Existen dos preguntas que acompañan la elección de todos los Papas. Interesa saber primero quién fue hasta hoy el escogido por los cardenales, de dónde viene, qué funciones religiosas cumplió, cuáles fueron sus posiciones públicas respecto a los temas más controvertidos del momento y en torno a qué alianzas reunió en el Vaticano los consensos necesarios para su investidura. En segundo lugar, hay que interpretar el nombre con el que decide ser conocido, porque el nombre es un mensaje en sí mismo, que revela de manera preliminar los vínculos con la tradición de la Iglesia Católica y los valores que desea inspirar entre los fieles, antes de desarrollar ambos puntos en los documentos que nutrirán su legado.

Robert Francis Prevost, nombrado Papa el último 8 de mayo para suceder a Francisco, es el primer estadounidense en llegar al cargo. Pero es un estadounidense atípico, al menos dentro de los parámetros que maneja Donald Trump. De padre francés y madre española, Prevost carece de procedencia anglosajona. Y vivió la mayor parte de su vida en Perú, país del que se naturalizó y donde llevó adelante su vocación misionera hasta convertirse en obispo de Chiclayo y vicepresidente de la Conferencia Episcopal, responsabilidades desde las que se mostró opositor tanto a Fujimori como al actual gobierno autoritario de Dina Boluarte. Cercano a Francisco, este lo erigió en cardenal en el año 2023 y acompañó sus críticas a las políticas migratorias expulsivas de Trump y Vance. Contra el “Make America Great Again”, ni siquiera se refirió a los Estados Unidos en sus primeras palabras como Papa, pero sí destinó un saludo y agradecimiento en castellano a sus hermanos peruanos y mencionó a Francisco en tres oportunidades.

Perteneciente a la Orden de San Agustín, una orden mendicante que casi no dio Papas-pero sí al reformador Martín Lutero-, trae consigo reglas monásticas y hábitos comunitarios, así como el cultivo del estudio, la oración y la contemplación, sin renegar de cierto activismo, aunque mucho menos intenso y disciplinado que el de los jesuitas, orden de la que provenía Francisco. Identificación con las periferias, apertura ecuménica y una Iglesia que tienda puentes en lugar de levantar muros podría ser la síntesis entre el agustinismo y la concepción misionera que profesa el Papa entrante.

Pero más allá de los aspectos biográficos, enumerados en todos los portales de noticias, nos parece importante revisar los motivos del nombre: León XIV. A diferencia de Francisco, que siguiendo la heterodoxia del santo de Asís eligió despegarse del amplio listado de obispos de Roma e introducir una perspectiva nueva, capaz de conectar a la Iglesia con sus bastante olvidados compromisos evangélicos, León es un nombre que pertenece a una tradición benemérita. Después de Juan, Gregorio y Benedicto, León es el nombre más usado junto con Clemente. Todas estas denominaciones responden a características especiales, que luego pueden ser honradas o no en el ejercicio del cargo, pero que informan de entrada en qué lugar se piensa el flamante Papa frente a los desafíos de su tiempo.

Tal vez debamos considerar una excepción para el caso de Prevost, porque León fue también el fray más leal a Francisco de Asís, al cual sobrevivió varias décadas, siempre preocupado por cuidar la dignidad de su enseñanza ante las confusiones que empezaban a verse en la orden de los franciscanos tras la muerte de su fundador.

Esta amplitud de significado no lo sustrae, sin embargo, de la familia de los León, ya que el número lo ata a esa genealogía, que presenta condiciones muy particulares, no atendidas con el suficiente celo. Con buenas razones-entre ellas, la declaración reciente del mismo Prevost- se lo revisó a la luz del último de la estirpe, León XIII, quien además de desempeñar uno de los papados más largos de la historia, tiene la fama de ser el impulsor del catolicismo en Estados Unidos y, sobre todo, de ser el padre de la Doctrina Social de la Iglesia, condensada en la encíclica Rerum Novarum de 1891. Tomando lo mejor de aquel legado, Prevost dice que la Iglesia tiene que hacer frente a los desafíos de la “nueva revolución industrial”, la de las tecnologías digitales y la inteligencia artificial. Pero ese ímpetu reformista de León XIII, que permitió el nacimiento de la democracia cristiana en Europa (y en Argentina del justicialismo, como sabemos), no puede terminar de comprenderse si no nos remontamos al León original, que en una época donde todavía los Papas no elegían sus nombres, fue el primero en ser llamado “el Grande” (título honorífico que sólo comparte con Gregorio I y Nicolás I).

