“–Han creado un sistema social de muerte, y en una escala tan amplia, que quienes lo defienden ni saben ya cómo actúa, cuáles son sus mecanismos… Las cosas acaban siendo incalculables, de tanto calcularlas… Han atado a los hombres a herramientas tan grandes y poderosas que ya no saben sobre quién se descargan los golpes. Han justificado, en fin, las pesadillas de don Quijote. Los molinos de viento son, realmente, gigantes terribles.
–¿Y no hay un método eficaz para enfrentar a esa realidad terrible que pinta usted? –preguntó Murrel.
–Sí, fue usted quien lo encontró –respondió Herne–. Usted no se preguntó por ningún sistema cuando vio a ese médico loco que estaba más loco que el propio loco al que pretendía encerrar… En realidad es usted quien dirige nuestros pasos, yo no hago más que seguirle… Usted no es Sancho Panza. Usted es don Quijote. Lo que dije en el estrado lo repito en el camino: usted es el único, entre todos esos caballeros, que ha vuelto a nacer… Usted es el caballero que ha regresado.”
Gilbert K. Chesterton, El regreso de don Quijote
Primera parte del texto, acá.
El Quijote como fuerza política
Juan José Saer denominó “moral del fracaso” al pathos quijotesco, que sería una de las claves hermenéuticas fundamentales para comprender el desarrollo de la novela moderna, en oposición a la moral de la epopeya, que consiste en cumplir con el objetivo a pesar del costo para la vida del héroe: lo logra y paga el precio. Todo en Quijote, por el contrario, parece una sucesión de naufragios, el hundimiento de toda expectativa de realización del ideal. Nadie aprecia al manchego por el éxito de su empresa, sino por su noble corazón y sus buenas intenciones. Por eso dice Schelling que “ninguna deshonra que le acontezca en realidad le desprestigia”. Para una sociedad preocupada por la utilidad y la ganancia, sin embargo, el Quijote aparece como un personaje fútil y superfluo. Convengamos que llega tarde, que es, como diría Piglia, el último lector del género caballeresco y, por lo tanto, al querer vivir lo que ha leído, tiene que hacerlo desde una distorsión, desde la confusión entre la realidad y la ficción. Pero su ficción no puede dejar de producir efectos en la realidad, burlescos o militantes. “Si nuestro señor Don Quijote resucitara y volviese a esta su España, andarían buscándole una segunda intención a sus nobles desvaríos. Si uno denuncia un abuso, persigue la injusticia, fustiga la ramplonería, se preguntan los esclavos: ¿Qué irá buscando en eso? ¿A qué aspira? (...) Ante un acto cualquiera de generosidad, de heroísmo, de locura, a todos estos estúpidos bachilleres, curas y barberos de hoy no se les ocurre sino preguntarse: ¿Por qué lo hará? Y en cuanto creen haber descubierto la razón del acto—sea o no la que ellos suponen— se dicen: ¡Bah!, lo ha hecho por esto o por lo otro”, escribe con sorna Miguel de Unamuno, en su clásico libro de 1905. Pregunta de las que suelen formular aquellos que miran a la militancia de afuera y osan responder por la militancia misma.
¿Se trata de una reivindicación nostálgica? En parte sí, pero Unamuno celebra esa generosidad espiritual también como un remedio para los males de una época enferma de racionalismo (todavía no había sucedido la Primera Guerra Mundial). “Hizo en aras de su pueblo el más grande sacrificio: el de su juicio”. No era un contemplativo: perseguía sus sueños. Y en esa decisión, con la asunción de su nuevo nombre, manifiesta una transformación profunda en su ser, que sirve como ejemplo para cualquiera. En el héroe, argumenta Unamuno, ser es querer ser. Un posibilista, en cambio, se ocupa solo de lo que puede ser, independientemente del deseo. Es uno de los grandes temas de Nazarín. “Descalzo, andrajoso, hambriento, seguido de dos mujeres convertidas al nazarinismo, corre por tierras de Madrid y visita algunos pueblos; en uno de ellos, invadido por terrible epidemia, realiza actos de sublime caridad”, recuerda Azorín. El sacerdote galdosiano, mezcla de Don Quijote y Jesucristo como el príncipe Mishkin, tiene que lidiar con la incomprensión de aquellos que diagnostican que en el siglo del vapor, del teléfono eléctrico, de los abonos químicos, de los ferrocarriles, de la ilustración y el progreso no puede ser su camino de ascetismo y purificación. Frente a tamaña desconfianza el manchego responde: “yo creo lo contrario. Tan puede ser, que es”. Jesucristo, al fin y al cabo, está presente en todas las épocas, por muy descarriadas que aparenten.
