El 4 de marzo del 2021 habrá que grabarlo en nuestra memoria como el día en que Cristina Fernández de Kirchner pronunció un alegato histórico, de esos que quedan registrados en los libros. Son pocas las personas que, casi sin darnos cuenta, pueden pasar de acusadas a acusadoras en un santiamén.
Lo extraordinario del discurso de Cristina no es solo su fuerte componente ético, el coraje de defender sus ideas frente a un juez ignoto que no se atrevía a “dar la cara”, sino también su osadía para desenmascarar, una vez más, las telarañas del poder en nuestro país.
Parte del esfuerzo pedagógico de Cristina en los últimos años giró en torno a la necesidad de mostrar que el poder político democrático (sometido al veredicto periódico de las urnas) no es el “poder real” y que apenas cuenta con un margen de maniobra muy reducido. Quizá hasta nos parezca obvio, pero la falta de una conciencia generalizada acerca de este problema y de un compromiso activo abocado a resolverlo es lo que sigue permitiendo que existan corporaciones que se creen intocables y con el derecho a mandar sobre los representantes electos.
Sin tapujos, Cristina afirmó que “el poder es un poder permanente en la Argentina. Un poder económico permanente donde primero fueron las Fuerzas Armadas y después fue el Poder Judicial, ustedes, los que siguen velando por sus intereses”.
Los antiguos griegos denominaban parrhesía a esta práctica audaz de hablar con franqueza, libremente y diciendo todo lo que se piensa, no dejándose condicionar o amedrentar el orador por los eventuales peligros que podrían desencadenar sus palabras veraces. Pues bien: Cristina es la principal parresiasta de una época en la que suele ser bastante frecuente que dirigentes políticos o sindicales callen por miedo a la presión de los medios de comunicación y la repercusión ante la opinión pública.
No obstante, desde el año 2013 (cuando se puso en discusión la supuesta independencia del Poder Judicial, luego de que se hubiera develado la parcialidad del periodismo: ambos momentos se encuentran encadenados, ya que la total implementación de la Ley de Medios fue frenada en los Tribunales) que vemos cómo todos los proyectos de reforma de la “Justicia” resultan infructuosos, por la sencilla razón de que es el propio Poder Judicial (como parte interesada y a la vez decisor en última instancia) quien los traba o rechaza, siendo el caso más emblemático su oposición a que el pueblo eligiera en sufragio universal a los miembros integrantes del Consejo de la Magistratura (el órgano encargado de seleccionar, controlar y castigar a los jueces).
Pero si el Poder Judicial permanece intacto y cerrado sobre sí mismo (de ahí la calificación de “familia” o “casta” judicial), entonces continúa oficiando como guardia pretoriana de los grandes intereses corporativos. La defensa del Grupo Clarín es solo un ejemplo. Se han interpuesto también numerosas medidas cautelares para evitar que importantes empresas cumplieran las respectivas sanciones por violar leyes o acuerdos.
A menudo, el Poder Judicial confunde los derechos y garantías de los que debemos gozar los ciudadanos y ciudadanas comunes (que carecemos de poder de lobby) con los de una persona jurídica que representa a una corporación imponente. Cuando el Congreso pretende reformar el tercer poder del Estado (es una de sus atribuciones), los jueces, escandalizados, invocan la sagrada noción de la independencia judicial y abusan de su competencia para declarar inconstitucional una ley votada por una mayoría parlamentaria. Mas cuando peligran los intereses de los grupos económicos, ya no se comportan como “soldados de la ley”, ni hacen gala de su “independencia”.
A esto se suma la inoperancia general del Poder Judicial para lidiar con los problemas diarios de la ciudadanía. Acostumbrados a sus privilegios, los jueces no conocen de cerca las necesidades de la población. Iniciar un litigio, salvo cuando hay intermediarios (con toda su logística preparada), no suele ser visto como una opción razonable, en tanto decanta en procesos kafkianos que nunca concluyen.
Frente a los femicidios y la violencia de género sistemática, jueces y fiscales hacen la vista gorda, no se capacitan e incluso muchas veces dictan fallos abiertamente machistas. Frente a los incendios intencionales que destruyen nuestro ecosistema y nuestros recursos naturales, nunca son identificados y castigados los responsables. Para lo que sí se mueve rápido el Poder Judicial, es para proteger sus intereses y los de sus Amos. Esta lógica llevó a la consolidación de un activismo judicial sin precedentes (el cual se remonta al Mani pulite en Italia, donde los jueces, jactándose de ser héroes de la República, se llevaron puestos a todos los partidos políticos tradicionales y facilitaron la llegada al gobierno de Silvio Berlusconi) y que de ninguna manera se ajusta a Derecho.