¿Qué hizo León para merecer semejante reconocimiento? Por una parte, realizó un gran aporte doctrinal cuando la ortodoxia aún estaba en pañales y necesitaba blindarse frente a las principales “herejías” de aquel entonces. Si en el Concilio de Nicea de 325, durante el Imperio de Constantino, la Iglesia había logrado validar la divinidad de Cristo (consustancialidad de Padre e Hijo, afirmada en el credo in unum deum) ante los cuestionamientos de Arrio-quien planteaba que el Hijo era creado por el Padre y, por lo tanto, inferior-, para medio siglo más tarde establecer el dogma trinitario en Constantinopla (Dios es uno y trino, una sustancia y tres personas o hipóstasis), en el Concilio de Calcedonia de 451, bajo el papado de León, eran rechazadas las sectas que negaban la doble naturaleza divina y humana de Cristo unidas hipostáticamente, “sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación”. Los nestorianos, ya condenados en Éfeso, planteaban que las naturalezas divina y humana de Cristo eran independientes entre sí, es decir, que Dios tomó posesión del hombre Jesús en un momento determinado. En cambio, los seguidores de Cirilo de Alejandría y el monje griego Eutiquio, conocidos como monofisitas, postulaban que había una sola naturaleza de Dios y que lo definido en Calcedonia se acercaba peligrosamente al nestorianismo.

Estos acalorados debates sobre la precisión de las fórmulas teológicas enunciadas y canonizadas pueden parecer una sarta de tonterías, pero despertaron en su momento verdaderos movimientos de masas, mientras todavía el viejo paganismo de la aristocracia romana esperaba su oportunidad para retomar la ofensiva, sin saber que había desaprovechado su última gran chance con Juliano el Apóstata, hacía casi un siglo. Por ejemplo, el arrianismo representó antes y después de Nicea la posibilidad muy concreta de ofrecer una analogía entre los emperadores romanos y el Hijo entendido como vicario de Dios-Padre, quedando por encima del clero en la jerarquía social. Por el contrario, la doctrina de la Trinidad, al proclamar la igualdad de las personas en una misma sustancia, tiende a legitimar una Iglesia autónoma frente al poder político, y que a la larga acabará prevaleciendo por ser más importante la salvación celestial que la salvación terrenal. Todo el medioevo-pero también la moderna teoría de la división de poderes- se condensa en este punto de vista, frente al cesaropapismo que se impondrá en Oriente, cuyos fundamentos son arrianos.

La unidad católica construida en Calcedonia no se produjo sin una gran escisión. Tanto la Iglesia Copta de Egipto como la Siria Ortodoxa, la Armenia Apostólica y la Ortodoxa Etíope manifestaron posiciones más próximas al monofisismo y se rebelaron contra la hegemonía bizantina por considerarla desviada del consenso niceno. De hecho, estas corrientes alternativas creían ser las verdaderas garantes de la unidad de Cristo. Todo parece una sutileza metafísica alejada de las preocupaciones inmediatas de las comunidades cristianas, pero esta discusión, que derivó en persecuciones y resistencias notables (debilitando el centralismo imperial, allanó también el camino para la conquista musulmana de Egipto), ocasionó además visiones y estilos políticos distintos. La idea católica-romana de la conciliación de opuestos en una unidad más rica (preserva las diferencias al mismo tiempo que las supera) nace precisamente acá, mientras que la noción de la unidad pura y sin pérdida que expresa el miafisismo (la versión mayoritaria del monofisismo, que en su variante más radical termina por suprimir la humanidad de Cristo) lleva a experiencias más ligadas al misticismo totalizante de Oriente. En otras palabras, uno está tentado en aseverar que de esta manera León Magno inventó la técnica de la mediación política como puente entre la inmanencia y la trascendencia, materializada en los sacramentos como mediaciones visibles de una gracia invisible. 

