“Desde hace un cuarto de siglo la política oficial del Estado de Israel consiste en simular que los palestinos son jordanos, egipcios, sirios o libaneses que se han vuelto locos y dicen que son palestinos, pero además pretenden volver a las tierras de las que se fueron ‘voluntariamente’ en 1948, o que les fueron quitadas no tan voluntariamente en las guerras de 1956 y 1967. Como no pueden, se vuelcan al terrorismo. Son en definitiva ‘terroristas árabes’”.
Rodolfo Walsh
“Si no nos retiramos de los territorios por nuestra propia voluntad, podemos vernos obligados a renunciar a ellos y así salvarnos de la corrupción del fascismo y de la guerra total. Bien puede ser la ironía de la historia que los gentiles salven al Estado de Israel de los judíos que están empeñados en su destrucción”.
Yeshayahu Leibowitz
El fantasma del nazismo y la impotencia palestina
“Ignoro si Jesusalem comprendió que si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma”. Con estas palabras escalofriantes, Otto Dietrich zur Linde, subdirector del campo de concentración de Tarnowitz, describe su atormentada relación con el “insigne poeta” David Jerusalem. Estos personajes son las dos piezas centrales de Deutsches Requiem, ficción en la que Jorge Luis Borges especula sobre una victoria póstuma del nazismo y la “ética del sacrificio” de quienes devinieron asesinos en nombre de la grandeza, no ya de Alemania-juzgada y destruida por sus enemigos-, sino de un ideal que debía terminar para siempre con el mundo judeocristiano.
La identidad de “torturador y torturado”, oculta tras el velo de Maya, es uno de los temas más inquietantes de la metafísica de Schopenhauer, que formó el temperamento de zur Linde y, no casualmente, era la lectura filosófica a la que el propio Borges dedicó más tiempo y de mayor influencia a lo largo de su obra. Se sabe que el objetivo de Auschwitz y otras fábricas de la muerte era disolver la línea divisoria entre víctimas y victimarios, hasta arrojarlos en una zona de indeterminación y superfluidad donde se experimentaba con la destrucción de la individualidad humana y su reducción a nuda vida, por emplear la jerga de Giorgio Agamben.
En sus relatos autobiográficos, Primo Levi cuenta que en el Lager apenas tuvo contacto una sola vez con un SS, durante los últimos días. La planificación sistemática, fría e industrial del terror se basaba en reclutar entre los prisioneros (la gran mayoría judíos) a los distintos funcionarios que oficiarían de verdugos de sus compañeros. Semejante método de deshumanización, además de diseminar la culpa, pretendía quemar el alma de cada uno en el fuego del infierno.
Quisiera sostener en este texto que entre el Estado de Israel y el pueblo palestino existe un vínculo de la misma calaña que el de los personajes de Borges. Confieso que no fue fácil para mí escribir lo que viene a continuación. Estando en la obligación ética de decir algo, me llevó demasiado tiempo. Hay, por un lado, implicancias personales que desgarran mi punto de vista. Mi familia paterna tiene ascendencia judía. Con lo cual, sin ser yo genealógicamente judío, convivo con esa herencia. Mis bisabuelos, que entonces no se conocían, escaparon de la Alemania nazi por un pelo, sin absolutamente nada. Terminaron radicándose en Bolivia, que les abrió las puertas, porque la Argentina de aquellos días las tenía cerradas para los refugiados, igual que muchos otros países ayer y hoy. Parientes suyos, que se quedaron, acabaron entre las muertes anónimas de los campos de exterminio. No eran ortodoxos, sino asimilados, como la mayoría de los judíos alemanes. En medio de la revolución de 1952, cuando tenían que poner colchones en las ventanas para no sufrir una balacera, se fueron también de Bolivia y arribaron a nuestro país, donde finalmente se asentaron.
Pero mi tío abuelo, siendo adolescente, escuchó el llamado sionista de retornar a Palestina y se fue a vivir a Israel, donde formó una familia en las proximidades de Tel Aviv. Si bien procede ideológicamente de la izquierda laica y en la actualidad es opositor a Netanyahu, comparte con millones de israelíes una fervorosa retórica nacionalista y es severamente crítico de lo que llama la “hipocresía progresista” contraria a Israel. Alguna vez lo escuché afirmar que entre los pueblos (israelí y palestino) podrían entenderse, pero que el problema son los gobiernos.
Después de la masacre cometida por Hamás, adoptó un giro discursivo muy duro, alineado con la agresividad del Likud, aunque luego lo fue matizando, con tintes más “humanitarios”, sin por ello dejar de justificar que Israel tiene “derecho a defenderse” y argumentar que es “muy fácil opinar de afuera”.
En mi caso, no sé hebreo ni árabe. Tampoco viajé nunca a la zona. Pero algo he leído y me interpelan las injusticias y mis vicisitudes biográficas. Encontrándome yo del lado de las reivindicaciones palestinas y observando con tristeza las imágenes que todos vemos en televisión o circulando en las redes sociales, necesito escribir esto, también, por algunas aberraciones que leo dentro de nuestro propio campo, o incluso por lo que no leo, por los silencios y el doble estándar. Porque es habitual callar lo que perjudica nuestra causa. Porque siempre hay vidas que importan y otras que parece que no. Porque no podemos ser mejores que nuestros antagonistas si decimos lo mismo pero al revés, invirtiendo quiénes son los buenos y quiénes los malos.
Pido disculpas por la extensión del texto que el lector tiene entre manos, inusual y quizá incompatible con los parámetros de los medios digitales; por la abundancia de referencias y citas, que no pretenden demostrar una erudición de la que carezco, sino exponer otras facetas, a menudo no consideradas; por los rodeos y las idas y vueltas sobre diferentes aspectos que hacen a la problemática. Pero dadas las constantes simplificaciones y las distorsiones en la reconstrucción del proceso histórico (que está lejos de ser lineal) con las que he tenido contacto, desde la perspectiva israelí y desde la perspectiva palestina, siento que un texto de las presentes características, al menos para mí, para mi pulsión de catarsis, hacía falta. Siempre partiendo de la base de que las responsabilidades son asimétricas, porque hay una nación que ocupa y somete y otra que, por más desmedidas que sean sus reacciones, está siendo ocupada y sojuzgada hace décadas.
