“Larga charla con Traveler sobre la locura. Hablando de los sueños,
nos dimos cuenta casi al mismo tiempo que ciertas estructuras soñadas
serían formas corrientes de locura a poco que continuaran en la vigilia.
Soñando nos es dado ejercitar gratis nuestra aptitud para la locura.
Sospechamos al mismo tiempo que toda locura es un sueño que se fija. Sabiduría del pueblo:
‘Es un pobre loco, un soñador…’
Julio Cortázar, Rayuela
“Leo el Quijote todos los años,
como otros leen la Biblia”.
William Faulkner
Entre el mito y la novela
Un espectro recorre la Argentina. Es el espectro de Don Quijote. Su nombre inmortal, que llegó clandestinamente a tierras americanas por censura de la Corona, despertó entre los nativos algunos sueños perdurables, que guardaron el tesoro idealista que muchas veces la cultura hispánica, en aras de modernizarse, intentó olvidar. Pero los americanos no borraron de su memoria las enseñanzas del ingenioso hidalgo, y eso les valió el reconocimiento de españoles intempestivos. Un reconocimiento que pronto se volvió un recordatorio, cuando nuestras letras se percataron de que la triunfante civilización anhelaba desprenderse de móviles justicieros y románticos cultos al coraje. Por eso en Miguel de Unamuno se cumple la paradoja de ser tanto el que redescubre—junto con Benito Pérez Galdos y Azorín, entre algunos más—la actualidad del Quijote en una España que peligra como, a su vez, el que instruye a la élite intelectual de la generación del 80 sobre los méritos intachables del Martín Fierro y su pertenencia espiritual al legado de la Península Ibérica. Hasta Lugones, que propiciará en su Lunario Sentimental un laudable homenaje al Caballero de la Triste Figura, en contraste con Hamlet—igual que en la icónica conferencia del ruso Turguénev, a la que volveremos—, no recibirá el poema de Hernández su indiscutido lugar en el panteón literario argentino. Unamuno, por paradójico que sea, fue su primer gran apóstol. Aun cuando en su ensayo de 1894 lo interpreta desde el Cantar del Mío Cid y la Reconquista, importa sobre todo que advierte en él la posibilidad de un retorno a lo popular, en la que basará su relectura y comentario del Quijote una década más tarde, a partir de la emblemática figura de Sancho Panza. Podrá causar sorpresa, pero como confesó Azorín, “leer la obra inmortal no es cosa corriente en España”. La misma suerte corrió el Martín Fierro luego de que Roca hiciera su recordada loa a la paz y a la administración.
Si Lugones acoge a Fierro como un caballero mestizo que lucha aguerridamente en la frontera, como un heredero natural de los conquistadores, no faltarán—Perón entre ellos—quienes descifren en la Conquista una prefiguración de la obra maestra de Cervantes (en su novela se menciona La Araucana, así como el nombre “glorioso” de Cortés), esto es, a un puñado de héroes quijotescos que enfrentan una realidad hostil con la grandeza del ideal y dignifican España con el papel de una nueva Roma (que pronto se sumergirá en la oscuridad y decadencia, mientras ellos mastican amargamente el olvido). Por ejemplo Alejo Carpentier (o Ítalo Calvino), que decía que en la crónica de Bernal Díaz del Castillo sobre la conquista de México se “encuentra con el único libro de caballería real y fidedigno que se haya escrito”. También para Lugones los primeros conquistadores fueron los últimos caballeros andantes, cuya insignia, grabada en cada blasón, reza: fuerte y solo. Los antiguos trovadores se volvieron cronistas de Indias. Y el honor, en lugar de disputárselo en torneos o por el amor de una Dama, buscaban validarlo guerreando y evangelizando en América. Según Alberto Gerchunoff,
“Esos emigrantes peninsulares, hidalgos desguarnecidos de doblones, residuo de las guerras españolas en Italia y en Flandes, prófugos de presidios, caminadores sin oficio, porcarizos y comerciantes, soldados sin ocupación y sin paga, engendraron pueblos y colocaron en la América toda, en el hemisferio colombino, hitos de naciones. Fueron ellos los caballeros andantes que en la estiba de las piojentas carabelas acariciaban la aventura magna, el prodigio de desflorar un universo intacto. Así, al desaparecer la caballería muerta y la novela muerta que la prolongaba en un ditirambo y en un gemido resurgieron como por ensalmo en el espíritu popular y en la voluntad individual y se encarnaron en Don Quijote, que reveló su renacida existencia.”
