'Has de saber, pues, que no es por tu justicia por lo que Yahvé tu Dios te da en posesión esa tierra buena, ya que eres un pueblo de dura cerviz'.
Deuteronomio 9
'¡Ay de los que añaden casas a casas, de los que juntan campos y campos hasta acabar el término, siendo los únicos propietarios en medio de la tierra'.
Isaías 5
Acá se puede leer la parte uno del texto, y acá, la dos.
Redención y maldición por la tierra
Desde que comenzó la colonización de Palestina en 1880, pero sobre todo en las dos décadas calientes que van de 1948 (conformación del “Estado judío”) a 1967 (Guerra de los Seis Días), la teología política que desarrollaron las autoridades israelíes para justificar sus pretensiones expansionistas sobre la “Tierra de Israel” (aluden a la actual Cisjordania, entonces anexionada por el reino de Jordania, pero en los tiempos bíblicos no pertenecía a Israel sino al Reino de Judea), descansaba en las promesas que Dios hizo a los suyos cuando se reveló a Moisés en la cima del monte Sinaí, así como en las conquistas relatadas por el Libro de Josué, que describe la brutal matanza que impartieron los hebreos sobre los pueblos semitas que habitaban Canaán, especialmente los cananeos (la idea del Gran Israel se basa en el comienzo de ese libro, que delimita las fronteras incorporando al norte partes enteras de lo que hoy son Siria y El Líbano, al sur el desierto y al este se pone como límite no el río Jordán sino el Éufrates).
Discusiones académicas más cercanas en el tiempo consideran que no existió tal genocidio más que en la imaginación retrospectiva de los autores del texto bíblico durante el período posbabilónico, cuando los persas les permitieron regresar a Judea. Esa bravura guerrera de los antepasados tenía como finalidad despertar el celo nacionalista en un pueblo sometido y entregado a la impotencia política, como observó Nietzsche en Más allá del bien y del mal o en Genealogía de la Moral. El propio Nietzsche admiraba la belicosidad del Antiguo Testamento, mientras se sentía asqueado por el “olor de hipocresía, de beatería y de espíritus limitados” del Nuevo Testamento, en tanto consideraba la unión de ambos libros en un único volumen “la mayor imprudencia y el peor ‘pecado contra el espíritu’ que actualmente gravita sobre la conciencia de la Europa literaria”. Una guerra santa impulsada por Dios contra los infieles resultaba más “gloriosa” para el honor nacional que un gradual mestizaje con las poblaciones del lugar.
Por lo que el sionismo se vio obligado a modificar la historia de Israel, para que encuadrara con la ficción de que los judíos habían sido expulsados de su tierra por los romanos y desde entonces anhelaron volver, sin éxito. Ahora bien, si la devoción religiosa por Jerusalén e, incluso, el deseo de peregrinar, fue permanente en la Diáspora, los casos de justificación y concreción del retorno a Palestina son ínfimos hasta finales del siglo XIX y carecen de todo fundamento bíblico. Comunidades judías existieron en todo el Levante, incluida Palestina. ¿Acaso no fue Nathan de Gaza quien convenció a Shabtai Tzvi de que era el Mesías? Cuando se fundó el Estado de Israel, no todos los judíos que se vieron obligados a emigrar de los países árabes decidieron ir a la “patria judía”. Muchos prefirieron Estados Unidos. El gran poeta Edmod Jabes, partió de Egipto a Francia. Demostración cabal de que judaísmo y sionismo no son lo mismo, por mucho que Israel y sus enemigos (que siempre tomaron represalias contra los judíos por las acciones israelíes) intenten hacérnoslo creer.
Como ya hemos dicho, no es válida la argumentación oficial israelí para justificar sus derechos ancestrales sobre la tierra que antiguamente se llamaba Canaán. Querer dirimir un conflicto territorial actual remontándose a la época del emperador Vespasiano es una insensatez que, generalizada, podría desatar cualquier tipo de reclamo soberano. Los judíos siguieron viviendo en Palestina después de la destrucción del Templo, aunque la mayoría se dispersó por Europa, Oriente y el Norte de África. Conjeturar si vino primero el huevo o la gallina carece de sentido. Al fin y al cabo, que el Islam se haya abierto paso mediante la conquista militar y haya incorporado a sus filas de creyentes a las antiquísimas tribus árabes, poco tiene que ver con el hecho de que previa y posteriormente a la llegada de los hebreos a su “tierra prometida” habitaran allí otras poblaciones semitas, algunas de las cuales fueron barridas mediante una feroz limpieza étnica.