Sin embargo, el hito central del papado de León poco tuvo que ver con las reflexiones teológicas. Mientras en Oriente los obispos se lanzaban conceptos por la cabeza, del otro lado de Europa se producía una de las batallas más sangrientas e impresionantes de todos los tiempos. Recordemos que es la época de las “grandes migraciones de pueblos” o “invasiones bárbaras”, que sellan la agonía del Imperio Romano de Occidente. En los campos cataláunicos se enfrentan una coalición de visigodos y romanos contra los temibles hunos comandados por Atila, dejando un saldo de decenas de miles de muertos y un resultado incierto, que de todas formas no puede evitar que las hordas de Atila marchen sobre Roma sin encontrar resistencia y arrasando el norte de Italia a su paso. Corría el año 452 de nuestra era. Entonces ocurrió uno de los sucesos más curiosos e inexplicables de los que se tenga memoria. 

En una entrevista en la ciudad de Mantua, el Papa León I convenció sorpresivamente a Atila de que se retirara y logró concertar un tratado de paz con los hunos, que al poco tiempo dejaron de ser una amenaza y se dispersaron tras la muerte de su líder (aunque los jinetes de las estepas seguirían acechando Europa durante los próximos siglos). No importa tanto la razón histórica de la concesión de Atila (si fue por motivos supersticiosos, porque le pagaron un generoso tributo o porque su ejército se hallaba diezmado por el cansancio, el hambre y numerosas enfermedades) como el impacto simbólico. El Imperio de Occidente ya no era capaz de proteger a sus súbditos, pues su espada no asustaba a nadie. Roma había sido saqueada y pronto sería conquistada. Con su caída en manos de los pueblos germanos, el imperio se desplomaba como un castillo de naipes, a pesar de los vanos esfuerzos que Justiniano (emperador bizantino) y Belisario hicieron años más tarde para recuperarlo.

Por el contrario, la Iglesia Católica, sin huestes militares a su servicio, se transformó en la principal fuerza política de la época, hasta el punto de reclamar la herencia del Imperio (de ahí lo de apostólica católica romana). Es necesario observar la facilidad que tuvo para contener y organizar multitudes humanas muy diversas desde un punto de vista muy diferente al del poder secular. Si la potestas (el mando coercitivo) quedó en manos de los príncipes germanos (generalmente arrianos), a partir de los cuales se fueron constituyendo las modernas naciones europeas (no sin guerras de por medio con musulmanes y normandos), la vieja auctoritas que en Roma detentaba el Senado pasó a depender de la Iglesia, que durante siglos supo cómo conducir a los gobernantes de turno a través de la mera persuasión. En poco tiempo no hubo uno solo que no fuese convertido al catolicismo. 

Prevost tiene el desafío de sostener el legado de Francisco.

De esta manera, la auctoritas comprendida como la legitimidad, el prestigio o la influencia que emanan de la tradición (en este caso, de las Sagradas Escrituras) habilitaba una separación entre el poder espiritual (como gobierno de las almas) y el poder secular (como gobierno de los cuerpos), o lo que en la Edad Media se denominaron “las dos espadas”. León inauguró esa lógica que indica que si el alma tiene derecho a guiar, corregir y gobernar al cuerpo, entonces el poder espiritual debe ejercer el mismo derecho sobre el poder temporal.