El palestino oprimido, saqueado, desplazado, muerto por las fuerzas de ocupación es el judío que Israel reprime, el judío que Israel ya no quiere ser.
La historia reciente de Palestina recuerda la historia milenaria de Israel. El cautiverio en Egipto o en Babilonia, el Éxodo o la Diáspora, la asimilación fallida por el odio del antisemita, el anhelo por regresar a la tierra de los padres, son símbolos que hoy sufren en carne propia millones de palestinos, herederos desgraciados de la Nakba, que aun no ha concluido. ¿Acaso la Franja de Gaza no se parece a un gran campo de concentración? Los colonos israelíes que avanzan sin cesar sobre los límites de Cisjordania o que rodean en círculos concéntricos de asentamientos judíos Jerusalén Este, ¿no ejercen violencia sobre palestinos indefensos al estilo de los viejos pogromos? La división en zonas exclusivas, la construcción de muros, las restricciones a la libertad de circulación, los controles militares en los pasos “fronterizos”, el bloqueo criminal que padece la población gazatí, ¿no suponen un régimen de apartheid? La dificultad de integración de los palestinos exiliados, rechazados por los Estados árabes vecinos y condenados a sobrevivir (aunque el número ha disminuido considerablemente) en campamentos de refugiados (Salim Jabran la denominó generación de los campamentos: 'soy una generación que crece/y se multiplica bajo las tiendas'), ¿no se asemeja a la condición de parias de la tierra de los judíos de antaño?
Después de 1948, cuando los gobiernos árabes tomaron represalias contra los judíos que estaban bajo su jurisdicción y cuyas familias se habían establecido en esos lugares hace ya siglos (hubo pogromos, quita de ciudadanía, confiscación de propiedades en Yemen, Siria, Irak y Libia, por ejemplo), tuvieron por vez primera la posibilidad de emigrar a un país que los cobijaba y los invitaba a ser parte del nuevo Estado. Los palestinos, lamentablemente, no corrieron con la misma suerte. Gracias a la Ley de Retorno, a cualquier judío, sin importar donde viva, se le reconocen 'derechos ancestrales' sobre la 'Tierra de Israel' y es bienvenido a regresar. Por el contrario, las generaciones de palestinos que nacieron fuera de su patria o se vieron forzados a exiliar, se encuentran proscriptos por el Estado hebreo, que aplica leyes raciales igual que la Alemania nazi. Por eso una vez dijo Edward Said que “Israel es un país fundamentalista, en muchos sentidos tan aterrador para mí, un no judío, como lo es Irán. Y esto jamás se discute”. Ha ingresado en la senda de la confusión, olvidando, como se ocupa de aclarar Leo Baeck, que la Biblia enseña el odio al pecado (cualquiera sea quien lo cometa), no el odio étnico o religioso a las naciones.
El sionismo se proponía terminar con la lógica del gueto y acabó volviendo Israel un país que desea la pureza racial y aspira a consolidar su espacio vital anexionando los antiguos territorios bíblicos, mientras aísla a los no judíos en sus propios guetos. Los palestinos que no están dispersos por el mundo árabe y occidental, los que no están arrinconados en Gaza o Cisjordania, los que pudieron o tuvieron que permanecer bajo la soberanía irrestricta de un Estado autoproclamado 'judío' (aproximadamente un 20% de la población de Israel), son tratados sistemáticamente como ciudadanos de segunda (se les niega el acceso a la misma tierra que les fue confiscada, igual que pasó con los judíos en España antes de su final expulsión).
Son ellos los que hacen los trabajos considerados “menores” por la mayoría judía. Por supuesto que mucho peor les va a quienes viven en los Territorios Ocupados, ya que tienen que lidiar con la pobreza y la desocupación, las detenciones arbitrarias, la “portación de rostro”, la represión de la protesta, las ejecuciones sumarias y la aplicación de la ley marcial, las provocaciones religiosas, apagones y cortes de servicios, la demolición de sus viviendas o la prohibición de su identidad y sus símbolos nacionales. Incluso pisando su tierra no están en su hogar. Esto hace de los palestinos un pueblo que se reconoce como tal en la condición de apátrida, porque su patria les ha sido arrebatada, porque el suelo donde nacieron, de la noche a la mañana, había sido tomado y tenía otro dueño, que anclaba sus derechos en la inescrutable voluntad de Dios. 'Inscríbeme/soy árabe', comienza Célula de identidad, el célebre poema de Mahmud Darwich, quien también escribió, en otro texto: '¿Qué dignidad puede tener el hombre/sin patria/sin bandera/sin dirección/qué dignidad?'.
El primer ministro israelí, el utral derechista Benjamín Netanyahu.
Israel, de hecho, ha buscado por todos los medios borrar cualquier huella de presencia árabe y palestina de su actual territorio, como si nunca hubiesen vivido ahí. Una forma de homogeneizar a su población detrás de un mito nacional y de lavar culpas, de olvidar la violencia originaria que acompaña la configuración del Estado. Eso implicó ejercicios sistemáticos de desculturización desde la destrucción de paisajes o arquitectura típicos hasta la censura de libros. Había que negarle a los palestinos el uso de su propia voz, hacia dentro de Palestina y en relación con el resto del mundo. También muchos países árabes participaron de aquella expropiación.
Porque huelga recordar que si el “Medio Oriente” se constituyó desde el siglo XIX como un eje central del tablero geopolítico, con Francia e Inglaterra haciendo repartijas con los restos del desmembrado Imperio Otomano; con España y Alemania lamentándose por llegar tarde; con Estados Unidos y la Unión Soviética librando su guerra fría en esa región donde todo parece tener olor a petróleo, el conflicto palestino-isralí, además de formar parte de ese juego, en el que brillan el Mossad, la Cía o los arriesgados comandos palestinos, siempre tuvo metidas las manos y las narices de las monarquías y/o gobiernos militares del mundo árabe (Egipto, Siria, Jordania, Irak, Arabia Saudita, Libia) y de los musulmanes no árabes (Irán, Turquía), interesados por momentos, más que en apoyar la causa palestina, en quedarse con despojos o en dirigir desde las sombras los ataques contra el Estado de Israel, sin involucrarse directamente.
Salvo en Kuwait, las comunidades de exiliados palestinos han sido maltratadas sin pausa, mientras los gobiernos que no querían recibirlos del todo y los hostigaban, infiltraban sus organizaciones para satisfacer sus propias necesidades políticas.
