“Mi enfermedad principal es la impaciencia, o la paciencia —no lo sé”. 

Franz Kafka, Cartas a Felice, julio de 1915.


“Los libros de Franz Kafka no se encuentran en la Unión Soviética. Se dice que es el apóstol de una metafísica perniciosa. Es posible, sin embargo, que hubiera sido el mejor biógrafo de Stalin. Los dos kilómetros de seres humanos que hacen cola frente al Mausoleo van a ver por primera vez el cadáver de un hombre que reglamentó personalmente hasta la moral privada de la nación y que pocos vieron jamás en vida. Ninguna de las personas con quienes hablamos en Moscú recuerda haberlo visto”. 

Gabriel García Márquez, Yo estuve en Rusia


El enigma Kafka

Siempre leí a Kafka desde una medida cautela, procurando no dejarme sumergir en la atmósfera sombría y glacial que suele evocar su obra. Digamos que me mantuve en una especie de distancia irónica que, frente al absurdo y la desesperación de muchos de sus relatos, guardaba algo de lugar para la esperanza. En mis idas y vueltas con la obra del autor checo, a un siglo de su muerte, pude ir apreciando cada vez más el sutil humor judío que destilan sus páginas. Empecemos por asumir que, quizá, todo el enigma, el halo de misterio que rodea lo “kafkiano”, se condensa en esa ambivalencia entre un realismo crudo, descarnado, sin salida y un delicado estilo paródico, que expone las fisuras y que no siempre se llega a percibir. Dos historias lo grafican a la perfección.

A finales de 1916, Kafka asistió junto con su amigo Max Brod y su prometida Felice Bauer a unas veladas organizadas en Múnich para la búsqueda de una nueva literatura. Cuenta Max Pulver que leyó al público En la colonia penitenciaria. Es probable que en la reunión se encontrara presente el formidable poeta Rainer Maria Rilke, compatriota de Kafka y unos años mayor que él. También era su admirador: entre los textos entonces publicados, le gustaba particularmente El fogonero. Pero las cosas no salieron del todo bien. La leyenda dice que durante el transcurso de la narración, no pocos oyentes se descompensaron de los nervios, perturbados por su aura demoníaca. Es indudable que se trata de una exageración, de un mito que se ha alimentado a sí mismo, según reflexiona Reiner Stach, el más importante de los biógrafos recientes de Kafka. No obstante, el oriundo de Praga se ganó con ese episodio la fama de ser un escritor oscuro e inquietante. Aquel público, quizá, no tuvo la posibilidad de ver en Kafka lo que vio Milena (otro de sus amores fallidos), quien así lo despedía en su nota necrológica: “Conocía a la gente como sólo pueden hacerlo las personas de una inmensa sensibilidad, los solitarios capaces de reconocer a la humanidad entera en un solo destello de la mirada”.

La otra escena a la que hacemos alusión revela una faceta bastante más amena, aunque no por eso menos perpleja. Cuando Kafka compartió con sus amigos el primer capítulo de El proceso, la lectura ocasionó insólitas carcajadas. Confiesa el propio Brod que “nos reímos, por ejemplo, incontrolablemente (...) Él mismo se rió tanto que por unos instantes no pudo seguir leyendo. Es bastante extraño cuando piensas en la tremenda seriedad de este capítulo. Pero así fue”. ¿Qué gracia puede provocar la detención arbitraria y sin causa de Josef K., que experimenta cómo dos desconocidos violan la intimidad de su hogar para comunicarle que está contra las cuerdas? No se sabe quién lo acusa, tampoco los motivos ni el juez que quiere aplicarle la ley. Todo suena ridículo, en especial porque la detención no parece una verdadera detención. K. se mueve libremente desde entonces. Y, sin embargo, no se puede fugar. El proceso lo atormenta y lo asfixia. De la indiferencia pasa a la obsesión. Pronto el secreto Tribunal gobernará su mundo y cada uno de sus pensamientos. No hay persona con quien hable, desde el abogado hasta el sacerdote, que no sea funcionario suyo. Las redes intrincadas de una burocracia hiperbólica atrapan a K., como las telarañas a los insectos. Reiteramos: ¿dónde está la risa?

