Fotos: Biblioteca del Congreso Nacional de Chile.
“Yo pisaré las calles nuevamente /
de lo que fue Santiago ensangrentada.
Y en una hermosa Plaza liberada /
me detendré a llorar por los ausentes.”
Pablo Milanés.
El 11 de septiembre se cumple un nuevo aniversario del golpe de Estado que derrocara al Presidente de Chile Salvador Allende. El día del aciago asalto al palacio de la Moneda por las Fuerzas Armadas comandadas por Pinochet.
Había subido al poder tres años antes Salvador Allende obteniendo el 36 por ciento de los votos en una elección reñida aventajando a Alessandri, candidato de la derecha que obtuvo el 35 y a Tomic, del centro del espacio político, con el 28. Sí, 36 a 35. Como un corredor de cien metros llanos que triunfa por el detalle de inclinar la cabeza y pasar una décima de segundo antes la línea de meta. Así triunfó el candidato de la Unidad Popular
Ese hombre descendiente de vascos encararía un intento altamente loable: hacer el socialismo por medios pacíficos. La vía chilena al socialismo. En tiempos de guerra fría entre Oriente y Occidente. La Unión Soviética y Estados Unidos. Comunismo y capitalismo. La guerra se libraba en otros países, y bajo el fantasma del botón rojo que podría iniciar en cualquier momento un conflicto nuclear entre los dos gigantes, y el fin del mundo.
Y tomó el poder Salvador Allende encabezando a la Unidad Popular. Lo había intentado cuatro veces antes presentándose como candidato, de menor a mayor. Obteniendo en su primer intento los votos ínfimos habituales en tantos candidatos de izquierda en Chile y en el mundo. Nadie lo tomaba en serio. Pero se fue ampliando su base de apoyos tejiendo un movimiento social y la unidad de distintas fuerzas progresistas y revolucionarias. Unió al Partido Socialista con el Comunista y otras fuerzas como el Movimiento de Acción Popular Unitario. Para llegar al poder, Allende dejó de lado el puritanismo de los sectarios. Y llegó nomás, con poco más del tercio del electorado, no había balotaje, esa ingeniería moderna. Se definía por puntos, como en el boxeo, y a las tres fuerzas más importantes que compitieron se impuso la Unidad Popular. Su elección fue ratificada por el Congreso.
¿Y ahora?, se preguntó parte de la sociedad chilena. La democracia que habían acaparado los partidos conservadores alternándose en el poder de repente se reveló peligrosa cuando cristalizaba el triunfo de un presidente socialista. La democracia para pocos, tranquila, daba el triunfo de repente a un programa que quería transformar la sociedad. Tanta convulsión causó, que el general legalista René Schneider fue asesinado por conspiradores alentados (por lo menos) desde Estados Unidos, en la esperanza de que al presidente elegido no se le permitiera siquiera asumir. Pero el 3 de noviembre de 1970 se puso la banda presidencial Salvador Allende.
Si los socialismos reales se habían caracterizado por variables formas e intensidad en el empleo de la violencia revolucionaria, lo que venía a intentar este gobierno era unir al socialismo con la democracia y divorciarlo de la violencia. Allende respetaba el recuerdo del Che Guevara, pero su socialismo no iba a necesitar La Cabaña, ese lugar donde fusiló en la Habana el gobierno revolucionario. Allende venía a instaurar la vía pacífica.
A desalambrar, entonando la canción de Víctor Jara. Profundizando la reforma agraria, para que la tierra llegara a los campesinos pobres utilizando mecanismos legales de expropiación. Y el gobierno nacionalizó el cobre y la banca sin disparar un solo tiro. Que era reformista, lo criticaba el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), que le pedía que les entregara las armas para acelerar el proceso. Allende se negó, no perdiendo ni el respeto ni las formas para tratar a esa militancia juvenil que se quería llevar el mundo por delante. Del otro lado de la Cordillera, ya había descripto Perón a los apurados y a los retardatarios. Y también, había dicho que las revoluciones se hacen con tiempo o con sangre. Si se hacen con sangre, se ahorra tiempo. Si se hacen con tiempo, se ahorra sangre. Allende eligió el tiempo a la sangre. Demorar lo que fuera necesario para hacer una revolución incruenta. Y no se quedó en las promesas, como se describió.