“España no cabía en España”, plantea el mexicano Carlos Fuentes. “Un estudiante destripado en Salamanca e hijo de molineros empobrecidos, Cortés, conquistará el imperio azteca. Un porquerizo iletrado, Pizarro, vencerá al poderoso Inca. Los hidalgos del nuevo mundo saldrán de los campos yermos de Extremadura, las bullentes ciudades de Castilla y las pobladas prisiones de Andalucía”. En otras palabras, los Don Nadie de España se convierten en Don Quijotes en el “Nuevo Mundo”. Pero la Conquista, como también observa Fuentes, no constituyó una aventura, aún si fue realizada por aventureros. Había grandes instituciones detrás, con intereses bien concretos: la Corona y la Iglesia. De manera que cuando la tarea estuvo cumplida, los héroes se transformaron en villanos y el prestigio devino desgracia. “Colón termina en cadenas, física y síquicamente derrotado. Cortés termina pidiendo limosna al emperador Carlos V, a fin de poder pagar a sus criados y a su sastre”. El mundo en el que hubiesen podido prosperar, tocar la gloria con las manos, esperar que otros cantaran sus gestas, ha desaparecido para siempre. Como en una especie de maldición hispánica o pecado original que sería transmitido de generación en generación, lo mismo ocurrirá con los grandes próceres argentinos de la Revolución de Mayo y las guerras de independencia. Todos ellos perseguidos, calumniados, odiados, proscritos, por gente que compartirá luego el mismo trágico destino. Y en el medio, como veremos, jamás dejan de resonar los ecos ambiguos del Quijote.
La exégesis vulgar (en sentido neutro) reza que la obra maestra del mutilado escritor que combatió en Lepanto es un juego irónico que declara a los libros de caballería ya perimidos, en la incipiente época de la burguesía y de las armas de fuego, que vuelven anacrónicas las viejas justas, para queja del buen hidalgo. Ahora el caballero famoso es simplemente un loco, un soñador, un consumidor de novelas baratas—como en el aburrido y prosaico mundo de la burguesía rural francesa es Emma Bovary, a quien Ortega y Gasset describió como “Quijote con faldas”—, que se toma demasiado en serio lo que lee y confunde ficción con realidad, descuidando las advertencias lanzadas por la Carta Real que había prohibido el tráfico de esta clase de panfletos al continente americano. Pero el Quijote no es solo humor, no es solo parodia de las exageraciones ajenas. Es también pasión, transgresión, desmesura, voluntad inquebrantable, incluso en la derrota. El formato cerrado de la novela no puede contenerlo. Entonces su vitalidad tiende a encarnarse en sucesivas figuras, políticas y literarias, que todavía nos acompañan.
No sería así de atrayente y cautivador si se tratara de un simple chiflado que no sabe lo que dice. “Don Quijote es algo más que una figura ridícula; es algo más que el viejo de las comedias, o el soldado fanfarrón, o el doctor ignorante y pedantesco (...) el caballero sin juicio conserva por debajo de toda su locura una dignidad y una superioridad naturales, en las que no hacen mella sus incontables infortunios”, arguye con elegancia Eric Auerbach. El genio de Cervantes está en haber logrado introducirnos en una zona de imprecisión, gris, en la que ni los mismos personajes son capaces de dirimir con qué bueyes aran. Tomemos el caso de Don Diego, que duda acerca de la supuesta locura, porque le parece lidiar con un hombre que hila oraciones bellas y prudentes, de gran valor y saludable influencia. Un erudito de la talla de Marcelino Menéndez Pelayo afirmó, en una frase que pasaría a la historia, que “no fue de los menores aciertos de Cervantes haber dejado indecisas las fronteras entre la razón y la locura, y dar las mayores lecciones de sabiduría por boca de un alucinado”. Ya antes Wordsworth había declarado que “la razón anida en el recóndito y majestuoso albergue de su locura”. Digamos entonces que en el hidalgo la locura funciona como un axioma, del que se derivan toda una serie de corolarios. Si no se problematiza el axioma, las consecuencias que extrae de él pueden ser igual de brillantes que desconcertantes para quienes permanecen extraños a su punto de vista. “¡Ah, estamos hablando de un gran libro, no de esos que se escriben en nuestros días! Libros así solo se le conceden a la humanidad cada varios siglos. Y en cada página de ese libro se encuentran observaciones sobre los aspectos más profundos de la naturaleza humana”, escribió una vez Dostoievski.