El paradigma de lo que llamamos lawfare es, por supuesto, el Lava Jato en Brasil. Las consecuencias están a la vista. Una economía fuertemente golpeada, empresas extranjerizadas y dirigentes políticos injustamente encarcelados. Como dijo Cristina en su alegato, las resoluciones de los jueces influyen directamente en la vida de la gente. Así como impactan en las variables económicas (judicializando medidas de gobierno), distorsionan los resultados electorales.
Si Lula hubiese sido candidato, es probable que Bolsonaro jamás hubiese llegado a ser presidente de Brasil. En Argentina, durante los años del macrismo, las prisiones preventivas fueron moneda corriente, además de las extorsiones judiciales, la compra de “arrepentidos truchos”, el armado de causas sin pruebas ni expedientes serios, la filtración de conversaciones telefónicas privadas y otros actos vergonzosos. El Poder Judicial, sin embargo, no parece dispuesto a hacer su autocrítica. Por eso Alberto Fernández, en su discurso del 1 de marzo ante la Asamblea Legislativa, se refirió a la reforma de la “Justicia” como una “demanda impostergable” y sostuvo que “vivimos tiempos de judicialización de la política y politización de la justicia, que terminan dañando a la democracia y a la confianza ciudadana porque todo se trastoca. Asistimos a condenas mediáticas instantáneas y sin posibilidades serias de revisión. Sufrimos la discrecionalidad de los jueces expresada en demoras inadmisibles de procesos judiciales que afianzan el clima de impunidad. Padecemos la manipulación de decisiones jurisdiccionales en función de intereses económicos o partidarios que conducen a medir los hechos con distintas varas”.
Seguramente, si hiciéramos una encuesta a personas de todas las orientaciones ideológicas con la pregunta “¿cómo cree que funciona el Poder Judicial en nuestro país?”, todas las respuestas indicarían que “mal” o “muy mal”. Pero si consultamos “¿considera que hay que introducir reformas?”, las aguas estarían mucho más divididas. ¿Tienen los jueces tanto poder como para blindar sus privilegios sin grandes resistencias? ¿Acaso no es el Poder Judicial una institución caída en el desprestigio? Lo es y, no obstante, los jueces parecen estar rodeados por un manto de inmunidad. Resulta evidente que el lawfare es imposible sin el constante fuego mediático que hace de los jueces los escribas que le ponen la firma a las acusaciones y condenas anticipadas que se orquestan en los diarios y la televisión. Aun así, existen razones más profundas y hasta conceptuales que explican por qué, cuando todo lo demás cambia, los jueces permanecen sentados en las mismas sillas.
Repaso histórico
Por muy extraño que parezca, la separación entre juez y pueblo es un invento reciente, que atenta contra los pilares de la civilización occidental. Como dice el nombre, juez es quien debe impartir justicia. Es cierto que en la Antigüedad, hasta el período clásico grecolatino, la figura del juez estuvo ligada a un linaje aristocrático. En el libro de los Jueces del Antiguo Testamento ( la de juez es una traducción deficiente), estos aparecen como una especie de gobernantes elegidos por Yahvé para salvar al pueblo de Israel de su apostasía y sus disensiones internas, hasta la unificación que se da en la época de los Reyes.
En Grecia (más puntualmente en Atenas), por el contrario, sucede una democratización sin parangón en la historia, luego de las reformas de Efialtes y Pericles, que le arrancaron a la antigua nobleza el poder que concentraba en el Areópago, su bastión. Para los atenienses del siglo V a.C., el Tribunal (la Heliea) era, junto con la Asamblea, la principal institución política y, si bien podía existir una contradicción entre las sentencias judiciales y lo que decidiera la ciudadanía reunida en un pleno ordinario, a nadie se le ocurriría plantear que el papel de los jueces era apolítico. Los magistrados resultaban electos por sorteo (no eran expertos, pues no se necesitaba ninguna competencia especial para ser juez) y no podían enquistarse en los cargos (de duración anual).
El Tribunal tampoco era arbitrario: tenía su procedimiento reglado por ley. Es verdad que existieron los sicofantes, de los que se burla Aristófanes. Pero no difieren demasiado de muchos abogados que se involucran en los litigios (organizados en bufetes, que son empresas capitalistas), solo para hacer negocios.