De hecho, es necesario recordar que la obsesión por la tierra del Estado de Israel y los colonos ultraortodoxos que, empujados y estimulados por proyectos gubernamentales (que garantizan la custodia del Ejército, recursos públicos para subvencionar las iniciativas y una red de infraestructura propia que los conecta con el resto del país, pero que subdivide y corta en trozos Cisjordania), se dedican a construir asentamientos ilegales en suelo palestino, contradice la esencia del judaísmo bíblico. Franz Rosenzweig, quizá el más talentoso pensador judío del siglo XX, planteaba que el hecho de que la Torá comience con la Creación significa que todo proviene de Dios y que “solo el padre de la humanidad es vástago de la tierra” (se refiere a los gentiles), mientras que “el padre de Israel, en cambio, es un emigrante”. Canaán es tierra santa en tanto es tierra de nostalgia, sentimental. De ninguna manera puede deducirse de la Biblia que el pueblo judío sea su natural propietario. Israel, dice Rosenzweig, mora en ella como extranjero. De ahí la importancia de la hospitalidad, en una línea que lleva de Lévinas a Derrida. Creer que Israel se define por la posesión de la tierra es olvidar que el linaje de Israel se reproduce por la “comunidad de sangre” y que esto, como metáfora, implica que “el pueblo es únicamente por el pueblo” y que, como agrega Lévinas, ser hijo de Abrahan es ser hijo de un errante.
Es necesaria, sin embargo, la siguiente aclaración. Cuando Rosenzweig y Buber hablan de la comunidad de sangre como núcleo del judaísmo, no lo hacen en un sentido biologicista, que los emparentaría con la obsesión por la pureza racial de un Alfred Rosenberg. Tremendamente, el discurso oficial del Estado de Israel sí ha seguido ese camino, en contradicción con las observaciones de Ben-Gurión en su etapa juvenil. Durante los años 20, Ben-Gurión creía que muchos de los árabes palestinos eran descendientes de los hebreos que habían vivido en Canaán. Esto implicaba admitir que, tras la derrota frente a Roma, no todos los judíos se exiliaron.
Muchos permanecieron en la antigua Judea y, con el correr de los siglos, se convirtieron al Islam. Una hipótesis semejante, empero, no puede ser tomada por el Israel actual, que ha financiado investigaciones científicas en búsqueda del “gen judío”, omitiendo no sólo el parentesco entre árabes y hebreos (ambos semitas) sino también que muchos de los judíos que, provenientes de Europa del Este y los territorios del Imperio zarista, emigraron a Palestina para huir de la persecución, eran judíos por conversión. Lo que se explica por el carácter proselitista que tuvo el judaísmo antes de la formación de los primeros guetos, logrando reclutar a turcos o eslavos. El reino de los jázaros, donde el judaísmo llegó a ser religión oficial, es apenas un ejemplo de los varios que existen. De su posterior disolución surgirían las comunidades judías en Polonia, Hungría, Ucrania y Rusia, en las que nacieron los principales dirigentes sionistas que después tenderían a construir el mito de un linaje sin contaminación y mezcla. Como dijo Shlomo Sand, que estudió con profundidad el tema, “es una amarga ironía ver a los descendientes de los supervivientes del Holocausto lanzarse a encontrar una identidad judía biológica: sin duda Hitler hubiera estado encantado”.
Entonces, cuando Rosenzweig y Buber apelan a la “comunidad de sangre”, piensan desde una matriz hegeliana, según la cual el hecho físico, esto es, lo más contingente e insustancial, puede ser asumido como “sustancia” y “relación espiritual”, que mantiene una herencia o una fidelidad de generación en generación, de abuelo a nieto. Sin importar dónde estén, los judíos se remontan a Abraham y se definen como pueblo eterno. Por eso Jacob Taubes define a Israel como el “pueblo del tiempo” y a los hebreos, siguiendo la etimología, como los que no pertenecen a ninguna parte ni se encuentran atados a una morada fija, porque son siempre peregrinos. En Escatología Occidental escribe que
“La revelación de Dios tiene lugar en el desierto. En el desierto, Israel se convierte en el pueblo de Dios. Aquí se forma su destino y la estirpe del desierto pasa a ser la que guía por el camino de Israel en la historia hacia el Reino de Dios. Canaán es siempre para Israel una tierra prometida, una promesa. En Canaán, las tribus son permanentemente sitiadas y vencidas por otros pueblos. La prédica profética mantiene vivo el ideal nómade. Siempre se le recuerda a Israel que no es ‘señor’ de la tierra. La palabra profética amenaza constantemente a Israel con el exilio.”
Los asentamientos de colonos en Cisjordania también son parte del conflicto.
