el sueño ofrezca un acceso privilegiado al contacto con lo real (el gran descubrimiento del psicoanálisis), un contacto tan insoportable que provoca su interrupción, no quita que deba interpretarse y que para eso se requiere de la asistencia de un analista, que en la militancia es siempre el otro militante.

Es válido para la militancia lo que Lenin escribió, no sin desatar terribles polémicas, respecto de la clase: la conciencia política debe ser introducida desde afuera. Esto no significa más que lo siguiente: dentro de las posibilidades inmanentes de desarrollo del ser humano, no es preciso contar el devenir-militante, que es por el contrario un agujero en el orden del ser que se resiste a la sutura (el Acontecimiento, siguiendo a Badiou, es una excepción inmanente, pues irrumpe localmente en una situación, pero no es derivable del mundo que impugna y revela como inconsistente). Si adoptásemos un punto de vista gnóstico, tendríamos que afirmar que existe en el ser humano, en lo profundo de su alma, en el pneuma, una chispa divina que no es reductible a la lógica del mundo y que puede ser rescatada por acción del Dios salvador. Pero para la militancia lo que hay en el fondo, en el interior secreto de la conciencia, es nada, o sea, indeterminación, insustancia. Tema sartreano que no nos asusta radicalizar y que en nuestra jerga querrá decir disponibilidad para el Acontecimiento. Nadie se encuentra exento a priori de la facticidad del despertar. Nadie, sin embargo, tiene la capacidad de hacerlo solo. El militante se levanta de entre los muertos al escuchar el llamado del otro militante, al reconocer al otro como militante y no, por ejemplo, como un fanático sin remedio; como un Cuadro y no como un cuadrado.

José Pablo Feinmann dijo una vez, evocando La Metamorfosis, que en los años 70 muchos compañeros y compañeras se despertaron obligados a asumir que eran subversivos, cucarachas que debían ser exterminadas por el aparato represivo del Estado, o que podían ser denunciadas y entregadas a las autoridades, darles muerte, con la conciencia tranquila y banal de estar cumpliendo con la Patria. Característico del militante es que abra los ojos cuando compadece la persecución, la estigmatización o el desprecio que sufren otros. Hasta entonces-y aquí empleamos un lenguaje sartreano- él pertenecía a la serie, la forma típica de la sociabilidad, el dominio de lo práctico-inerte, o del impersonal “se” de Heidegger. Espera del autobús o paseo por el shopping, da igual. La serie, en todo caso, puede disolverse gracias a lo que Sartre, siguiendo a Malraux, denomina apocalipsis, que explicaremos como la revelación de la falla en la estructura (lo que funcionaba, incluso a nuestro pesar, se demuestra vulnerable). El autobús que no llega provoca enojo, impaciencia y, con cierta probabilidad, la formación de un grupo en fusión, que es el comportamiento de la masa no militante. Cuando Elias Canetti da testimonio de cómo observó activamente la quema del Palacio de Justicia en Viena por un grupo de manifestantes enfurecidos, que imitan la conducta general sin asumir la responsabilidad sobre lo que hacen, expone la dinámica propia de la masa, que Perón también conocía. Solo que Perón, del mismo modo que Sartre, sabía a su vez que el grupo en fusión, histérico y de corta duración, puede transformarse en una organización política, con fines y objetivos declarados, o una estructura orgánica simple, estable y perfectible. Los primeros grupos cristianos, por minúsculos que fueran, eran organizaciones. Y se debe a ese juramento originario, del que se desprende una fidelidad militante, el crecimiento de la religión cristiana en condiciones tan adversas.

Quisiera insistir en que el militante, para incorporarse al grupo, necesita ser interpelado como militante, y soportar la interpelación. ¿Cuántos compañeros o compañeras nos han comentado que estuvieron meses, tal vez años, dudando sobre si entrar o no a una unidad básica, por miedo a lo desconocido, a la rareza que ella representa? ¿Cuántos, a su vez, que efectivamente comenzaron a militar, para dejar la militancia poco tiempo después, por sentirse insatisfechos o faltos de contención? La militancia implica una transformación que no cesa y quien no esté dispuesto a dejarse transformar, se sale pronto del sendero del devenir-militante y regresa a la serie, cadena de montaje, de los colectivos sociales. Justamente en esta dificultad que encierra la militancia como praxis yace el riesgo de que sea confundida, ella también, con una serie cualquiera. Sloterdijk, en su interpretación del análisis que Heidegger hace del estar-aburrido, comprendió bien la cosa:

“La vida poco conmocionada se aburre. Aburrimiento quiere decir: se experimenta el propio tiempo como una dilatación interior, que se nota sobremanera porque no se llena con acciones significativas. Se vive como duración torturante antes de la aparición del próximo suceso que deshaga el estancamiento. Paradigmáticamente: una espera de horas al tren en una estación de provincias. Pero la falta de emoción llega mucho más lejos. El animal sin misión camina a tientas en la niebla; muchas cosas son posibles, ninguna convincente. Puesto que nada me impresiona, intento muchas cosas. Me lanzo a la acción, me dedico, artificialmente entusiasmado, a lo inaplazable, que parece decirme: ¡Atiéndeme! Me hago el comprometido, el agente de lo importante, el militante. ¡Si buscáis a un combatiente de primera fila, aquí estoy yo! Si observo más detenidamente he de confesar: «[...] eso tampoco han sido más que ornamentos de mi soñolencia». Incluso el compromiso se manifiesta como una forma de dispersión”.