Eppur si muove. De lo ridículo viene la risa. “Nunca ha habido autor más cómico y alegre desde el punto de vista del deseo; nunca ha habido autor más político y social desde el punto de vista del enunciado. Todo es risa, comenzando por El proceso. Todo es política, comenzando por las Cartas a Felice”, opinan Gilles Deleuze y Felix Guattari, en su muy peculiar lectura de Kafka. En cuanto al semblante meramente personal, tanto Brod como Gustav Janouch lo confirman. El primero aclara que “en conversaciones confidenciales, su lengua a veces se aflojaba asombrosamente, era capaz de emocionarse y soltarse, y luego no dejaba de bromear y reír”. El segundo, que “Franz Kafka y yo nos reíamos juntos muchas veces, y a carcajadas, si es que tratándose de Kafka es posible hablar siquiera de tal cosa”. Y el mismo Kafka, cuando recién se estaba conociendo con su prometida, le confiesa: “también soy capaz de reír, Felice, no lo dudes, incluso se me conoce como gran reidor, aunque a este respecto en otros tiempos era mucho más loco que ahora”. ¿Pero con qué tipo de risa lidiamos? Milan Kundera, un maestro de la sátira, pensaba que lo cómico en quien para él fue el mejor novelista del siglo XX tenía un condimento horrible y tenebroso. Kafka lleva hasta las entrañas de la broma, hasta su núcleo más profundo y desconcertante.

Otro ejemplo tal vez ilustre bien el problema. Gregor Samsa se despierta un día convertido en un repugnante y monstruoso “escarabajo”. ¿Cuál es su preocupación? Que va a llegar tarde al trabajo. Con semejante ligereza suele abordar Kafka los aspectos más opacos y lúgubres. Podrá esto originar alguna simpatía, pero en rigor es escalofriante. Muestra Kafka la alienación en la que vivimos, entre el estrés de las demandas insatisfechas (por parte de un sistema cada vez más gélido e inhumano) y la desdicha de no ser comprendidos en nuestras más personales vocaciones. El italiano Cesare Pavese consideraba a Kafka “el más auténtico poeta de la humanidad desarraigada por las persecuciones y el terror racial”. Despertarse un día, todos los días, y sentirse señalados, marginados y agraviados, hasta ser tratados como cucarachas, fue la tragedia del pueblo judío en una Europa donde la asimilación terminó por volverse imposible (acerca de la adaptación en un entorno hostil, contamos con su maravilloso Informe para una academia). Kafka, que tuvo una relación contradictoria con el sionismo, soñó en más de una oportunidad con emigrar a Palestina, como luego haría Max Brod. Palestina era la “chance” de una regeneración moral y espiritual. La posibilidad se frustró, como casi todo en la vida de Kafka. A él lo mató la tuberculosis, mientras se consumía de frío por dentro y por fuera. Muchos de sus conocidos, en cambio, acabaron siendo masacrados en los campos de concentración nazis. En una pavorosa carta que le escribe a Milena, dice:

“He oído que califican a los judíos de ‘prašivé plemeno’. ¿No es lógico que uno se aleje del lugar en el cual tanto se lo odia (para ello no hace falta el sionismo ni la conciencia nacional)? El heroísmo que representa el quedarse a pesar de todo, es el de las cucarachas cuyo exterminio total tampoco se logra. Acabo de asomarme a la ventana: policía montada, gendarmes preparados para una carga a bayoneta, multitudes que se dispersan gritando y aquí arriba, en la ventana, la repugnante vergüenza de vivir siempre bajo protección”.

El solitario Franz Kafka resultó un observador de lujo para un mundo que se descomponía velozmente. Su generación tuvo la desgracia de experimentar en carne propia el desastre de la Primera Guerra Mundial (sin éxito, Kafka intentó alistarse como soldado para combatir en el frente), la mal llamada “gripe española”, la escasez de carbón y alimentos y la licuación de cualquier ahorro durante el período de la hiperinflación, así como el ascenso vertiginoso del antisemitismo, el chovinismo y el fascismo. No es necesario tomarlo por un profeta de las sociedades totalitarias y sus burocracias desalmadas para reconocer su grandeza. Kafka fue testigo de cómo se desmoronó en un abrir y cerrar de ojos el colosal Imperio Austrohúngaro, siendo parte de una minoría nacional pero educándose y escribiendo en alemán, con rastros de las variaciones que se hablaban en Praga y en especial los judíos asimilados, según hace notar el novelista sudafricano John Maxwell Coetzee, quien también resalta el estilo preciso de su prosa, típico de su profesión jurídica. En ella, podríamos decir, casi no hay frases grandilocuentes, que resuenen y queden grabadas en la memoria de los hombres, a excepción de los comienzos de sus principales libros, que nos lanzan de lleno a la situación.