El desplazamiento metafórico del desierto al libro, según la célebre expresión de Edmond Jabes (quien creía que ser judíos era no pertenecer a ninguna sustancia y, por eso, ser judío es “llegar a serlo poco a poco”), define al judaísmo bíblico en el vínculo que une el Éxodo con la Tierra Prometida. Como destaca Maurice Blanchot, las grandes escenas bíblicas que constituyen a los judíos como pueblo en su alianza con Dios, esto es, la migración de Abraham y el Éxodo liderado por Moisés, significan una renuncia a la residencia, una decisión por la extranjería. El Éxodo representa la liberación de la opresión política, simbolizada en el Pentateuco por el antiguo Egipto y la esclavitud de los hebreos bajo el Faraón. De hecho, hay una contradicción entre la visión egipcia y la visión judía que Jan Assmann resalta en Poder y salvación. “Si Egipto puede considerarse el paradigma del Estado fuerte-el primer ‘Estado fuerte’ de la historia universal, de hecho-, la idea hebrea de lo estatal se caracteriza, en cambio, por su debilidad programática: excepción hecha, quizás, del breve episodio salomónico de política de gran potencia, en Israel nunca se persigue un Estado fuerte”.
Si el Estado en Egipto tiene como fin impedir que los poderosos exploten a los débiles, en Israel el Estado es siempre problemático, hasta el punto de que los profetas y el discurso religioso (Samuel contra Saúl) se posicionan en sus antípodas. La dicotomía egipcia es poder legítimo vs violencia ilegítima. La dicotomía en Israel es poder vs salvación, incluso política vs moral. La distinción amigo-enemigo debe ser interiorizada en el corazón del creyente, porque la tentación de la idolatría es inmanente a Israel, que es quien podía “renegar de Dios, apostatar de la Alianza”. Martin Buber argumentaba que profeta (quien escuchando la Voz de Dios, desea la verdad) y sacerdote (quien busca el poder y organiza un sistema ritual para garantizarlo), tipificados en Moisés y Aarón, “son los dos tipos eternos presentes en toda la historia del judaísmo”. Contra la tentación de confundir a los rabinos (doctores) con los sacerdotes del judaísmo, Lévinas explicó en más de una oportunidad que “la interpretación de la Torá no es una función sacerdotal. Los clérigos en el judaísmo no son eclesiásticos. El clericalismo judío es laico”. Y también que “el rabí-como más tarde el rabino- no es ni sacerdote, ni taumaturgo, ni elemento de un poder casi político integrado en una jerarquía. Es una inteligencia”. En un sentido similar, que ciertamente puede rastrearse en Proverbios (“El sabio oirá y crecerá en conocimiento, y el inteligente adquirirá habilidad, para entender proverbio y metáfora”), Edmond Jabes declaraba que
“la historia del judaísmo no es quizá más que la historia repetida de una incursión del hombre en el libro que los sabios comentarán a su manera. Es incluso mucho más. Es el lúcido tránsito de un comentario a otro. Y en este tránsito que da luz está todo el dolor y toda la esperanza de un pueblo que sabe, desde siempre, que, al proceder de una palabra audible, le es preciso en lo sucesivo escucharla en él mismo”.
Cuando Israel se empecina en afirmar que Dios le dio la tierra a los judíos comete el gran pecado que narran los libros bíblicos, esto es, su temerario orgullo, su obstinación, su condición de ser un pueblo de dura cerviz. Me parece de enorme belleza aquella fórmula talmúdica de Lévinas que predica “Amar la Torá aún más que a Dios” (con ese espíritu, Jacques Derrida ha recordado que la misma Biblia se transporta en el equipaje de israelíes y palestinos). Leo Baeck, en su fundamental libro La esencia del judaísmo recuerda que “cada época tiene sus propios intérpretes bíblicos” y que “cuando los hombres comprendieron que la enseñanza de Dios no era un legado que se acepta pasivamente, sino una herencia que se debe ganar, comenzaron a ver esta relación con la Biblia como una obligación religiosa. Se convirtió en un mandamiento supremo ‘estudiar’, explorar las Escrituras. Explorar significa considerar la Biblia como un desafío antes que como un don”. El problema es que hoy la lectura de la Biblia se ha mecanizado en Israel, ha perdido la creatividad y la responsabilidad de antaño. Se ha olvidado, por ejemplo, que “un pagano que se ocupa de la Torá ocupa un lugar tan elevado como un Sumo Sacerdote”. El mito nacional ha desplazado al mandamiento moral de Moisés y los profetas del centro de gravedad y la necesidad de la acción para probar la convicción religiosa ha devenido en dogmas incuestionables, sobre los que no se puede preguntar.
