Foto: Presidencia de la Nación

Al reciente decreto de necesidad y urgencia que declara como servicio público y esencial a las telecomunicaciones -un asunto bastante más amplio y relevante que regular las tarifas del cable e internet-, el Gobierno nacional acaba de dar un nuevo paso, con los anuncios realizados desde las instalaciones de la empresa estatal ARSAT: la extensión de la Red Federal de Fibra Óptica (REFEFO), la puesta en funcionamiento de los proyectos Arsat 1 y 2 y del nuevo Arsat SG-1 (en reemplazo del Arsat 3, desfinanciado y privatizado por el gobierno de Cambiemos), la renovación de los equipos de la Televisión Digital Abierta (TDA) y una inversión para el Centro Nacional de Datos.

Se trata de un nuevo paso en el intento de democratizar la comunicación –esto incluye el estratégico sector de las  telecomunicaciones-, que comenzó con los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, y ahora es retomado por Alberto Fernández y el Frente de Todos.

Lo simbólico

Por lo general, cuando hablamos de comunicación nos referimos al aspecto simbólico. Decimos que hay una batalla que se desata en los medios: C5N expresa un universo de ideas y TN lo opuesto, y entre ellos se libra una disputa por el sentido; “La batalla cultural”, como el programa nuevo de Víctor Hugo.

La televisión ejerce una brutal presión sobre la opinión que luego tienen las personas sobre los procesos o, cada vez más, sobre otras personas. Desde Adorno y Horkheimer, o los teóricos yanquis, hasta los millones de dólares que las empresas invierten en publicidad (el sostén económico de los medios), los medios de comunicación hijos del sistema “Broadcasting” (en donde un emisor le habla a muchos receptores como la radio o la tele) inyectan en las sociedades dispositivos ideológicos que median entre las personas.

Los nuevos medios de comunicación digitales, fundamentalmente las redes sociales que contienen millones de usuarios, se nos revelaron al principio como medios democratizantes, dado que ya no se trata de una emisión para muchos receptores, sino que las personas emiten y reciben mensajes produciendo una circularidad en la que todas son, al mismo tiempo, emisoras/receptoras.

Sin embargo, hoy todas y todos sabemos que para llegar a mucha gente en Facebook o en Instagram hay que poner guita; sabemos que un equipo organizado, como los trolls de Juntos por el Cambio, pueden multiplicar la reproducción de una noticia falsa y que los mensajes de las comunidades no tienen una pizca de la amplificación que tiene la voz de ciertas personas, estructuras, etc.

Hasta acá, lo simbólico. Ahora voy a centrarme en lo material, fundamentalmente para iluminar algo que está ocurriendo en nuestro país y que explica cierta parte de los acontecimientos recientes.

El (dueño) medio es el mensaje

A veces hablamos también de lo material. Gracias a la claridad de Cristina Fernández, gran parte de la ciudadanía tomó conocimiento de la naturaleza monopólica del Grupo Clarín y de su influencia sobre el destino de todos los gobiernos argentinos desde el comienzo de la última dictadura hasta la fecha.

Fue durante su gobierno que comenzamos a hablar de la propiedad de los medios. Quién tenía muchos medios, quién aspiraba a tenerlos, cómo tener tantos medios otorgaba una posición dominante en el mercado. Es decir, atribuimos lo material a la propiedad de los medios de comunicación porque sabemos, como buenos hijos e hijas de la radiodifusión, que quien posee el medio tiene la capacidad de emitir el mensaje que muchas otras personas escucharán. O en el caso de Facebook, el poder de decidir qué publicidad exponer, a quién vender los datos de los usuarios y qué censurar: las “fake news” que degradan a las personas, o un par de tetas.

Sin embargo, hay una cuestión más de lo material que subyace a esto: ¿Quiénes son los dueños del cable por el que nos llegan la tele e internet? ¿Quiénes son los dueños de los datos móviles que nos permiten mirar memes? ¿A quiénes les pertenecen esos satélites?

El Grupo Clarín apeló a cualquier tipo de artilugio para mantener su poder monopólico.

Esta era la principal pregunta que se hacía la -no casualmente- mal llamada Ley de Medios. La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (feo nombre también) intentaba regular cuatro aspectos de la comunicación: emisoras de tv y radio abierta, analógica y digital; servicios de televisión por suscripción digital, codificado o satelital; productoras de contenido para señales abiertas o pagas y señales de tv privada. Todo aquello debía ser 33% privado, 33% del Estado y 33 de entidades intermedias y ONGs, pero además, esto es clave, impedía la fusión entre empresas de medios y empresas de telecomunicaciones.

Claro, eran otros tiempos, en los que el modo de hacer proliferar las radios comunitarias pasaba por democratizar la radiodifusión y el Fútbol Para Todos por la Televisión Pública valorizaba la importancia de la televisión de aire, pero además Grupo Clarín tenía Canal 13, TN, Volver, TyC Sports y Magazine en los primeros 24 canales, de modo que se aspiraba a democratizar la grilla televisiva y regular esa sintonía entre productoras de tv - canales. Aquella Ley quedó trunca y, aparentemente pereció en la batalla ideológica, pero de ella brotó un universo.