Y España, desliza Pérez Galdós en Halma, es la patria de “la santidad y la caballería”, la “patria del misticismo”, como también observó Manuel Gálvez en El solar de la raza. Ya en la generación de Unamuno y Azorín prevalece la idea de que España—corrompida y descompuesta—debe ser salvada por el honor. La interpretación de derecha de este enunciado lleva por supuesto al franquismo, así como en Argentina condujo, hora de la espada mediante, a la dinámica permanente de golpes y asonadas militares, bajo el pretexto de que el Ejército era la última institución aristocrática, decente y honorable—caballeresca—, el guardián de la argentinidad. ¿Con qué criterio se puede juzgar la fe, si ella es personal y subjetiva? ¿Cómo diferenciar lo bueno de lo malo, lo razonable de lo delirante? Dice Unamuno: “La vida es el criterio de la verdad, y no la concordia lógica, que lo es sólo de la razón. Si mi fe me lleva a crear o aumentar vida, ¿para qué queréis más pruebas de mi fe?”. ¿Es esto moral del fracaso? Preferimos pensarla más bien como ética de la convicción, siempre que no se la disocie de la ética de la responsabilidad, por emplear la jerga de Max Weber.
Aquello hicieron los soviéticos en su recepción del Quijote. Recordemos que Stalin trató a la Oposición de Izquierda liderada por Trotsky como un grupo quijotesco e irresponsable. La consideración sobre el caballero español había cambiado después de la Revolución. En los tiempos fundacionales, el impulso romántico, el humor quijotesco y soñador, la actitud heroica hacia la vida era lo que definía la condición del revolucionario para intelectuales como Sorel o Mariátegui. “Combato, luego existo”, rezaba el cogito ergo sum del momento. Durante la guerra contra Japón, por ejemplo, la divulgación del Quijote en China significó la apropiación de un símbolo nacionalista (a la manera de Schlegel, se interpretaba el Quijote como un héroe español) y su utilización para entusiasmar a las masas (Sancho Panza, en esta lectura, representa al campesinado, mientras que Quijote es el espíritu de sacrificio del buen soldado) en medio de las faenas del esfuerzo bélico. Sin embargo, para la vieja guardia bolchevique, con su característico temple de acero, Don Quijote encarnaba el idealismo, la ingenuidad, la alienación (no en vano Marx había escrito sobre el hidalgo que “hubo de expiar el error de imaginar que la caballería andante era igualmente compatible con todas las formas económicas de la sociedad”, en un espíritu que probablemente viene de Heinrich Heine, quien supo recuperar para Alemania la dimensión satírica del Quijote, pero también afirmó, con un estilo del que Marx sacaría provecho, que “éste confundía asilos de mendigos con castillos, mozos de asnos con caballeros, rameras de cuadra con damas de la corte, yo por el contrario considero nuestros castillos sólo como asilos harapientos, nuestros caballeros sólo como mozos de asnos, nuestras damas de corte sólo como mezquinas rameras de cuadra; como éste consideraba las comedias de títeres como acciones de Estado, considero yo nuestras acciones de Estado como penosas comedias de títeres”). Y por eso en la Unión Soviética ya no quedaban Quijotes. Lunacharsky retrató la nueva situación en una obra de teatro. Si antes se les pedía a los comunistas ser “nuevos quijotes”, ahora se estiman los riesgos de esa operación. Tanto en China como en Rusia, el crecimiento de la desconfianza hacia el simpático caballero andante sucedió en momentos donde la realidad parecía oponer una férrea resistencia a la voluntad idealista de transformación. Por eso la guerra prolongada, la NEP y la economía planificada. ¿Qué lugar cabe para Don Quijote ahí? Según Lunacharsky, así como el manchego liberó a los galeotes, también acudiría a liberar a los viejos tiranos, por estar siendo privados de sus “derechos”. Su sentido de la humanidad y sus nobles intenciones lo llevan a cometer una acción contrarrevolucionaria, la cual perjudica los intereses del proletariado. Don Quijote liberado concluye con la proscripción del héroe, que es condenado a una vida errante y solitaria. Sin masas.
Pero también en Argentina la novela de Cervantes cumplió un papel protagónico. Para empezar, el libro ejerció una ostensible influencia sobre los jóvenes revolucionarios que conformaron nuestro primer gobierno patrio y que nos liberaron del yugo español. Personajes quijotescos todos ellos, por demás. En La revolución es un sueño eterno, la novela de Andrés Rivera, el autor reconstruye una conversación entre Álzaga y Castelli, en la que el hacendado español le pregunta al hombre que haría cumplir la sentencia contra Liniers si había leído El Cantar del Mío Cid. “Leo un libro interminable: el Quijote”, responde Castelli. Se trata de un ejemplar que le regaló su padre (es el caso de Perón con el Martín Fierro). Impaciente, Álzaga le informa que es una pérdida de tiempo y que “Buenos Aires tiene más locos de los que necesita”. En efecto, los patriotas que proclamarán la revolución y luego la independencia por tierra y por mar, hacia todos los puntos cardinales, serán testigos de las inclemencias del tiempo. Como lo serán también San Martín (que llamó “mi ínsula cuyana” al territorio de la gobernación que le fue asignada) y el propio Bolívar. Esa comparación la hizo el poeta Rafael Obligado, pero no solo. También el diplomático estadounidense Juan Bautista Irvine, en un informe oficial sobre la figura del Libertador venezolano, lo califica como “un Don Quijote con ambición militar” y en una carta escribe que Bolívar “tiene una inextinguible imaginación parecida a la de Don Quijote para crear castillos, flotillas, jefes fuertes, bloqueos, líneas de circunvalación, que nunca existieron'. Felipe Pigna, añadimos, ha publicado un San Martín, lector del Quijote, con ilustraciones de Miguel Rep y múltiples referencias.