El Nuevo Testamento tiene una categoría teológica para explicar el papel cumplido por León Magno en ese período turbulento de la historia: katechon, que podemos traducir por “lo que detiene” o el “poder que frena”. Sin intenciones de profundizar en disquisiciones que aún hoy están sin resolverse, conviene retomar para nuestros fines la tradición que interpreta aquella imagen utilizada por San Pablo en la Segunda Epístola a los Tesalonicenses como la instancia que hace frente al advenimiento de la catástrofe o del Día del Juicio. Muchos cristianos oraban por los emperadores romanos porque creían que poniendo límites al avance del Mal y pacificando el Imperio dejaban a los cristianos el margen suficiente para predicar su doctrina y llegar a todos. No es que el Día del Juicio sea el Mal, sino que el problema sería dejar al Maligno el dominio sobre nuestras almas. De modo que la fantasía de una salvación individual mientras los demás se condenan es primordialmente anticristiana, en tanto no se puede amar a Dios sin amar a los otros. Si el tiempo cristiano es un tiempo entre dos Acontecimientos (la Primera y la Segunda Venida de Cristo), es un tiempo de espera-o de esperanza- de la decisión divina. No un tiempo de pasividad sino de imitación, un devenir-Cristo de la mayor cantidad de cristianos. ¿Qué espera Dios para decidirse? Según Teodoreto de Ciro, teólogo del siglo V, que el Evangelio sea difundido por todas partes. Para lo cual la función katechóntica de un León I frenando la destrucción y la muerte es de una importancia sublime, que se inculcó en la conciencia de todos los León que le siguieron.

Muchos de ellos, sin embargo, sólo conocieron la fatalidad. León II duró menos de un año en el cargo, en el contexto de la expansión musulmana sobre el norte de África. León V lo hizo apenas treinta días, cuando fue apresado por el antipapa Cristóbal y, según se dice,ejecutado luego por Sergio III, en un periodo de cruentas guerras feudales en la península itálica. León VI, que pertenece al mismo período conocido como “siglo oscuro” o “pornocracia”, fue mandado a asesinar a los cinco meses de haber asumido. León VII, igual que León VIII, transcurrió sin pena ni gloria en el mismo ciclo, donde los Papa eran impotentes ante la podrida nobleza romana y carecían de toda ascendencia espiritual. Finalmente, León XI completó uno de los papados más breves de la historia, al morir tras solo veintisiete días por una insólita fiebre. Más tiempo duró León IV, que fue investido Papa al año siguiente del saqueo que los sarracenos hicieron de Roma en el 846 y dedicó su oficio a impedir una segunda invasión, mediante el amurallamiento de la colina Vaticana y la conformación de una liga con algunas ciudades bizantinas que permitiera disputarle el Mediterráneo a los árabes. 

De los otros podemos decir más cosas, aunque compartan también una conciencia dramática sobre la época con la que le tocó lidiar. León III es célebre por haber sido quien coronó a Carlomagno el 25 de diciembre del 800, reconociendo un emperador de Occidente por vez primera desde la caída de Roma. Mil años después, Napoleón Bonaparte obligó a Pío VII a asistir a su consagración en Notre-Dame, pero se coronó a sí mismo, para no repetir el error de su antiguo predecesor. Nieto de Carlos Martel, que detuvo el avance de los musulmanes sobre Europa en la icónica batalla de Poitiers (otro signo katechontico en la cosmovisión cristiana), Carlomagno luchó en nombre del cristianismo contra los árabes de España, eslavos, sajones, normandos, lombardos, ávaros, entre otros, y tuvo una implicancia teológica central como fundador del Sacro Imperio Romano-Germánico (que el Papa lo nombrara complotaba contra las aspiraciones del emperador bizantino, que se creía legítimo heredero del Imperio occidental) pero también al validar el agregado de la cláusula Filioque en la versión latina del credo niceno-constantinopolitano (en línea doctrinal con León I y San Agustín), a partir de la cual se afirma que el Espíritu Santo procede no sólo del Padre sino también del Hijo, desatando un conflicto de grandes proporciones entre Roma y Constantinopla. León III aceptaba la doctrina pero no quiso incorporarla oficialmente en el credo. Su uso generalizado en Occidente, sin embargo, produjo la imparable escalada del conflicto, que Carlomagno deseaba para imponerse sobre el emperador de Oriente.