Veamos tres casos emblemáticos.“Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto” (...) “Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana” (...) “Había caído la noche cuando K. llegó. El pueblo estaba sumido en la nieve. No se veía nada del cerro del castillo, lo rodeaban niebla y tinieblas, y ni la lucecita más débil sugería el gran castillo. K. permaneció largo rato en el puente de madera que llevaba de la carretera al pueblo, mirando al aparente vacío de allí en lo alto” (a García Márquez, que decía que siempre había creído que “una novela debe agarrar al lector por el cuello desde la primera línea, como lo consiguió Frank Kafka”, también le gustaba este otro: “Érase un buitre que me picoteaba los pies”). ¡Qué esplendoroso! Kafka manejaba como nadie el arte del comienzo. Va directo al grano. Su linaje es el linaje de Cervantes De manera que la forma literaria que construye puede estar llena de divagaciones y rodeos sin sentido; los personajes, a medida que persiguen un objetivo, se alejan cada vez más de él, pero no hay preámbulos ni explicaciones vanas. No sabemos nada de Josef K., como no sabemos nada del hidalgo de La Mancha antes de que se convirtiera en Don Quijote por haber leído muchos libros de caballería. Puede que no haya desenlaces, que uno no pueda comprometerse con ninguna interpretación, porque pisa un suelo resbaladizo, frágil y ambiguo… ¡pero preámbulos jamás!

En sus novelas, sostiene Piglia, hay una “sucesión continua e inconexa de acontecimientos mínimos. Acción más acción más acción, desarticulada, sin conexión causal. Se hace visible el nexo porque la sintaxis o la gramática establecen relaciones que no son de causa y efecto. Muestran, dan a juzgar, no explican, sólo ponen en relación. ¿Por qué, después de todo, el señor Samsa se despierta una mañana convertido en un bicho monstruoso? Kafka nunca lo dice pero lo muestra”. Acaba siendo indiferente, por ende, el aspecto físico del protagonista, su biografía, sus motivaciones, incluso su nombre, del que directamente Kafka prescinde en El castillo. Del mismo modo que el héroe de Musil, es un hombre sin cualidades. Tiene razón Hannah Arendt cuando argumenta que “los personajes de las novelas kafkianas son abstractos, característica que en sus obras de juventud queda subrayada por el hecho de que estas personas sin atributos se dedican permanentemente a algo a lo que, aparte de ellos, no se dedica nadie: a reflexionar. En la narrativa de Kafka siempre se reconoce al héroe porque éste quiere saber ‘qué es propiamente lo que pasa con las cosas que se derriten a mi alrededor como la nieve mientras para los demás un vasito de aguardiente ya es firme como un monumento’”. Como arguyen Coetzee o Nabokov, todo viene dicho en un lenguaje ordinario, que se nutre de términos del derecho o de la más rudimentaria comprensión del estado general de las ciencias, un poco al estilo de Flaubert, que aborrecía del preciosismo. No necesita nada más para transmitirnos una o dos emociones fundamentales, que es para lo que se escribe. ¿Y para qué se lee? Kafka lo dejó más que claro en una temprana y rotunda carta a su amigo Oskar Pollak, que data de 1904, cuando apenas superaba los veinte años:

“Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dice tu carta? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hagan felices podríamos escribirlos nosotros mismos, si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo”.

Retomando nuestro derrotero, establezcamos que si el Wakefield de Hawthorne y el Bartleby de Melville son precursores de Kafka, Kafka es precursor del realismo mágico latinoamericano. Gabriel García Márquez tenía al checo por uno de sus escritores favoritos, junto con William Faulkner y Virginia Woolf. En su autobiografía recordaba con nostalgia cuando de adolescente leyó La metamorfosis (usaremos ese título por convención, a pesar de que sea más fidedigno La transformación), en la falsa traducción de Borges, la cual “definió un camino nuevo para mi vida desde la primera línea”. Por mi parte, me aventuro a postular que Juan Rulfo es el Kafka americano. Ítalo Calvino, que los leyó a ambos y que tenía El desaparecido como la novela por excelencia de todos los tiempos (“aventura y soledad de un  individuo extraviado en la vastedad del mundo hacia una iniciación y autoconstrucción  interior”), infería que “el verdadero desafío para un escritor es hablar  de la intrincada maraña de nuestra situación usando un lenguaje que parezca tan  transparente como para crear una sensación de alucinación, como consiguió hacer Kafka”.