La resistencia palestina fue expulsada de Jordania por las autoridades de ese país. En el caso del Líbano, cuando se desató la guerra civil, fue el propio Israel el que invadió el territorio para cazar a sus dirigentes y se valió de las falanges cristianas para masacrar a los refugiados palestinos. Israel no dudó jamás en violar la soberanía de otros países con tal de matar a los militantes de la OLP. Los objetivos podían ser guerrilleros pero también intelectuales de gran prestigio. ¿Acaso no fue asesinado en Beirut, por obra del Mossad, el ilustre novelista y activista palestino Ghassan Kanafani? No caben dudas de que a Israel le resultaba peligroso. En una ocasión Moshé Dayán dijo que los poemas de Fadwa Touqan “eran más subversivos que diez atentados”. Todo lo que reforzara la idea palestina devolvía a Israel la mala conciencia de lo que Rodolfo Walsh, que cubrió el conflicto en 1974 para Noticias (sus artículos, de suma actualidad, se encuentran en el libro La Revolución Palestina), denominó su pecado original. La tarea de urbanización que Israel se arrogó realizar sobre un “desierto”, desde la perspectiva contraria podría leerse como una desertificación de lo que había antes. Por eso Tawfiq Zayyad escribió: 'Somos los guardianes de la sombra/de los naranjos y de los olivos'
Así, el intento más serio que se hizo por resolver positivamente la cuestión judía (los nazis buscaron hacerlo por la vía negativa del genocidio), no sólo que no la resolvió (el antisemitismo se ha recrudecido y las acciones demenciales de Israel no hacen más que exponer a los judíos de todo el mundo a terribles agresiones, por ejemplo los dos atentados terroristas que sufrió la Argentina) sino que, como observó Edward Said, provocó el surgimiento de la cuestión palestina. Pero Said, el más grande intelectual palestino del siglo pasado, estaba lejos de cualquier fanatismo y comprendía que la lucha por la independencia de Palestina sólo podía llevarse adelante desde una incomodidad: la de saberse víctima de las víctimas.
Con todas sus similitudes, el caso de Palestina es bastante más complicado que los de Argelia, Sudáfrica, Irlanda o la India. Pensar la historia del sionismo como la historia de un colonialismo de tipo tradicional, al estilo británico o francés, es un grave error de concepto. Los judíos no marcharon a Palestina para explotar sus recursos naturales y embarcarlos rumbo a la “madre patria”. En aquel momento, se los creía escasos y hubo períodos en los que fueron más los que abandonaron Palestina, por las dificultades de la vida diaria, que los que llegaron. Lo hicieron, simplemente, para escapar de la persecución y la muerte, para dejar de ser discriminados, incluso para buscar la redención, esto es, la verdad y la autenticidad, en el contacto con la tierra que un pueblo desarraigado necesitaba reencontrar.
“Huyeron a Palestina como quien desea huir a la Luna para librarse de este mundo y de su maldad”, escribió Hannah Arendt, quien descubrió muy pronto en las buenas intenciones del sionismo una notable ingenuidad y falta de madurez política. Tampoco lo desconocía Buber, pero la emigración a Palestina significaba para él una necesidad impostergable y el único horizonte utópico de su tiempo: “El judío ya no es el mismo de entonces. Ha atravesado todos los cielos e infiernos de Occidente, ha sufrido daños en su alma, pero su fuerza primordial ha permanecido intacta, incluso ha sido purificada. Volverá a ser una fuerza creadora cuando esté en contacto con su suelo natal”.
Criticar a los primeros sionistas por el hecho de que a Gran Bretaña le convenía tener un punto de apoyo “occidental” en el Levante (para asegurar el paso marítimo a la India) es como acusar a San Martín de agente imperialista por una guerra de independencia que servía secretamente los intereses de Inglaterra. El sionismo fue una respuesta al antisemitismo que, como retomaremos más adelante, consideraba equivocadas tanto la opción ultraortodoxa de los rabinos, que terminaba en el encerramiento del gueto, el estudio y el comentario de la Tora o el Talmud, la preservación de la Mitzvá, el cumplimiento de los preceptos de la Halajá y la espera paciente del Mesías, como la propuesta del judaismo liberal de asimilarse en los modernos Estados nacionales, para ser ciudadanos alemanes o franceses, que leían la Biblia con afán erudito, desde la crítica histórica y la necesidad de extraer enseñanzas morales.
En una tradición que va de Pinsker y Herlz a Sartre, muchos jóvenes de familias judías descubrieron que, lo quisieran o no, siempre llevarían encima la marca de su judaísmo y que tenían que hacerse cargo de ello, contra la inocente negativa de sus padres a asumirlo. En efecto, el sionismo es una rebelión de los hijos contra los padres. El punto de partida de todo sionismo es la paráfrasis que Sartre hace de Voltaire y que dice que si el judío no existiera, el antisemita lo inventaría. De ahí que Heinrich Heine escribiera que el judaísmo “no es una religión, es una desgracia”. Por supuesto que, para la ortodoxia, semejante diagnóstico es un escándalo, y pensadores de la talla de Buber y Rosenzweig se ocuparon de rastrear las condiciones afirmativas, ontológicas y sustanciales del ser judío, independientemente de cualquier oposición.
“Dios habla y el hombre le habla. He aquí el gran hecho de Israel”, sintetiza Maurice Blanchot en Ser judío, donde también afirma que “el habla es tierra de promisión en la que el exilio se realiza en morada”. “Mientras exista el judaísmo, nadie podrá decir que el alma del hombre se ha rendido. Su existencia misma a través de los siglos constituye una prueba de que los números no pueden derrotar la convicción”, escribió una vez Leo Baeck, para quien también el judaísmo se definía por una esencia (lejos de los nazis que intentaron apropiárselo, aunque sin estar libre de tintes biologicistas e interpretándolos como la “vanguardia de todo movimiento de decadencia”, Nietzsche reconocía que “los judíos son, incontestablemente, la raza más enérgica, más tenaz y más pura que existe actualmente en Europa; saben imponerse a las más difíciles y penosas condiciones” y que “los judíos son el pueblo más notable de la humanidad, puesto que, colocados ante el dilema de ser o no ser, han preferido, con una clarividencia alarmante, ser a toda costa”). Esencia que el sionismo, en muchos momentos, eligió subestimar.