Con el desarrollo del Estado Moderno y, sobre todo, del Estado de Derecho, esto cambia, dado que para la teoría de la separación de poderes (en realidad, no es una auténtica separación, sino una forma más eficaz y eficiente de organizar el poder del Estado, de acuerdo con el punto de vista de sus impulsores), basada en la idea de los equilibrios, de los check and balance, el Poder Judicial opera como un freno tendencial que evita que los otros dos poderes (propiamente políticos) se excedan en el ejercicio de sus funciones. Para que no reciba presiones, el juez dispone a priori de una serie de garantías, como la estabilidad de su remuneración o la imposibilidad de ser removido (hasta un límite de edad, que ya no se cumple, por lo que algunos jueces se convierten en magistrados vitalicios) por razones políticas (solo puede serlo por mal desempeño).
Lo curioso es que los “padres fundadores” de la república estadounidense (cuya doctrina constitucional se expone en los artículos de El Federalista) se inspiraron (hipotéticamente) en la República Romana para diagramar y organizar la arquitectura institucional de su país, que en parte (solo en parte) modela la del nuestro. Y en la República Romana, la función judicial, en sentido estricto, no requería ni un saber profesional ni una imparcialidad política.
Los tribunos de la plebe eran, valga la redundancia, DE LA PLEBE. Los plebeyos conquistaron dicha institución después de una famosa revuelta, elogiada por Maquiavelo. Hasta los tiempos de Sila y la guerra civil, los tribunos dispusieron de poder de veto frente a las iniciativas de la aristocracia (agrupada en el Senado o con control de los cónsules).
En un texto memorable de su Moralia, Plutarco (uno de los escritores favoritos de Perón), argumenta que la institución tribunicia tiene su origen en el pueblo y comenta que los tribunos se vestían igual a los ciudadanos particulares y tenían la costumbre de dejar abierta la puerta de su casa día y noche para no aparentar ninguna superioridad ni mostrarse inaccesibles para la multitud. De hecho, el de los tribunos era el único órgano que se mantenía en pie cuando en tiempos de crisis era elegido un dictador, lo que para Plutarco se debía a que, en rigor, ellos no eran magistrados que pudieran abusar de su autoridad. O sea: la capacidad de freno que caracteriza al Poder Judicial buscaba contener a los patricios, a los poderosos.
En la modernidad, el freno se pensó con el fin de garantizar los derechos individuales ante la voracidad mayoritaria, pero con esa excusa terminó siendo manipulado por las grandes corporaciones.
Partido Judicial
El liberalismo supone que la contradicción principal es entre individuo y Estado, cuando en verdad es entre corporaciones y Estado (o entre corporaciones y pueblo). Los ciudadanos sufren más cuando el Estado es débil y se deja maniatar por poderes indirectos, no cuando puede imponer su autoridad con éxito.
Para la caracterización de los jueces que heredamos del modelo estadounidense, el Poder Judicial es considerado como el menos peligroso de los poderes del Estado y el más vinculado a la prudencia y el discernimiento (no es casualidad que dentro del Poder Legislativo, cuando se plantea la posibilidad de un juicio político, la Cámara de Diputados, compuesta por los representantes del pueblo, sea la que acusa, mientras que el Senado, diseñado como una instancia aristocrática de contención y moderación, sea quien efectivamente juzga), sin fuerza para hacer cumplir sus fallos.
Sin embargo, Alexander Hamilton también sabía que el despotismo judicial era factible (derecho penal del enemigo) y que, por ello, era indispensable mantener a raya a los jueces con un sistema de premios y castigos (fin de las instituciones, además de poner reglas de juego claras y previsibles, es lograr que incluso las malas personas tengan que desempeñarse bien cuando ejercen un cargo público).
Quien deseara conservar su puesto durante toda su vida, con un ingreso estable, debía sostener a lo largo del tiempo una conducta intachable. De lo contrario, así como fue nombrado, podía ser destituido. Y a la vez, para poner a la ciudadanía a salvo de cualquier arbitrariedad judicial, la constitución de los Estados Unidos otorgaba la posibilidad de apelar a una instancia judicial superior (teniendo la última palabra la Corte Suprema de Justicia) y descomprimía a los Tribunales con la organización de juicios por jurados.
Aquí la experiencia mostró, empero, que los mecanismos de balance no han sido suficientes para moderar el “voluntarismo” de los jueces.
