Ni el más pesimista de los compañeros y compañeras esperaba un resultado como el del domingo por la noche. No por lo que decían las encuestas. Tampoco porque hayamos perdido el “cable a tierra” o el contacto con la realidad. La militancia, que hercúleamente se preocupó durante la pandemia de contener un estallido social y palear las consecuencias de la crisis económica, tenía el termómetro de la situación y percibía en las largas filas de las ollas populares el malestar que se acumulaba en los barrios, desde los más humildes hasta los de clase media venida a menos durante los últimos tres o cuatro años. Ese malestar, sin embargo, era tan visible y evidente como silencioso. La bronca se olía, pero no dejó de ser sorpresiva su manifestación en las urnas, sobre todo si tenemos en cuenta su clara inclinación hacia la derecha del espectro político. El macrismo que esconde a Macri consiguió números que a más de uno lo dejaron atónito, porque parece como si nunca hubieran gobernado, cuando hace menos de dos años el pueblo los echó categóricamente de la Casa Rosada. Y ni hablar que, entre las terceras fuerzas, sobresalen opciones con contenidos abiertamente derechistas. ¿Cambio de época? ¿Coyuntura errática? ¿Qué significado hay detrás de lo sucedido en estas PASO?
No vamos aquí a abonar a aquella sentencia taquillera que dice que los pueblos no se equivocan o no se suicidan, que en el mejor de los casos es una excusa para no pensar y, en el peor, un incentivo para martillarnos los dedos. Pero siempre que el pueblo (que solo es Uno en apariencia) se expresa, deja un mensaje, a veces más sonoro, a veces más difuso. Hay que interpretar el mensaje y sacar consecuencias. En este caso, no parece tan intricado o enigmático. Sabemos que las cosas no andan bien, que la vida está desorganizada, que el gobierno cometió errores torpes, que inmoralidades como el vacunatorio vip o la foto de Olivos (por muy insignificantes que sean en comparación con los grandes crímenes y negociados de la oligarquía) contribuyen a desprestigiar la palabra “política” y acrecientan el distanciamiento entre la sociedad y una “clase dirigente” (por emplear la categoría gramsciana) que no es tal. Pero nos desconcierta que, en un país con la historia y la tradición de lucha de la Argentina, la mayoría del electorado, se autoperciba ideológicamente de derecha o no, vote fuerzas políticas antiderechos y que, cuando tuvieron la oportunidad de gobernar, condenaron al país al infierno.
Tanto costó salir de ahí y levantar cabeza que, frente a resultados desfavorables, nos asalta la sensación de que gran parte del pueblo no tiene memoria. Antes de llegar a esta decepcionante conclusión, quizá convenga admitir que, incluso los seres humanos, en periodos críticos de nuestras biografías, parecemos ser bastante olvidadizos. Cuando una persona se pelea o se enfada con otra, puede muy bien olvidar los buenos momentos e identificar al otro con todo lo “malo” (en política, allí comienzan a prender los discursos de odio). Es a menudo lo que sucede. El enojo (que en su versión más radical decanta en el odio, aunque no necesariamente confluye en él) no es amigo de las perspectivas de largo plazo. Reinterpreta el pasado, así como las posibilidades a futuro, en función del malestar presente. Incluso podríamos acercarnos a alguien que nos hizo mal solo para dirigir un mensaje hostil a la persona de la que nos acabamos de distanciar.
Sin embargo, el enojo no es definitivo. Puede calmarse y enfriarse con el tiempo, y más cuando el otro demuestra haber cambiado o prestado atención al mensaje (lo que no significa siempre responderlo tal y como esperamos). Los tiempos políticos y los culturales poseen una duración más prolongada y contradictoria que los de un ser humano. Y toda maduración lleva tiempo. Un ataque repentino de ira o una declaración deliberada y bien consciente de malestar suspenden o distorsionan la memoria, pero no la erradican per se. Abren la chance de una reconciliación, o de un nuevo enamoramiento, inevitablemente distinto al anterior, porque las personas y los pueblos cambian.