Quijote—“el más generoso caballero que ha conocido el mundo, el alma más cándida y uno de los corazones más grandes”, también en palabras del autor de Los hermanos Karamazov—es tan simpático y gracioso como solemne y heroico. Sus discursos, fuera de todo contexto que los justifique y rozando la pedantería, producen emoción y asombro. Está siempre entre lo sublime y lo ridículo. Cuando al joven Joseph Conrad su tutor le achacó ser “un Quijote incorregible”, en lugar de percibir el sarcasmo, se sintió alabado, con algo de vergüenza por no creerse “de la misma pasta” que aquel venerable señor. Sancho sabe que su amo perdió la cordura, y aun así lo admira, lo sigue, le suplica fidelidad a sus principios cuando parece resignarse o descorazonarse. Por algo más que una ínsula. De hecho, el desenlace es irónico por donde se lo mire: Quijote se sanchifica, vuelve a ser el desengañado Alonso Quijano; Sancho, en cambio, se quijotiza, reclama la herencia legada por su compañero. Pero todo esto no puede sino provocar concesiones jocosas, ya que se supone, citando de nuevo a Ortega, que “en el nuevo orden de las cosas las aventuras son imposibles”. Inserto en una atmósfera que no lo favorece, Quijote desea ser un héroe, responde a un llamado, asume una misión: resucitar la caballería andante en un mundo que ha dejado de contemplarla. Una misión tonta para cualquiera que lo vea e interactúe con él. Todos se burlan de Don Quijote, le hacen creer su cuento. Y este se pesca la carnada.
Sucede que el caballero no es capaz de construir, de configurar la durée, según la expresión bersongniana que emplea Georg Lukács. Para Ortega, que lee la obra de Cervantes como “la arista en que ambos mundos se cortan formando un bisel”, con ella periclita la épica y la aventura se interioriza. “Se salva, es cierto, la realidad de la aventura; pero tal salvación envuelve la más punzante ironía. La realidad de la aventura queda reducida a lo psicológico, a un humor del organismo tal vez”. La novela nace en un período de transición, como una alquimia de géneros o como un género sin ley, donde conviven la picaresca y la épica, la sátira (así lo leyeron los ingleses) y la melancolía (así lo leyeron los románticos alemanes, en clave esotérica y alegórica, menos como novela que como mito artificial, poético), la crónica y el diálogo, el pastoril y el romance, el realismo y el idealismo. La novela misma confiesa este cambalache: “la escritura desatada destos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria; que la épica también puede escribirse en prosa como en verso”. Schopenhauer consideraba el Quijote, el Wilhelm Meister (Goethe), el Tristram Shandy (Sterne) y La nueva Heloisa (Rousseau) como las cuatro perlas del género novelesco. ¿Por qué? Porque escasea la acción, porque se dice mucho a partir de muy poco, de elementos tranquilamente anecdóticos, porque lo que en verdad importa es la vida interior de los personajes, la profundidad y los conflictos del alma humana. “El arte consiste en movilizar con el mínimo de vida exterior de la forma más fuerte posible la vida interior, la cual constituye el objeto real de nuestro interés”, anota el filósofo preferido de Borges en su Parerga y Paralipómena.