En contraposición, prevaleció la idea de Palestina como una “tierra sin pueblo” para un “pueblo sin tierra” y de que Israel, para sobrevivir, requiere asegurarse su “espacio vital”, que sería la “Tierra de Israel”, todavía no conquistada. En palabras de Lévinas, “el pueblo del libro se esfuerza por advenir un pueblo de la tierra”. Entonces olvida que la designación como pueblo elegido no es motivo de orgullo, sino de responsabilidad; “no es conciencia de derechos excepcionales, sino de deberes excepcionales”. Si Israel es el “mensajero del Señor”, como afirma Leo Baeck, “sólo seguirá siéndolo si practica la rectitud; el pecado lo separa de Dios”. De ahí que el Estado de Israel no pueda ser un Estado como todos los demás: para Scholem, que aquello sucediera significaba el fin del pueblo judío. Según Buber, el llamado a ser como los demás pueblos es la verdadera asimilación, la asimilación del “dogma dominante de este siglo, el terrible dogma de la soberanía de las naciones”. Por eso dice Lévinas que el Estado de Israel “tiene una densidad, un espesor que superan en mucho su extensión y sus posibilidades políticas, es algo así como una protesta contra el mundo”. Se trata de “edificar un Estado justo en una tierra árida y peligrosa”. ¡Lo que importa no es la tierra sino la justicia! “Comparada con una persona ofendida, esta tierra-santa y prometida- no es sino desnudez y desierto, un montón de bosques y de piedras”, observó una vez Lévinas, quien sin embargo reconocía el valor de la tierra como condición o punto de apoyo (a comienzos de siglo, Buber admitía una “relación orgánica con la tierra”, que explicaba que, antes de ser “el patrón de la devoción”, Dios era el “señor del campo”, del arraigo “en el suelo natal”, que propugnaba “la creación de una comunidad humana modelo en la angosta tierra de Canaán”).
Por eso, interpreta, “los sueños socialistas de los constructores de Israel no se preocupan por coyunturas mundiales. ¿Socialismo en un solo país? La sociedad colectivista del kibutz se atreve al socialismo en una sola aldea.” Pero si la aldea se construye a partir del asesinato o el destierro de familias árabes, el universalismo de la tarea de Israel se ve traicionado. Como sostenía Isaac Deutscher, “los bastiones del socialismo utópico de Israel se apoyan en fusiles”. La tensión es inevitable y merece ser afrontada, desde la búsqueda de una paz que no sea la paz de los cementerios (contra esta expectativa responde Darwich: 'Sabemos lo que transforma la voz del cementerio/en un puñal cegador ante el rostro de los conquistadores/sabemos lo que transforma el silencio del cementerio/en una manifestación y en jardines de vida/esta tierra que succiona la piel de los mártires/promete hacia el verano, trigo y astros/venérala (...) Oh, mi dolor orgulloso/mi patria no es una valija/y yo no soy un viajero/estoy loco… y esta tierra es mi pasión'). Hoy las Fuerzas Armadas israelíes quieren convertir Gaza en la fosa común más grande del mundo. El avance de la limpieza étnica, que pretende desalojar el norte de la Franja mediante bombardeos y amenazas-para luego acusar a Egipto de no querer recibir a los refugiados, que saben que no podrán volver-, debe ser enfáticamente denunciado. Ese espíritu anexionista está muy lejos del sentimiento casi místico que compartía Lévinas:
“En el interior del Estado, en esas pequeñas semillas diseminadas en el desierto, en los kibutz perdidos en las fronteras, se instalaron, indiferentes a las agitaciones del mundo, pero sirviendo a los valores humanos, hombres que dicen de esta indiferencia en su vida cotidiana de trabajo y de riesgos (...) El universo quedará sorprendido por las posibilidades nuevas que surgirán si, de ambos lados de las fronteras de Israel, fueran quebradas las espadas para hacer con ellas rejas de arados y los tanques de combate para hacer tractores.”
'Cuando Israel se empecina en afirmar que Dios le dio la tierra a los judíos comete el gran pecado que narran los libros bíblicos'.
El desinterés por la tierra concreta, por esa tierra, todavía se respiraba en los orígenes del sionismo, bajo la obra de su gran pionero Theodor Herlz. En la mirada del periodista austrohúngaro, Palestina apenas era una opción entre otras, en medio de la urgencia que implicaba el crecimiento del antisemitismo, con el affaire Dreyfus en primera plana. En El Estado judío, también barajaba la posibilidad de que la futura Agencia Judía comprara tierras en la Argentina. Unos años después, el Congreso Sionista definió consumar el proyecto en la lejana Uganda. Palestina se terminó imponiendo porque podía reconstruirse una relación sentimental, pero de ninguna atravesada por la obsesión.
