En 1979 se estrenaba Kramer vs. Kramer, un peliculón que ganó 5 estatuillas de los premios Oscar: Mejor Película, Director (Robert Benton), Actor (Dustin Hoffman), Actriz de Reparto (Meryl Streep) y Guión Adaptado.

Todavía no habíamos entrado a la década de los 80, en Argentina regía el terrorismo de estado, en el Reino Unido se daba el inicio de reformas neoliberales con la victoria de Margaret Thatcher, la Dama de Hierro. Además, el movimiento feminista mundial vivía momentos clave con la explosión de protestas masivas de mujeres iraníes contra el velo obligatorio después de la revolución islámica. En esa misma línea, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobaba la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, un hito histórico en la lucha por los derechos de las mujeres que aún hoy funciona como un marco regulatorio de referencia. 

Es en ese contexto que esta película irrumpe con un tema que aún hoy es tabú. Probablemente esa irrupción sea producto de un abordaje que se adelantó a su época e incluso a muchas épocas posteriores. 

La historia se desmarca de la mayoría de las historias que circulan en las trayectorias vitales de las mujeres. Y es precisamente porque plantea un escenario poco común. La que se va es la mujer.

Joanna Kramer, interpretada por la brillante Meryl Streep, es la madre abnegada de Billy, un nene de siete años que duerme en una habitación celeste con nubes blancas que ella misma le pintó cuando se mudaron a Nueva York y tuvo que abandonar su trabajo en California para dedicarse al cuidado de su familia. Ted Kramer -Dustin Hoffman- es un arquitecto con una carrera profesional que no para de escalar a un ritmo frenético. Su jefe lo pondera, pondera su entrega, su compromiso con la empresa.

Un día, vuelve de la oficina, y Joanna tiene sus valijas listas. Le dice que no lo ama más, que está angustiada, frustrada, que no sirve así para su hijo, que necesita encontrarse de nuevo con ella, porque ya no sabe quién es ella. Le dice que los va a abandonar. Está perturbada. Cierra la puerta del ascensor, y se va. 

Entonces empieza un proceso en el que Ted se ve obligado a aprender los horarios de la escuela de Billy, el nombre de sus maestras, llevarlo a las consultas médicas, ir a la plaza, hacer comidas saludables, salir antes del trabajo cuando llaman del colegio porque hay una reunión, o porque el nene se enfermó, contarle un cuento antes de dormir, llevarlo a los cumpleaños, encargarse de comprar los regalos, conocer a las otras mamás y coordinar horarios con ellas. Pero aparte, empieza un proceso de encastrar esa parte de su vida con la profesional. Una conciliación compleja en estas sociedades en las que el tiempo es dinero, y cuidar insume tiempo, muchísimo tiempo, pero no produce dinero ni valor. 

Su jefe se impacienta. Ted llega tarde a las reuniones. Está desatento. Mal dormido. Su agenda laboral se pisa con las exigencias domésticas. 

Más de un año después, Joanna vuelve y quiere ver a Billy. Recuperó su profesión, su autonomía económica. Sonríe. Está decidida a ir a juicio para pedir la custodia de su hijo. La rutina entre Ted y Billy se acomodó. Se entienden. Se aceitó el complejo engranaje que sostiene la vida doméstica, sus logísticas, sus cargas. 

Justo en ese momento, Ted queda desempleado. Son las fiestas y conseguir un puesto nuevo con un sueldo alto que le permita pelear por la tenencia del hijo no es fácil. Se ahoga en la mierda, se desespera, patea puertas, implora, y alguien le tira una soga. Le ofrecen un trabajo que está muy por debajo de su recorrido profesional, y también muy por debajo del sueldo nuevo de Joanna. 

El juez que va a definir el destino del nene se inclina por la madre. Dicta sentencia. Le da la custodia completa. 

Antes de subir al mismo departamento del que se fue un tiempo atrás, y llevarse a su hijo, Joanna se quiebra. Le dice a su ex marido que no quiere sacar a Billy de su casa, de su habitación, de las nubes que ella le pintó. 

Joanna y Ted acuerdan una crianza compartida.

1979, señoras y señores.

Hace unos días, se viralizó un video en el que el escritor Hernán Casciari comenta que tiene una hija catalana y que prefirió ser un papá presente, aunque deprimido, a un papá feliz pero ausente. “Viví un montón de años sin ser feliz solamente por estar cerca de mi hija. Es un error enorme que hoy veo, porque lo único que hice fue darle un padre depresivo, drogón, que no hace nada”. También sostiene que él creía que para sostener un vínculo era necesaria la cercanía, pero que hay otras estrategias que pueden desplegarse sin la necesidad de vivir en el mismo territorio. 

Twitter salió de forma masiva a opinar. Y lo destruyeron. Mientras el streaming OLGA publicaba el recorte en su cuenta con la frase “Casciari a corazón abierto”, los y sobre todo las usuarias de esta red social no titubearon en narrar lo que ya hemos narrado e intentado explicar una y otra vez, sin darnos por vencidas, a pesar del agotamiento y la frustración. 