Durante aquella primera experiencia novelística, en la que gozó de no pocos momentos de entusiasmo, inspiración y frescura, Kafka pretendió tomar como modelo el exquisito manejo de los equilibrios entre el dominio exterior e interior del que Charles Dickens sabía hacer gala como nadie. Con la salvedad de que en el británico, por muy entrañables y logrados que sean sus personajes, todo transcurre de manera más previsible. Si el lector confía en el narrador—no hay razones para que sospeche de él—entonces puede disfrutar del privilegio de la omnisciencia. Cuando seguimos los pasos de Karl Rossmann, a quien Kafka reconoció como un pariente lejano de David Copperfield y Oliver Twist, lo que nos queda es un punto de vista parcial, fragmentario, dislocado y algo disperso, que no nos da demasiadas certezas, excepto que el protagonista es un jovencito que sufre un destierro tras otro y no se asienta en ningún lugar. Podríamos ironizar que para Kafka la idea de fallo judicial supone tanto la sentencia como la equivocación, ya que como anota en sus cuadernos “sólo las partes implicadas pueden juzgar de verdad, pero precisamente su condición de partes implicadas les impide juzgar. Por eso en el mundo no existe la posibilidad de juzgar, sino sólo su apariencia”. Jugar con ese tipo de ambigüedades en las palabras era bastante frecuente en sus ejercicios de escritura. Una pincelada por el estilo muestra que “en alemán, la palabra sein significa dos cosas: ‘ser’ y ‘suyo’”.

En Kafka, piensa Hans Blumenberg, nos topamos con “la ruina del hombre objetivo”, porque “el hombre ya no descansa en la sustancia de su ser”. Es el final de la novela burguesa propiamente dicha. De manera que Piglia es preciso al afirmar que, entonces, “la narración se teje con la tela del olvido”. La imagen del Teatro de Oklahoma como una especie de paraíso que finalmente aceptará a Karl, que no pregunta a nadie de dónde viene ni cuales son sus talentos o habilidades, resulta por eso bastante atípica tomado el conjunto de la obra kafkiana. Esa última oportunidad (las puertas sólo están abiertas el día de hoy) para integrarse en un hogar, en una comunidad, le da a esta novela un carácter mucho más apacible, en la medida en que consolida una esperanza de redención que en el resto de la narrativa de nuestro autor suele ser bastante difusa y paradójica. Pero en un intercambio con Janouch, al referirse el discípulo a la sensación de felicidad y juventud que Kafka transmite con la escritura de El fogonero (que luego será el primer capítulo de El desaparecido), el checo responde que “El fogonero es el recuerdo de un sueño, de algo que quizá nunca fue realidad. Karl Rossmann no es judío. Nosotros, los judíos, ya nacemos viejos”. Y los viejos, agrega en otro lugar, se especializan en contar historias, en narrar. En un contexto de crisis de la narración. Llegado el final, el contraste no puede ser mayor. K. no consigue entrar al castillo por ningún medio (en una línea de interpretación, será un mentiroso y un manipulador que jamás acaricia su objetivo) y tampoco que alguna autoridad superior le explique cuál es su propósito ahí. Subordinación e infinito son las dos obsesiones que rigen la obra de Kafka según Borges. En ningún otro texto es más evidente, para él, que en La construcción de la muralla china. “Para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuelta de su imperio infinito”. Borges pensaba, de hecho, que “el móvil y la flecha y Aquiles son los primeros personajes kafkianos de la literatura” y que la paradoja de El castillo es equivalente a la paradoja de Zenón de Elea. Novela que, por lo demás, como han observado desde Coetzee hasta Mann, es menos terrorífica que cómica, menos asfixiante que burlesca.