Lo que sí funcionó desde los orígenes fueron la omisión de la población autóctona (de la que no se dice ni una palabra en el canónico libro de Herlz, quizá por la falta de experiencia política de la que pecaban los judíos entonces, según interpretó Hannah Arendt, o simplemente porque la necesidad de hacer algo con la cuestión judía se hermanaba con un voluntarismo radical e ingenuo, sintetizado en la expresión “los judíos que lo quieran tendrán su Estado”) y la inclinación por lograr el objetivo mediante la rosca política y los cantos de sirena que se le ofrecían a los principales estadistas de la época, sea el kaiser Guillermo II, el sultán otomano, Arthur Balfour o Winston Churchill. Es indiscutible que el sionismo amparó su movimiento en el beneplácito de potencias extranjeras, que por muy generosas que se mostraran, siempre defenderían sus intereses primero. Tiendo a pensar, sin embargo, que la pasión con la que Estados Unidos apoya hoy a Israel, su enclave fundamental en Oriente, no tiene punto de comparación con la política pendular que empleó Gran Bretaña a la hora de hacer promesas a árabes y judíos por igual.
En cualquier caso, los sionistas pensaban que su causa, además de garantizar la seguridad de todos los judíos, sería ampliamente productiva para la humanidad y desde esa óptima tomaron una distancia supremacista frente a los “atrasados” y “semifeudales” árabes de Palestina. Incluso un partidario del binacionalismo como Martin Buber podía afirmar, a la manera de John Locke, que en cincuenta años los judíos habían hecho mucho más por la tierra que los árabes en 1.300. Además, Herlz argumentaba que la presencia judía en Palestina sería un “puesto de avanzada” de la cultura contra la barbarie, un “baluarte contra el Asia”, un verdadero katéchon (la opinión contraria la tenía Buber, quien veía a los judíos como el espíritu oriental desparramado por Occidente y concebía la emigración a Palestina como una manera de tender un puente entre ambos mundos, para resolver la crisis espiritual de la época). Finalmente, la patria judía debía también convertirse en la Tierra Prometida, es decir, en un ejemplo para la humanidad toda, que diera una muestra cabal de lo que podía hacerse con la cooperación social y el trabajo en pos de una vida nueva.
La idea de que los judíos debían volver a Sion para cumplir con los designios de Dios es irrelevante en Herlz y, de hecho, muy anterior. Ha sido suficientemente estudiado que el sionismo judío tiene sus raíces en el sionismo cristiano, que florece sobre todo a partir de la Revolución Puritana en Inglaterra, en los tiempos en que llegaban a los oídos de Oliver Cromwell y de Baruch Spinoza las hazañas del movimiento mesiánico que sacudía el Oriente y que terminaría con la irónica desgracia de la conversión del “elegido” Shabtai Tzvi al Islam. En aquel entonces algunos creyeron que, para que la Segunda Venida de Cristo aconteciera, era necesario que Israel regresara a Palestina y, en un acto de arrepentimiento, se entregara por fin al cristianismo, después de obligar al apóstol Pablo a iniciar la misión a los gentiles producto de su terca obstinación. El fanatismo proisraelí que profesan muchas sectas evangelistas en la actualidad descansa en esas grandilocuentes teorías escatológicas, que luego serían aprovechadas por estadistas como Lord Palmerston o Benjamin Disraeli para justificar, con mayor grado de cinismo o de idealismo, la intervención de Gran Bretaña en la que se denominaba “cuestión oriental”.
En lo que innova Herlz, según Ben-Gurión, es en crear las bases de la fuerza política judía. Pensaba, igual que León Pinsker, que los judíos sólo lograrían la salvación por sí mismos. Si tenían que recurrir a alianzas con los poderosos del momento, no por eso dejaban de conducir el proceso. Bastaba con declarar la voluntad de constituir el Estado, de afirmarse como pueblo a pesar de la Diáspora, para que ese Estado tarde o temprano se hiciera realidad. “En Basilea fundé el Estado judío” es la frase paradigmática que resume la apuesta de Herlz. Son las palabras de un soñador que no renuncia a su visión romántica. Pero el diagnóstico se ancla en estas otras: “Si se nos dejara en paz… Pero creo que no se nos dejará en paz” y “somos un pueblo; el enemigo hace que lo seamos, a pesar nuestro, como ha sucedido siempre en la historia”.
En Autoemancipación, el “Manifiesto Comunista” del sionismo, Pinsker planteaba que los judíos eran inasimilables y que en ninguna parte se hallaban en casa. “El mundo divisaba en este pueblo el espectro de un muerto caminando entre vivos. Y esa forma espectral de muerto errante, la de un pueblo sin unidad ni orden, sin tierra ni articulación, sin vida y aun así presente entre los vivos; esa figura insólita, de la que apenas cabe hallar un igual en la historia, sin modelo ni seguidor, no podía no suscitar en la imaginación de los pueblos una impresión única y extraña”. Por eso la tarea política que demandaba la hora consistía en persuadirlos de que han de llegar a ser una nación, porque la judeofobia era una psicosis incurable y, el antisemitismo, una pasión eterna. “Se debería estar ciego para afirmar que los judíos no son el pueblo elegido del odio universal”. Se trataba para Pinsker de recuperar la autoestima y la dignidad arrebatadas. “¡Qué papel tan despreciable para un pueblo que tuvo antaño sus Macabeos!