Cuando nos vamos al período de la organización nacional, sin embargo, la imagen del Quijote cambia. Sarmiento, que no puede evitar ciertos parecidos con el hidalgo (“el loco Sarmiento” era su fama), lo consideraba como “una de las formas del espíritu humano”. Se trata a su juicio de un componente necesario en momentos de duda y vacilación, cuando se requiere de un impulso sin garantías para lanzarse a actuar. ”¡Qué ridículas escenas las que excitan el caballeresco ardor por el bien, por la justicia, por la libertad de los oprimidos de entonces, los galeotes, la mujer, el desvalido, el ignorante cabrero, que no se le alcanza la edad de oro a que llegará un día el mundo! Y si Cervantes hace ridículos los accesorios, es sólo para fijar en la mente del pueblo sus lecciones, ni más ni menos como Jesús, el sublime Quijote de la moral, da a sus lecciones la forma de parábolas, que quedan en la memoria del oyente. Si hubiera dado sus lecciones como Platón, no fuéramos hoy cristianos”. Pero Sarmiento, que era un gran soñador de quimeras, también desconfiaba de ellas y se veía más bien del lado de Sancho Panza, como gobernador de ínsulas con un pleno sentido de justicia. La ínsula de Sancho, no obstante, es promesa e invención de Don Quijote y revela la ambigüedad de Sarmiento como literato y estadista.
Mucho más dura y taxativa es la posición de Alberdi al respecto. El tucumano, en su célebre polémica desde el exilio con Mitre y Sarmiento, especula sobre una hipotética presencia de Don Quijote en nuestra América. “Don Quijote ha hecho de la libertad su Dulcinea. Digo mal en llamarle don, porque como se ha hecho republicano, ahora se firma Quijote, liso y llano. Leyó en los libros y en los poetas de la caballería americana, las proezas de un San Martín y de un Bolívar, y porque ellos conquistaron la independencia o la libertad exterior del país a punta de sablazos, Quijote ha descubierto que él podía conquistar la libertad interna, o el Gobierno del país, por el país a punta de lanza (...) sólo a un loco le ha ocurrido que a sablazos puedan extinguirse las tinieblas y la ignorancia de la cabeza de un pueblo (...) Tal batalla es más loca que la que tuvo con los molinos de viento en España.” Si este Quijote “liberal” y “republicano” se ha vuelto egoísta y calculador, Sancho se ha entregado a la politiquería, al comercio de votos, a la búsqueda de empleos lucrativos. América los ha empeorado. Si el hidalgo en Europa “tomaba los molinos por gigantes, aquí toma los carneros por ciudadanos libres. Allá daba lanzadas a los odres creyéndoles vivientes; aquí decreta hombres libres, forma municipales, hace legisladores y electores, por la mera virtud de sus decretos escritos. En España se creía un héroe, en América se cree un Dios, ¡Que la libertad sea! dice aquí, como el que dijo ‘¡Sea la Luz!’, y el loco queda creído que la libertad ha nacido y es un hecho, porque existe su decreto escrito, que la ordenó nacer y existir.” Este Quijote es un Bernardino Rivadavia. O, podríamos decir hoy, un Milei.
Quizá tendríamos licencia para explayarnos acerca de la recepción literaria propiamente dicha del Quijote y recorrer los senderos abiertos por los nombres de Groussac, Gerchunoff, Lugones o Borges. Ni hablemos de la trilogía quijotesca del estrafalario padre Leonardo Castellani (que sería el Castañeda del siglo XX, imitador del manchego el gauchipolítico también), con sus novelas Nuevo Gobierno de Sancho, Su Majestad Dulcinea Y Juan XXIII (XXIV), o La resurrección de Don Quijote, donde los delirios cervantinos se mezclan con la realidad política argentina y la militancia cristiana en el siglo de las guerras mundiales y la bomba atómica. Queremos, sin embargo, detenernos en dos momentos de aquel linaje espiritual. El 12 de octubre de 1947—el pensamiento indigenista todavía estaba en pañales—se celebró en la Academia Argentina de Letras un homenaje a Miguel de Cervantes, del que apenas dos semanas antes se habían cumplido cuatro siglos de su natalicio. Hablaron en el acto oficial Carlos Ibarguren (entonces presidente de la Academia), Arturo Marasso y un tal Juan Domingo Perón. Del primero podemos rescatar la siguiente reflexión, oportuna dadas algunas de las cosas que en breve enunciaremos:
“Bien hizo Cervantes, lo mismo que Shakespeare, en haber dejado indecisas las fronteras entre la razón y la locura y en dar las mayores lecciones de sapiencia por boca de un alucinado. Cervantes y sus obras encierran todo lo que hay de complejo, de grande y de profundo en el alma española; el misticismo arrobador y el sensualismo crudo, el optimismo aventurero y el pesimismo fatalista, la picardía chispeante y la gravedad severa, la generosidad caballeresca y la venganza feroz, la arrogancia y la abnegación; y por sobre todas esas múltiples facetas: el culto al honor y la pasión por lo hazañoso y por lo heroico. Así en el Quijote hay una mezcla de exaltación idealista y de fuerte realismo, como en las páginas de santa Teresa, como en los monjes pintados por Zurbarán, en los Cristos de Morales, en las figuras atormentadas de Ribera, en las Vírgenes de Murillo, en las tallas del Montañés y de Alonso Cano y en los cuadros de Velázquez y de Goya. Este genio y estas creaciones admirables hunden sus raíces en el alma de su pueblo, cuya órbita moral es universal, y son nutridas por esa alma y por sus tradiciones nacionales.”