Otra vez una mínima fórmula lingüística ocasionaba o, mejor, escondía una tremenda puja de poder. Para la Iglesia latina, no añadir esa expresión al credo suponía una forma oculta de arrianismo, al no reconocer la consustancialidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Para la Iglesia griega, hacerlo significaba omitir la noción del Padre como el único principio del cual se deriva todo. Aceptar la fórmula suponía además concederle a Roma una mayor autoridad doctrinal, sin necesidad de pasar por un concilio ecuménico y oprimiendo por tanto el modelo confederal, sinodal o colegiado de Oriente. Porque “Hijo” se interpretaba por “Papa” (al ser Pedro el vicario de Cristo), o Emperador autorizado por el Papa. Y si el Espíritu Santo simbolizaba la comunidad de todos los creyentes, la fórmula Filioque era un marcador político-religioso de soberanía y conllevaba implícitamente la supremacía de la Iglesia romana sobre toda la cristiandad.

Como es sabido, esta controversia culminó en el gran cisma de Oriente en el año 1054, bajo el papado de espíritu reformista de León IX, cuya preocupación central era expulsar a los normandos de Italia. La búsqueda de una alianza militar con Constantinopla-último de los patriarcados orientales en manos cristianas- para lograr ese cometido terminó sin embargo acelerando la ruptura entre las dos sedes, después de que las Iglesias griegas del sur de la península itálica fueran obligadas a adoptar prácticas latinas y, en represalia, Miguel I Cerulario, patriarca de Constantinopla, cerrara todas las Iglesias latinas de la ciudad. En ese marco, el jefe de la delegación que el Papa envió a negociar, el cardenal Humberto de Silva Cándida decidió excomulgar a Cerulario por negarse a asistir la empresa del Sumo Pontífice, que en simultáneo caía prisionero tras ser derrotado en la batalla de Civitate, para morir poco después, con el cisma ya consumado. 

Desde entonces, el muy frecuentado nombre de León no volvió a usarse entre los Papas medievales, como si llevara una especie de maldición, hasta que en pleno Renacimiento el segundo hijo varón de Lorenzo el Magnífico, Giovanni di Lorenzo de’Medici (de madre Orsini), eligió recuperarlo cuando, después de una vida de aventuras y exilios, fue designado Papa en 1513, el mismo año en que Maquiavelo escribió El Príncipe, frente a la desgracia de una Italia dividida por condotieros e intervenciones extranjeras. Irónicamente, justo cuando León X trataba de mantener a raya las ambiciones del rey francés y preparaba una cruzada para detener la ofensiva turca (imparable entre la toma de Constantinopla en 1453 y el primer sitio de Viena en 1529), estalló en Alemania la Reforma Protestante liderada por Martín Lutero, en rechazo a la venta de indulgencias que demostraba la corrupción de la Iglesia romana bajo la tiranía de los Papas. Que su Santidad metía las narices donde no le incumbía era algo que se venía denunciando desde tiempos de Dante Alighieri, Juan de París, Guillermo de Ockham y Marsilio de Padua, y que había despertado prácticas alternativas de concepción y acción cristianas como la de Francisco de Asís. Pero Lutero fue a fondo y no solo cuestionó el monopolio hermenéutico sobre las Sagradas Escrituras que ejercían el Sumo Pontífice y sus subordinados episcopales sino que directamente acusó al Papa de ser el Anticristo. En 1520 León X condenó las tesis luteranas y en 1521 excomulgó al monje agustino por no arrepentirse y haber quemado la bula papal que pretendía ordenarlo. A final de año, una repentina enfermedad terminó con la vida del Papa, mientras los otomanos, bajo su nuevo sultán Solimán el Magnífico, capturaban la ciudad de Belgrado y el espíritu de la reforma se propagaba por todo el norte de Europa, que nunca más volvería a ser católico.

