En cierto momento del discurso de Cristina en la Plaza del 10, cuando pedía a Dios y a la Virgen que Lula fuera electo presidente de Brasil nuevamente, la multitud empezó a corear vamos a volver. Aquel mítico canto que naciera en esa misma plaza el 9 de diciembre de 2015, donde el pueblo se prometía a sí mismo (y a Cristina) el retorno, volvió a gritarse con fervor en 2021. Un flashback inesperado y espontáneo. Ciertamente lo cantábamos por Lula, pero también un poco lo cantábamos por nosotres. Fue tan liberador volver a cantar esa consigna, porque en un punto es una promesa inconclusa. No porque no hayamos recuperado el gobierno, sino porque aún no hemos recuperado del todo el poder popular que supimos tener. Porque aun no hicimos las grandes transformaciones que vinimos a hacer. Por eso vamos a la plaza, para mantener viva esa promesa.
La Plaza del 10 sucede en un momento que se siente bisagra. Luego de dos años de pandemia, las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional se acercan a su punto cúlmine, y la pregunta que inquieta y carcome a militantes, simpatizantes, ciudadanos y ciudadanas comprometides, es cuánto resto le quedará al Estado nacional para levantar al país por sobre las ruinas acumuladas. ¿Es posible un orden donde la palabra justicia no resulte una lejana abstracción? ¿Quién puede sinceramente confiar en una supuesta buena voluntad del Fondo? ¿Puede haber un acuerdo beneficioso en estas circunstancias? Cristina nos hace estas mismas preguntas a cielo abierto. Porque no hay que omitir que estamos atravesando una suerte de posguerra, en la que los vencedores pretenden imponernos su pax romana.
Como militantes, debemos rehusarnos a abrazar las consignas facilistas que pululan por ahí. No se puede afirmar con soltura que no hay que pagar la deuda, ni que el acuerdo con el Fondo es una “oportunidad”. Es malicioso decir que el problema es Cristina y reduccionista plantear que el problema es Alberto. Las cosas no son tan sencillas ni tan lineales. Por el contrario, quizás este sea el momento de mayor dificultad para el campo popular del 2001 a la fecha. Lo que hay en el corazón del Frente de Todos no es una interna, es una tensión que puede ser resumida perfectamente en la famosísima consigna de Máximo Kirchner: que los números cierren con la gente adentro. ¿Pueden cerrar los números con la gente adentro?
Vivimos en esa tensión, y lo que está en juego es ni más ni menos que lo que gira en torno al enigmático nombre de la Argentina. No puede reducirse todo a un acuerdo entre equipos técnicos, entre “delegaciones” que negocian números en Washington o Buenos Aires. Cuando Cristina recuerda la suerte de aquellos presidentes que no supieron ni quisieron ser más osados frente a las querellas de su tiempo, hace también un llamamiento político de una magnitud incalculable, sintetizado poderosamente por la frase "el pueblo vuelve". En ese enunciado se condensa todo el convencimiento de Cristina, todo su análisis de una coyuntura crítica, toda su exhortación a dar vuelta la taba. Para que los números cierren con la gente adentro, la gente debe hacerse presente. Solo el pueblo salvará al pueblo.
¿Puede un país puesto de rodillas, con una sociedad desarticulada y quebrada, con un pueblo al borde de la tristeza crónica, inflar el pecho de orgullo y sacar a relucir su fortaleza ante tamaña adversidad? El pueblo argentino puede, y te llena una Plaza de Mayo. En la Plaza del 10 se movilizaron cuerpos de carne y hueso, que cantaron, se abrazaron, aplaudieron y se emocionaron, pero también se movilizaron espectros, ecos de un pasado que continúa en disputa y que no quiere regalarse a la sentencia cínica del enemigo. Esa Plaza es la memoria viva de un legado histórico, es la decisión reafirmada día a día de recoger una herencia que no podemos perder, la gracia de haber vivido años excepcionales, los que habilitan, de forma difusa y relampagueante, la posibilidad de que las cosas sean distintas. La posibilidad de abrir otro camino.
Institucionalización y conducción
Con el fin de administrar la tensión existente, distintos actores y referentes del Frente de Todxs (FDT) vienen planteando la idea de dotar a la coalición de mayor “institucionalidad”, con espacios formales de discusión y toma de decisiones. Desde estas líneas saludamos la iniciativa, especialmente si permite evitar el grado de desorden y confusión que ha reinado por momentos. Sin embargo, no podemos evitar preguntarnos las posibilidades de éxito de semejante formalidad. Sobre todo porque hay un elemento de la coalición que desborda cualquier formalización. ¿Es posible institucionalizar el vínculo de Cristina con su pueblo? ¿Se puede medir la “parte” del Frente de Todos que le corresponde a Cristina frente a quienes niegan o minimizan su liderazgo?