Marasso, a su vez, explica con perspicacia que la novela de Cervantes es capaz de aunar la parodia con una vasta enciclopedia de reminiscencias. “Estas alusiones están escritas para ser sorprendidas al vuelo; abarcan los romances, los libros de caballerías, los poemas, lo hablado, lo escrito; es un pasar continuo de usos, de frases formularias, de anécdotas, en esbozos, referencias y miniaturas del saber de su tiempo.” Pero nos interesa más la interpretación política que Perón hace del Quijote, como si extrajera de él valiosas lecciones para los desafíos del siglo. Entonces traza una línea común que, del hidalgo para acá, atraviesa a nuestros heroicos gauchos (“los quijotes de nuestras pampas”) y a los peronistas mismos: la filosofía de jugarse entero, de correr riesgos por el bien, del orgullo que depara el afán de justicia. ¿Qué es el justicialismo sino una doctrina que encuentra en el caballero de La Mancha ilustres y simpáticos antecedentes, como exaltación de un idealismo contenido por la prudencia del sentido común representada por Sancho? Desde el Quijote, Perón lee la cultura hispánica en un sentido misional, “que catequistas y guerreros introdujeron en la geografía espiritual del Nuevo Mundo”, y elogia el Discurso de las armas y las letras como “una de las piezas literarias más acertadas y hermosas que ha producido el ingenio humano”. De repente nos topamos con el pasaje más bello de su alocución:
“Cervantes proporciona la imagen del héroe, en el gesto perenne de la heroicidad: esa plenitud de lo corporal y lo espiritual, en una amalgama tan indivisa y fluyente, que lo físico se hace etéreo y el puro valor anímico se torna irrealidad. Es el heroísmo que no teme a la muerte porque ama a la inmortalidad. En el héroe cervantino está sumergido y latente el ideal hispánico—ascético, estoico, acaso resignado—, en el que se abre la flor de la caballería y se amasan los héroes y los santos. Ya lo dijo Cervantes: ‘El soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga’”.
De Perón, el estadista y militar (las armas), conviene dar el salto a Marechal el poeta (las letras), quien alguna vez confesó que de niño soñaba con ser soldado por las historias de caballería que consumía con pasión, empezando, claro está, por nuestro buen Don Quijote. Que yo sepa, respecto al héroe de la última novela de Marechal, el entrañable Megafón, se ha dicho que simbolizaba tanto al escritor como al mismo Perón. Y, sin embargo, yo observo demasiadas semejanzas entre aquella composición ficcional y la que supo hacer Cervantes en su tiempo. Remitámonos al despertar del personaje, que se levanta como hombre nuevo; o a su quimérica empresa (las Dos Batallas); o a la búsqueda perseverante de la Belleza (Lucía, Dulcinea); o cuando Troiani afirma que el soldado “es una estructura humana en la que funcionan a la vez el coraje militar y el coraje civil. Ahí está la madera del príncipe y del caballero andante: ¡sólo en esa madera se podría tallar un ‘héroe’! Por eso ya no existen héroes ni caballeros ni soldados”. ¡No existen héroes ni caballeros ni soldados! Es la situación del Quijote, que pretende resucitarlos, ante la melancolía de una edad que recuerda otras “donde los andantes caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes”; así como Megafón asume la posición de la militancia en un contexto donde la militancia es reprimida y el poder la declara obsoleta, caduca y sin sentido. Entonces irrumpe el a pesar de como definición ético-existencial. “En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama”. Megafón, en una sintonía parecida, se curte primero en la Biblioteca Popular Alberdi (haciendo uso de su “método bárbaro de lectura”) para luego arbitrar en un ring de boxeo, recorrer cual andariego el país y entregarse a la lucha revolucionaria. ¿Qué decir de Fernando Abal Medina, que en una increíble quijotada leyó Megafón y se creyó Megafón? Lectores desmesurados o ratones de biblioteca hay muchos, pero intentar vivir lo que se lee, es una rareza, un lujo barroco. Borges, que inventó a Pierre Menard el copista, no quiso dar ese paso. “Ser Alonso Quijano y no atreverme a ser Don Quijote”, confiesa en La cifra.
