Jorge Alemán se mueve en una paradójica ambivalencia. Por un lado, reivindica con no poca nostalgia el legado kirchnerista, como algo que se mantiene vivo con el ejercicio perseverante de la memoria. Por el otro, modera sus aspiraciones políticas y oficia como un apologista decidido de la unidad del Frente de Todos, en medio de una situación delicada, frágil y endeble. El diagnóstico pesimista que Alemán hace de la coyuntura se alimenta con el temor por el avance mundial de las ultraderechas y sus terribles ánimos de venganza. La justicia es en cualquier caso una bonita promesa, pero debe esperar su turno, porque lo que preocupa hoy día es la irrupción escalofriante del Mal. Corresponde a las fuerzas de izquierda y nacional-populares, entonces, contener su ofensiva, más que buscar los senderos de la emancipación. Se desestima, sin embargo, la enseñanza clásica de Sun Tzu: la mejor defensa es un buen ataque.
El Frente de Todos, atrapado en una encrucijada, no puede salir del laberinto sin definir antes cuál es el proyecto político que lo articula y convoca. Ese enigma incrustado en su corazón permanece irresuelto. Nos da la sensación de que entre los paladines acérrimos de la unidad ni siquiera está planteada la pregunta que lo compromete. Recaemos, de ese modo, en un pragmatismo desorientado, que hace lo que puede con lo que se tiene. Alemán no pretende ser más papista que el Papa, manifiesta diferencias y observaciones críticas, pero sin duda justifica el accionar precavido del Presidente.
Dicho accionar se resume en la siguiente inercia: aplazar siempre la decisión. También Alemán parece estar obsesionado por evitar el corte, ya que el precio a pagar sería demasiado alto. Esto lleva necesariamente al conformismo del mal menor. Cuando se volvieron tangibles las consecuencias de la guerra, Alemán se mostró de acuerdo con tomar medidas que morigeraran el impacto en la economía doméstica. Pero si luego aquellas medidas no se anunciaron, porque “no da la correlación de fuerzas”, tampoco está mal. “Es lo que hay” y la política de supervivencia que se permite el gobierno se acota a enunciar lo que le gustaría y no es capaz de hacer, o sea, descartar la exposición o el riesgo que acarrea el conflicto con los factores de poder, como si el statu quo o el hípergradualismo (generando una desincronización entre los tiempos económicos y los tiempos políticos) no implicaran ningún peligro.
Llega así la caracterización, melancólica y a la vez incómoda, del kirchnerismo como una fuerza de izquierda, que debe trabajar el equilibrio entre los límites de lo real y el empuje incondicionado del deseo. Alemán celebra la figura de Cristina Fernández de Kirchner como una líder con una insaciable pulsión por lo histórico, menos interesada en la tapa de los diarios que en los libros de historia. Pero desconfía del efecto de sus enérgicos discursos para la estabilidad de un gobierno vulnerable y sin rumbo. Cada palabra se convierte a sus ojos en un flechazo de muerte, cada declaración de intenciones en un juego pirotécnico. El rol de garante de una transición hacia no sabemos dónde hace del Frente de Todos una reliquia intocable, que podría echarse a perder con cualquier movimiento desajustado. El Frente de Todos nació muerto.
Alemán rechaza que se lo tilde de posibilista, pero lo cierto es que él asocia a la cifra “2023” el apotegma bilardista de “ganar como sea”. Si en el fútbol ese debate parece saldado (¿cómo se puede ganar sin hacer algo para ganar?), en la imaginación política de Alemán, paralizada por el terror que le produce el asalto de un enemigo consumido por el odio y la ira, alcanzaría con no modificar el equipo que triunfó en el 19, aunque no haya podido responder a las expectativas que generó. Todo señalamiento público deviene en una proclama nihilista. Ergo, hay que resolver los problemas a puertas cerradas, a espaldas del pueblo. ¿Cómo construir pueblo-el anhelo continuo de Alemán- sin llamarlo ni interpelarlo, sin decirle la verdad? Misterios del reformismo imposible.