Ahora bien, la obra de Cervantes amaga con trascender hacia la epopeya y no lo consigue. Todo lo noble, conmovedor y serio de la novela, esta se encarga de disolverlo cómicamente, según explica Hegel en sus Lecciones de Estética. Quijote no progresa, no hace su camino del héroe. Es un caballero errante, que carece de todo sentido de la verticalidad. Procede de La Mancha, un lugar pobre, rústico, pedestre, ajeno a las necesidades del canon épico. Vende sus pocas posesiones para comprarse libros, a riesgo de mostrarse andrajoso frente a los demás. Tiene su Dulcinea, pero no es la bella dama que todos imaginamos y que debe ser rescatada de las garras del dragón. Como héroe es un héroe patético, un héroe que termina envuelto en la tristeza, que sufre y se desilusiona. “Rey de los hidalgos, señor de los tristes”, lo define en verso Rubén Darío, antes de santificarlo. Entre aventura y aventura, permanece inmóvil, sin resolver la situación que lo aqueja y lo motiva, destinado al infortunio. En palabras de Borges, en una conversación con Bioy Casares: “El Quijote no es un román á tiroirsi, hay una sucesión de aventuras, que ejemplifican lo mismo. Es como un film de Chaplin o de Laurel y Hardy”. Juan José Saer también advirtió el problema con notable lucidez. Decía que “hay dos momentos importantes en la vida de Don Quijote: el primero es el cambio que se produce en su vida con el descubrimiento y la lectura de los libros de caballería, y el segundo es el momento de su muerte”. Para Saer, en rigor, el Quijote es el anti-Cid, el “desmantelamiento de la epopeya”, así como una premonición del K kafkiano. Su carrera no es acumulativa: da vueltas alrededor del mismo lugar, esto es, falla al confrontar su ideal con la realidad, una y otra vez (Friedrich Schlegel hablaba de un “viaje por los aires de Don Quijote a lomos del caballo de madera” y lo compara con los saltos mortales de los filósofos que en verdad no se han movido de sitio). De manera que no es extraño que cosechara herederos del estilo de Tristram Shandy (Sterne), Jacques el fatalista (Diderot), Las Memorias Póstumas de Blas Cubas (Machado de Assís), Bouvard y Pécuchet (los Quijotes del enciclopedismo científico dibujados por Flaubert, que una vez confesó que había leído más de 1500 volúmenes para nutrir a sus dos hombrecitos) o el mismísimo Macedonio Fernández en el Museo de la Novela de la Eterna, grandes maestros de la disgresión, del relato diferido o la estructura dilatoria, que alargan la narración para que la obra absorba el mundo, para que no podamos escapar de su inconclusión y tengamos, como lectores, que participar de su caótico desarrollo. Lejos de significar un mero abuso literario, estas interrupciones, divagaciones, intercalaciones, según mostró estupendamente Ítalo Calvino en una reseña sobre Diderot, “es la única imagen verdadera del mundo viviente, que nunca es lineal, estilísticamente homogéneo, pero cuyas coordinaciones, aunque discontinuas, revelan siempre una lógica”. Cervantes hace morir a su personaje al final del segundo tomo, para cerrar el sentido e impedir la aparición de otros Quijotes de Avellaneda que continuaran las hazañas del viejo castellano por otros medios (Sterne hace a su personaje contar su historia cuando todavía no había nacido; Machado de Assís a Blas Cubas, cuando ya se había muerto). Afortunadamente, no estaba en sus manos semejante acta de clausura.
Resulta elocuente el contraste entre los dos volúmenes. El primero culmina con los archivos manchegos redactados por los “académicos” y, en particular, con la esperanza de una tercera salida de Don Quijote, proyectada en un verso de Ludovico Ariosto en su Orlando Furioso, que traducido reza: “quizá otro cantará con mejor plectro”. ¡Qué diferente es la actitud de Cervantes una década después! Ya en el prólogo de la continuación adelanta que “en ella te doy a don Quijote dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados y basta también que un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras, sin querer de nuevo entrarse en ellas: que la abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las malas, se estima en algo”. Uno podría quedarse entonces con la idea de que toda la novela, en definitiva, como se argumenta al principio y al final, es una sátira de los libros de caballería y, por lo tanto, no habría ningún entusiasmo del autor por las dotes heroicas del protagonista. Sin embargo, si revisamos el último párrafo de la segunda parte, que dice que “no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que, por las de mi verdadero don Quijote, van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna”, advertimos dos cosas. En primer lugar, que insiste con la autenticidad del hidalgo, la cual refuerza con la invocación del manuscrito árabe y los papeles apilados por los académicos, que serían fuente de objetividad ante eventuales críticos y versiones apócrifas. Solo que la objetividad es acá un juego, la relación irónica que la novela mantiene consigo misma y que, de tal manera, no le permite sellar o agotar el sentido. Y en segundo plano, el motivo de la sátira con la que rompe las viejas convenciones son “las disparatadas historias”, es decir, la naturaleza delirante, extraviada, hiperbólica, pero bajo ningún punto de vista es un alegato contra el ideal caballeresco, que fluye alegre y rebosante en cada momento. Con fina sutileza Menéndez y Pelayo atendió el problema, para sentenciar que Cervantes inventó “una nueva categoría estética” y “elevando los casos de la vida familiar a la dignidad de la epopeya, dio el primero y no superado modelo de la novela moderna” o también “la epopeya cómica del género humano, el breviario eterno de la risa y de la sensatez”.
