Las palabras no dicen, hacen
La forma en que nominamos las cosas, las mencionamos, no es menor. Esto ha sido estudiado por el psicoanálisis freudiano y lacaniano. Cayó Perón, dicho de esta manera, pareciera que la caída fue voluntaria, por motus propio “se cayó”. Que la contrarrevolución que derrocó al gobierno popular de Juan Domingo Perón, que mejoró sus condiciones existenciales, les otorgó la representación y empoderó a los trabajadores, sea llamada Libertadora, es todo un símbolo de qué se puede hacer con el lenguaje.
Fue filosóficamente la Escuela de Cambridge (Quentin Skinner, uno de sus exponentes), la que planteó el carácter pragmático y performativo del lenguaje. Es decir, el cariz de operación que tiene el discurso sobre la realidad, que hacemos cuando mencionamos, nominamos. Así, las palabras no denominan algo objetivo e imparcial, sino que construyen sentido, discurso, y operan sobre la realidad. La contrarrevolución comenzó a llamarse así misma Libertadora porque, en contexto, venía a poner fin a “una larga tiranía”, a terminar con el gobierno del “General tirano”, a “restaurar libertades”. Por eso, las líneas que siguen están dedicadas a uno de los golpes de estados más cruciales en nuestro país, y puntualmente al derrocamiento del 16 de septiembre de 1955 del segundo mandato del gobierno peronista.
112 muertos y un general sin tropa
Algunas crónicas de los hechos, como por ejemplo las de Félix Luna, comienzan contando que el plan de operaciones de la Marina se pone en marcha cuando los jefes encargados de sublevar a las distintas unidades entran en acción. La idea de acabar con el gobierno que había osado distribuir la renta en un fifty-fifty, entre el capital y los trabajadores, comenzó el 28 de septiembre de 1951. Casi 4 años antes, cuando Benjamín Menéndez en Córdoba se había sublevado -hecho que condujo a Evita a comprar armas al Príncipe de Holanda- encabezando la asonada. En aquella oportunidad fue el general retirado Menéndez junto a un grupo militar antiperonista de alto rango, con el apoyo de los partidos de la oposición, quienes habían intentado destituir a Perón. En el comunicado de los sublevados sostenía que el gobierno de Perón “había llevado a la ruina económica y moral al país”. Por falta de apoyo de los rangos intermedios para movilizarse, el plan fracasa. El segundo intento es conocido: en un hecho inédito, la aeronáutica, con tres aviones, bombardeó la Casa Rosada y el Ministerio de Guerra, con el objetivo de terminar con la vida del presidente de la Nación. Además, bombardeó la Plaza de Mayo, ocasionando alrededor de 350 muertos y 1000 heridos. Ese día, el 16 de junio de 1955, cayeron 14 toneladas de explosivos. Tal vez este último, más que un golpe fallido había sido un aviso. La antesala del movimiento que produciría el levantamiento final.
Es extraño, el hombre que eligen para encabezar el movimiento, y que será el presidente provisional a partir del 23 de septiembre, es un General retirado, sin mando, ni tropa. Eduardo Lonardi, cruza el portón de la Escuela de artillería en Córdoba, del que había sido director y, con facilidad, el 15 de septiembre apresa al Coronel Juan Bautista Turconi, para apropiarse de una tropa de 2400 soldados. Es mediodía y, horas más tarde, seduce y convence con el ofrecimiento de un cargo a su principal opositor, el general Brizuela. Lonardi le ofrece ser Oficial Superior del Ejército Argentino. A cambio, Brizuela debía dejar de amotinarse y convencer a su tropa para que se pliegue al movimiento rebelde de Lonardi.
Allí, el plan del General sin tropa se convierte en un programa, y las dudas de Eduardo Ernesto Lonardi se disipan. Un dato de color: ese 15 de septiembre Lonardi cumplía 59 años. La sublevación militar que comienza en la Escuela de Artillería, se propaga por la región del Cuyo, con la intención militar de derrocar al gobierno democrático. Juan Domingo Perón, al tanto de los hechos, declara el Estado de Conmoción Interior -CONINTES-. Un grupo militar afín al General de los trabajadores reacciona en Córdoba y opone resistencia.