Ya en su vejez, Gerschom Scholem, que emigró a Palestina en 1923, recordaba que los sionistas se caracterizaban por desconocer la religión judía, que habían estudiado poco. El sionismo nació como un movimiento nacionalista y laico. Que luego sirviera a los fines del imperialismo, primero británico y luego estadounidense, es parte del drama que intentamos reconstruir. Con su brillo y lucidez características, Hannah Arendt se había anticipado a las críticas que se ganó Israel por esa connivencia:
“Si los sionistas siguen ignorando a los pueblos mediterráneos y sólo tienen ojos para las grandes potencias extranjeras, aparecerán ante los demás como meros instrumentos de éstas, como agentes de intereses extranjeros y enemigos. Los judíos, conocedores de la historia de su propio pueblo, deben saber que esa situación solamente puede desencadenar una nueva ola de odio hacia ellos; el antisemitismo de mañana dirá que los judíos no sólo se han aprovechado de la presencia de las potencias extranjeras en la región, sino que han sido ellos quienes verdaderamente la han urdido y que por lo tanto han de responsabilizarse de las consecuencias”.
Vale la pena mencionar la cita que Ariel Feldman, en un escrito de mucha repercusión, hizo del filósofo hebreo Yeshayahu Leibowitz (para muchos la conciencia moral de Israel) y compararla con nuestro inicio borgeano. Cuando Israel arrebató Gaza a Egipto y Cisjordania a Jordania, procediendo a una ocupación militar, Leibowitz, un ortodoxo confeso, declaró que debían retirarse de manera inmediata, para que a Israel no se le pudriera progresivamente el alma y se convirtiera en un Estado policial (de policía secreta). A su juicio, la fecha crucial para la primera generación de israelíes era el séptimo día, esto es, el día después de terminada la Guerra de los Seis Días, cuando debían decidir si estaban luchando una guerra defensiva o se habían convertido en una potencia colonial arrogante. Cual profeta solitario, sus advertencias fueron desoídas. En palabras del “héroe militar” de entonces, Moshé Dayán, Israel eligió Sharm al-Sheikh sin paz a una paz sin Sharm al-Sheikh. Según Leibowitz, los judíos se volvieron el medio de un aparato militar para gobernar y someter a otro pueblo. Extasiado en su hybris, en su borrachera de poder, Israel está finalizando lo que no pudieron los nazis: la destrucción espiritual del judaísmo.
Esta fue la posición de León Rozitchner, quien publicó Ser judío en el contexto de la guerra árabe-israelí de 1967, para alentar un devenir-revolucionario de los judíos que transformara el Estado de Israel. En un epílogo que redactó en 1988, Rozitchner llegó a afirmar que “estamos asistiendo a la más dramática de las verificaciones por donde circula el sentido-el ser o no ser- del pueblo judío: su conversión en lo contrario de aquello que constituyó su más honda persistencia en las vicisitudes de la historia” y se preguntaba con dolor, a la manera de Borges: “¿qué extraña victoria póstuma de nazismo, que extraña destrucción inseminó la barbarie nazi en el espíritu judío?”. En Los hundidos y los salvados, Primo Levi afirma que “un orden infernal, como era el nacionalsocialismo, ejerce un espantoso poder de corrupción del que es difícil escapar”. Salim Jabran planteó el mismo tema en el estremecedor poema El ahorcado:
'Oh espíritus de los muertos/en los campos de concentración nazis/el ahorcado/no es un judío de Berlín/el ahorcado/es un árabe/como yo/de mi pueblo/que tus hermanos cuelgan/Perdón/no tus hermanos/los aspirantes a Nazis/En Sión/Oh espíritus de los muertos/en los campos de concentración nazis/si supieran/si supieran'.
Hay una escena de La tregua, la segunda parte de Si esto es un hombre, el tremendo libro en el que Primo Levi da su testimonio sobre su cautiverio en el campo de concentración de Monowitz, subalterno de Auschwitz, que, pese a su simpleza, me ha impresionado mucho. El autor, luego de largas peripecias por Europa del Este, en su regreso a Italia, recuerda su encuentro fortuito con un grupo de sionistas que iban a la península para embarcar y hacer el camino inverso, rumbo a Palestina. “Ninguno parecía tener más de veinte años, pero era gente extremadamente segura y decidida (...) iban a Israel, pasando por donde podían y abriéndose camino como podían”. Primo Levi recuerda con estupor la pregunta que le hizo el jefe de aquellos jóvenes: “¿Es que Hitler no está muerto?”. “Se sentían enormemente libres y fuertes, dueños del mundo y de su destino”. Mucho antes Hermann Cohen definió a los sionistas como judíos que buscaban la felicidad, aunque quedaría claro que simplemente trataban de ser. Tamaña actitud se convirtió en la reserva moral de Israel. Notable es el contraste con el propio Levi y otros sobrevivientes de los campos de concentración, cuyas memorias están atravesadas por un trauma ineludible. “Sentíamos que por las venas nos fluía, junto con la sangre extenuada, el veneno de Auschwitz”. De hecho, el libro concluye con la pesadilla que atormentaba a todos ellos, donde siempre irrumpían esas voces provenientes de la oscuridad, que nunca iban a abandonarlos. Entre los pocos que vivieron para contarlo, reintegrarse fue imposible y muchos encontraron como única salida, sin exceptuar a Primo Levi, la dramática opción del suicidio.
El Estado de Israel se construyó reprimiendo el terrible pasado, para desagraviar el oprobio de un interrogante que hasta el día de hoy sigue resonando, sin respuesta: ¿por qué se dejaron matar. No sé trata, en rigor, de una discusión historiográfica, porque es sabido que rebeliones hubo, desde las muy pequeñas y localizadas-con actos de boicot, sabotaje, humanidad- a los grandes levantamientos. La cuestión estriba en la imposibilidad de acceder a la verdad del régimen de terror por medio del cual el nazismo quiso imponer la solución final. Primo Levi decía que los únicos que podían dar auténtico testimonio del horror, los que vieron a la Gorgora a la cara, son los hundidos, los 'musulmanes' (como se los llamaba en los campos) y no los sobrevivientes. Por eso la muerte total devuelve a los intérpretes una brutal sensación de impotencia, un perturbador y glacial arrojo de silencio.