A partir del 2018, cuando el malestar se empezó a hacer sentir en movilizaciones, ruidazos y estadios de futbol, sabíamos que el país que dejaría Cambiemos iba a ser una bomba de tiempo. La devaluación y fuga de capitales que siguió a la apabullante derrota del macrismo en las PASO del 2019 reafirmó esa convicción. Pero la llegada imprevista de una pandemia que puso al mundo patas para arriba, dejó a la Argentina en una posición inviable, sin recursos y con una deuda social que encendía el recuerdo de la crisis del 2001. A Alberto Fernández le tocó gobernar en medio de este caos.
Las complicaciones para ordenar una economía desequilibrada y para incluir a los vastos sectores de la sociedad que quedaron con la ñata contra el vidrio, hicieron que el gobierno apostara casi toda su suerte política a la campaña de vacunación, a la que se destinaron importantes esfuerzos. No es que se desentendiera de la crisis económica, pero debemos decir que hasta ahora no la supo abordar con un verdadero plan, coherente y consecuente. Tenemos, más bien, medidas aisladas, paliativos para atender urgencias, que no es claro por qué se aplican o se dejan de aplicar. Es como si la política económica dependiera de las negociaciones con el FMI y el avance de la inmunización contra el Covid. Solo que tampoco la vacunación, por muy acelerada que haya sido y por mucha cobertura que alcanzara, puede venderse como un éxito incuestionable. Menos por los episodios bochornosos ya mencionados (que ponen a la “política” en el lugar de la hipocresía, de la soberbia o de la insensibilidad) que por la tragedia de sumar más de 100 mil muertos. Resulta indudable que la oposición, con toda su demagogia y especulación, es en gran parte responsable. Pero el fuego mediático impactó más contra un gobierno que parece todo el tiempo estar atajando penales.
El Frente de Todos sufrió un mal desempeño electoral en las PASO porque cedió iniciativa y, sobre todo, puso en segundo plano la necesidad de construir una estrategia y un proyecto. El precio pagado por mantener la “unidad” o el equilibrio partidario en los ministerios ha sido, precisamente, la falta de pericia y timing en la gestión, o los “funcionarios que no funcionan”. Las formas se imponen sobre el fondo y el déficit de conducción política permite que afloren y ganen peso toda clase de retóricas.
La única buena noticia es que se conservó el “núcleo duro” de incondicionales, que gira en torno al tercio del electorado, porcentaje para nada subestimable. Pero los dos millones de votos menos que Juntos por el Cambio o la pérdida de provincias en las que estábamos acostumbrados a ganar (pasamos de la foto en la que solo la zona centro era amarilla a una donde casi todo el país toma ese color) revelan que nuestra capacidad de traccionar por fuera de los fieles o de mantener el voto inquieto y movedizo en más de una elección continua se encuentra muy disminuida. Y de esa base tenemos que partir. Porque hasta la tercera sección electoral peligra.
Es verdad que Juntos por el Cambio cosechó, con sus casi 9 millones de votos a lo largo y a lo ancho del país, un número similar al de casi todas sus actuaciones electorales. En la que fue su peor performance-las PASO del 2019- fueron 8.121.689 y apenas unos sufragios más en las generales del 2015 y en las primarias del 2017. No se trata, sin embargo, de su techo: en los escenarios de acentuada polarización, ha superado los 10 millones. Independientemente de las fluctuaciones en el nivel de participación (el domingo pasado votaron 5 millones de ciudadanos menos que en las presidenciales del 2019), la derecha consolidó apoyos que siempre merodean, por encima o por debajo, el 40%.