En los estudios clásicos sobre los partidos políticos, se ha establecido la distinción entre el militante convencido y leal y el arribista, que ingresa a la organización con el mero afán de hacer carrera, ascender, figurar y mandar, es decir, por interés y hambre de poder. Pero poca atención se ha prestado a quien se suma en medio de la desorientación existencial y participa de actividades de militancia como podría hacerlo de las de una Iglesia, un club social o un campeonato de videojuegos. Se vuelve "militante" como podría volverse youtuber o instagramer. Esta omisión, entendemos, es la que no permite captar el sentido último de la militancia. Porque en el fenómeno del “hacerse el militante” hay demasiada tela para cortar como para dejar de lado su trascendencia. Allí, para empezar, no está en juego el hambre de poder, sino el hambre de sustancia. El abandonado ingresa en la casa de la militancia para recibir protección y cobija. Pero si solo recibe protección y cobija, si no se ve expuesto a la responsabilidad absoluta, si no padece el compromiso y se toma todo como un entretenimiento o pasatiempo, entonces no se ha incorporado a la militancia, aunque lo diga o aunque lo crea.

La militancia política conoce un afecto típico, que para Badiou es el entusiasmo. Lo que el Acontecimiento despierta en nosotros es la convicción de que somos capaces de acciones para las que antes nos sentíamos impotentes o indiferentes. Incorporarse a la verdad (que es un proceso subjetivo), vivir bajo el signo o la orientación de una Idea, abre a la vida, expuesta a su dimensión no-individual, posibilidades inéditas. Para ello, la participación en el colectivo militante resulta esencial y no sería exagerado afirmar que la comunidad organizada en miniatura que se manifiesta, por ejemplo, en una unidad básica, es la forma secular del Espíritu Santo, que en el relato neotestamentario potencia a los cristianos a niveles inimaginables. En sus Apuntes sobre el Che, John William Cooke escribió respecto a Guevara: “Parecía un hombre común y lo era, hasta que se encontró con una coyuntura histórica y dio muestra de todo cuanto era capaz”. El entusiasmo, la solidaridad y el amor que caracterizan a la vida no-individual de la militancia, nos enseñan que hombres y mujeres concretos, con historias y problemas muy diferentes, se encuentran de repente con un potencial que no sabían que tenían. ¡Y es que no lo tenían por sí mismos, en tanto “individuos”! Aquel potencial, que es también el potencial que Pablo explotó, debe computarse como uno de los “milagros” de la organización política, capaz de destinar todos los esfuerzos a una única causa y, aun así, respetar y aprovechar la diversidad que convive en su seno.

No hay conversión sin incorporación (en el doble sentido de la palabra) e indeterminación. Incorporación, porque en el advenimiento de su subjetividad, el militante se incorpora a otro cuerpo, el cuerpo de la verdad política; pero también porque se incorpora, es decir, la militancia no es un cuerpo cerrado, delimitado, que ocupa una extensión en el espacio, sino que ella misma es incorporación de militantes y sólo puede definirse desde esa apertura. Indeterminación, por otro lado, porque la militancia es la puesta entre paréntesis del ser-ahí o ser-determinado. No importa qué profesión intramundana desempeñamos, sino qué vocación nos llama. Justamente porque no está determinado nuestro ser, podemos militar. La conversión ocurre cuando nuestro cuerpo empieza a quedarnos chico, porque en su finitud no logra explicar el acceso a lo Absoluto que se experimenta en el Acontecimiento, y cuando nuestro ser para-otro, para el Otro, no coincide con nuestro ser para-sí. La negación dialéctica de la contradicción tendrá lugar al actualizarse el ser para-otro en un ser para-otro-militante. Porque es en la solicitud del otro que se revela el imperativo de la Idea: ¡vive como un militante! ¡Despierta! Esto continúa valiendo para “militantes” que ya conocen los “gajes del oficio”. Porque la militancia es una actividad en tanto es una intensidad, un ritmo, una manera de percibir, de comprender, de relacionar. Pintar un mural no es una actividad militante por el mero hecho de lo que se hace (podríamos hacer lo mismo, contratados por una empresa, o por diversión), sino por lo que se juega en ello, por lo que vincula y desvincula, cada vez. Nadie está preparado para ser militante, porque parafraseando a Tertuliano, nadie nace militante. El militante se hace, permanentemente. Y se hace militando. Por eso la conversión no es definitiva y el abrir los ojos o el oído, aceptar lo que vemos o escuchamos, debe sostenerse, en conjunto con otros.