Un martirio literario

En líneas generales la de Kafka es una prosa sencilla, limpia, cristalina, austera, neutral, nada rimbombante, poco sentimentalista, sin ornamentos vanidosos. A juzgar por lo que deja constatado en su diario, detestaba los abusos de metáforas (Kundera interpreta ese fragmento como oposición a Rilke). “Prosa alemana de claridad y rigor únicos”, sentenció Hermann Hesse en 1935. Una década antes lo había denominado “maestro y rey de la lengua alemana”. Supo descubrirlo en 1917, más o menos igual que Borges, quien prefería sus narraciones cortas antes que las novelas. Una noche le comentó a Bioy Casares que el gran mérito de Kafka era haber inventado un nuevo tipo de relato—que describe “un mundo de castigos enigmáticos y de culpas indescifrables”, en el que siempre aparece un objeto que perturba la vida ordenada y sin preocupaciones del protagonista, llevándolo al límite de la autodestrucción, como sintetiza con elocuencia el caso de su inacabado Blumfeld—utilizando una cantidad mínima de elementos. En un artículo que publicó en 1983, para el centenario de su nacimiento, cuenta el argentino que le llamó la atención “que Kafka escribiera tan sencillo, que yo mismo pudiera entenderlo a pesar de que el movimiento expresionista que era tan importante en esa época fue en general un movimiento barroco que jugaba con las infinitas posibilidades del idioma alemán”. No sucedió lo mismo con un alemán de nacimiento como Thomas Mann, quien el 1 de agosto de 1921 anotó en su diario: “Para el té estuvo Ludwig Hardt, que me leyó algunas cosas en prosa de un escritor de Praga llamado Kafka; ciertamente extrañas, pero, por lo demás, me aburrí bastante”. A la inversa, Kafka sí había disfrutado la narrativa de Mann, sobre todo su Tonio Kroger, que es un librito sobre las peripecias de la vida artística (desconozco si Kafka pudo leer a Joyce y su Retrato del artista adolescente; respecto a Las tribulaciones del estudiante Törless de Musil, es más probable). Afortunadamente, el autor de La montaña mágica corrigió su parecer con el tiempo. Ya en 1935 su sensación era otra: “Proseguí la lectura de La metamorfosis de Kafka. Me atrevería a decir que el legado de Kafka representa la prosa alemana más genial que se haya escrito en las últimas décadas. ¿Qué otra cosa hay acaso en alemán que no sea mero provincianismo al lado suyo?”. Elias Canetti tenía la misma opinión: “había escrito algo que ya nunca lograría superar, porque no hay nada que pueda superar La metamorfosis, una de las pocas obras maestras y perfectas de este siglo”. Para entonces, la mayoría de los grandes filósofos y pensadores se ocupaban de la estrafalaria obra de Kafka. Lo leían Martín Heidegger (estimamos, por su reservada afición a la literatura y los temas que comparten) y Carl Schmitt (que lo invoca más de una vez en su Glossarium), Walter Benjamin y Theodor Adorno, más tarde Emmanuel Lévinas y Jacques Derrida o Hans Blumenberg y Paul Ricoeur. En cuanto a su manera de escribir, Hannah Arendt nos regaló esta fina apreciación:

“Su prosa no parece caracterizarse por nada especial, en sí misma no tiene nada de atractivo o de seductor; es más bien pura y absoluta comunicación, y su única nota característica es, cuando se la considera con más detenimiento, el hecho de que lo que ella comunica no hubiese podido comunicarse de forma más simple, clara y breve. Aquí, la ausencia de amaneramiento es tal que roza la falta de estilo, la falta de predilección por las palabras como tales roza la frialdad. Efectivamente, Kafka carece de palabras y de construcciones sintácticas favoritas. El resultado de esta falta de predilección es una nueva forma de perfección que también parece estar muy alejada de todos los estilos del pasado.”

Contemporáneos de Kafka fueron Jaroslav Hašek (autor de El buen soldado Švejk), Hermann Broch, Robert Musil, Franz Werfel, Martin Buber, Stefan Zweig, Hugo von Hofmannsthal y el icónico Karl Krauss, además de poetas como Georg Trakl y el ya mencionado Rilke. A aquel ambiente literario se sumaría luego Elias Canetti, que nos ha dejado hermosas reflexiones y pinceladas sobre muchos de estos escritores. Viejas referencias de la literatura austríaca fueron Adalbert Stifter y Franz Grillparzer, que Kafka leyó con placer en sus años de juventud. De Grillparzer dijo que se trataba de un pariente consanguíneo suyo, en un listado acotado y privilegiado que también integraban los nombres de Dostoievski, Kleist y Flaubert (La educación sentimental fue su tesoro más preciado). El ruso le transmitió intensidad, cierto atolondramiento para sus personajes, una verborragia sin freno y alegatos descabellados, pero también una especie de morbo inaudito, que Kafka explora en muchos de sus textos. Piglia pensaba que tanto Dostoievski como Kafka venían de El gabán de Gógol, cuyos axiomas fundamentales son que “un objeto insignificante produce efectos demoledores” y que “no importan los hechos, importan sus consecuencias”. En otro lugar dice que lo “kafkiano” emana de una cómica y desagradable escena de Dostoievski, en Los hermanos Karamazov, cuando el cadáver putrefacto del ejemplar stárets Zosima comienza a largar un hedor apestoso ante quienes se están despidiendo en paz del “maestro religioso”. Hipótesis interesante, que ayuda a desandar el gusto de Kafka por lo asqueroso y lo sucio. 