Desde el 2015, el antiperonismo se encuentra fuertemente institucionalizado. Hay que reconocer que supieron hacer un uso inteligente y provechoso de la herramienta que nosotros propusimos en el 2009, pero con la que no parecemos entendernos del todo bien. Más allá de las fugas de algunos “ultras”, que representan el “voto protesta” en su aspecto más iracundo, la derecha (macrista y radical) encontró en las PASO una manera de conformar y ampliar una coalición impensada durante la época dorada del kirchnerismo. No importa cuán desastroso haya sido su gobierno, ni cuán irresponsables son sus dirigentes: el respaldo que conserva es inconmovible. Lo que se explica menos por sus aciertos en la gestión que por haber logrado aglutinar en un mismo frente electoral (lo que es toda una hazaña) el antiperonismo histórico que perdura en la Argentina. Antes que cualquier otra pasión, es el odio lo que los une. Y el odio, como bien explicó Maquiavelo, es de las pasiones más difíciles de desactivar.
No obstante, no tiene tanta importancia la unificación del antiperonismo como la fragmentación del peronismo. Tamaña fragmentación no se deduce de las alianzas entre los dirigentes ni de los sellos electorales. Los últimos dos años nos la pasamos predicando que había que cuidar la unidad, pero lo que llevó al triunfo en el 2019 no fue que tal o cual personaje del “mundillo” accediera a competir dentro del Frente de Todos. Aquella visión de la política es tan “prestigiosa” como estéril y se comprueba con resultados como el de las últimas PASO. Ningún voto es un cheque en blanco ni ata al elector con su circunstancial representante. Los dirigentes que son “dueños de los votos” se cuentan con los dedos de una mano, y habría que agregar que aquella desafortunada expresión olvida las huellas de construcciones políticas de largo aliento. Luego, habrá candidatos que “seducen” alguna que otra vez, pero que más tarde desaparecen de la escena sin pena ni gloria y sin que nadie se acuerde de ellos.
La unidad que necesitamos es la de la mayoría del pueblo. Y eso no se consigue con marketing, sino con política y con gestión. Gobernar es hacer, dijo Cristina en el cierre de campaña. Así como, por supuesto, explicar lo que se hace, por qué se hace, cuáles son las dificultades. Si es decisiva la orientación del “hacer”, lo es también su ritmo, o por decirlo en palabras de Máximo Kirchner, la relación entre la velocidad de la construcción y la velocidad de los deseos. Existe un limitante para todo gobierno bienintencionado: la paciencia y la tolerancia de la sociedad. En una ocasión, el célebre escritor Franz Kafka, quien trabajaba en el Instituto de Seguros contra accidentes de Trabajo de Praga, le dijo a su amigo Max Brod: “qué modestos son los hombres (...) Vienen a pedirnos algo. En lugar de destruir el Instituto y aniquilarlo todo, vienen a pedirnos algo”.
La institucionalidad argentina convive permanentemente con dos espectros: el de las dictaduras del siglo XX y el “que se vayan todos” del 2001. Hasta el momento, la indignación y la bronca vienen expresándose en las urnas. Ni el macrismo ni las inclemencias de la pandemia lograron torcer esa voluntad, que no necesariamente es signo de madurez o de compromiso cívico. El crecimiento de la apatía, entre los jóvenes y en la población toda, resulta innegable y peligroso. La irrupción de Milei en la Ciudad de Buenos Aires es solo una advertencia.
La otra advertencia, más preocupante aun, es la elevada abstención electoral. La mayoría de los votos que perdimos, provienen de la baja participación, sobre todo en el conurbano bonaerense. Cuando las personas están al filo de la supervivencia, o cuando no se sienten valoradas, crece el desinterés por la política, porque cualquier opción "da lo mismo", se vote como se vote. Así comienza a debilitarse y corromperse una democracia.