Comparemos, también, el procedimiento narrativo. Marechal, en todas sus novelas, acude a los manuscritos de un muerto para presentar la historia y luego intercala narradores o puntos de vista diferentes para tornarla más compleja y real. Es uno de los gestos innovadores de Cervantes. Pero también hacia el final hay coincidencias, por ejemplo entre los académicos de La Mancha y el círculo iniciático de Flores (que estudia la doctrina megafoniana) y entre Sancho (el continuador) y el grupo de Villa Crespo, que busca el falo perdido del héroe. La muerte de Quijote, sin embargo, se parece menos a la del descuartizado Megafón que—aunque anímicamente invertida, siendo una melancólica y la otra risueña—a la de Samuel Tesler, el loco cuerdo que ”calculaba iniciar su muerte al filo del mediodía” y “pensaba dar un ejemplo metafísico a los boludos materialistas de Buenos Aires y sus alrededores”, casi al estilo del manchego que se jode en los amantes de los libros de caballerías. Donde quizá es mayor la conexión es al momento de la sepultura de los dos hidalgos, aunque con las pertinentes variaciones. La Marcha Fúnebre con la que se despide a Megafón tiene un tono bastante más solemne que la ambivalencia irónica que predomina en el resto de la novela. Los epitafios que cierran cada una de las partes del Quijote, en especial el de la segunda, es más gracioso que triste o esperanzador. Risa que falta en el lecho de muerte de nuestro caballero. Las palabras que ahí pronuncia Sancho—”era preciso que él muriera en desengaño para que en engaño vivificante vivas tú”, dice Unamuno— son tal vez las más emotivas de toda la novela:
“no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más, que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser vencedor mañana”.
De esta congoja podemos retrotraernos a la sustancia del vínculo entre Don Quijote y Sancho. Fue Unamuno, con algún que otro precursor entre los románticos alemanes, quien vio en esa relación algo más que un contraste (o un contrapeso) entre idealismo y realismo o entre locura y sentido común. No se trata, para él, de una simple oposición, sino que uno no puede ser pensado sin la compañía del otro. Por eso diremos que entre Quijote y Sancho hay una relación militante, una relación de formación política. Sancho simboliza al hombre de pueblo, sin acceso a las letras. Es un simple labrador, el vecino de Don Quijote. El héroe va a buscarlo y “en resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero (...) Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó su mujer y hijos y asentó por escudero de su vecino”. Si nos detuviéramos acá, advertiríamos que Sancho sigue a Quijote por una conveniencia meramente material, porque espera recibir un beneficio de él. No por la idea que el hidalgo milita, no por amor a la justicia. Es el primer momento de esta dialéctica, que se irá profundizando hasta que el propio Sancho empezará a pensar con los criterios de su conductor. El encanto del Quijote reside en lograr seducir y atraer a quienes lo rodean, a pesar de que desde el comienzo nieguen su punto de vista. “Tú eres loco, y si lo fueras a solas y dentro de las puertas de tu locura, fuera menos mal; pero tienes propiedad de volver locos y mentecatos a cuantos te tratan y comunican”, le dice Don Antonio a Quijote. El caso de Sancho es paradigmático: abandona a su familia para ir tras las ilusiones de un personaje estrafalario, a cambio de una ínsula, sí, pero luego la ínsula se vuelve una excusa y lo que mueve a Sancho es la fidelidad y el servicio. “Prueba más quijotismo seguir a un loco un cuerdo que seguir el loco sus propias locuras (...) Pues tal es la condición de la fe viva: crece vertiéndose y repartiéndose se aumenta”, escribe célebremente Unamuno. Para sintetizar, entonces, podemos comprender la posición representada por Sancho a partir de esta espléndida y apolínea caracterización de Menéndez y Pelayo, que es también una profunda hermenéutica del sentido de la novela:
“Sancho no es una expresión incompleta y vulgar de la sabiduría práctica, no es solamente el coro humorístico que acompaña a la tragicomedia humana: es algo mayor y mejor que esto, es un espíritu redimido y purificado del fango de la materia por Don Quijote; es el primero y mayor triunfo del ingenioso hidalgo; es la estatua moral que van labrando sus manos en materia tosca y rudísima, a la cual comunica el soplo de la inmortalidad. Don Quijote se educa a sí propio, educa a Sancho, y el libro entero es una pedagogía en acción, la más sorprendente y original de las pedagogías, la conquista del ideal por un loco y por un rústico, la locura aleccionando y corrigiendo a la prudencia mundana, el sentido común ennoblecido por su contacto con el ascua viva y sagrada de lo ideal”.