Lo novedoso de Cervantes es la pintura que hace de sus personajes, que cobran vida propia, que emanan un temperamento único y singular. Borges llamó al Quijote “la más íntima de las novelas de caracteres”. También la consideró “el último libro de caballerías y la primera novela psicológica de las letras occidentales”. Hasta entonces, si nos remitimos a las novelas de caballería tradicionales, lo que importaba eran los actos (insólitos, fabulosos), mientras que los personajes se mostraban imprecisos, superfluos, volátiles, secundarios. Cervantes los hace queribles y memorables. El célebre cuentista argentino opinaba lo mismo que el poeta Juan Ramón Jiménez: podemos imaginarnos el Quijote con otras aventuras, mejores incluso, y no cambiaría lo esencial. “Si se perdieran todos los ejemplares del Quijote, quedaría Alonso Quijano como parte de la memoria de los hombres”. Es evidente el contraste de Borges con Unamuno. Para él, el hidalgo no es un faro para una humanidad decadente. Es un amigo entrañable, un compañero de nuestras más alegres fantasías.
Sin embargo, el mayor avance estilístico ocurre en la segunda parte, que es mucho más reflexiva que la primera, mucho más barroca. Ahí el caballero y su escudero se encuentran con sujetos que han leído la novela, pero también la versión apócrifa, cosa que obliga a nuestros héroes a tener que defender la verdad de su empresa ante curiosos, simpatizantes y difamadores. Son como estrellas de cine, según el mismo Borges. Si en 1605 es Don Quijote el que lee novelas y es transformado por esa lectura, en 1615 los personajes de la novela hablan acerca de la novela de la que son personajes. Todos los grados de la realidad son tomados por la ficción, por la virtualidad. Sin mencionar otros recursos que harán escuela. Cervantes presenta la historia como extraída de unos manuscritos de un autor morisco, el historiador musulmán Cide Hamete Benengueli (punto de vista al que debemos sumar el del traductor, el de los anales de La Mancha, etc.), estrategia narrativa que será característica de la escritura de Borges y Marechal. También se confirma que Quijote ha leído La Galatea, del propio Cervantes (como Megafón leyó Adán Buenosayres) y el texto se encuentra repleto de citas y referencias, algunas explícitas, como al Amadís de Gaula (“Amadís fue el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros, a quien debemos de imitar todos aquellos que debajo de la bandera de amor y de la caballería militamos”), y otras esotéricas o especulativas, como a la Autobiografía de Ignacio de Loyola. Esta maravillosa red de alusiones entrecruzadas no ha dejado de tejerse, a pesar de la muerte del héroe.
Carlos Fuentes denominó como “tradición de la Mancha” a esa corriente literaria que se desprende de las inagotables fuentes del Quijote. A los nombres ya mencionados (Sterne, Diderot, Machado, Flaubert, Macedonio) es preciso añadir los de Jane Austen, Gogol, Dickens (Los papeles póstumos del Club Pickwick, donde Samuel Picwick y Sam Weller son Quijote y Sancho; aunque no exageramos si decimos que en cada novela de Dickens hay un personaje quijotesco), Dostoievski (en El idiota, el príncipe Mishkin es no solo una imitación de Cristo sino también del caballero de La Mancha), Tolstoi, Chesterton (que hizo su propia versión “moderna” del Quijote, con un bibliotecario chiflado que se cree Ricardo Corazón de León), Kafka (expresa en una de sus parábolas que es un invento de Sancho), Mann, Faulkner (“en el mundo faulkeriano pululan esos héroes quijotescos, cuyas luchas infructuosas y cuyas cruzadas inútiles dan lugar a una moral de la derrota que constituye el cimiento de su humanismo”, dice Saer), Grass, Calvino, Kundera, Pynchon (con su Mason y Dixon), entre tantos otros. En una carta a Julio Cortázar el 21 de julio de 1967, Fuentes creyó ver en Cien años de soledad el Quijote latinoamericano. “Un Quijote atrapado en las montañas y la selva, sin campos que recorrer, un Quijote claustrofóbico que por ello tiene que inventar el universo a partir de sus cuatro paredes derruidas. Qué maravillosa re-invención del mundo a partir de esa re-invención de los inventos; qué prodigiosa imagen cervantesca del mundo convertido en discurso de la literatura, en paso continuo e imperceptible de lo real a lo vivido a lo imaginado: los Buendía, como don Quijote, solo existen a partir de la literatura, pero la literatura se convierte en la realidad superior porque es capaz de dar vida a los Buendía”.