Dejando de lado lo contraproducente de usar lenguaje empresarial para hablar de política, es casi una falta de respeto llamar a Cristina “accionista” de la coalición, siendo que ella es su autora intelectual y material, su artífice, y su condición de posibilidad. Y también es el abismo que mantiene vivo al FDT, porque impide en cada intervención que se ancle en un puerto sin retorno. No es una parte, sino que está en el centro, y a la vez por encima, sobrevolando. El peronismo tiene un nombre preciso para ese lugar tan especial: el de la conducción estratégica.
Ahora bien, la conducción estratégica no se ocupa de todos los detalles ni se hace presente a todo momento. Un problema que acecha a toda conducción desde los tiempos de Moisés y el éxodo, es el de las murmuraciones en el desierto. Cuando quien conduce no está presente, hablando y dando señales a cada rato, empiezan a vociferar quienes dudan. No podemos esperar una carta de Cristina por semana, o una opinión sobre cada tema. La impaciencia es enemiga de toda conducción exitosa. Porque al momento de la siguiente intervención puntual de la conducción, ya se fue cultivando un caldo para la desobediencia. En el ejemplo bíblico, cuando Moisés baja del Monte Sinaí, se encuentra con parte del pueblo adorando un becerro de oro. Hoy el fetiche que sustituye al Dios verdadero (traduzcamos: al acontecimiento que nos fuerza a militar) se llama unidad. En lugar de darle un contenido a esa unidad, en vez de confirmar su orientación u horizonte, se la venera en forma vacía, como si tuviera valor en sí misma. De esta manera, cualquier intento de modificar el rumbo o de acelerar los tiempos es acusada de sectarismo, de atentado contra la unidad. ¿Pero aparece así también para el pueblo? ¿La carta de septiembre de Cristina es un “atentado contra la unidad”? ¿O un timonazo para reencauzarnos por el buen camino? Cuando la unidad se reduce a un pacto entre caballeros, todo llamado al pueblo que salte instancias mediadoras se vuelve un escándalo para la politiquería de salón, que desprecia sobre todo a la militancia porque la militancia no es otra cosa que la extensión o despliegue de la conducción en el seno del pueblo.
Empero, no amerita que Cristina esté presente todo el tiempo para que la conducción se realice: dichosos los que crean sin haber visto, le dice Jesús a Tomás. Cuando Cristo se retira, comienza la predicación apostólica/militante del Evangelio, porque Cristo está entre los cristianos. Pero Cristina no es Dios, como tampoco lo fue Perón. Es indispensable que la conducción estratégica manifieste su voluntad cada tanto, nos interpele, ordene las filas y enderece el barco.
Le erran los Carlos Pagni de este mundo cuando creen que Cristina está discutiendo cuotas de poder. Por el contrario, cuando Cristina convoca a llenar la plaza y le habla simultáneamente al pueblo y a Alberto, no está “rosqueando”. Cuando escribe no lo hace operando contra tal funcionario o tal sector. Tal como quedó demostrado después de la carta de septiembre, no se trata de que a Cristina le den más ministerios, que le giren más recursos, que la nombren más seguido. De lo que se trata, lisa y llanamente, es de que le “den pelota”.
Las cartas, los discursos y las plazas de Cristina son la conducción estratégica del campo popular. Son la guía, son el catalejo para encontrar el rumbo. Porque a ella no le interesan los resultados electorales por los cargos que ponen en juego, ni tampoco se le mueve un pelo al (otra vez el lenguaje empresarial) “arriesgar su capital” político en la encrucijada actual. Cristina mira de frente al tribunal de la historia. Quiere trascender. Quiere que nuestra generación deje una huella indeleble. Porque otres caminaron antes, caminamos para que otres caminen.
Mientras que no se le reconozca ese papel de conducción estratégica a Cristina, la alquimia del Frente de Todos seguirá trunca. No se trata de consultarle minuciosamente cada vez que el gobierno se tira un pedo, sino de abrazar la gran hoja de ruta trazada en Sinceramente, en el video del 18 de mayo, en el discurso del 9 de diciembre de 2019, en las sucesivas cartas, y en la Plaza del 10. A saber: el contrato social de ciudadanía responsable, los grandes acuerdos para superar la economía bimonetaria y la restricción externa, el mandato de distribuir el crecimiento económico en un país con 50% de pobreza, la tensión máxima para evitar un acuerdo con el FMI que nos condene a la miseria y la desigualdad.