Kleist, en cambio, es un referente procedimental. Maurice Blanchot recuerda que el praguense estudió a fondo su “estilo glacial”. A Janouch, Kafka le explica que los relatos de Kleist “son auténtica poesía” y que “en él no encontrará arabescos lingüísticos ni petulancias. Kleist no es un ilusionista ni un animador. Toda su vida transcurrió oprimida por la tensión visionaria entre el hombre y su destino, que él supo iluminar y retener en un lenguaje claro y comprensible para todo el mundo. Su visión pretende convertirse en una experiencia de acceso universal. En ello pone su esfuerzo, sin acrobacias lingüísticas, comentarios ni sugestiones. En Kleist la modestia, la comprensión y la paciencia se aúnan para generar la fuerza necesaria para el éxito de cualquier parto. Por eso lo leo una y otra vez. El arte no es cuestión de aturdimientos fugaces, sino un ejemplo de efecto perdurable. Los relatos de Kleist lo muestran con toda claridad. En Kleist se halla la raíz del moderno arte alemán del lenguaje”. De ahí que a la hora de escribir Kafka tratara de prestar mucha atención a la cadencia, el ritmo, la musicalidad de las oraciones, sin perder por ello la energía en los momentos que hiciera falta. Brod creía además que había una coincidencia ética y que toda la obra poética de Kleist se concentra en un único punto: que frente a hechos adversos y desoladores, se preserva intacto un resto limpio de conciencia que exige no ser condenado. Y agrega que existe una familiar actitud psíquica: “la forma especial de presentar los símbolos, que son todos de la vida real, también es común a los dos escritores. La escena de la dama que, ante los ojos de la noble familia, sufre la transformación en mujer embarazada y deshonrada, no está muy lejos de la del hijo burgués que se transforma misteriosamente en un insecto repugnante (...) Ambos narran las cosas más secretas, más oscuras y más insolubles en palabras lo más claras, sencillas y pulcramente cortadas posible”.

No sería un capricho incluir a Goethe en esta célebre nómina. Porque con Goethe y Flaubert nuestro autor aprendió el oficio, la disciplina y el método del escritor, la necesidad de pulir y trabajar la prosa hasta los límites de la perfección, la entrega total a la obra. Su aparente simpleza, que roza lo infantil, adquiere su verdadera dimensión cuando nos detenemos en el precio que Kafka tuvo que pagar para seguir escribiendo. Noches insufribles de insomnio, matrimonios suspendidos, aislamiento social, un ejercicio permanente para superar cada frustración que se le presentaba. En última instancia, el cuidado de la oración tenía para Kafka una importancia vital. Sin caer en la pulsión esteticista de muchos de sus colegas, experimentaba el arte como sucedáneo de la fe, como una ascesis de purificación, como “la mística del que no cree en nada”, por emplear la jerga de Flaubert. Si la literatura comercial, barata, de entretenimiento era para él un escape de la realidad o un narcótico, la escritura poética (en verso o en prosa) suponía “una condensación, una esencia”. La poesía no duerme, despierta. Cuando Janouch—con quien mantiene esta charla—afirma que “entonces la poesía tiende a la religión”, Kafka responde, solemne: “yo no diría tanto, pero seguro que tiene a la oración”. Igual que para Flaubert, la escritura era para él amor y calvario, pasión artística y pasión cristiana. Como clarifica Marthe Robert, la literatura era su cruz. En una carta a Brod de 1922, ya muy enfermo, Kafka vomita lo siguiente:

“La creación es una maravillosa y dulce recompensa, pero ¿a cambio de qué? Esta noche he visto claramente, con la sencillez de una lección infantil sobre las cosas, que se trata de un salario para el servicio del diablo (...) Quizás existe también otra literatura, pero yo sólo conozco aquélla; por la noche, cuando la angustia me impide dormir, sólo conozco aquélla…”