A riesgo de ser políticamente incorrecta, quiero decir algo. Casciari se quedó. No me interesa defenderlo, ni siquiera leo lo que él hace ni lo conozco en profundidad. Pero, a diferencia de cientos de miles de varones que sí se van, a perseguir sus sueños, a encontrarse a sí mismos, a realizarse profesionalmente, él definió quedarse a criar a su hija. Incluso cuando tantos años después él no reivindique esa decisión, incluso crea que no fue acertada, lo cierto es que no se fue. 

También me expongo a por lo menos permitirme hacer la pregunta de qué pasa con un padre presente pero depresivo. Lo hago desde la perspectiva de las niñeces. Porque ya hablaremos de qué pasa con las madres. ¿Pero qué le pasa a una piba o a un pibe que tiene un padre que no desea, un padre abnegado pero infeliz? ¿No es también importante para un hijo ver que sus padres tienen proyectos, que desean y tienen intereses que los trascienden, que sepan que la mirada no está solamente puesta en ellos? ¿Es la solución alejarse? 

Casciari contó en varias entrevistas que la relación con la madre catalana de su hija se dio en el marco de su inmigración a España, en medio de la crisis que partía al medio a la Argentina. Se fue, al igual que muchos jóvenes que pensaron que ahí encontrarían otro destino posible. Cabe una reflexión sobre las consecuencias que generan las crisis económicas y políticas, sobre  el desarraigo, o las rupturas y desarticulaciones familiares.


Dicho esto, hay una operatoria que aparece cada vez que nos ponemos los anteojos violetas del feminismo: es la pregunta en modo condicional por el intercambio de roles. ¿Y si hubiera sido la madre la que decía que hubiera sido mejor estar lejos pero feliz? 

¿Cuántas Joannas existen? ¿Y cuántas mujeres tienen cancelada la posibilidad de siquiera imaginar irse? Es un deseo que se anula frente a las exigencias del mandato materno, frente a lo que se espera de una madre, a esa construcción socio histórica sobre cómo una madre tiene que sentirse respecto de la maternidad, de sus hijos y de la función materna.  De que las nenas juegan con muñecas y escobitas, y los varones con pelotas, herramientas y soldados. Porque está en la naturaleza de la mujer el cuidado y el amor, la devoción. Joanna explotó, entró en crisis, y necesitó irse porque tuvo que resignar su individualidad, su proyección profesional en pos de encargarse del cuidado de su hijo, y de que su marido se desarrollara laboralmente. 

La distribución desigual de las tareas de cuidado limita las posibilidades de las mujeres, económicas, profesionales, políticas, incluso de ocio. Una mujer que se queda cuidando, es una mujer sin tiempo. Una mujer que se empobrece, que depende de los ingresos de su pareja, que pierde autonomía. Y cuando se trata de una mujer que cría sola, esa pobreza se profundiza y crece. Un Ted Kramer que pierde su empleo porque tiene que buscar al nene al colegio cuando le sube la fiebre. Pero encima mujer. 

En Argentina, los hogares monomarentales son una realidad creciente y predominante, que representan alrededor del 12% de los hogares urbanos (casi 1.2 millones), con una abrumadora mayoría (9 de cada 10) con una jefatura femenina, con mujeres que asumen solas el cuidado y el sostenimiento económico, enfrentando mayor pobreza infantil y laboral, con un aumento significativo del 31% entre 2010 y 2022. 

Y es por eso que Casciari no puede decir lo que dijo sin contemplar que si él se iba a buscar su felicidad, la que quedaba a cargo era esa madre, y las implicancias que eso tenía para su propia biografía. 

Por eso, ahí donde el cuidado recae sobre las familias, pero especialmente sobre las mujeres dentro de esas familias, es imperioso volver a decir que el cuidado no puede ser una responsabilidad individual. El cuidado es una responsabilidad social que debe repartirse entre las familias, entre los géneros, el Estado, el sector privado, y la comunidad. Porque el cuidado no puede depender ni de nuestro género, ni de cuán fuertes sean nuestras redes o lazos familiares, ni del poder adquisitivo que tengamos para delegar el cuidado en terceros. 

Para que no existan Joannas hay que hacerse cargo de la crisis que enfrenta el sector de los cuidados, desarmar las estructuras que sostienen mandatos y roles de acuerdo al género, ofrecer oportunidades, políticas de tiempo que habiliten a las mujeres a salir de la función de cuidadora por excelencia para desarrollar su proyecto de vida y conciliarlo con la maternidad.

En el dilema que plantea Casciari, la que queda invisibilizada es esa madre, que también desea, también proyecta, que necesita espacio, tiempo. 

Porque Casciaris hay cientos de miles, Joannas muy pocas. Y en el medio, pibitos y pibitos que necesitan madres y padres presentes, y también deseantes, que puedan vivir la crianza con satisfacción y alegría.