¿Puede maravillar que un pueblo que con tal de vivir se dejó pisotear y aprendió a besar los pies que lo pisotean haya caído en el mayor de los desprecios? Lo calamitoso de nuestra historia está en que nosotros no podemos ni morir ni vivir. No podemos morir, pese a los golpes de los enemigos, y no queremos morir por voluntad propia, mediante apostasía o suicidio”. De este drama surge la presión irresistible hacia Palestina y la necesidad de una decisión nacional que la confirme, sin que tampoco sea indispensable. Pinsker no se oponía a construir ese hogar judío en Norteamérica.
En última instancia, por ende, lo decisivo no es la tierra determinada sobre la que se realiza la voluntad, sino la voluntad misma, “los hombres reunidos por una soberanía”. Y, en el mismo sentido, Herlz manifiesta una enérgica oposición a la deriva teocrática del Estado. “¿Tendremos, pues, una teocracia? ¡No! La fe nos mantiene unidos, la ciencia nos hace libres. No dejaremos pues, de ningún modo, que surjan veleidades teocráticas entre nuestros sacerdotes. Sabremos retenerlos en sus templos, como retendremos a nuestro ejército profesional en los cuarteles”. Para Pinsker eran la idea de Dios y la Biblia las que hacían sagrada la tierra y no Jerusalén o el Jordán. Herlz parecía más indiferente, aunque no quita que, con el tiempo y a medida que recibía entusiastas comentarios sobre su novedosa idea, se decidiera por la alternativa de Palestina, sin contemplar a los árabes que allí vivían. “Si la voluntad de Dios nos devolviera nuestra patria histórica, traeremos, como portadores de la civilización occidental, prosperidad, orden y pureza a este rincón abandonado e infestado del Oriente', escribe en su diario, donde también expresa la importancia de organizar cuadros para el éxito de la misión, que desde el comienzo se prevé gradual y progresiva. No hay en Herlz pretensión de invadir Palestina sino de colonizarla durante décadas y a través de la legalidad vigente en el Imperio otomano. Que yo sepa, hace mención de los nativos en pasajes muy escasos, en los que con suma ingenuidad parece estar convencido de que recibirán con brazos abiertos el movimiento sionista. Acerca de una conversación con el director de hospitales de Rothschild en Jerusalén, afirma:
“Me contó cosas curiosas sobre Palestina, que parece ser un país maravilloso, y sobre nuestros judíos de Asia. Atiende, en su consultorio médico, a judíos de Kurdistán, Persia e India. Son descendientes de esclavos que adoptaron la fe de sus amos judíos. En Palestina se ve también el tipo guerrero del judío de las montañas y de las estepas. Las relaciones de los colonos y obreros judíos con los árabes y los kurdos son buenas. Los árabes prefieren el arbitraje judío al juicio de un tribunal turco. Toda Palestina habla de nuestro plan nacional porque somos los dueños históricos del país. Los judíos constituyen, desde ya, la mayoría de la población de Jerusalem. El clima es excelente y el suelo no es estéril. Sólo en las montañas, cubiertas anteriormente por fértiles terrazas, las lluvias han arrastrado el humus de los campos. Ahora, en Palestina, florecen los naranjos. Todo es posible en este país”.
Quizá la más interesante discusión sobre la naturaleza del sionismo fue la que mantuvieron, en un intercambio de cartas, Mahatma Gandhi y Martin Buber. Muchos jóvenes sionistas, inspirados por la prédica del líder indio, buscaron un pronunciamiento de Gandhi acerca de la justicia de su causa. Buber ofició como vaso comunicante, pero no obtuvo la respuesta que esperaba. Si bien Gandhi simpatizaba con los judíos, en tanto pueblo perseguido que definió como los intocables del cristianismo, pues “existe un paralelismo muy próximo entre la relación de los cristianos hacia ellos y el trato de los indios respecto de los parias”, rechazó categóricamente la llamada en favor de un Hogar nacional judío en Palestina. Desde la óptica de Gandhi, Palestina pertenecía a los árabes y “sería un crimen contra la humanidad humillar a los árabes para devolverles parcial o totalmente Palestina a los judíos como su Hogar nacional. Resultaría más noble insistir en un tratamiento justo hacia los judíos en cada uno de los países donde nacieron”.