Lo que da y lo que pide
En su definición clásica, Ernesto Laclau planteaba que el líder populista (el significante vacío) articulaba demandas insatisfechas que eventualmente atendía y resolvía. En rigor, aunque el kirchnerismo haya satisfecho infinitas demandas de la sociedad, Cristina no es una líder populista. Como demostró Selci en sus sucesivos libros, Cristina resuelve tus problemas, pero inmediatamente invierte la ecuación: te demanda que te involucres. Demanda tu participación, tu comprensión, tu afecto. Te pide que prestes atención, que no te hagas el boludo. Por eso es una pavada eso de “dejemos de pedirle cosas a Cristina”. ¡Porque es exactamente al revés! Es Cristina la que nos solicita que ocupemos un lugar en la historia, que estemos a la altura de las circunstancias, que maduremos, que seamos valientes. Porque, como decíamos arriba, la conducción estratégica no puede sola, ni puede estar en todo, ni puede estar siempre.
La conducción aparece en momentos determinados, aprovechando con astucia las oportunidades que se le presentan. Pero este arte requiere de una percepción del instante que no se puede escapar, que nos asalta fatalmente y nos obliga a actuar antes de que sea tarde. Ahora bien, una vez que ha actuado, que la conducción ha hablado, que la acción se ha realizado, es necesario sacar consecuencias. La acumulación de energía que en determinado momento facilitó la toma de una decisión vinculante, no permanecerá idéntica por siempre. Luego de movilizar, se vuelve al barrio, a la escuela, a la familia, al trabajo, a la unidad básica, a los grupos de WhatsApp, a las redes sociales, a las notas de los diarios. Todo el sentido de la militancia parece descansar en esa terrible hora en la que el éxtasis se apaga, el entusiasmo se agota y hay que volver a levantar la moral, a dar una orientación, a contagiar la responsabilidad. No alcanza con la excitación mística que produce una plaza de Cristina, un agite colectivo, un grito de guerra. Lo que la ocasión posibilita, luego hay que hacerlo durar.
En cierto modo, se trata de contagiar el heroísmo. Pero no el heroísmo sacrificado que se admira por la muerte extraordinaria. No necesitamos leyendas mitológicas ni mártires que ardan en la pira o padezcan en la cruz, que carguen con todos los sufrimientos para que les demás no debamos hacerlo. Lo que hoy urge es un heroísmo militante, un heroísmo abierto a cualquiera, que según Alain Badiou se encuentra del lado de la disciplina, de quien crea paso a paso la vida verdadera, la vida del espíritu, la vida que respira e inspira militancia por doquier. El heroísmo no es sacrificio individual; es disciplina organizada. El héroe contemporáneo, el héroe que predica Cristina, es el que movido por la tensión de lo vertical, por la orientación de la idea, se ve decidido por la irrupción de la responsabilidad, por la obligación de responder, a cambiar su vida para siempre.
El gobierno solo, sin participación, sin heroísmo colectivo, inevitablemente naufragará. En la Plaza del viernes, Cristina nos dijo:
"Por eso este día de la democracia tiene que ser el compromiso del pueblo porque, para terminar, quiero decirles algo y que se les haga carne. Un presidente, una presidenta puede ser muy inteligente, muy capaz, tener coraje y valentía pero necesita de la participación popular para apoyar a su gobierno y llevarlo por el buen camino. No lo olviden nunca. Salgan a la calle cuando tengan que defender sus derechos, los de su patria, los de sus hijos".
El buen camino requiere que salgamos a la calle. Quizás salgamos una vez y nada cambie. Quizás salgamos dos veces y todo siga igual. Pero la tarea militante es persistir, insistir y organizar. Persistir es mantener firmes las posiciones a pesar de las adversidades, no ceder en nuestro deseo, no permitir que secuestren nuestro estado de ánimo. Insistir es repetir una y otra vez la movilización popular, volver y volver y volver a la calle para mostrarle al gobierno que hay un pueblo en condiciones de dar grandes batallas junto a él y a través de él. Organizar es darle al pueblo mayores niveles de coordinación, de conducción, de estructuración orgánica. Dotar el amor del pueblo por Cristina en mayores grados de participación popular. Y de responsabilidad. Que si el gobierno afloja, vacila, retrocede, sea el pueblo el que responda por su responsabilidad. Que no ocurra otro Vicentín, otra derrota autoinfligida, donde uno se presenta a la lucha para luego no luchar.