Ahora bien: la relación entre militantes jamás es entre dos sino entre tres. Falta Dulcinea de Toboso, que es la idea, la Mujer perfecta, la Belleza, la Patria (o el Pueblo en su sentido metafísico), que Quijote ama con locura y de manera incondicional, sin conocerla en carne y hueso, sin jamás haber entablado un contacto directo con ella. Es la Dama a la que quiere dedicar sus victorias. De ahí que mande a Sancho a buscarla. “Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea”. El escudero es el encargado de llevar el mensaje. Pero como nunca la encuentran, en la segunda parte Sancho le presenta a una hipotética Dulcinea, que no luce como Quijote la imagina, por lo que atribuye la distorsión a un encantamiento. Los encantamientos serían el tipo de manipulación o colonización ideológica que impiden al héroe triunfar en sus propósitos. Y, sin embargo, Quijote acepta a esta Dulcinea devaluada, transformada por algún genio maligno, como Dulcinea, de la misma manera que un militante no sacrifica el amor por su pueblo ante una falla o desajuste en sus expectativas. “¿Hay encantos que valgan contra la verdadera valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible”. En Su Majestad Dulcinea, Castellani escribe que “Dulcinea, aunque fuera de mi ‘subjetividad’ no sea más que una campesina zafia, pero que dentro de mi fe, dentro de la presión heroica de la mente del caballero, que es la fe, no es Aldonza Lorenzo ni es un sueño vano, es real, es más real que todas las realidades materiales, y la prueba está en los grandes hechos que inspira y las hazañas que produce…” Se trata de una causa eterna, que necesita encarnarse. Es lo que Unamuno llama la filosofía del no dejarse morir, de seguir persiguiendo la virtud, anhelando la inmortalidad. “Dios nunca ha pedido al hombre que venza sino que no sea vencido”, sentencia Castellani. En otras palabras: una victoria definitiva solo es de Dios, no de los seres humanos. Los seres humanos tienen la responsabilidad de no caer en la tentación, de levantarse luego de cada tropiezo, de avanzar en la dirección luminosa de la Idea. No deja de ser significativo que Sancho presente como Dulcinea a una cualquiera. No hay un acceso al pueblo—como en el cristianismo no hay un acceso a Dios—si no es a través del otro, del otro que sufre, del otro que exige justicia, del otro necesitado de redención.
Cuando se produjo la gran reivindicación del Quijote en las vísperas del tercer centenario, el contexto era el de una España derrotada y humillada, que había perdido sus últimas posesiones coloniales, que se desmembraba como imperio, que ya no sabía muy bien lo que significaba como país y como cultura. A principios del XIX, lord Byron pretendió ver en Don Quijote la causa de la decadencia de España, por contribuir a la desaparición de las virtudes caballerescas. A finales de ese siglo y comienzos del siguiente, el Quijote se volvió una figura de esperanza y dignidad. En D. Q, relato publicado en el año del desastre español, Ruben Darío introduce al manchego, como un fantasma, en la guerra hispano-estadounidense. Un Quijote de mar, de aspecto contemplativo, sombrío, melancólico, aunque todavía animoso y soñador, que ante la vista incrédula de todos se suicida por la amargura que le ocasiona la derrota naval y, con ella, el derrumbe de la madre patria. Y, sin embargo, a diferencia de los demás soldados, Quijote no entrega las armas, no se declara vencido. Disminuido, callado, misterioso, representa los restos precarios y desolados de una España posible. En la misma sintonía, en la búsqueda del alma extraviada, Azorín se pregunta en La ruta de Don Quijote—uno de los ensayos más bellos de la prosa castellana—, “¿nuestra vida no es como la del buen caballero errante que nació en uno de estos pueblos manchegos? Tal vez sí, nuestro vivir, como el de don Alonso Quijano el Bueno, es un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados… Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro símbolo y nuestro espejo. Yo voy—con mi maleta de cartón y mi capa—a recorrer brevemente los lugares que él recorriera”. Digamos que así como Lugones, Martínez Estrada y Marechal se preguntan por la argentinidad a través de una pregunta por el Martín Fierro, en esta generación de españoles la pregunta por el Quijote es una honda pregunta por España. Reflexiona Ortega y Gasset:
“De entre los escombros tradicionales, nos urge salvar la primaria substancia de la raza, el módulo hispánico, aquel simple temblor español ante el caos. Lo que suele llamarse España no es eso, sino justamente el fracaso de eso. En un grande, doloroso incendio habríamos de quemar la inerte apariencia tradicional, la España que ha sido, y luego, entre las cenizas bien cribadas, hallaremos como una gema iridiscente la España que pudo ser”.