En España, por supuesto, Benito Pérez Galdós ha sido un gran creador de personajes quijotescos (según hizo notar María Zambrano: todo el novelesco mundo galdosiano es una consecuencia de que “Don Quijote no haya podido ser otra cosa en el mundo—en la historia—que personaje de novela” y de ahí la paradoja de que las novelas posteriores tengan todas un carácter quijotesco), empezando por el incomprendido Nazarín, por Tristana, por la condesa Carolina de Halma, citando apenas algunos. Para quienes los rodean, son hombres y mujeres que no pueden ser, que expresan un anacronismo fundamental, que bloquean el cierre modernizador sin restos ni excrementos ni exclusiones. Se opone a esta vertiente, para Fuentes, la tradición realista de Waterloo, encarnada en la figura apoteósica de Napoleón Bonaparte, el anti-Quijote que pretende dirigir la historia. Tenemos entonces a Balzac, a Stendhal, que en El rojo y el negro pone al protagonista a imitar el Memorial de Santa Helena, en un gesto por demás quijotesco. Ni hablar de Raskólnikov, que en Crimen y Castigo aspira a ser un superhombre, un Napoleón ajeno a todo condicionamiento moral. “La tradición de Waterloo termina no solo en la derrota y el exilio, como Napoleón mismo, sino en el crimen y la locura”. Quijote, en cambio, no termina en la locura. Empieza en la locura. Y jamás cae en el crimen, como tampoco lo hará Megafón, quien asedia a sus enemigos, los somete a biopsias de alma, los expone a la contradicción, pero no los mata. Igual que Don Quijote, el héroe marechaliano—sobre el que regresaremos—no logra cumplir su cometido, aunque preserva una inefable sonrisa tras su muerte. La terrible sonrisa del caído.
Otro posible contraste es entre Quijote y Hamlet, como propuso en una célebre conferencia el novelista ruso Iván Turguénev. Al príncipe de Dinamarca lo carcome la duda: es la hipérbole o la consecuencia no deseada del cartesianismo, un ultra de la razón que no encuentra sus límites, porque no atiende las precauciones de Erasmo (Cervantes, como se ha comprobado, se formó con erasmistas). Por eso se pregunta, fatal, ¿ser o no ser? Para el autor de Padres e Hijos, el manchego, en cambio, vive fuera de sí mismo, para los otros, para combatir el mal y luchar en favor del bien, como heraldo de la verdad. Ahí donde Hamlet es puro análisis y tiende hacia lo trágico, el hidalgo es puro entusiasmo, puro corazón y tiende hacia lo cómico, por su natural exposición a la mirada ajena. “Sin esos ridículos don Quijotes, sin esos estrafalarios inventores, la humanidad no avanzaría y los Hamlets se quedarían sin materia para sus reflexiones”, sentencia Turguénev. A propósito, Thomas Mann, que releyó la novela cruzando el Atlántico—en los vastos e ingobernables océanos, en el pasaje del barco de vela al barco de vapor, en el arrojo para luchar y en la impotencia para vencer, se revelaba para Ítalo Calvino la naturaleza quijotesca de los personajes de Joseph Conrad—, plantea en este sentido que
“Don Quijote es indudablemente un loco, la obsesión caballeresca le convierte en uno; pero la chaladura anacrónica también es la fuente de una nobleza tan real, de una pureza, de una gracia aristocrática, de una decencia tan atractiva y tan inspiradora de consideración de todas sus maneras, físicas y espirituales, que la carcajada ante su ‘triste’, su grotesca figura, siempre está mezclada de respeto admirativo, y nadie se encuentra con él sin sentirse atraído incrédulo hacia el hidalgo lamentable y magnífico, trastornado en un punto, pero por lo demás intachable. El espíritu en forma de spleen es el que le anima y ennoblece, el que deja resurgir incólume su dignidad moral de todas las humillaciones; y que Sancho Panza, con sus refranes, su ingenio popular y sensatez campesina, que no es en absoluto partidario de la ‘idea’ que cosecha palos sino de las alforjas, tenga sentido a pesar de todo para este espíritu, que ame a su buen y absurdo amo de todo corazón, no le abandone a pesar de toda las fatigas que van unidas a su servicio, que no se pueda liberar de él sino que le guarde fidelidad de escudero sincera y admirativa, aunque de vez en cuando tenga que mentirle, eso es maravilloso, le hace también a él digno de ser amado, llena su figura de humanidad y la eleva por encima de la esfera de la simple comicidad hacia lo humorístico-entrañable.”