Si somos fieles a la etimología, asumiremos que el verbo organizar no quiere decir otra cosa que “proveer herramientas” y, por lo tanto, que una organización militante funciona en tanto lo que se da no es ni más ni menos que la militancia (la vida no individual, la responsabilidad absoluta). ¿Por qué preferimos lo orgánico por sobre lo inorgánico? ¿Por qué la división de tareas y responsabilidades, a veces engorrosa, antes que la permisión de que cada une haga lo que quiere o lo que siente? Porque de esta manera se incrementan enormemente nuestra probabilidades de actuar con éxito en relación con la idea que seguimos como estrella polar, pero también porque en la organización descubrimos una forma de vida que nos ampara y nos incentiva a crecer, que nos hace reconocernos en lo que tenemos de otres y no ya como individuos cerrados y autosuficientes, que si atraviesan una crisis es porque se lo merecen y llevan en su esencia el afán de perder y fracasar. Organizades somos más fuertes y mejores, para resistir la tempestad y para perseverar en la búsqueda de la justicia. Si organizar es dar militancia, multiplicar militancia, entonces sumar militantes solo es aumentar su número si se pule también su cualificación; si se fabrican las condiciones para que todes podamos devenir militantes, en cada situación.
Reinterpretando a Sloterdijk, Nicolás Vilela plantea en su reciente libro “Comunología” que la militancia debe ser concebida como un ejercicio; y tal como si fuéramos atletas, debemos ponernos en forma. No en vano entre militantes hablamos frecuentemente de la “gimnasia”. La musculatura política que se gana en un momento hay que revalidarla en el momento siguiente, porque su tiempo de gracia es limitado. El estado de desmovilización que provocó y provoca la pandemia afecta todavía nuestra potencia para hacernos presentes en el espacio público, así como la desesperada ansiedad que originó el triunfo de Macri llevó, en los primeros meses de su gobierno, a una movilización hiperkinética sin precedentes, como inercia de un kirchnerismo que quería sentirse más vivo que nunca. La pérdida de vínculos con les otres, de la misma manera, afecta nuestra capacidad de escucha y persuasión.
Todo eso es preciso recuperarlo y únicamente es posible lograrlo por medio de la organización política, porque la tendencia del ser humano en tiempos de peste es a aislarse y temer ser infectado. El virus son los otros. Incluso militantes muy actives y entusiastas durante la prepandemia pueden haberse habituado al relajamiento, debido a la falta de ejercicio; otres, por la sobrecarga de sus actividades, terminan desaprovechando la intensidad que el momento requiere. Entre quienes se desmotivan y quienes se queman, entre la depresión y el sacrificio inútil se explican los desafíos que toda militancia debe enfrentar, por medio de ejercicios que involucren a todes y no a unos pocos atletas olímpicos. Una gimnasia colectiva.
Se hace un ejercicio con la convicción de que la próxima vez se tendrá una mejor performance. Por eso la militancia consiste en un amplio programa de entrenamiento capaz de recepcionar y encauzar las más diversas trayectorias, pues siempre la mejora de une militante debe incluir a otres. Puede que alguien que nunca militó en su vida no se anime a hablar en sus primeras reuniones o no comprenda por qué debe respetar una orgánica y no entregarse al más puro voluntarismo. De animar, de aclimatar, se ocupa la propia militancia, actuando sobre sí misma, derrotándose a sí misma, cada vez. ¿Cómo se aprende a hablar en público? Teniendo la posibilidad, el espacio, para hablar en público. Y perdiendo el miedo a equivocarse. No es en vano reunirse y discutir, aunque parezca no definirse nada. Es gracias a los ejercicios repetitivos, protegidos por una atmósfera militante (el apoyo de les compañeres), que se perfecciona la retórica, así como el análisis político, el criterio para organizar a otras personas, para salir a timbrear o para marchar en una columna, la técnica para pintar paredes o pegar afiches, la sensibilidad para contener a une vecine para el que no tenemos una respuesta inmediata.
Las batallas que el gobierno debe librar, que Cristina empuja, por ejemplo cuando dice que se le pague al Fondo con los dólares radicados en paraísos fiscales y no con los dólares que se necesitan para producir, cuando pide que el crecimiento no se lo queden cuatro vivos, dependen en gran medida de lo ejercitades que estemos. Por eso decimos que somos soldades de Cristina, alistándonos en un ejército que no es militar sino militante; donde disciplina es sinónimo de solidaridad, palabra que por cierto tiene un origen común con la palabra soldado.