José Luis Villacañas—probablemente el mayor pensador político español de la actualidad—sostiene que, a pesar de que Don Quijote parezca muchas veces un gnóstico, alguien que interpreta el mundo como el encantamiento de un dios maligno, preserva en su fantasía un núcleo católico, que lo lleva a mantener la fidelidad a los “ideales del padre”, a pesar de la hostilidad de la sociedad de su tiempo hacia los mismos. En la tensión de lo católico con lo moderno es posible rastrear numerosos personajes que no se resignaron a acompañar los vientos sensacionales de la opinión pública. Pero por la misma razón, nunca pacta con la técnica. Decepcionado, reniega de la invención de la pólvora y le atribuye una responsabilidad para nada menor en la decadencia de los caballeros andantes. No piensa una mediación diferente. En su lugar, recurre a una oposición frenética, basada en un “éxtasis delirante”. A la ruina económica de los de su condición, la enfrenta con una fe sin parangón. De ahí que Villacañas sostenga que “Don Quijote es en este sentido un caballero no-Loyola, sin Compañía; pero también un no-Calvino, sin comunidad urbana ni secta”. O, al revés, especula Castellani que “Lutero fue un Quijote sin Sancho, la ‘fe sin obras’, y eso fue su lástima”, pues “la fe en efecto no es sino la persecución de un absurdo (...) sería locura pura si no llevara siempre a las rastras consigo al sentido común. La persecución inalcanzable de Dulcinea, eso es la fe; y Dulcinea existe, aunque no donde El Quijote y nosotros nos imaginamos”. El caballero andante, el militante en nuestra concepción, no puede vivir sin pueblo. Debe ser romántico, idealista, transgresor, pero siempre debe mantener el cable a tierra, el contacto con el mismo sentido común que se propone transformar. Entonces, como adivinó Dostoievski, “ese Sancho, personificación del sentido común, de la prudencia, de la astucia y del justo medio, acaba convirtiéndose en amigo y compañero del hombre más loco del mundo”.
Varias décadas atrás, el filósofo Carlos Astrada contendió con la proclama de Unamuno que aspiraba a resucitar el Quijote en una España vetusta y desorientada. En la mirada del argentino, a ese intento “le falta atmósfera histórica e instrumentación adecuada, porque los ideales, a menos que se los confine en la campana pneumática de las postulaciones teóricas, también se instrumentan, como todo propósito que aspira a cuajar y devenir sustancia del acaecer; se instrumentan en vista a su realización, se sirven de los medios y recursos técnicos, materiales y anímicos que la época les ofrece”. Esto había sido dicho por Menéndez Pelayo: “D. Quijote sucumbe por falta de adaptación al medio, pero su derrota no es más que aparente porque su aspiración generosa permanece íntegra, y se verá cumplida en un mundo mejor, como lo anuncia su muerte tan cuerda y tan cristiana”.El riesgo de la apelación a la esperanza, con cierta confianza ingenua en el progreso, es el quijotismo estéril y sin ocasiones de verdadera transformación. No alcanza con que Sancho tome su posta y se revista de sus armaduras. “Si es exacto que don Quijote ha devenido, como lo afirma Schelling, un nuevo personaje mitológico en el dominio de toda cultura, para nosotros, es un mito viviente, un personaje simbólico que espera el momento propicio para aparecer en la realidad con bien forjada armadura, del todo moderna, instrumentada, hasta en el último detalle, por la técnica de nuestra época”, concluye Astrada. Una operación similar realizó Gramsci en torno al El Príncipe de Maquiavelo, que en el siglo XX no podía ser un héroe individual o un jefe político-militar sino una voluntad colectiva, una organización, el Partido Comunista como nuevo Príncipe. La pregunta es válida para nosotros también hoy. ¿Qué fuerza podrá volver a unir a Quijote y a Sancho en nuestra época de internet, algoritmos y teléfonos celulares?
Durante una investigación bibliográfica que emprendí sobre la obra de Leopoldo Marechal, me sumergía yo en los ejemplares de El Sol y la Luna cuando, habiendo llegado al tomo X, me encontré de casualidad con un texto titulado El Hidalgo, de un tal Alfondo Valdecasas, que luego averigué que se trataba de un extraño franquista, que sirvió de inspiración para el nacionalismo católico argentino durante sus largos años de despecho. Nada del ensayo, sin embargo, me produjo alguna reminiscencia del fascismo. Sí me aportó, en cambio, dos o tres ideas fundamentales. Para empezar, un necesario refresco sobre la etimología de la palabra “hidalgo”, que quiere decir hijo del linaje bueno, pero que como tal hereda obligaciones, no privilegios. La nobleza es la obligación de ser noble. Esto me llevó a revisar la noción de “obra” que aparece en el Quijote y que Valdecasas interpreta no desde el resultado o el éxito, sino desde la virtud de la acción esforzada, que se cultiva y se milita. Luego, el autor también proponía una genealogía de la idea caballeresca, asumiendo una contraposición entre las tradiciones inglesa e hispánica. Por el lado británico, tenemos al gentleman, que sustituye el ejercicio de las armas por el ejercicio del deporte, que forja su estilo más en el fair play que en el honor.