Pero se desató la crisis económica acrecentada por el boicot de sectores contrarios a las políticas del gobierno, teniendo lugar el acaparamiento y desabastecimiento de productos de primera necesidad por el paro de camiones de 1972, patrocinado por la CIA. La crisis fue fomentada, como se sabe por documentación desclasificada y no necesita probarse, por Estados Unidos, que impuso además trabas económicas al país. La hiperinflación enojó a los sectores medios, que se manifestaron con cacerolazos.
El final, el 11 de septiembre del 73, se muestra como un verdadero cuadro incongruente para con el hombre democrático y que conservó siempre una actitud pacífica. Resalta en la derrota de la última escena un drama existencial y una dignidad conmovedora. Se queda acompañado por los últimos fieles en La Moneda, que no están tampoco muy decididos a inmolarse. Los golpistas y Estados Unidos le ofrecen al Presidente un salvoconducto. Juan Domingo Perón tuvo una cañonera paraguaya que lo puso a salvo en el exilio en 1955. Jacobo Arbenz, el presidente de Guatemala, se exilió en México en 1954.
Este hombre no, enfrenta acompañado por los pocos que le quedan su destino. Una escena parecida a la de El Mariscal Francisco Solano López, presidente de Paraguay, en Cerro Corá en 1870. Morir resistiendo hasta el final. Dos siglos distintos, parecidos enemigos como lo sincerara desvergonzadamente Bartolomé Mitre, presidente argentino mentor de una guerra que se hacía para imponer los principios de los apóstoles del libre comercio. En ese momento, detrás de la Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, estaba Inglaterra. En el golpe de Estado en Chile, Estados Unidos. Inglaterra y Estados Unidos. El Padre, el Hijo y el Espíritu nada santo del capitalismo imperialista.
No se entrega Salvador Allende. Sabe que no puede ganar, que está derrotado pero quiere devolverle a sus compatriotas y al mundo la coherencia de haber defendido su investidura. Y poner en evidencia alevosamente el crimen del Golpe de Estado. Porque no fue una conjura palaciega, hoy hay un gobierno, mañana amanece otro, sino un hecho de violencia tremenda que la actitud de Allende y su dignidad final exponen sin velos. Por eso, no hubo la posibilidad siquiera de esbozar una teoría de los dos demonios en Chile, ese pensamiento que pretendiera injusta y descaradamente en Argentina igualar los crímenes cometidos por las organizaciones guerrilleras y el terrorismo de Estado. En Chile, hubo un solo demonio que quedó alevosamente expuesto ese 11 de septiembre de 1973, que instauró una dictadura perversa y sangrienta que durara dieciséis años.
Su hija Isabel dio y sigue escribiendo páginas de literatura memorable. Su nieta Maya Fernández Allende es la actual ministra de Defensa y está cuidando su país y la democracia, que se supo conseguir, intentando seguir los pasos del abuelo.
Pasaron cincuenta y un septiembres de esos hechos luctuosos. Cincuenta y un primaveras que no fueron socialistas. La revolución que no quiso disparar un solo tiro fue exterminada violentamente. Un día gris, negro, que hizo hasta morir de tristeza al mago de la poesía Pablo Neruda. Y se escucharon los últimos acordes de Víctor Jara en el Estadio Nacional, centro de exterminio. La poesía, la música que sobrevivieron a pesar de todo como testimonio y recuerdo de un tiempo revolucionario y un Presidente que dio la vida por su pueblo. Y que no se rindió, hasta el final.