Lo único imprescindible en política, como argumentó Máximo Kirchner, es la participación popular. El Gran Acuerdo Nacional que demanda la hora no es un Pacto de la Moncloa que deje a la gente afuera. Se parece más a la idea de una comunidad organizada, pero con una impronta militante, que permita vigilar incesantemente, con lógica ciudadana más que policial, los “contratos” que se firmen en eso que solemos llamar la “superestructura”. Para ello, para contagiar ese compromiso, la conducción tiene que dar un paso al frente e interpelar. El Verbo se encarna en Cristina, quien pide que la imitemos, como ella dice que hay que imitar a Néstor. Entonces anuncia el mensaje: has de cambiar tu vida, has de militar.
Imitemos el ejemplo.
La Plaza del 10 sucede en un momento que se siente bisagra. Luego de dos años de pandemia, las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional se acercan a su punto cúlmine, y la pregunta que inquieta y carcome a militantes, simpatizantes, ciudadanos y ciudadanas comprometides, es cuánto resto le quedará al Estado nacional para levantar al país por sobre las ruinas acumuladas. ¿Es posible un orden donde la palabra justicia no resulte una lejana abstracción? ¿Quién puede sinceramente confiar en una supuesta buena voluntad del Fondo? ¿Puede haber un acuerdo beneficioso en estas circunstancias? Cristina nos hace estas mismas preguntas a cielo abierto. Porque no hay que omitir que estamos atravesando una suerte de posguerra, en la que los vencedores pretenden imponernos su pax romana.
Como militantes, debemos rehusarnos a abrazar las consignas facilistas que pululan por ahí. No se puede afirmar con soltura que no hay que pagar la deuda, ni que el acuerdo con el Fondo es una “oportunidad”. Es malicioso decir que el problema es Cristina y reduccionista plantear que el problema es Alberto. Las cosas no son tan sencillas ni tan lineales. Por el contrario, quizás este sea el momento de mayor dificultad para el campo popular del 2001 a la fecha. Lo que hay en el corazón del Frente de Todos no es una interna, es una tensión que puede ser resumida perfectamente en la famosísima consigna de Máximo Kirchner: que los números cierren con la gente adentro. ¿Pueden cerrar los números con la gente adentro?
Vivimos en esa tensión, y lo que está en juego es ni más ni menos que lo que gira en torno al enigmático nombre de la Argentina. No puede reducirse todo a un acuerdo entre equipos técnicos, entre “delegaciones” que negocian números en Washington o Buenos Aires. Cuando Cristina recuerda la suerte de aquellos presidentes que no supieron ni quisieron ser más osados frente a las querellas de su tiempo, hace también un llamamiento político de una magnitud incalculable, sintetizado poderosamente por la frase "el pueblo vuelve". En ese enunciado se condensa todo el convencimiento de Cristina, todo su análisis de una coyuntura crítica, toda su exhortación a dar vuelta la taba. Para que los números cierren con la gente adentro, la gente debe hacerse presente. Solo el pueblo salvará al pueblo.
¿Puede un país puesto de rodillas, con una sociedad desarticulada y quebrada, con un pueblo al borde de la tristeza crónica, inflar el pecho de orgullo y sacar a relucir su fortaleza ante tamaña adversidad? El pueblo argentino puede, y te llena una Plaza de Mayo. En la Plaza del 10 se movilizaron cuerpos de carne y hueso, que cantaron, se abrazaron, aplaudieron y se emocionaron, pero también se movilizaron espectros, ecos de un pasado que continúa en disputa y que no quiere regalarse a la sentencia cínica del enemigo. Esa Plaza es la memoria viva de un legado histórico, es la decisión reafirmada día a día de recoger una herencia que no podemos perder, la gracia de haber vivido años excepcionales, los que habilitan, de forma difusa y relampagueante, la posibilidad de que las cosas sean distintas. La posibilidad de abrir otro camino.
Institucionalización y conducción
Con el fin de administrar la tensión existente, distintos actores y referentes del Frente de Todxs (FDT) vienen planteando la idea de dotar a la coalición de mayor “institucionalidad”, con espacios formales de discusión y toma de decisiones. Desde estas líneas saludamos la iniciativa, especialmente si permite evitar el grado de desorden y confusión que ha reinado por momentos. Sin embargo, no podemos evitar preguntarnos las posibilidades de éxito de semejante formalidad. Sobre todo porque hay un elemento de la coalición que desborda cualquier formalización. ¿Es posible institucionalizar el vínculo de Cristina con su pueblo? ¿Se puede medir la “parte” del Frente de Todos que le corresponde a Cristina frente a quienes niegan o minimizan su liderazgo?