Que en el fondo no es más que un juego, que no hay nada esencial en el asunto, más que competir siguiendo unas reglas determinadas, es lo propio del caballero inglés. Tomemos el caso de Tom Jones, la novela de Fielding que dialoga con la picaresca del Siglo de Oro español pero que, en su descripción del alma humana, pondera la integridad del buen muchacho ante una sociedad hipócrita que lo asedia y aun así no lo pervierte (si nos tuviéramos que remitir a los personajes de Mark Twain, Tom Sawyer y Huckleberry Finn, la pasión por las travesuras responde a una lógica similar y a la vez distinta; al intento por aflojar y evadir la severa moral puritana, si bien desde la transgresión infantil y no desde la autocrítica y la búsqueda de lo correcto). La mentalidad del gentleman es la mentalidad burguesa, utilitaria, de un Robinson Crusoe. El arquetipo de lo español, simbolizado en esas figuras subjetivas que adoptan la forma del caballero andante, el santo o el místico, según los reconstruyó a la perfección Manuel Gálvez en El solar de la raza (España misma es andariega y quijotesca), apunta más bien a la dignidad o al tono de la vida, antes que al envejecimiento o a la duración per se. Durar dura el borrego, vivir vive el militante revolucionario, citó una vez Rodolfo Walsh. Como dijo Unamuno, si el objetivo es la extensión (en el espacio y en el tiempo, supongamos el FDT y el PRI, o por momentos la misma Iglesia Católica), se pierde en intensidad y coherencia, pero no siempre sucede lo mismo a la inversa. Es verdad que un arrebato de intensidad nos puede llevar a quemarnos antes que a construir. Mas no es inverosímil que “al ganarse en intensidad se gana en extensión también, por paradójico que os parezca; y se gana en duración. El átomo es eterno, si existe el átomo. Lo que es de cada uno de los hombres, lo es de todos; lo más individual es lo más general. Y por mi parte prefiero ser átomo eterno a ser momento fugitivo de todo el Universo”. Primero que nada, hay que saber darse una existencia política y sostenerla contra cualquier atajo o tentación.
En Argentina el ideal caballeresco fue sensiblemente pensado. Por Marechal, por Lugones, por Castellani, por Perón incluso. Se me ocurrió entonces que podía traducir aquella aspiración por lo universal, por la belleza, por la justicia, desde el punto de vista de la militancia. En otras palabras: que en la militancia se juega la esencia de lo argentino, por supuesto familiar aunque no idéntica a la visión hispánica. De hecho, los españoles también han dejado como herencia no la bondad y generosidad de los conquistadores (que quisieron ver un Lugones o un Ernesto Palacio) sino el egoísmo lucrativo, el afán de rapiña y saqueo, el extractivismo que luego haría suyo buena parte de nuestro empresariado. Cuando únicamente se observa el aspecto improductivo de estos caballeros y no su eventual nobleza, se abre camino para una tendencia que renegará de lo español, que se preguntará qué hubiese sido de nosotros si nos colonizaban los ingleses, si en vez de latinos y católicos fuéramos anglosajones y protestantes. Desde Alberdi y Juan Agustín García hasta Javier Milei. Ellos hacen hincapié en el trabajo honrado y sin descanso, en la moral puritana, en la productividad, en el utilitarismo, (acá ya no Milei) en la cortesía, en las buenas maneras, en el juego limpio, en cumplir las reglas, en lugar de admirar la aventura, la épica, el heroísmo, el culto al coraje (donde encuentra Milei su vena española), el ponerse en juego a uno mismo, el correr riesgos innecesarios, el sacrificarse por los otros, el salir de la comodidad, el exponerse al peligro, al compromiso y la responsabilidad desde la solidaridad y la comunidad, no desde el individualismo posesivo. La militancia nace de la indignación ante las injusticias y la hipocresía pero también de la búsqueda de la verdad, de la fobia al aburrimiento. La vida buena y justa es además un contacto con lo emocionante y apasionante, una experiencia de autenticidad, de ser en la verdad y en la belleza. La militancia es una política, una metafísica, una ética, una estética. Que en sumar un militante, en contagiar la idea, prueba su consistencia, conquista su reino, trasmite la alegría de vivir, contra cualquier tentación. Porque en la resistencia está el hidalgo valor de la vida. Concluyamos con estas hermosas palabras del maestro Unamuno:
“Don Quijote no fue a Flandes, ni se embarcó para América, ni intentó tomar parte en ninguna de las grandes empresas históricas de su tiempo, sino que anduvo por los polvorientos caminos de su Mancha a socorrer a los menesterosos que en ellos topase y a enderezar los tuertos de allí y de entonces. Su corazón le decía que, vencidos los molinos de viento de la Mancha, quedaban vencidos en ellos todos los demás molinos, y castigado Juan Haldudo el rico, quedaban castigados todos los amos ricos despiadados y avariciosos. Porque no os quepa duda de que el día en que sea vencido del todo y por entero un malicioso, la malicia empezará a desaparecer de la tierra y desaparecerá pronto de ella. Don Quijote fue, queda ya dicho, fiel discípulo del Cristo, y Jesús de Nazaret hizo de su vida enseñanza eterna en los campos y caminos de la pequeña Galilea”.