Es frecuente también en Alemán negar que el crecimiento exponencial de las ultraderechas se deba a la impotencia de los gobiernos progresistas (tiene que ver, por el contrario, con la lógica intrínseca del capital financiero). No hay diagnóstico sin intervención, y este diagnóstico sólo incrementa la triste impotencia de nuestras fuerzas, al quitarnos la responsabilidad sobre el asunto. Así Alemán, custodio de la ética de la responsabilidad ante la desmesura sacrificial de la ética de la convicción, descarga al Frente de Todos de las estresantes inquietudes de la crisis (lo opuesto de lo que quiere hacer, pues su escritura es un llamado de atención permanente). El pánico ante lo que la derecha hará si gana nos obliga a ganar. Ganar se vuelve un imperativo ético-político. ¿No olvida Alemán que ya hemos ganado y que el mismo temor se respiraba frente a la posibilidad de la reelección de Macri? ¿Y qué hemos logrado con nuestra victoria? ¿Hemos mejorado la vida de los argentinos y argentinas? ¿O solo un mero control de daños, en muchos casos ineficiente?
No militamos para ganar elecciones, sino para transformar la realidad, porque entendemos la política como forma de vida, que no se negocia ni se ofrenda en el altar de los cálculos y especulaciones electorales. Alemán cuestiona la afirmación de Cristina de que ganar por ganar no sirve y que para no cambiar nada mejor es quedarse en la casa. Omite, no obstante, que aquello también lo sostuvo Perón, ni más ni menos que en su correspondencia con el “izquierdista” Cooke. Para Alemán, ganar sirve para que no ganen los otros, los monstruos. Pero quienes abonamos a la victoria de los monstruos somos nosotros mismos, al no cumplir nuestras promesas históricas, al conformarnos con ganar. El legado del kirchnerismo descansa en la coherencia obstinada del kirchnerismo, en la lección imperecedera de Néstor Kirchner, que nos enseñó que no debemos dejar nuestras convicciones en la puerta de la Casa Rosada.
Ser firmes, ser consecuentes, es incluso el mejor pragmatismo, la mejor receta para frenar y derrotar a la derecha. Siendo respetuosos hasta el cansancio con la correlación de fuerzas, está claro que no funciona y que nos ha ido mal. Si el capital político de Cristina no se termina de licuar, a pesar del fracaso momentáneo del gobierno, se debe no a la ceguera ideológica, sino al ejercicio de la responsabilidad, por el artefacto que creó, por el candidato que eligió, pero principalmente por el destino de la patria, por la felicidad de un pueblo sufriente y agotado, por la justicia que les debemos a las generaciones pasadas-de las que todavía y más que nunca escuchamos sus ecos- y por el ejemplo que le debemos a Néstor Kirchner. No es Cristina la que debilita la autoridad presidencial cuando expone las disputas de poder al interior del gobierno (que no son intrigas palaciegas que carezcan de repercusión en la calle, porque inciden en la orientación política del Frente de Todos). Ella no plantea una ruptura total, sino enderezar el barco, corregir el rumbo, dialogar con el pueblo, convocarlo a la lucha, para despertar al Presidente de su quietismo y dar las batallas que el país necesita. Que no son gratuitas, sin dudas, pero mayor es la pérdida que ocasiona la cautela exagerada y pusilánime, cuyo punto extremo es la traición. Cristina nos propone correr los límites de lo posible. Bien haría el hoy weberiano Alemán en leer la apoteótica exclamación con la que Weber concluye su famosa conferencia sobre la política como vocación:
“La política consiste en un esfuerzo tenaz y enérgico por taladrar tablas de madera dura. Este esfuerzo requiere pasión y perspectiva. Puede afirmarse, y toda la experiencia histórica lo confirma, que el hombre jamás habría podido alcanzar lo posible si no se hubiera lanzado siempre e incesantemente a conquistar lo imposible. Pero el hombre capaz de realizar tal esfuerzo debe ser un jefe, y no solamente un jefe, sino también un héroe en el sentido más simple de la palabra. Y aun aquellos que no son ni una ni otra cosa están obligados a armarse de presencia de ánimo que les permita resistir el desmoronamiento de todas sus esperanzas. Pero es preciso que lo hagan hoy mismo pues de lo contrario no podrán alcanzar ni siquiera lo que hoy es posible. Sólo aquel que esté convencido de que no se desintegrará aunque el mundo, desde su punto de vista, sea demasiado estúpido o demasiado mezquino para merecer lo que él pretende ofrecerle, sólo aquel que sea capaz de decir: ‘¡A pesar de todo!’, tiene ‘vocación’ política”.