Las Cartas a Felice están repletas de descripciones acerca de su sufrimiento. Kafka se moría por escribir y no podía escribir. Su trabajo y su familia complotaron contra él. Los raptos de inspiración, como la secuencia mágica en la que escribió en un tiempo muy breve La condena, El fogonero y La metamorfosis son más bien raros. Lo habitual en su vida, como en la trama de sus textos, son las interrupciones, las largas parálisis que dejaban inconclusos sus proyectos. Kafka pensaba que su forma de vida era chiflada. Y con cada locura pretendía escapar de esa monotonía, de ese aburrimiento existencial que lo abrumaba hasta el hartazgo. “Mi vida es un titubeo antes del nacimiento”, protesta. A menudo sentía ser Sísifo, o un niño al que por sus faltas se lo castiga a escribir en el pizarrón muchas veces la misma frase absurda, “sólo que en mi caso se trata de un castigo en el que se ordena ‘tantas veces como aguantes’”. Una emoción similar comunica esta otra inscripción en su diario: “Una interminable, melancólica tarde de domingo, devoradora de años enteros, una tarde compuesta de años. Alternativamente, desesperado en las calles vacías y tumbado tranquilo en el canapé. A veces, asombro por las nubes absurdas, incoloras, que pasan casi sin interrupción. ‘¡Tú estás reservado para un gran lunes!’ ‘Bien dicho, pero el domingo no termina nunca’”.

La pulsión de la escritura lo organizaba todo. “Mi vida, en el fondo, consiste y ha consistido siempre en intentos de escribir, en su mayoría fracasados. Pero el no escribir me hacía estar por los suelos, para ser barrido. Ahora bien, desde siempre mis energías han sido lamentablemente escasas, y el resultado natural de esto, aunque yo no lo haya reconocido abiertamente, ha sido la necesidad de hacer economías por todos lados, de privarme un poco en todos los terrenos, con objeto de preservar unas fuerzas a duras penas suficientes para lo que me parecía el principal fin mío”, le confiesa a su amada.  En aras de escribir, Kafka sacrifica relaciones, actividades y horas de descanso. Es un asceta, un fundamentalista de la pureza, como su artista del hambre (relato que, en 1925, cuando todavía no se había publicado mucho de lo inédito, Hermann Hesse consideraba su “obra más auténtica, entrañable y vaporosa”). Si elige hacer ciertas rutinas gimnásticas (para ser más ágil y fuerte, para soportar el cansancio, para enfrentar las vacilaciones que le provoca su contextura física: “con un cuerpo así no es posible conseguir nada. Tendré que acostumbrarme a su fracaso permanente” ), o llevar determinada dieta exagerada (que le ocasionará problemas de salud irreversibles, mientras se queja de los sanatorios, los médicos y las vacunas), es para ponerse en forma. Ponerse en forma para escribir, por supuesto. “La escritura está ligada a la disciplina estricta, a las acciones nocturnas, al aislamiento, a un tipo de organización rigurosa que Kafka asocia con el mundo militar”, arguye Piglia.

Imaginaba como ideal de vida estar encerrado en un sótano o una cueva, cual perro en su cucha al que le llevaran la comida, sin jamás interrumpirlo. Es el pasaje más excéntrico y demoledor de su correspondencia. Para Kafka escribir es imposible. Por falta de condiciones materiales, por el hecho de no tener una casa propia (parafraseando a Virginia Woolf) o de tener que trabajar en una oficina, pero también por ausencia de clima, porque “escribir significa abrirse desmesuradamente” y para poder hacerlo ni siquiera la noche es lo suficientemente nocturna, lo suficientemente silenciosa. Pero en la cueva…”¡Lo que sería capaz de escribir entonces! ¡De qué profundidades lo sacaría! ¡Sin esfuerzo! Pues la concentración extrema no sabe lo que es el esfuerzo”. ¿Mantenía presente Kafka este delirio en 1922, cuando escribió sus Investigaciones de un perro? Es verosímil pensarlo. Pero lo cierto es que en la prosaica vida que llevaba, su único consuelo por fuera de la literatura es, hasta 1917, Felice; “la realidad es que me creo perdido para el trato con los demás seres humanos”. Con ella Kafka adopta un comportamiento kafkiano, obsesivo, delirante, plagado de extravagancias y gestos abruptos. Hasta le escribió al padre de la chica para convencerlo de la pésima opción que era para su hija. Cuando está a punto de casarse, Kafka no puede con su ingenio y boicotea el matrimonio. “Queridísima Felice, tú a mí no me conoces, no me conoces en mi ser maligno; también mi malignidad proviene de ese núcleo al que puedes llamar literatura o lo que se te antoje. ¡Qué malísimo escritor debo de ser, y cómo me supero a mí mismo en maldad, cuando no he sido capaz de convencerte de ello! (...) Resulta ciertamente espantoso el que tú, mi amor, tengas que pasar bajo las ruedas de la carreta que a mí solo me ha sido destinada. Una voz interior me destierra a regiones de tiniebla, pero en la realidad me siento atraído hacia ti, esto es algo inconciliable, y, cuando intentamos conciliarlo, tanto tú como yo sufrimos los mismos golpes”. Siempre da la impresión de que Kafka está tratando de asustar a su prometida, de disuadirla, de demostrarle su amor con una intensidad tal que no haya forma de conciliar ninguna vida en común. Extrañísimo vínculo mediado pura y exclusivamente por la escritura: un calculado entrenamiento literario, que al no haberse preservado las cartas enviadas por Felice transforma a los textos de Kafka en extensos y disparatados monólogos, como los que desarrollan muchos de sus personajes. Observa con agudeza Ricardo Piglia que