Quijote, como también precisa Fuentes, es un héroe de la fe, un convencido. “Cree en lo que lee y su sacrificio consiste en no recuperar la razón. Entonces debe morir: cuando Quijote razona, es que ya no puede imaginar.” Sueña con restablecer la unidad, la identidad entre las palabras (de los libros, de sus discursos) y de sus actos. Los libros de caballería no son para él literatura: cree en lo que narran, como si se le fuera la vida en ello. Y se lanza a resucitarlos para un mundo que los ha dejado de lado. Es el pasaje de la literatura a la vida. Pero también hay, como nota Piglia, “una aspiración a pasar de la vida a la literatura, a la novela futura (...) mira el verdadero sentido de sus actos: ser leídos”. Por eso, aunque por momentos se declare una parodia (¿parodiar algo que ya no estaba de moda hace tiempo?), el Quijote es el último libro de caballería. Sin elementos sobrenaturales, desplegando una secuencia (que se retroalimenta a sí misma) a partir del hecho anecdótico de leer demasiados libros. No importan las advertencias, los llamados de atención, las observaciones empíricas, por ejemplo de Sancho. Los molinos son gigantes. Pero la aventura obviamente fracasa, porque los molinos son molinos. Solo que el fracaso melancólico, arremolinado en lo que pudo haber sido y no fue, no evita sin embargo que Quijote vuelva a creer en lo que dice e imagina. Insiste y persiste. Hasta acá, sin embargo, podríamos argumentar que el hidalgo es un héroe bíblico. ¿No repetía Cristo acaso frases de los profetas, para cumplir con lo que había sido manifestado? ¿No se guía la tradición judeocristiana por lo que está escrito en el Libro? Piglia, que trazó alguna vez la comparación, decía a la manera de Dostoievski y de Nietzsche que el Jesús de los Evangelios y el Quijote son ingenuos, “porque su palabra es previa, ya está escrita (...) y los dos son levemente ridículos porque siempre parecen estar hablando de ‘otra cosa’”. También en una oportunidad, Leonardo Castellani parangonó a Don Quijote con el apóstol Pablo: la suya es “la más alta cordura encarnada en un loco”. En rigor, lo había hecho el mismo Cervantes en la segunda parte: “la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano”. ¿Qué es, entonces, lo que produce la crisis? El hecho de ser leído, de ser contado por la ficción. Momento fundacional de la novela moderna, según retrata a la perfección Fuentes:
“Don Quijote, el lector, se sabe leído, cosa que nunca supo Amadís de Gaula. Y sabe que el destino de don Quijote se ha vuelto inseparable del libro Quijote, cosa que jamás supo Aquiles con respecto a La Ilíada. Su integridad de héroe antiguo, nacida de la lectura, a salvo en el nicho de la lectura épica previa, unívoca y denotada, es anulada, no por los galeotes o las burlas de Maritornes, no por los palos y pedradas que recibe en las ventas que imagina castillos o en los campos de pastoreo que confunde con campos de batalla. Su fe en las lecturas épicas le permite sobrellevar todas las palizas de la realidad. Su integridad es destruida por las lecturas a las que es sometido.”