Mientras tanto, el 16 de septiembre, la sublevación se hace incontenible con apoyo de la cúpula eclesiástica y la oposición política -desde el PC hasta los conservadores y el radicalismo-. Perón quiere evitar sangre y un posible desenlace hacia una guerra civil. Sin titubear, la Marina amenaza con bombardear La Plata, Berisso y la Capital Federal si no cesa la resistencia en Córdoba. Perón no fusiló a Samuel Toranzo Calderón, responsable del bombardeo de junio del 55´, pero el antiperonismo militar no tendrá reparos, y será responsable de 112 muertos entre el 15 y el 17 de septiembre. El pueblo cordobés de Río Colorado sufrirá bombardeos, junto a el puerto de Bahía Blanca. También hubo represión en Mar del Plata, y el 18 se produjo una sublevación de la Policía Bonaerense. Las cartas estaban echadas. Esta vez el golpe había triunfado. Desde Córdoba, en un DC-3, aterrizaba en el aeropuerto de la Capital Federal el nuevo presidente provisional Eduardo Lonardi, dando comienzo a la revolución fusiladora. La venganza contra el peronismo, por haber dislocado a la sociedad y permitido la incorporación de las mayorías a la vida cultural, política y social argentina, no se hizo esperar.
Del primer peronismo al kirchnerismo: el odio visceral
El odio antiperonista puede verse también en la actualidad. Es un odio simbólico y también material -ya que atentaron contra la vida de la vicepresidenta de la Nación, gatillándole a diez centímetros del rostro-, y tiene una larga duración y diferentes niveles. El odio de clase, y el racismo de cierta clase media, media-alta argentina bien pensante, estaba presente ya en el primer peronismo. Un capitán en la base aérea militar en El Palomar en los años 50, comentó furioso que había visto al recolector de residuos de la base en el prestigioso Cine Ópera de Buenos Aires. Ante la pregunta de su interlocutor de por qué no podría estar en ese ámbito, contesta: “¿Pero no te das cuenta?, ¿Cómo un basurero va a estar a nuestra altura? Los peronistas nos van a llevar a un estado de anarquía”. Desde aquel momento los sectores populares son considerados invasores que ocupan un lugar inmerecido. La idea del “otro” que no tiene derecho a tener lo que yo tengo. En la actualidad se puede escuchar habitantes del centro que critican los subsidios y planes que adquieren los vecinos de la periferia – un discurso muy presente durante los doce años de kirchnerismo- sin advertir los subsidios que reciben por ejemplo las escuelas privadas o las tarifas de servicios que benefician o beneficiaron a ellos mismos. Es una lógica clasista, que se ubica en contra de la democratización de los consumos y los bienes -“¿Cómo van a tener esas zapatillas o aquellos celulares?”-. Son parte de una perspectiva antipopular, de las primeras expresiones de antiperonismo hasta hoy.
Así recordaba ese sentimiento un testigo del golpe de 1955: “en el Policlínico Evita, y en el Juan Perón acá en Avellaneda, destruyeron los colchones y las sábanas, y todo lo que dijera fundación Eva Perón. Los quemaban y hasta los robaban. En Lomas, los bustos de Perón y Evita eran arrastrados por un jeep”.
Cuerpos y símbolos. De los fusilados de José León Suárez, a destruir el patrimonio de la Fundación Eva Perón. De descalificar a los humildes que reciben una ayuda del Estado o que pueden comprarse un celular, a proscribir al partido peronista con toda su simbología. Son diferentes estratos e intensidades de un mismo odio. Por ello, hoy es el aniversario de un hecho luctuoso de nuestra historia. Se sabe que en los días posteriores a la destitución del peronismo, mientras la aristocracia brindaba, como cuenta Rodolfo Walsh, las sirvientas lloraban. El resentimiento y el odio inoculado, de manera discursiva, no es inofensivo. Los propios medios de comunicación mostraron su cara más hipócrita sorprendiéndose con Fernando Sabag Montiel, el agresor magnicida de Cristina Fernández de Kirchner. Quizás, en vez de un outsider que utiliza simbología nazi, sea una consecuencia de la ferocidad de los discursos mediáticos y políticos. Ya no se trata sólo de un ataque contra la persona de Cristina Fernández, sino contra el peronismo, contra cada militante de la causa nacional y popular, contra los miles de kirchneristas que parecieran no tener derecho ni a votar, ni a pensar la patria como lo hacen.
En definitiva, es el mismo odio, servido en un nuevo envase, porque “el kuka”, la cucaracha, da asco, es repugnante y hay que eliminarla. Porque, en definitiva, las armas de la fusiladora no estuvieron sólo cargadas de municiones y bombas, sino de un veneno que vertieron desde distintas usinas, todos los días un poco; de un odio violento y visceral, que cada 16 de septiembre debemos recordar.