En el nuevo Estado, el orgullo de ser israelíes se complementaba perfectamente con la verguenza secreta de ser judíos. “Si antes éramos débiles, ahora somos fuertes”, es un lema que resume con solvencia la existencia política israelí y la dureza que exhibe frente a los extranjeros. A Golda Neir la apodaron 'Dama de Hierro' bastante antes que a Margaret Thatcher. Me atrevo a pensar que la rebeldía palestina frente a la opresión colonial, sea tomando las armas o a través de la desobediencia civil, supone para Israel un contraste insoportable con los millones de judíos que fueron exterminados en las cámaras de gas y los hornos crematorios. Que alguien demuestre más 'entereza' que Israel para luchar y perseverar en su existencia, sin importar sus razones, arroja a la sociedad israelí las imágenes fantasmagóricas del Holocausto. 'Yo soy más fuerte/soy más duradero/que la negra catástrofe/¡Sí! Árabe/y no me da vergüenza', dice Darwich en Continúa la canción.
Gaza es una pesadilla para Israel precisamente por eso. Porque no puede abandonarla a su suerte e ignorarla, porque ella siempre le recuerda su existencia. Aun cuando intentó avanzar con asentamientos judíos hasta el 2005, a Israel no le interesa Gaza sino Cisjordania, por motivaciones religiosas obvias (la expresión “Judea y Samaria” hace referencia a los antiguos reinos de Judá e Israel después de la muerte del rey Salomón, dentro de los cuales la región que hoy comprende la Franja de Gaza, entonces gobernada por los filisteos, no estaba incorporada; los hebreos recién la conquistaron, tras una dura resistencia, en tiempos del reino de los asmoneos), por la abundancia de tierra para sus colonos y, en especial, porque es de esa región de donde extrae buena parte del agua que necesita para hacer funcionar su “modélico” sistema de riego por goteo. Los gobernantes coloniales israelíes no son tontos: en la “reconciliación” con Egipto, entregaron como prenda de paz la Península del Sinaí y hasta le ofrecieron la Franja de Gaza, que Sadat rechazó, por su alto nivel de conflictividad.
La represalia del gobierno israelí, tal como se preveía, fue brutal.
Pero por el momento no le han devuelto los Altos del Golán a Siria, región que también es una gran fuente de recursos hidráulicos y donde se han descubierto yacimientos de petróleo. Y, sin embargo, Israel, por “razones de seguridad”, no puede dejar de concentrarse en Gaza, que lo desafía permanentemente y de la que han salido, como observó el gran historiador Rashid Kalidi, todas las figuras icónicas de la resistencia, como Fatah y la OLP, Hamás y la Yihad Islámica. Los bombardeos demenciales e inhumanos que Israel hoy arroja sobre la Franja no son una demostración de poder sino de debilidad, ante la heroíca perseverancia y voluntad de lucha de los gazatíes, que nunca capitularon frente al criminal bloqueo al que se encuentran sometidos.
Para los sectores más exorbitantes de la ultraderecha israelí, Gaza es un trauma, porque inclusive en la narrativa bíblica se presenta como un hueso duro de roer. Por eso la dureza con la que se la trata en varios pasajes del Antiguo Testamento. Si se me deja contar una digresión, hace unos pocos días tuve una breve conversación con un evangelista demasiado apegado a la letra del Libro, que me citó un texto de Amós en el que se profetiza la destrucción de Gaza: “Esto dice Yahvé:/¡Por tres crímenes de Gaza y por cuatro,/seré inflexible!/Por haber deportado poblaciones enteras,/para entregarlas a Edom,/prenderé fuego a la muralla de Gaza,/que devorará sus palacios;/extirparé al habitante de Asdod/y al que empuña el cetro en Ascalón;/volveré mi mano contra Ecrón,/y perecerá lo que queda de los filisteos,/dice el Señor Yahvé”. Tamaña furia sólo deja a entrever la hostilidad que aquella gran ciudad portuaria, entonces atravesaba por la cultura helenística, despertaba en los judíos.
La masacre de civiles perpetrada por Hamás el último 7 de octubre representó para Israel, en términos simbólicos, lo mismo que el 11S significó para Estados Unidos. De repente, la “democracia más segura del mundo” se empezó a percibir vulnerable, expuesta a ataques terroristas de una magnitud e intensidad mucho peores a los que había conocido hasta entonces. Israel tiene razones para ser una sociedad paranoica, que ve enemigos por todas partes. Primero, por la Shoá, que no debe ser olvidada.
Y segundo, porque todos los países vecinos y sus máximos dirigentes han declarado alguna vez querer borrar de la faz de la tierra el Estado de Israel.
Pensar que el antisemitismo no es gravitante es de una ingenuidad que asusta. Pero Israel ha transformado su mentalidad defensiva originaria en escenarios ofensivos reiterados, creados muchas veces de manera artificial para disuadir a sus enemigos o para establecer “tapones” que lo protejan de ellos. Leibowitz detectó ese cambio de naturaleza o de sustancia cuando en 1967 la guerra preventiva se volvió una guerra de conquista. Con ella se modificó también el eje de relaciones: de Gran Bretaña y Francia a Estados Unidos, el nuevo patrón y patrocinador.
Durante el conflicto por el Canal de Suez en 1956, Eisenhower podía mostrarse furioso por no haber autorizado la intervención, que ocasionó las protestas de la Unión Soviética. Todavía con Kennedy el vínculo permanecía tenso. Fue recién en el 67 que el establishment norteamericano entendió que un matrimonio con Israel era más que conveniente en el contexto de la Guerra Fría y, tras la caída del Muro, para sostener su pax americana, como oportunamente la denominó Said, rememorando la paz imperial de Roma. La alianza económica y militar con los Estados Unidos le ha proporcionado a Israel un poderío bélico muy superior al de todo Medio Oriente, además de ponerle la diplomacia a las armas israelíes, como señaló Rashid Kalidi. La historia ha demostrado que la capacidad de destrucción que no es acompañada de responsabilidad lleva siempre a la catástrofe. El castigo colectivo a gran escala que sufre la población de Gaza debido a los atentados de Hamás no es una novedad.