Dejando de lado lo contraproducente de usar lenguaje empresarial para hablar de política, es casi una falta de respeto llamar a Cristina “accionista” de la coalición, siendo que ella es su autora intelectual y material, su artífice, y su condición de posibilidad. Y también es el abismo que mantiene vivo al FDT, porque impide en cada intervención que se ancle en un puerto sin retorno. No es una parte, sino que está en el centro, y a la vez por encima, sobrevolando. El peronismo tiene un nombre preciso para ese lugar tan especial: el de la conducción estratégica.
Ahora bien, la conducción estratégica no se ocupa de todos los detalles ni se hace presente a todo momento. Un problema que acecha a toda conducción desde los tiempos de Moisés y el éxodo, es el de las murmuraciones en el desierto. Cuando quien conduce no está presente, hablando y dando señales a cada rato, empiezan a vociferar quienes dudan. No podemos esperar una carta de Cristina por semana, o una opinión sobre cada tema. La impaciencia es enemiga de toda conducción exitosa. Porque al momento de la siguiente intervención puntual de la conducción, ya se fue cultivando un caldo para la desobediencia. En el ejemplo bíblico, cuando Moisés baja del Monte Sinaí, se encuentra con parte del pueblo adorando un becerro de oro. Hoy el fetiche que sustituye al Dios verdadero (traduzcamos: al acontecimiento que nos fuerza a militar) se llama unidad. En lugar de darle un contenido a esa unidad, en vez de confirmar su orientación u horizonte, se la venera en forma vacía, como si tuviera valor en sí misma. De esta manera, cualquier intento de modificar el rumbo o de acelerar los tiempos es acusada de sectarismo, de atentado contra la unidad. ¿Pero aparece así también para el pueblo? ¿La carta de septiembre de Cristina es un “atentado contra la unidad”? ¿O un timonazo para reencauzarnos por el buen camino? Cuando la unidad se reduce a un pacto entre caballeros, todo llamado al pueblo que salte instancias mediadoras se vuelve un escándalo para la politiquería de salón, que desprecia sobre todo a la militancia porque la militancia no es otra cosa que la extensión o despliegue de la conducción en el seno del pueblo.
Empero, no amerita que Cristina esté presente todo el tiempo para que la conducción se realice: dichosos los que crean sin haber visto, le dice Jesús a Tomás. Cuando Cristo se retira, comienza la predicación apostólica/militante del Evangelio, porque Cristo está entre los cristianos. Pero Cristina no es Dios, como tampoco lo fue Perón. Es indispensable que la conducción estratégica manifieste su voluntad cada tanto, nos interpele, ordene las filas y enderece el barco.
Le erran los Carlos Pagni de este mundo cuando creen que Cristina está discutiendo cuotas de poder. Por el contrario, cuando Cristina convoca a llenar la plaza y le habla simultáneamente al pueblo y a Alberto, no está “rosqueando”. Cuando escribe no lo hace operando contra tal funcionario o tal sector. Tal como quedó demostrado después de la carta de septiembre, no se trata de que a Cristina le den más ministerios, que le giren más recursos, que la nombren más seguido. De lo que se trata, lisa y llanamente, es de que le “den pelota”.
Las cartas, los discursos y las plazas de Cristina son la conducción estratégica del campo popular. Son la guía, son el catalejo para encontrar el rumbo. Porque a ella no le interesan los resultados electorales por los cargos que ponen en juego, ni tampoco se le mueve un pelo al (otra vez el lenguaje empresarial) “arriesgar su capital” político en la encrucijada actual. Cristina mira de frente al tribunal de la historia. Quiere trascender. Quiere que nuestra generación deje una huella indeleble. Porque otres caminaron antes, caminamos para que otres caminen.
Mientras que no se le reconozca ese papel de conducción estratégica a Cristina, la alquimia del Frente de Todos seguirá trunca. No se trata de consultarle minuciosamente cada vez que el gobierno se tira un pedo, sino de abrazar la gran hoja de ruta trazada en Sinceramente, en el video del 18 de mayo, en el discurso del 9 de diciembre de 2019, en las sucesivas cartas, y en la Plaza del 10. A saber: el contrato social de ciudadanía responsable, los grandes acuerdos para superar la economía bimonetaria y la restricción externa, el mandato de distribuir el crecimiento económico en un país con 50% de pobreza, la tensión máxima para evitar un acuerdo con el FMI que nos condene a la miseria y la desigualdad.