El Partido Judicial ha sustituido al Partido Militar, cuya doctrina de los golpes de Estado permanentes había recibido curso legal por parte de la Corte Suprema en la acordada de 1930. Es el inconveniente de aggiornar nuestras instituciones a los parámetros de modelos externos (en 1853 la Constitución de los Estados Unidos y en 1994 las democracias europeas continentales, sobre todo en el caso del Consejo de la Magistratura, que hasta ahora no ha exhibido ninguna utilidad) y no pensarlas de acuerdo a nuestra experiencia histórica.
La idea de la “santidad” del juez es una idea importada (que ni siquiera se tradujo correctamente) y el concepto de que para ser juez hay que ser un especialista en Derecho (condición que no se termina cumpliendo, en tanto los contactos y los lazos familiares influyen más que los “méritos”), tampoco es una verdad absoluta.
En Argentina al menos, el Poder Judicial (federal) constituye un resabio monárquico, colonizado por la oligarquía (el dinero, sumado a privilegios nobiliarios o de cuna todavía no erradicados). Es más un heredero de la Inquisición española que de las repúblicas clásicas. Es cierto que durante el siglo XIX en Buenos Aires (la campaña) se implementaron los juzgados de paz (inmortalizados por la literatura gauchesca y no por el Derecho), ejercidos por legos (no por letrados), de vínculo cercano con su comunidad local.
Pero también esta figura responde a una perspectiva (vigente en el período colonial y en la época de las monarquías absolutas europeas) según la cual este tipo de juez, encargado de mantener la paz en su jurisdicción, es un comisionado que actúa por orden del Rey.
Es paradójico que la Constitución Argentina de 1853, que pretendía romper con la justicia inquisitorial española, no lo haya logrado en la práctica. De ahí que la creación del juicio por jurados (institución proveniente del Common Law, que nada tiene que ver con la noción de justicia revolucionaria) que no fuera ejecutada a nivel federal y que recién ahora Alberto Fernández llamara a cumplir con lo que prescribe la Constitución. Muchos juristas progresistas están en contra del juicio por jurados porque consideran que los ciudadanos y ciudadanas estamos atravesados por el discurso punitivista fomentado por los medios de comunicación y que, por ende, no estamos capacitados para distinguir entre culpable e inocente siguiendo un procedimiento normativo objetivo y con todas las garantías de la ley, ya que careceríamos de la “ética profesional” del juez. Hoy por hoy, sin embargo, nadie puede afirmar que un juez “experto” fallaría mejor que una persona común y corriente.
Conclusiones
El Poder Judicial está podrido, corrompido y hay que transformarlo completamente.
Para terminar con el lawfare, se necesita decisión política y, a la vez, un cambio radical del punto de vista con el que entendemos el sentido del Poder Judicial, que si siempre se arroga el derecho de inmunidad frente a los intentos de reforma, es porque busca ser presentado como una institución santa, dignataria de los privilegios concedidos por los reyes de antaño.
Debemos empezar por considerar que el juicio es una de las formas fenoménicas en las que la política se expresa. Comprender esto no significa negar a priori la separación de poderes, sino argüir que, si los poderes son auténticamente democráticos, los conflictos entre ellos deberán resolverse por la vía de la responsabilidad, que es la de la autolimitación.
¿Qué es una Constitución sino la manera en la que decidimos autolimitarnos?
La militancia política, en su praxis cotidiana, todo el tiempo está dictando juicios. ¿Por qué no pensar, institucionalmente hablando, en una justicia militante? No en una justicia partidaria, sino en una justicia responsable, es decir, que responda, incluso por la responsabilidad de los demás. Una justicia que se amolde al empoderamiento del pueblo. No es que las personas comunes y corrientes seamos sustancialmente decentes y honradas. Tampoco lo son los jueces actuales, qué duda cabe. Lo esencial es que necesitamos mejores instituciones.
Finalidad de la organización política es suplir los defectos humanos y generar las condiciones para superarlos o reducirlos al máximo, entre todos y todas. Confiar en el pueblo es darle responsabilidad, no quitársela. En estos momentos, la Constitución necesita ser salvada de los mismos jueces que juraron defenderla. Para ser salvada, sin embargo, es fundamental introducir reformas.
Los cambios que demanda la hora deben ponerse en ese camino: lento, gradual, mixto, sin garantías, pero indispensable. Es vital una mayor injerencia del pueblo organizado en la toma de decisiones y en los mecanismos de control, directos e indirectos. El Poder Judicial será democrático o no será.