Desde su fundación, Israel ha sido partidario de una colérica venganza cada vez que un judío resultaba muerto por los fedayines que incursionaban clandestinamente en su territorio. Su vocación bélica, en nombre de supuestas “guerras justas” y en “defensa de la humanidad” (en ese sentido, es el mejor alumno de la escuela estadounidense), viene perdiendo credibilidad hace rato.
La crisis que hoy atraviesa Israel, a pesar de su sólida homogeneidad social y de un patriotismo que le ha permitido vencer en todas las guerras que disputó, ganándose la fama de tener un ejército invicto, hasta 1973 (el susto de Yom Kipur, que tomó por sorpresa a las defensas israelíes que no tomaron en serio las advertencias del rey jordano a Golda Meir, desencadenó la primera victoria electoral de la derecha y el comienzo de la agonía laborista, en tanto los dilemas de seguridad se combinaron con el agotamiento fiscal y la hiperinflación, en el contexto de la suba del precio del petróleo decidida por los países árabes en represalia al apoyo occidental a Israel), es una crisis moral de proporciones inusitadas, aunque todavía asome imperceptible. En principio, porque Israel no puede eludir que millones de palestinos tengan el derecho a afirmar lo mismo que Emmanuel Lévinas anotó en sus Cuadernos de Cautiverio: “Palestina para nosotros: volver”. Y que otros millones, los que permanecen, puedan decir como Az-Zayyad: no nos iremos.
Parte no menor de esa crisis tiene que ver con el hecho de que Israel no puede desentenderse del crecimiento y la radicalización de Hamás. De hecho, la organización declarada hoy “enemiga de la humanidad” le ha sido funcional para mantener su intransigencia y minar toda base de legitimidad de la OLP, que a diferencia de la agrupación islamista, fue siguiendo un camino de moderación (en ese curso, el partido predominante de la izquierda laica, Fatah, sufrió una escisión en los años 70 que terminó con la creación del grupo nihilista de Abu Nidal, compuesto por sicarios sin más base programática que la búsqueda del máximo daño posible a Israel y a la dirección de la OLP). en el que no cosechó ningún resultado significativo. Israel se desempeña como fuerza ocupante pero no asume la responsabilidad que eso implica, como quedó bien claro en las masacres de Sabra y Shatila en el Líbano, cuando las falanges cristianas asesinaron a todos los refugiados palestinos que pudieron, con la vista gorda israelí y el testimonio occidental de Jean Genet. Pensar a Hamás sin la opresión colonial sería como creer que el surgimiento de Al Qaeda no tiene nada que ver con la guerra de Afganistán y el del Estado Islámico con las dos guerras del Golfo y la destrucción de Irak. Por supuesto que tanto Hamás como Hezbollah y todos los grupos fundamentalistas islámicos nacen en el clima espiritual que introduce en la región la revolución iraní, pero deben su aparición particular a conflictos bien concretos: la Primera Intifada y la Guerra del Líbano.
El agravamiento de las condiciones de vida y los abusos israelíes explican el cambio de metodología que hay entre las dos Intifadas: de las “piedras contra tanques” a los “atentados suicidas”, en un marco de protestas multitudinarias. La radicalización de Hamás coincide, a su vez, con el acercamiento de varios gobiernos árabes a Israel (los ataques del 7 de octubre tuvieron entre otros objetivos paralizar la normalización diplomática con Arabia Saudita), dejando a los palestinos a su suerte, y con la ya mencionada moderación de la OLP, que abandonó muchos de los postulados de la Carta Nacional Palestina en sus sucesivas versiones. Si las Intifadas fueron el estallido inevitable de una olla a presión que no podía aguantar más, la opción por el islamismo radical se reduce al fracaso de los dirigentes laicos, en especial luego de la claudicación de Oslo.
La vehemencia de Hamás evoca las primeras acciones espectaculares de la OLP, pero recurriendo a condenables asesinatos en masa, que lejos de sensibilizar la opinión pública occidental y la del progresismo israelí (que fue lo que buscaron por años muchos dirigentes e intelectuales palestinos, entendiendo que no podían vencer militarmente a Israel y que, en la concreción de sus metas, tenían que asumir que vivirían con los israelíes y no podían echarlos de Palestina, por lo que la coexistencia pacífica, con igualdad de derechos y oportunidades, era la base mínima de cualquier rumbo programático), provocaron horror, rechazo y una amplia solidaridad con Israel, que el mismo Israel, con su torpeza y arrogancia de siempre, se ocupó de mermar, gracias a su desmedida represalia.
El problema para la resistencia palestina es que no les alcanza con el apoyo de los países tercermundistas, sino que necesitan dividir el campo israelí (y el terrorismo de Hamás, desde la Segunda Intifada, sólo lo hace cerrar filas detrás de una “guerra santa contra un enemigo irracional e inhumano”) y romper la barrera psicológica de los Estados Unidos, que es el ancla que sostiene el colonialismo de Israel y la única potencia capaz de disuadirlo y obligarlo a negociar y hacer concesiones.
Mientras Estados Unidos siga aportando a Israel miles de millones de dólares anuales para equipamiento militar y manifieste su apoyo incondicional al “Estado hebreo”, ni Irán, ni la Rusia embarrada en Ucrania, se meterán con Israel o resolverán algo más que tímidas declaraciones de repudio.
Mucho menos los países árabes, que desde los años 80 aceptaron que el camino a Washington pasa por Tel Aviv. Hoy el conflicto israelí-palestino continúa dentro del panorama desolador que abrió Oslo, ese “Versalles Palestino”, como atinadamente lo denominó Edward Said. Hamás podrá negar la legitimidad del proceso y jurar que destruirá el Estado de Israel y reestablecerá una Palestina libre de judíos, o cometer atentados brutales, pero una estrategia así está condenada al fracaso desde el principio y solo tiende a debilitar y restar prestigio a la causa palestina, que es una causa de la humanidad, además de darle más estimulos a Israel de los que ya tiene para castigar al pueblo palestino.
Said tenía muy claro que “si queremos evitar un sufrimiento horrible y más violencia en el futuro, debemos trasladar nuestros esfuerzos del cielo a la tierra. Debemos adoptar una estrategia conjunta con los israelíes que piensen como nosotros”. Hamás, por muchas armas y milicianos intransigentes que tenga, por mucho que quiera representar la venganza de Alá o la de una Palestina ultrajada, no puede derrotar a Israel. Y como observó Ezequiel Kopel, toda resistencia violenta frente a una ocupación colonial tiene que saber medir el uso de esa violencia para que sea efectiva en términos simbólicos. Cuando el uso es desproporcionado, sólo genera horror, endurecimiento de los corazones y represalias feroces.