Lo que da y lo que pide
En su definición clásica, Ernesto Laclau planteaba que el líder populista (el significante vacío) articulaba demandas insatisfechas que eventualmente atendía y resolvía. En rigor, aunque el kirchnerismo haya satisfecho infinitas demandas de la sociedad, Cristina no es una líder populista. Como demostró Selci en sus sucesivos libros, Cristina resuelve tus problemas, pero inmediatamente invierte la ecuación: te demanda que te involucres. Demanda tu participación, tu comprensión, tu afecto. Te pide que prestes atención, que no te hagas el boludo. Por eso es una pavada eso de “dejemos de pedirle cosas a Cristina”. ¡Porque es exactamente al revés! Es Cristina la que nos solicita que ocupemos un lugar en la historia, que estemos a la altura de las circunstancias, que maduremos, que seamos valientes. Porque, como decíamos arriba, la conducción estratégica no puede sola, ni puede estar en todo, ni puede estar siempre.
La conducción aparece en momentos determinados, aprovechando con astucia las oportunidades que se le presentan. Pero este arte requiere de una percepción del instante que no se puede escapar, que nos asalta fatalmente y nos obliga a actuar antes de que sea tarde. Ahora bien, una vez que ha actuado, que la conducción ha hablado, que la acción se ha realizado, es necesario sacar consecuencias. La acumulación de energía que en determinado momento facilitó la toma de una decisión vinculante, no permanecerá idéntica por siempre. Luego de movilizar, se vuelve al barrio, a la escuela, a la familia, al trabajo, a la unidad básica, a los grupos de WhatsApp, a las redes sociales, a las notas de los diarios. Todo el sentido de la militancia parece descansar en esa terrible hora en la que el éxtasis se apaga, el entusiasmo se agota y hay que volver a levantar la moral, a dar una orientación, a contagiar la responsabilidad. No alcanza con la excitación mística que produce una plaza de Cristina, un agite colectivo, un grito de guerra. Lo que la ocasión posibilita, luego hay que hacerlo durar.
En cierto modo, se trata de contagiar el heroísmo. Pero no el heroísmo sacrificado que se admira por la muerte extraordinaria. No necesitamos leyendas mitológicas ni mártires que ardan en la pira o padezcan en la cruz, que carguen con todos los sufrimientos para que les demás no debamos hacerlo. Lo que hoy urge es un heroísmo militante, un heroísmo abierto a cualquiera, que según Alain Badiou se encuentra del lado de la disciplina, de quien crea paso a paso la vida verdadera, la vida del espíritu, la vida que respira e inspira militancia por doquier. El heroísmo no es sacrificio individual; es disciplina organizada. El héroe contemporáneo, el héroe que predica Cristina, es el que movido por la tensión de lo vertical, por la orientación de la idea, se ve decidido por la irrupción de la responsabilidad, por la obligación de responder, a cambiar su vida para siempre.
El gobierno solo, sin participación, sin heroísmo colectivo, inevitablemente naufragará. En la Plaza del viernes, Cristina nos dijo:
"Por eso este día de la democracia tiene que ser el compromiso del pueblo porque, para terminar, quiero decirles algo y que se les haga carne. Un presidente, una presidenta puede ser muy inteligente, muy capaz, tener coraje y valentía pero necesita de la participación popular para apoyar a su gobierno y llevarlo por el buen camino. No lo olviden nunca. Salgan a la calle cuando tengan que defender sus derechos, los de su patria, los de sus hijos".
El buen camino requiere que salgamos a la calle. Quizás salgamos una vez y nada cambie. Quizás salgamos dos veces y todo siga igual. Pero la tarea militante es persistir, insistir y organizar. Persistir es mantener firmes las posiciones a pesar de las adversidades, no ceder en nuestro deseo, no permitir que secuestren nuestro estado de ánimo. Insistir es repetir una y otra vez la movilización popular, volver y volver y volver a la calle para mostrarle al gobierno que hay un pueblo en condiciones de dar grandes batallas junto a él y a través de él. Organizar es darle al pueblo mayores niveles de coordinación, de conducción, de estructuración orgánica. Dotar el amor del pueblo por Cristina en mayores grados de participación popular. Y de responsabilidad. Que si el gobierno afloja, vacila, retrocede, sea el pueblo el que responda por su responsabilidad. Que no ocurra otro Vicentín, otra derrota autoinfligida, donde uno se presenta a la lucha para luego no luchar.
