Foto: Franco Fafasuli.

Apenas asumió su segundo mandato, luego de ganar las elecciones en primera vuelta con el 54% de los votos, CFK tuvo que enfrentar una corrida cambiaria. No fue la primera ni sería la última pero representó un claro mensaje de la inoxidable patria financiera: ni siquiera la contundencia de las urnas la pondría a resguardo del poder real. Tal vez a eso se refirió la actual vicepresidenta cuando afirmó en el Centro Cultural Kirchner (CCK), ante la Asamblea Parlamentaria Europea-Latinoamericana: “Identificar el poder con estar en el gobierno es una burrada. Un presidente, del 100%, tendría el 25% del poder”.

A diferencia del gobierno de Néstor Kirchner, que su entonces jefe de Gabinete Alberto Fernández definió como “el gobierno de la opinión pública”, los dos mandatos de CFK conocieron el viento de frente de los medios. El conflicto generado en 2008 por el proyecto de retenciones móviles dio inicio al periodismo de guerra- para retomar la gran definición del periodista Fernando Rosso (https://www.youtube.com/watch?v=W44eMe9Vaa8&t=853s)- que tuvo su momento cumbre con la denuncia de Alberto Nisman, seis años más tarde. El fallecimiento del fiscal dio lugar a una gigantesca operación de desestabilización mediático-judicial contra CFK, que contribuyó en la derrota oficialista en las presidenciales del 2015.

En paralelo a esa tormenta opositora, el Frente para la Victoria conoció varias crisis internas, desde el alejamiento de Alberto Fernández en 2008 (a raíz justamente del conflicto de las retenciones móviles) hasta la escisión llevada adelante por Sergio Massa en las elecciones legislativas del 2013. El éxito electoral del ex jefe de Gabinete de CFK fue saludado con una contundente tapa de Clarín: “Massa arrasó y se abre una nueva etapa política”.

Las críticas contra CFK señalaban su liderazgo de mesa chica, en particular después de la muerte de Néstor, pero también un exceso de épica, además de un discurso confrontativo llevado adelante en particular por sectores afines como La Cámpora, que, según sus detractores, alejaba a la clase media menos politizada, harta de los discursos de trinchera. Con el Frente Renovador, Massa buscó atraer a ese sector que ubicaba en una “ancha avenida del medio”, es decir, un terreno tan alejado de la sobre politización kirchnerista como del discurso tradicionalmente antiperonista.

Para esa oposición interna, el kirchnerismo se había convertido en una guardia pretoriana que cristalizaba sus certezas en los “patios militantes” o en programas como 678, y reemplazaba la vocación de mayorías del Frente para la Victoria inicial por la pasión de una minoría intensa. “Prefieren tener razón a ganar elecciones” era una crítica recurrente en aquella época, como si estar equivocado presentara alguna ventaja electoral. Según esta visión, la confrontación era una forma de gobernar y no el resultado de decisiones de gobierno.

La derrota del 2015 fue leída por ese sector como la confirmación de sus diagnósticos. La ciudadanía estaba cansada de la confrontación y había llegado la hora del “kirchnerismo amable”, sin relato, que buscara puentes con el oficialismo de Cambiemos para “resolver los problemas de la gente” en lugar de incentivar la bendita grieta.

Sin embargo, el mayor peso electoral siguió del lado de la grieta. El 13 de abril del 2016, desde las escalinatas de Comodoro Py que debían ilustrar el fin de su carrera política e incluso de su libertad ambulatoria, CFK prefiguró lo que sería Unidad Ciudadana y luego el Frente de Todos. Paradójicamente, el “kirchnerismo amable”, que descree del exceso de épica llegó al poder a través de Alberto Fernández gracias al peso electoral que proporcionó quién era aplaudida en los patios militantes.

Dos años y medios después, ese kirchnerismo sin estridencias no logró ampliar la base electoral hacia esa supuesta ciudadanía mesurada pero tampoco consiguió atenuar la grieta que tanto le preocupaba: el periodismo de guerra opera contra el presidente con la misma violencia con la que lo hacía antes contra CFK. Del lado de la economía, el crecimiento no se traduce por una mejora en la distribución de la riqueza hacia las mayorías, castigadas por un lustro de pérdida de poder adquisitivo de los salarios. El Frente de Todos no sólo no amplió su base electoral sino que perdió votos propios en las últimas elecciones y solo puede invocar el modesto consuelo de que esos votos no aumentaran el caudal electoral de Juntos por el Cambio. Por supuesto, la pandemia no es ajena a la derrota electoral, pese al buen manejo que el gobierno logró con su política de prevención y vacunación.

Sin igualar las grandes iniciativas de los gobiernos de Néstor y CFK, como el enfrentamiento contra la Corte Suprema menemista, las moratorias jubilatorias, los aumentos salariales por decreto, la AUH o la expropiación de YPF, y eludiendo la construcción de un relato, Alberto padece una furia opositora similar a la que conocieron sus antecesores, en particular CFK.

Lo extraño es que quienes creyeron que el dilema era de formas, de estilos de gobierno y no de políticas, hoy no se hacen cargo de los resultados limitados de la puesta en marcha del kirchnerismo amable, ni tampoco ponen en duda el acierto de aquel diagnóstico. Al contrario, muchos vuelven a culpar a CFK, a La Cámpora y a la militancia más aguerrida ya que la falta de resultados sería el resultado de la interna oficialista. En un punto, el kirchnerismo amable no parece tener oficialismo.

En realidad, así como la grieta no es una forma de gobierno sino el resultado de acciones de gobierno que ponen en tensión intereses contrapuestos, la falta de resultados que interpelen a las mayorías no se debe a la interna oficialista sino que ocurre exactamente lo contrario: la ausencia de resultados impulsa la interna y la falta de un espacio de debate y acuerdo explica que se lleve a cabo a cielo abierto.