“Kafka convierte a Felice Bauer en la lectora en sentido puro. La lectora atada a los textos, que cambia de vida a partir de lo que lee (ésa es la ilusión de Kafka). Se trata a la vez de un aprendizaje y de una iniciación. Felice es casi una desconocida, un personaje en muchos sentidos inventado por las cartas mismas. Y, al mismo tiempo, es la construcción de una de las más persistentes y extraordinarias figuras de lector que podemos imaginar, presente como todo lector en su ausencia”.

Hasta ahora omitimos decir que Kafka encomendó a Max Brod y a Dora Diamant la destrucción de los manuscritos que dejó en sus manos al morir. Quema sin leerlos, reza el testamento. A ese desmesurado nivel llegaba la insatisfacción que le generaba su obra: apenas recuerdo un caso similar de tamaña envergadura y es el de Virgilio con la Eneida, que Hermann Broch inmortalizó en su monumental novela La muerte de Virgilio (Kafka sería un Virgilio que no lidia con ningún Augusto, con ningún interés de Estado). Las excepciones habilitadas por Kafka eran contadas: La condena, El fogonero, La metamorfosis, En la colonia penitenciaria, El médico rural y Un artista del hambre, además de los pocos ejemplares de Contemplación que quedaban dando vueltas. Pero la validación respondía únicamente a que todo eso ya estaba publicado, no a que los reconociera como trabajos bien logrados. Se declaró, en efecto, contrario a cualquier reimpresión. Brod era el responsable de juntar todo lo que estaba en posesión de Felice, Milena y Julie Wohryzek, para arrojarlo al fuego purificador. Gracias a Dios no lo hizo, aunque todavía no se pudo publicar el conjunto de los archivos que recuperó. Existe material clasificado bajo dominio del Estado de Israel, mas el grueso de la obra de Kafka hoy nos es conocido en razón de la desobediencia de su amigo. “Ningún autor de principios del siglo XX—y menos que nadie Kafka—habría podido imaginar que su legado escrito sería medido, fotografiado y descrito como si se tratara de rollos de papiro de una cámara funeraria egipcia”, se mofa Stach. Dora Diamant, por el contrario, carbonizó buena parte de los papeles. Los que no, fueron incautados por la Gestapo después de 1933. Su destino es una incógnita. ¡Qué irónico que alguien que escribió tanto y, en particular, que escribió mejor que nadie, tuviera tanto miedo de que sus textos traspasaran su círculo íntimo y escaparan de su control! Sabe, tal vez, que la relación con el público es siempre efímera y si un día multitudes enteras se reúnen para verte ayunar, al otro se dispersan movilizadas por distracciones fútiles e inexplicables. O que el pedido de un nuevo trapecio para sostenerse con mayor firmeza no garantiza la superación del vértigo y la ansiedad. O, como bromeó un día con Brod, que 'el sistema de seguros se asemeja a la religión de los pueblos primitivos que creen que pueden evitar la desgracia mediante todo tipo de manipulaciones”. O, como le manifestó a su otro amigo literato, Janouch, que la palabra es una inmensa responsabilidad, una decisión entre la vida y la muerte. Así le plantea su inseguridad a Felice:  

“¡Tener que pagar un precio tan terrible por la dicha del buen trabajo! No ser, en realidad, verdaderamente desgraciado, no sentir ese aguijón fresco de la desdicha, sino posar la mirada sobre las páginas del cuaderno repletas continuamente de cosas que uno odia, que le provocan asco o cuando menos una melancólica indiferencia, y que no obstante es preciso escribir para vivir. ¡Qué horror! Si pudiera destruir las páginas que he hecho desde hace cuatro días, y destruirlas de tal forma que fuera como si nunca hubieran existido…”