Con impuntualidad italiana, el DC 8 “Giusseppe Verdi” de Alitalia levantó vuelo del aeropuerto romano de Fiumicino, con 68 minutos de atraso y puso dirección hacia Buenos Aires, Argentina, al otro lado del océano Atlántico.

Era el 16 de noviembre de 1972, y la tarde dejaba paso a la noche en la península itálica. Transportaba luego de 17 años de exilio, de regreso a su patria, a Juan Domingo Perón.

Lo acompañaban (en ese viaje casi utópico, caratulado de irrealizable poco tiempo antes, pero tantas veces soñado por el imaginario colectivo, y solo basta recordar al respecto el “Luche y Vuelve” que movilizó a millones de compatriotas) 153 personas de los diferentes ámbitos, políticos, sociales y culturales argentinos. Entre los políticos además de su tercera esposa, María Estela Martínez de Perón, podía registrarse la presencia de Antonio Cafiero, Deolindo Felipe Bittel, un patilludo Carlos Menem y por supuesto, el que luego iba a ser candidato a presidente por el FREJULI (Frente Justicialista de Liberación), Héctor José Cámpora, “El Tío” para todos los jóvenes peronistas.

Los sindicalistas sumaban a la comitiva los nombres de Lorenzo Miguel y Casildo Herreras. Del peronismo combativo y revolucionario hicieron su aporte el abogado e historiador Rodolfo Ortega Peña, su socio y entrañable amigo Eduardo Luis Duhalde (luego secretario de Derechos Humanos del presidente Néstor Kirchner) y el sacerdote Carlos Mugica, referente del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM).

Años más tarde, Ortega Peña y Mugica serían asesinados por la Triple A. 

En el vuelo también hubo lugar para gente del mundo del espectáculo, tales como Hugo del Carril (¿Alguien conoce una versión de la Marcha Peronista mejor cantada y sentida que la de su voz?), el extraordinario director de cine Leonardo Favio y la modelo del momento, con la que se “ratoneaban” todos los “machos” argentinos, la compañera peronista –como ella gustaba aclararlo-  Chunchuna Villafañe. Así mismo algunos deportistas se sumaron al viaje.

Perón regresó al país luego de 17 años de exilio forzoso.

El vuelo aterrizó al otro día, 17 de noviembre de 1972, después del mediodía, en el aeropuerto internacional de Ezeiza. Se abre la escotilla del avión y también se abre un intercambio de palabras muy gracioso. Un entorchado jefe del aeropuerto (Comodoro Salas) se topa con Perón que está por salir del mismo y le dice: “Vengo a invitarlo a descender”. La respuesta toma forma de pregunta no exenta de cierta ironía: “Y m’hijo ¿a qué hemos venido si no es a bajar?”.

Una garúa constante molestaba a todos por igual y por momentos mutaba en torrencial. Perón bajó de la nave y saludó a los más o menos 300 peronistas invitados, que la dictadura militar dejó pasar, luego de severos controles. La foto que pasó a la posteridad es un clásico.

Perón sonriente, en la pista, al lado de la escalerilla, como dije saludando con sus dos manos, en tanto un servicial Rucci, eufórico, –secretario general de la CGT- con un paraguas abierto lo protege de la lluvia y un Abal Medina –secretario general del Movimiento Nacional Justicialista- observa pensativo. Será la última vez que estos dos sectores del peronismo compartan en paz un acto de este tipo. Un año más tarde, con motivo del segundo y definitivo regreso del líder partidario, el enfrentamiento será sin vuelta atrás.    

El gobierno de facto que había suspendido las clases dos días antes del regreso de Perón, buscando así evitar que los secundarios y universitarios se organizaran en sus centros de estudio para marchar encolumnados, lo mismo hace en las fábricas al otorgar un feriado, moviliza 35.000 hombres de las fuerzas armadas.

Los viajeros al descender se encontraron con un dispositivo de seguridad estricto y que asemejaba a un país en guerra. Soldados con casco, fusiles, ametralladoras y granadas se veían por doquier.

Afuera del aeropuerto varios contingentes de policías, gendarmes y ejército, dispuestos en forma concéntrica, como anillos, y armados hasta los dientes, con la ayuda de perros amaestrados para morder y tanquetas para atemorizar, libraban enfrentamientos y pequeñas batallas de posición con millares de jóvenes peronistas, mujeres y hasta niños que no se daban fácilmente por vencidos y reclamaban el “retorno incondicional de Perón y el pueblo al poder”. 

El gobierno de facto movilizó 35 mil integrantes de las FFAA al pueblo que se movilizó para recibir a su lider.

De aquella epopeya queda el testimonio de Juan Carlos Dante Gullo, responsable de la Regional I de Juventud Peronista, la más nutrida y numerosa de todo el país:

“Salí de mi casa de Parque Patricios con mi mujer a las cuatro de la mañana. Íbamos solos porque no sabíamos si la casa estaba vigilada. Dos cuadras después se sumó mi hermano, que ahora está desaparecido y seguimos caminando. Se nos agregó después la gente de una unidad básica que no era la nuestra y seguimos caminando. En Mataderos ya éramos una muchedumbre. Tuvimos la primera escaramuza con la policía y nos metimos por las vías. Ya sumábamos miles y cuando llegamos a la General Paz nos habíamos triplicado”. 

Y así fue desde la madrugada y todo el día y en todas las partes del camino a Ezeiza.

Sin ir más lejos, recuerdo mi experiencia personal de ese día inolvidable.

Como dije antes, las fuerzas represivas conformaron un cerco militar para impedir de cualquier forma el contacto de Perón con su pueblo. Soy parte de uno de esos pequeños grupos que intentan traspasar los vallados. De golpe se produce el inevitable enfrentamiento. Los que me acompañan intentan cruzar el río Matanza; soldados con bayoneta calada lo impiden. Están cara a cara, los separan solamente cinco pasos. Uno de los manifestantes se saca la camisa y en cuero, le dice al oficial a cargo de la patrulla militar que tire.

Emoción, estupor, indecisión, confusión, arrepentimiento... vaya uno a saber que sensación se cruzó por la cabeza del militar. Esos no eran ‘subversivos’ como le habían machacado en el cuartel, sino por el contrario, argentinos como él y que además se jugaban la vida por un ideal. 

Otros peronistas del grupo imitan al primero y también se despojan de sus chorreadas y raídas camisas, plantándose frente a los fusiles. Parece un film del ruso Sergei Mikhalovih Eisenstein o del británico Ken Loach, pero se trata de lo que está ocurriendo, de la realidad, que como se sabe “es la única verdad. Los militares se abren y los dejan pasar.   

La dictadura militar pretende que Perón se quede en el hotel del aeropuerto. Como una especie de rehén por lo que pueda suceder. Saben que las masas en la calle siempre son peligrosas. Al día siguiente, luego de reponerse del cansador viaje y las emociones, Perón fuerza la situación –poniendo como testigo a la prensa nacional e internacional- y se aleja del lugar, para residir en una casa que lo espera en la zona Norte del Gran Buenos Aires. Luego sabremos, que por cualquier contingencia que pudiera haberse producido, el viejo general estaba armado. 

Cuando el pueblo sabe la buena nueva, de todas partes converge hacia la residencia que lo hospeda. Hay una pintada con aerosol que hace historia:

La Casa Rosada cambió de dirección, está en Vicente López por orden de Perón”. La fiesta del pueblo y el reencuentro con su Líder, durará varios días.