Un gran malentendido rodea los acuerdos que firmaron Rabin y Arafat. Muchos todavía piensan que ambos son los paladines de una paz fallida, que estuvo cerca de ser y no prosperó. Por el lado de Israel, es sabido que Netanyahu fomentó la demonización de Rabin antes de su asesinato y lo denunció traidor a la patria por querer ceder Gaza y algunas posiciones en Cisjordania. Lo paradójico del caso es que las negociaciones fueron hechas a medida de Israel, que apenas concedió el reconocimiento de la OLP como interlocutora legítima y una vana gestión municipal de algunas partes de los Territorios Ocupados a la flamante Autoridad Nacional Palestina. Durante el segundo gobierno de Rabin, la colonización aumentó de facto, pese a las promesas que quedaron en papel mojado. Su asesinato no se debió a qué les había dado mucho a los palestinos, sino a que no se propuso quitarles todo. La síntesis que esgrimió del tratado fue: 'Ni Gran Israel ni Estado Palestino'. Se mantuvo el statu quo con la diferencia de que ahora, gracias a la firma de Arafat, los palestinos reconocían a Israel jurídicamente, en base a resoluciones de la ONU que Israel nunca cumplió.
Por el lado palestino, muchos lo consideraron una traición, mediante la cual Arafat y su séquito se aseguraron algunas migajas de poder (según Kalidi, la OLP fue reclutada como “subcontratista de la ocupación”, en tanto que Said declaró que “ha pasado de ser un movimiento de liberación a convertirse en algo parecido al concejo de un pequeño ayuntamiento”) y la invitación a los grandes salones de Occidente, mientras vendían que en el 20% que en el futuro administrarían de la antigua Palestina histórica, construirían otro Singapur, al que llegarían jugosos flujos de inversiones.
El 7 de octubre pasado, Hamás logró ingresar a territorio israelí y cometió una masacre sobre la población civil.
Fue esta capitulación de la OLP (que no supo o no quiso aprovechar el margen de maniobra potenciado por la primera Intifada, renunciando a la lucha armada en 1988 y apostando por la vía diplomática, pero sobre la base de la resolución 242 de la ONU) y no sólo la intransigencia israelí la que posibilitó el crecimiento de Hamás, especialmente en la desesperada Gaza, atrapada en la mayor de las miserias. Ante la falta de alternativas razonables, la gente es más permisiva a las soluciones extremistas. No es casual que ni bien Israel retiró sus tropas y asentamientos de la Franja, Hamás ganó las elecciones. Probablemente también lo hubiera hecho en Cisjordania. En estas circunstancias de total expoliación, son naturales tanto la radicalización como el retorno al Islam, ambas garantizadas por Hamás (que fue un desprendimiento de los Hermanos Musulmanes de Egipto; recordemos que Gaza estuvo bajo control del país del Nilo hasta 1967) y su socio menor Yihad Islámica. Pero la organización que hoy gobierna la Franja, desde los años 90 que se ocupa de abordar las penurias cotidianas de los palestinos faltos de esperanza. En 1994 Said había comprendido el problema a la perfección:
'El discurso político ya no existe en Gaza: las conversaciones y discusiones se limitan a temas que afectan a la supervivencia y a las dificultades para cubrir las necesidades inmediatas. La política ha perdido credibilidad, al igual que los antiguos grupos políticos, que han degenerado en facciones menos interesadas por la ideología que por el poder y la autoridad locales. La cuestión ya no es cómo liberar Gaza, sino cómo conseguir controlar una calle. Hamás es la única excepción a la norma, puesto que su poder de convicción depende de su capacidad (que la tiene) para proporcionar alimentos, vestido, dinero y trabajo'.
Es un matrimonio forzado y por conveniencia. Forzado por la desmesura israelí y por la desorientación y poca eficacia de la OLP en las últimas décadas. La conveniencia habrá que medirla en el futuro, dado que con sus atentados del 7 de octubre, Hamás no sólo cometió acciones sanguinarias y brutales, sino que entregó al pueblo gazatí a una represalia tan esperada como desinhibida, mientras muchos de los jefes permanecen escondidos en sótanos o directamente se encuentran en el extranjero. Si en el pasado Hamás tenía la política de mandar a inmolar a “jóvenes valientes”, que se convertían en mártires, ahora expuso a su pueblo a la destrucción que cae del cielo.
Sin embargo, también es cierto que cada vez que Israel tomó acciones de venganza (por ejemplo, varias incursiones terrestres y bombardeos aéreos en los últimos 15 años, siguiendo la doctrina Dahiya, tomada de los ataques al Líbano en el 2006 y según la cual edificios comunes, hospitales o escuelas pueden ser consideradas bases militares, con la “salvedad” de que se encuentran en áreas urbanas densamente pobladas y no aisladas en zonas restringidas), Gaza se volvió más compacta, en lugar de aislar o condenar a sus dirigentes fanáticos. Israel no puede atribuir a Hamás, sin hipocresía y cinismo, la responsabilidad (“escudos humanos”) por los crímenes de guerra que comete contra población civil. Hamás debe responder por lo que hizo, incluso frente a los gazatíes. Pero Israel tiene que frenar la masacre, que además de llevarse la vida de miles de inocentes arriesga la de los rehenes que hoy están cautivos en Gaza. Nadie discute que hay una dificultad desde el lado de Israel para hacer la guerra, como observó Jean Paul Sartre hace medio siglo. Porque si persigue terroristas que están en otros Estados, ataca países que no le han declarado la guerra (El Líbano). Pero si agrede, en forma de contraataque, al pueblo palestino, como si todos fuesen terroristas (en su momento, miembros de Fatah; ahora, de Hamás), termina masacrando inocentes. Como está sucediendo hoy.