Si somos fieles a la etimología, asumiremos que el verbo organizar no quiere decir otra cosa que “proveer herramientas” y, por lo tanto, que una organización militante funciona en tanto lo que se da no es ni más ni menos que la militancia (la vida no individual, la responsabilidad absoluta). ¿Por qué preferimos lo orgánico por sobre lo inorgánico? ¿Por qué la división de tareas y responsabilidades, a veces engorrosa, antes que la permisión de que cada une haga lo que quiere o lo que siente? Porque de esta manera se incrementan enormemente nuestra probabilidades de actuar con éxito en relación con la idea que seguimos como estrella polar, pero también porque en la organización descubrimos una forma de vida que nos ampara y nos incentiva a crecer, que nos hace reconocernos en lo que tenemos de otres y no ya como individuos cerrados y autosuficientes, que si atraviesan una crisis es porque se lo merecen y llevan en su esencia el afán de perder y fracasar. Organizades somos más fuertes y mejores, para resistir la tempestad y para perseverar en la búsqueda de la justicia. Si organizar es dar militancia, multiplicar militancia, entonces sumar militantes solo es aumentar su número si se pule también su cualificación; si se fabrican las condiciones para que todes podamos devenir militantes, en cada situación.
Reinterpretando a Sloterdijk, Nicolás Vilela plantea en su reciente libro “Comunología” que la militancia debe ser concebida como un ejercicio; y tal como si fuéramos atletas, debemos ponernos en forma. No en vano entre militantes hablamos frecuentemente de la “gimnasia”. La musculatura política que se gana en un momento hay que revalidarla en el momento siguiente, porque su tiempo de gracia es limitado. El estado de desmovilización que provocó y provoca la pandemia afecta todavía nuestra potencia para hacernos presentes en el espacio público, así como la desesperada ansiedad que originó el triunfo de Macri llevó, en los primeros meses de su gobierno, a una movilización hiperkinética sin precedentes, como inercia de un kirchnerismo que quería sentirse más vivo que nunca. La pérdida de vínculos con les otres, de la misma manera, afecta nuestra capacidad de escucha y persuasión.
Todo eso es preciso recuperarlo y únicamente es posible lograrlo por medio de la organización política, porque la tendencia del ser humano en tiempos de peste es a aislarse y temer ser infectado. El virus son los otros. Incluso militantes muy actives y entusiastas durante la prepandemia pueden haberse habituado al relajamiento, debido a la falta de ejercicio; otres, por la sobrecarga de sus actividades, terminan desaprovechando la intensidad que el momento requiere. Entre quienes se desmotivan y quienes se queman, entre la depresión y el sacrificio inútil se explican los desafíos que toda militancia debe enfrentar, por medio de ejercicios que involucren a todes y no a unos pocos atletas olímpicos. Una gimnasia colectiva.
Se hace un ejercicio con la convicción de que la próxima vez se tendrá una mejor performance. Por eso la militancia consiste en un amplio programa de entrenamiento capaz de recepcionar y encauzar las más diversas trayectorias, pues siempre la mejora de une militante debe incluir a otres. Puede que alguien que nunca militó en su vida no se anime a hablar en sus primeras reuniones o no comprenda por qué debe respetar una orgánica y no entregarse al más puro voluntarismo. De animar, de aclimatar, se ocupa la propia militancia, actuando sobre sí misma, derrotándose a sí misma, cada vez. ¿Cómo se aprende a hablar en público? Teniendo la posibilidad, el espacio, para hablar en público. Y perdiendo el miedo a equivocarse. No es en vano reunirse y discutir, aunque parezca no definirse nada. Es gracias a los ejercicios repetitivos, protegidos por una atmósfera militante (el apoyo de les compañeres), que se perfecciona la retórica, así como el análisis político, el criterio para organizar a otras personas, para salir a timbrear o para marchar en una columna, la técnica para pintar paredes o pegar afiches, la sensibilidad para contener a une vecine para el que no tenemos una respuesta inmediata.
Las batallas que el gobierno debe librar, que Cristina empuja, por ejemplo cuando dice que se le pague al Fondo con los dólares radicados en paraísos fiscales y no con los dólares que se necesitan para producir, cuando pide que el crecimiento no se lo queden cuatro vivos, dependen en gran medida de lo ejercitades que estemos. Por eso decimos que somos soldades de Cristina, alistándonos en un ejército que no es militar sino militante; donde disciplina es sinónimo de solidaridad, palabra que por cierto tiene un origen común con la palabra soldado.
Lo único imprescindible en política, como argumentó Máximo Kirchner, es la participación popular. El Gran Acuerdo Nacional que demanda la hora no es un Pacto de la Moncloa que deje a la gente afuera. Se parece más a la idea de una comunidad organizada, pero con una impronta militante, que permita vigilar incesantemente, con lógica ciudadana más que policial, los “contratos” que se firmen en eso que solemos llamar la “superestructura”. Para ello, para contagiar ese compromiso, la conducción tiene que dar un paso al frente e interpelar. El Verbo se encarna en Cristina, quien pide que la imitemos, como ella dice que hay que imitar a Néstor. Entonces anuncia el mensaje: has de cambiar tu vida, has de militar.
Imitemos el ejemplo.