Lo paradójico es que Gandhi reconocía que lo que estaba haciendo el nacionalsocialismo no tenía equivalente en la historia, pero aun así convocaba a la resistencia pasiva, igual que en la India. Y a los judíos que ya vivían en Palestina les recordaba que “Palestina según el concepto bíblico no es un territorio geográfico, sino algo que está en el corazón. Pero si se fuerzan a ver la Palestina geográfica como su Hogar nacional, resulta impropio entrar en ella bajo la sombra de los cañones británicos. Un acto religioso no puede llevarse a cabo con la ayuda de bayonetas o bombas. Los judíos pueden instalarse en Palestina sólo con el beneplácito de los árabes. Ellos deben tratar de convertir el corazón de los árabes. El mismo Dios que reina en el corazón judíos reina también en el corazón árabe”.
La réplica de Buber no se hizo esperar. “La tierra de la que habla un libro sagrado a los hijos de esa tierra nunca se encuentra meramente en sus corazones, una tierra jamás puede volverse un mero símbolo. Ella existe en los corazones porque es la figura profética de una promesa a la humanidad; pero si el monte Sión no existiera, sería una metáfora vacía. Esta tierra se llama ‘santa’; pero no es la santidad de una idea, es la santidad de una porción de tierra”. Afirmaba, además, que “nuestro saber más interior es testigo que una vez, hace más de tres mil años, nuestra entrada a esta tierra estuvo acompañada de la conciencia de una misión de lo Alto, de constituir aquí a través de las generaciones de nuestro pueblo una forma justa de vida, una forma de vida imposible de realizar por individuos en la esfera de su existencia privada, sino sólo por una nación en el establecimiento de su sociedad: una propiedad común de la tierra (Levítico 25, 23), garantía de la independencia de cada individuo (Éxodo 21, 2), ayuda mutua (Éxodo 23, 4ss); Shabbat para todos, incluyendo siervos y bestias en tanto que criaturas con iguales derechos (Éxodo 23, 12), año sabático, descanso del suelo para que todo ser humano tenga derecho a gozar libremente de sus frutos (Levítico 25, 5-7)” y que “la relación de este pueblo con esta tierra no sólo es un tema de historia antigua y sagrada; porque nosotros percibimos aquí un misterio aún más oculto”. Y aclaraba que a los judíos, “tan cargados de civilización, el desierto ya no nos reconoce como sus hijos. Yo venero el desierto. Pero no creo en su resistencia absoluta, ya que confío en la gran unión entre el hombre y la tierra. Esta tierra nos reconoce mediante los frutos que nos entrega. Nuestros colonos no vienen aquí como los colonizadores occidentales, que ponían a los nativos a trabajar para su provecho. Nuestros colonos arrimaron el hombro para arar la tierra, y gastaron sus fuerzas y su sangre en volverla fértil; pero la fertilidad de la tierra no la requerimos sólo para nosotros”.
Ahora bien, había algo que Buber reconocía a Gandhi: que los judíos tenían que ganarse el corazón de los árabes. Y agregaba: “entre nosotros también hay muchos corazones necios que han de ser convertidos, corazones que cayeron víctimas del egoísmo nacionalista que sólo acepta sus propias reivindicaciones. Nosotros esperamos lograr esta conversión por nosotros mismos. Sin embargo, para la otra tarea de conversión requerimos su ayuda”. La ayuda nunca llegó y la escalada de violencia fue en aumento. Buber planteaba que “desde tiempos inmemoriales hemos pregonado la enseñanza de la justicia y la paz”, que no deseaban el uso de la fuerza, “pero que el ser humano a veces debe usar la fuerza para salvarse o, más aún, para salvar a sus hijos”. “Usted no sabe o no considera el ‘poder del alma’, la Satyagraha, que hemos necesitado para controlarnos aquí-después de años de haber sufrido continuos actos de violencia indiscriminada, nosotros, nuestras mujeres y niños-y no responder con actos similares de violencia indiscriminada”.
También se vio en la obligación de observarle a Gandhi que “comenzamos de nuevo a poblar este país treinta y cinco años antes de que se extendiese sobre él ‘la sombra del cañón británico’. Nosotros no buscamos esta sombra, apareció y se quedó aquí para cuidar los intereses británicos, no los nuestros”. Esto es cierto, pero también lo es que la dirigencia sionista, representada sobre todo por la figura de Weizmann, prefirió llegar a acuerdos con los británicos antes que entenderse con los árabes palestinos. De cualquier forma, no debemos omitir que la intención de Buber siempre fue conformar una “entidad sociopolítica binacional común, dentro de la cual cada pueblo ordene sus asuntos específicos y ambos juntos se ocupen de los asuntos comunes a los dos”. Su comprensión de que “el problema de Palestina, la problemática de las relaciones entre judíos y árabes, es uno de los problemas políticos más difíciles de nuestro tiempo, tal vez el más difícil de todos” y de que era la “piedra de toque ante la cual será probado el mundo entero”, resuena todavía más en la dramática hora actual. “El destino de Palestina y el destino de la toda humanidad están ligados entre sí en este momento por un lazo oculto, lleno de peligros, pero también grávido de esperanza”.