Los últimos dos Leones, de mayor éxito relativo, también desempeñaron funciones de contención, en una época dominada por los Píos, cuya característica central siempre fue el cuidado estricto y celoso de la tradición en contextos de grandes turbulencias, como lo fueron entonces la Revolución Francesa, la revolución europea de 1848, el Risorgimento italiano, la Comuna de París, el surgimiento de los fascismos o la Segunda Guerra Mundial (Pío X falleció de un infarto a menos de un mes de iniciada la Primera). Ninguno de estos movimientos sísmicos pudo concluir con los gobiernos pontificios de los Píos, que estuvieron entre los más extensos de la historia de la Iglesia. A diferencia de los Leones, que por lo general lucharon infructuosamente contra invasiones o cismas, los Píos supieron mantener incólume a la Iglesia en medio de todas las convulsiones, como si no la afectaran, como si la modernidad no fuera a imponerse.

Desde su exilio en Southampton, Juan Manuel de Rosas llegó a considerar, en sintonía con los argumentos de Joseph De Maistre medio siglo antes, que la única manera de preservar el orden social frente a la amenaza revolucionaria era con una 'dictadura temporal del Papa, con el sostén, y el acuerdo, en sus medidas externas, dados por los Soberanos Cristianos... con un gobierno civil de Ciudadanos legos, elegidos por los habitantes y aprobados por él' y con un 'Gran Senado, o cónclave, compuesto de Representantes, que enviaran las diferentes Religiones Cristianas, que tratan los asuntos generales de la Cristiandad'. La historia tenía preparado otro desenlace y un año después de que Rosas manifestara este desesperado punto de vista el Papa Pío IX se quedaba sin la última de sus soberanías temporales sobre los Estados pontificios, cuando las tropas italianas al mando del rey Víctor Manuel II tomaron la ciudad de Roma. Debieron pasar seis décadas hasta que Pío XI pactara con Mussolini el reconocimiento de Italia como Estado y este le garantizara al Papa la jurisdicción sobre la Ciudad del Vaticano.

En el medio estuvo León XIII. Si su predecesor León XII, a comienzos de siglo, había puesto todas sus energías en la lucha contra el liberalismo que expresaban los carbonarios, la masonería y las sociedades bíblicas-se lo asoció con la profecía del perro que vigila a las serpientes que carcomen la Iglesia por dentro-, el objetivo principal del autor de Rerum Novarum siempre fue derrotar al comunismo materialista y ateo, pero ya no desde la mirada reaccionaria de los Píos (con la honrosa excepción de Pío IX, que promovió tímidamente el catolicismo social) sino desde una actualización doctrinaria que permitiera a la Iglesia incorporar bajo su conducción a la muy disconforme clase obrera y poder ofrecerle así las condiciones de justicia que le habían sido negadas de la Revolución Industrial hasta entonces. Papa de los trabajadores y restaurador del tomismo, promotor del catolicismo en Estados Unidos y del impulso misionero en África, fue también quien llamó a los fieles a participar en política dentro de sus países, en pos del bien común.  

La elección del nombre León XIV hay que comprenderla entonces no sólo como un esfuerzo por consolidar el legado de Francisco -aunque con planteos de mayor conservadurismo en algunos puntos sensibles- sino también como el reconocimiento del grave peligro en el que se cierne el futuro de la Iglesia. Época de grandes migraciones, de guerras calamitosas, de desigualdades obscenas, de evangelismos delirantes, de avance del Islam, de distopías tecnológicas y neopaganismos al estilo de Elon Musk… y todo parece indicar que se prepara además un nuevo cisma en el seno del catolicismo (desde los “MAGA” hasta la Conferencia Episcopal Alemana y los lefebvrianos en Francia). Como buen hijo de San Agustín, Prevost tiene frente a sí la desolación de un mundo, una Roma que se cae a pedazos. Optar por León implica oponer una decisión firme que se vuelva foco de luz y continuidad espiritual en medio del caos que atomiza y divide a la humanidad. Veremos a cuál de todos logra parecerse más.