El Frente de Todos, nos guste o no, nos sintamos preparados o no, debe hacerse cargo de las expectativas que se generaron en el 2019. Por muy imposible que sea satisfacerlas en el momento actual, tiene que existir la clara y firme voluntad de cumplirlas, como se prometió en el contracto electoral que ofrecimos a la sociedad en aquel entonces. La estabilidad de la política institucional depende de ello. En un sentido más profundo todavía, nos corresponde terminar con la cultura del “no se puede”. ¿Cuándo le regalamos al macrismo ese “sí se puede” tan característico de la osadía y la audacia de Néstor Kirchner? La sociedad no le pide al gobierno la “pobreza cero” o la “inflación cero” que Macri vendió como publicidad berreta. Todos sabemos que estamos muy lejos de ello. Lo que pide es una reducción del costo de vida. Menos gradualismo, menos ambivalencia, menos distancia frente a los problemas reales del día a día. Que hoy nos dediquemos a comparar los números de la macroeconomía con el 2019, que fue un año espantoso, revela en parte la falta de horizonte del gobierno y la necesidad de cambios drásticos.
No se trata de “propuestas” de campaña. Las propuestas, cuando la sociedad se harta y pierde la confianza, no sirven de nada. Se trata de hechos contundentes, en la retórica y en la materialidad. Los índices de precios, de pobreza e indigencia, de desocupación que manejamos, deberían ser suficientes para establecer una agenda de prioridades que le ponga menos ímpetu a las negociaciones con los acreedores extranjeros y el FMI y más religiosidad en el cumplimiento de la deuda que se tiene con el pueblo. Porque ya no hay margen para prometer. Cuando el macrismo ganó holgadamente en el 2017, sin éxitos que mostrar, lo hizo apoyándose en el relato de la “pesada herencia”, que exigía darles más tiempo para arreglar y sanear lo que estaba “putrefacto” y condicionaba su accionar de gobierno. Hoy esa estrategia carece de destino, porque entonces se tenía el “colchón económico” del kirchnerismo, que permitía soportar el ajuste, pero hoy cargamos sobre nuestras espaldas años de deterioro y destrucción. La gente ya esperó demasiado.
El gobierno tiene que ocuparse de ese malestar como se ocupa la militancia; como se ocuparon Néstor y Cristina después de perder las elecciones del 2009. Si quiere llegar al pueblo, tiene que escuchar más a la militancia y menos a los expertos y tecnócratas que nutren los ministerios o asesoran a los funcionarios. Porque la militancia es pueblo, se mueve y construye dentro del pueblo. Porque no especula ni pide moneda de cambio a la hora de salir a predicar. Pero para llevar buenas noticias, se necesitan buenas noticias. No es tiempo de artilugios posmodernos. Debe haber una reacción, un tomar nota, un cambio de rumbo. E inmediatamente un despliegue fenomenal, una movilización sin precedentes. Hay que convocar a todos los kirchneristas que, exhaustos, deprimidos o enojados, se quedaron en sus casas y solo aportaron con su voto. Porque cuando ellos participaron, en el 2015 o en el 2019, fue cuando mejores resultados obtuvimos.
Tres son los mensajes del domingo. El primero, para el gobierno, que debe replantearse su política, dar el ejemplo, cambiar el gabinete, hacer anuncios esperanzadores y, especialmente, cumplir a rajatabla con todo lo que dice, para llevar algo de paz y tranquilidad a un pueblo agobiado. Ordenar prioridades y poner el pie en el acelerador, en definitiva. Un segundo mensaje para la militancia, que no estaba tan errada en su diagnóstico (la lentitud, la incoherencia, la desincronización, la falta de determinación y convencimiento del gobierno en muchos momentos), pero que sí estaba errada en su desconfianza hacia sí misma. Sin autobombo y con mucha humildad y generosidad, debe asumir un papel protagónico en el proceso de transformación que demanda la hora, porque conoce de cerca lo que le pasa al pueblo y entiende las razones y las pasiones del voto. Por último, un tercer mensaje para aquellos que acompañan pero no militan: no nos sobra nada, todos somos imprescindibles y, si no queremos que la derecha vuelva a gobernar, o que emerja un Trump o un Bolsonaro, el momento para sumarse es ahora. El pueblo no puede esperar más. La militancia tampoco.