Entre 1940 y 1945 Thomas Mann grabó desde Estados Unidos mensajes radiofónicos que se reproducían en los hogares de su país natal, bajo un llamado repleto de ecos bíblicos: Escucha Alemania. La referencia obvia, por supuesto, es el Escucha Israel que Moisés dirige a los hebreos en el Deuteronomio. El gran novelista rogaba a sus compatriotas, en una plegaria de magnitud histórica, no sólo que recurrieran a la desobediencia civil frente a los nazis, sino que eligieran salvar su alma. “Hoy es Navidad, pueblo alemán. Déjate conmover y hasta exaltar por lo que significan las campanas cuando anuncian la paz, ¡paz sobre la Tierra!”. Aquellas palabras y oraciones que, religiosamente, Mann pronunciaba cada mes, e incluso cada semana durante el último año de la guerra, podrían ser adecuadas para invitar a Israel al arrepentimiento. “¿Renuncian al amor y a la gloria con tal de lograr el éxito? Yo quisiera que, por lo menos los mejores entre ustedes, recordaran que hay triunfos falsos y huecos, nulos y ruinosos, a diferencia de los puros y verdaderos, que se ganan sirviendo a la humanidad y que la humanidad reconoce y consagra”. O, también, estas otras: “No deben tratar de vencer, porque no podrán conseguirlo. Ustedes tienen que purificarse. La expiación debe ser su propia obra (...) debe venir de ustedes, pues del exterior sólo pueden llegar venganza y castigo, pero no purificación”. Lo que Mann les grita respecto a la opresión que ejercen sobre los judíos, aplica perfectamente a la situación de los palestinos hoy:
“Los judíos han sido privados de sus derechos, desposeídos, perseguidos, humillados. ¿No era eso bastante? ¿Qué clase de hombres, de monstruos, son estos que nunca se aburren de ultrajar y para quienes toda ofensa que hagan a los judíos no es sino un estímulo para causarles otras vilezas? (...) Ningún ser dotado de razón puede comprender la manera de discurrir de esos cerebros degenerados. ¿Para qué?, se pregunta uno. ¿Por qué? ¿Quién sale beneficiado con ese proceder? ¿Habrá alguien que viva mejor cuando se aniquile a los judíos?”
En una ocasión Lévinas aludió a Israel como “esa noble aventura y ese gran riesgo cotidiano”. Aquel riesgo, aquella existencia precaria, es el precio que, según Leibowitz, pagó Israel por constituirse como Estado en Palestina. Semejante debilidad no podía sortearse simulando dureza, ni firmando un pacto con el diablo, como todos los Faustos de la literatura. La decadencia moral comenzó cuando Israel olvidó su fragilidad y esos versículos del Libro de los Proverbios que rezan que “el hermano ofendido es más difícil de ganar que una ciudad fortificada” y que “mejor es el lento para la ira que el poderoso, y el que domina su espíritu que el que toma una ciudad”. Optando por el poder, Israel abandonó el movimiento de regeneración judía que, de acuerdo con Buber, en sus orígenes fue el sionismo. Para salvar su alma, Israel tiene que arrepentirse y sus ciudadanos, incluso sus soldados, hacer de la objeción de conciencia una línea de masas, como alguna vez les pidió Leibowitz, unos años antes de morir. “Toda la Torá existe en función de los caminos de la paz”.
Esa enseñanza talmúdica no debe ser olvidada, como tampoco que la celebración más importante para el pueblo judío es Yom Kippur, el Día del Perdón. “El propósito y la finalidad de toda creación es el perdón”, recuerda también el Talmud. De fragmentos como estos Lévinas ha nutrido su grandiosa filosofía, según la cual, “con el tiempo, el perdón se vuelve la estructura misma del ser”. Que sólo se pueda perdonar lo imperdonable, que el perdón sea im-posible, es una paradoja derrideana que acompaña el dramático antagonismo que divide a israelíes y palestinos y que llevó a Fadwan Touqan a lamentarse por la metamorfosis que ocasionaba el despojo: 'Oh mi odio aterrador/han matado al amor en mí/han transformado la sangre de mis venas/en glicerina y alquitrán'. Y, sin embargo, ambos pueblos deben permanecer abiertos a la llegada del acontecimiento. Si en el judaísmo no hay encarnación es porque, como enseña Lévinas, “Dios desciende en el rostro del otro”, el otro que sufre, el otro desesperado y necesitado. En aquel rostro que Israel se niega a mirar, la verdad espera el momento de su revelación, injuriada y postergada en el fondo de los tiempos, pero tan urgente como cuando Moisés la oyó en el Sinaí: No matarás, No codiciarás la casa de tu prójimo, No te postrarás ante los ídolos, No tomarás el nombre de Yahveh tu Dios en vano.