Uno de los aspectos de la Ley, el menos conocido y reconocido, coincidía con el rumbo que estaba comenzando a tomar el universo en aquellos momentos. Zuckerberg ya no era un aspirante a nerd sino uno de los jóvenes más ricos del mundo, la televisión comenzaba a interactuar con Twitter desde las pantallas y miles de jóvenes se hacían famosos filmándose en Youtube. Cosa del pasado era ir al cyber a revisar la casilla de Yahoo porque los smartphones sincronizaban las casillas de Gmail con los contactos telefónicos. Googlear se convirtió en un verbo. Las personas se volcaron masivamente a adquirir servicios de banda ancha para navegar en internet durante horas y horas y el mundo entró en una fase avanzada de la digitalización signada por el desarrollo de la comunicación.

Una etapa en la que las empresas de información ya no solo sojuzgan a las personas con sus contenidos, sino que además tienen un lugar reservado en la acumulación mundial de capital en forma monopólica. Aquello que tibiamente llamamos “convergencia de medios” es la fase monopólica de un capitalismo digital.

Poco tardó el gobierno de Cristina Fernández en comprenderlo: mientras el debate por la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual todavía estaba vivo, Argentina comenzó a disputar la comunicación digital. Puso en marcha Arsat-1, el programa Conectar Igualdad y la Televisión Digital Abierta (TDA). No importa ya el cable que ordena la grilla televisiva sino el cable que provee el servicio de banda ancha. La radiodifusión, el sistema de comunicación del capitalismo industrial, compareció ante las telecomunicaciones, el sistema de comunicación de la era digital.

Lo curioso o no tan curioso de todo esto es que, como pasa en las novelas de Polka, el actor principal siempre es el mismo. Clarín en ese momento era el dueño de Canal 13, TyC Sports, Diario Clarín, Radio Mitre, etc, pero además era el dueño de Multicanal y Cablevisión y por ende de Fibertel. Luego, Cambiemos ganó las elecciones y terminó por destruir el espíritu de la Ley de Medios, cuando Macri aprobó la fusión de Cablevisión y Telecom.

Finalmente un grupo de medios como Clarín se convirtió en el accionista mayoritario de una empresa gigante de telecomunicaciones como Personal. El cable del teléfono, que es el mismo de la tele, que es el mismo cable que provee banda ancha/wi-fi, es de la misma empresa que además provee datos móviles para el celular. Cablevisión absorbió a Multicanal, Fibertel absorbió a Arnet y Personal, sobre la posición dominante de Clarín en el mercado, doblegó a Movistar y a Nextel, empresa que había adquirido en 2016.

Cuando ponemos los gritos del Gato Sylvestre en C5N usamos los cables de Clarín; cuando miramos memes en la red, usamos los datos móviles de Clarín; cuando ponemos Youtube en la tele Smart, usamos la banda ancha de Clarín. Sin embargo, otro rumbo comenzó en Argentina desde hace unos meses.

Los anuncios de Alberto

Este miércoles, el presidente Alberto Fernández encabezó la presentación del Plan Nacional de Conectividad Conectar en la sede central de la empresa estatal ARSAT, ubicada en la localidad bonaerense de Benavídez, que contará con una inversión de 37.900 millones de pesos destinada a cuatro ejes: al Sistema Satelital Argentino, la REFEFO, la TDA y al Centro Nacional de Datos.

“Nuestro compromiso sigue siendo pensar en la Argentina del futuro que promueve la educación, la ciencia y la tecnología”, expresó el presidente junto a su jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, y la secretaria de Innovación Pública, Micaela Sánchez Malcom.

Sobre la presentación del programa Conectar, Fernández afirmó: “Me toca volver a poner en marcha el plan para permitir que 22 millones de argentinos puedan acceder a algo tan elemental como es hoy el servicio de Internet”.
De la inversión, $19.950 millones serán para el Sistema Satelital Argentino, que incluye el desarrollo, construcción y lanzamiento del Arsat SG1, "el primero de la segunda generación de satélites de la empresa estatal", según explicaron en la empresa, que servirá para brindarle conectividad satelital de alta calidad a más de 200.000 hogares rurales.

El anuncio oficial se realizó en las instalaciones de la empresa estatal ARSAT, en Benavidez.

Por su parte, otros $13.200 millones se destinarán a la REFEFO con la construcción e iluminación de nuevos 4.408 kilómetros de fibra, para llegar a los 38.808 kilómetros en el 2023.

Asimismo, para la TDA, que permite el acceso a las señales digitales audiovisuales por antena, se invertirán $450 millones, con el que se renovarán los equipos de las 100 estaciones de transmisión, que permiten tener cobertura en más del 80% del territorio.

Finalmente, el Centro Nacional de Datos, que funciona en las instalaciones de Arsat en Benavídez, recibirá una inversión de $4.300 millones para actualizar los equipos de almacenamiento, servidores, redes, backup y software.