Cuando uno es llamado a la militancia (la vida no-individual, no-una), cuando es tomado por la Idea, mediada siempre por la relación con el otro militante, debe dejarse llevar, guiar, conducir. No hay mayor giro, mayor viraje y, al mismo tiempo, mayor esfuerzo que ese. Conducirse para ser conducido, la disciplina, supone un nivel de autocrítica desconocido por nosotros hasta entonces. Yo no milito porque yo quiero, sino porque el otro quiere. El Yo, al contrario, pone trabas a la decisión, a la pulsión que nos arroja a la militancia. Conversión significa así resistencia a la presión de lo viejo que habita en cada quien. En la militancia la atmósfera, el ambiente, es ya otro y el aire que se respira habrá de contagiar militancia. Pero solo si entendemos la praxis militante no como un estado (o un Estado), sino como un devenir. Militante es el que revalida su conversión en toda coyuntura que se presente.

¿No produce la necesidad de verificar la correspondencia entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace tensiones insoportables, desgastantes, que han “quemado” a los compañeros y compañeras más valiosos y enérgicos, que han quebrado su moral, que los han arrojado a un estrés sin fin? Contemplemos que el despertar de la conciencia militante viene acompañado de la firme convicción de que su praxis es una cosa demasiado seria, que contradice la existencia estúpida y banal del cualunque. Cuando el militante se pone al servicio de la causa, también se siente ennoblecido, dignificado, salvado, rescatado de la caverna platónica. Pero la sensación de alivio no erradica la sensación de gravedad. La felicidad que experimenta el militante por compartir su destino con otros militantes, no es ajena a la percepción de que se está jugando algo importante, definitorio. En ciertos climas de euforia, el militante comprende la colocación matutina de una mesa en una esquina como una escaramuza de rigor en la larga lucha por la liberación de la patria. Cuando, tras la brutal represión del macrismo en diciembre del 2017, vimos de repente a miles de vecinos y vecinas saliendo de sus casas y marchando hacia el Congreso, nos sentimos como los judíos al observar a Moisés abriendo las aguas del Mar Rojo. Con las emociones a flor de piel.

El militante vive bajo la presión de la hora, de la coyuntura, de la época, de la historia. Esa presión lo entusiasma y lo asfixia. De vez en cuando lo confunde y desorienta. Al volverse lo más trascendente, la militancia corre el riesgo de volverse lo más inocuo. No resistir o evadir la tensión puede llevar a tomarse las cosas a la ligera, a “hacerse el militante” (“para la foto”, como se estila), a preocuparse por temas menores, que debilitan la organización y alimentan el Ego. Porque como dijo en reiteradas ocasiones Máximo Kirchner, el Ego es la mochila más pesada. Es el Ego lo que pesa en la militancia y no esta última. No hay militancia sin una transformación total de la existencia. La militancia en cuotas, como pasatiempo, no es auténtica militancia. Eso implica derrotar, permanentemente, el ego que nos carcome.

Uno de los mayores peligros que nos aqueja es que la militancia se vuelva una moda (la gran osadía de Selci, para universalizar la posibilidad de la militancia, fue restringir severamente su definición: la militancia es la responsabilidad por la responsabilidad del otro, ergo, no hay militantes de derecha), algo demasiado fácil y cómodo, que no implica pagar ningún precio. Como Kierkegaard frente a su época corrompida, conviene alertarnos ante dicha posibilidad. Si todos somos cristianos, en cualquier momento y en cualquier lugar, entonces nadie lo es. Típico de la militancia será reconocer que yo no soy militante. La militancia infla el pecho, reluce su orgullo militante, ante los ataques de los factores de poder, porque la sociedad en la que interviene es esencialmente antimilitante. Pero ese orgullo no debe equipararse al que una hinchada de fútbol le opone a la rival para afirmar una identidad nunca puesta en cuestión. La militancia es la subversión de todas las identidades, incluso la de quienes le atribuyen a la militancia tal aspecto. ¿Qué es un Cuadro Político? El militante que es consciente de que no lo es, de que le falta, pero también de que, si no lo es para-sí, lo es para-otro, y eso lo obliga, lo compromete, lo responsabiliza a comportarse como Cuadro frente a cada circunstancia. El Cuadro es el Sócrates de la política.

¿Qué queda entonces? ¿De nuevo la ética del sacrificio, las fatigas y postergaciones que no se verán compensadas en el futuro, porque el futuro es la muerte como límite absoluto? Ese fue el gran “pecado” del militantismo del siglo XX, que es también una interpretación del legado judeocristiano. Pero la militancia tal como es pensada por Selci (pensamiento que se desprende de una praxis, porque se piensa lo que se da) pretende sustraerse de toda garantía, pretende ser mayor de edad. Por eso le toca sortear los extremos del martirio hiperresponsable (que encubre la inocencia de los otros) y de la fiesta irresponsable, para constituirse en forma-de-vida. Tal vez con ello nos sea posible encarar el pasaje de la gravedad que todo militante comprometido siente en su cuerpo a una levedad de nuevo tipo, donde la ascesis deje de ser un peso y se reduzca a un método de perfección; donde ya no suframos la carga dolorosa de lo irresuelto y experimentemos la alegría eterna de la creación. Entonces, como anhelaba Nietzsche, habrá lugar para los dioses que sepan bailar.