Ahora bien, en la retrospectiva histórica, reprochar a Israel y a los judíos en general su desconfianza para con los no judíos sería no comprender el efecto psicopolítico de la Shoá. “Para los judíos que pasaron por esta experiencia todos los gentiles pasaron a ser iguales. Eso es lo que subyace a su fuerte deseo actual de ir a Palestina. No es que se imaginen que allá estarán seguros: es simplemente que quieren vivir sólo entre judíos, pase lo que pase”, escribió en una oportunidad Hannah Arendt.
En realidad, el proceso de aislamiento tenía hondas raíces. En palabras de Martin Buber, “con la destrucción del reino de Israel, la productividad de la lucha espiritual se debilitó. A partir de entonces, la fuerza espiritual se concentró en la protección del carácter nacional frente a las influencias exteriores, en cercar consistentemente el terreno propio, en prevenir la infiltración de tendencias extrañas y en la codificación de todos los valores, con el fin de evitar todo desplazamiento”. La tragedia cobró otra dimensión cuando ni siquiera les fue permitido a los judíos autosegregarse.
Podemos ser muy críticos de los métodos que el movimiento sionista empleó para asegurar su lugar en Palestina, podemos desmitificar los derechos 'naturales' invocados por Israel y verlos como papel mojado o superstición religiosa, pero quienes quieren encontrar los motivos de la fundación del Estado de Israel en una gran conspiración imperialista están muy equivocados. “Seis millones de judíos tuvieron que perecer en las cámaras de gas de Hitler para que naciera Israel”, escribió Isaac Deutscher, que no era sionista, pero tampoco antisionista. Repetimos: sin el antisemitismo, sin la persecución, sin la carnicería que fue el Holocausto, no hay manera de entender la mentalidad israelí y el uso de la violencia que los colonos ejercieron para no dejarse pisotear y ser echados también de Palestina. Querían dejar de pedir permiso. Recordemos que al mismo tiempo que se celebraba la Declaración Balfour en 1917 (que para Rashid Khalidi marca el inicio de la “guerra de los cien años contra los palestinos”), aumentaban las restricciones para la emigración judía a Gran Bretaña. Y la política de cuotas fue permanente hasta el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, incluído Estados Unidos. Que la ONU fuera tan generosa con el porcentaje de territorio que le asignó a Israel en la partición de Palestina se debe, entre otras razones, a la culpa generalizada que reinaba en la opinión pública occidental por haberle cerrado las puertas a miles de judíos que intentaron huir del continente europeo y terminaron siendo asesinados de la más humillante manera. Tampoco los aliados se dedicaron a bombardear las vías férreas que facilitaban el traslado de los prisioneros a los campos de concentración, como observó alguna vez León Rozitchner. Hasta que el Ejército Rojo entró en Auschwitz y se topó con el horror, pareciera que nadie sabía nada. En palabras de Edmond Jabes, que haya sido necesario crear el Estado de Israel “para salvar a los judíos occidentales es y seguirá siendo la vergüenza de Occidente”.
Deshonra esa memoria que desde hace décadas los políticos israelíes empleen para referirse a los palestinos el mismo lenguaje racista con el que los nazis describían a los judíos. Basta escuchar las recientes declaraciones del Ministro de Defensa y de otros funcionarios para justificar los ataques aéreos sobre Gaza. Además de declarar a Hamás la encarnación del mal y la oscuridad, contra la que luchan las “fuerzas de la luz”, el tono despectivo dirigido a los gazatíes los reduce a la condición de animales subhumanos.
Algunos ministros, con un grado perverso de fanatismo, han manifestado su deseo de que había que borrar Gaza del mapa y arrojar una bomba atómica. Semejante nivel de irresponsabilidad y bravuconería es un claro síntoma del pantano de odio en el que se ha hundido Israel. Lo que se suma a una larga tradición de menosprecio y deshumanización hacia los palestinos, que cuando no son acusados de terroristas (se los pone fuera de la ley, igual que a Arafat, quien durante mucho tiempo, antes de aggiornarse, fue comparado con Hitler), se los trata como insectos, cucarachas y parásitos, que merecen ser fumigados para sanear un cuerpo político “infectado y enfermo”. La narrativa israelí es una verdadera teozoología política, al menos desde el año 67, cuando “al derrotar a los árabes Israel resucitó a los palestinos” y tuvo que explicitar, según la famosa declaración que se le atribuye a Golda Meir, que “el pueblo palestino no existe”. Son los innombrables.
La única diferencia que parece haber hoy por hoy entre el racismo oficial del Estado de Israel y el que impulsaban los nazis reside en la delgada línea que separa-y que puede ser traspasada en cualquier momento- los conceptos de limpieza étnica y genocidio, ambos considerados delitos de lesa humanidad. Mientras los nazis, en su delirio de purificación racial, se proponían exterminar a los judíos, Israel quiere expulsar a los palestinos y quedarse con sus tierras, en honor a David y su antiguo reino.
Desde la época de Ben Gurion que la corriente hegemónica del sionismo sostiene la idea de que los palestinos-que “no son palestinos sino árabes”- deberían irse a cualquiera de los países vecinos y dejar la “tierra de Israel” en manos judías. La explicación de que del lado palestino no hay con quien hablar es muy vieja. Entonces las soluciones políticas ceden su lugar a las soluciones militares. Pero las soluciones militares funcionan como una “biología aplicada”. Equiparar, no obstante, lo que está haciendo Israel en Gaza, o lo que Hamás hizo en Israel, con el genocidio nazi es no comprender la peculiaridad de este último. Mientras los bombardeos israelíes o los atentados de Hamás son actos terroristas que se “televisan”, que circulan por redes sociales, que más que ocultarse se justifican con “razones morales”, los campos de concentración nazis, por el contrario, mantenían su funcionamiento en secreto (un secreto a voces, como los centros clandestinos de detención de la última dictadura argentina) y la “solución final” pretendía no dejar rastro ni de ellos ni de los judíos exterminados ahí.
Increíblemente, quien quiso convencer al mundo de que Hitler sólo pretendía una limpieza étnica (o sea, la expulsión de los judíos) y no un genocidio, fue el propio Benjamin Netanyahu en el año 2015, al acusar a Amin al-Husayni-gran muftí de Jerusalén durante el Mandato Británico hasta 1937, cuando tuvo que exiliarse por instigar la revuelta nacionalista árabe- de proponerle la idea de acabar con los judíos quemándolos, porque de lo contrario todos emigrarían a Palestina. Lo insólito es que el primer ministro israelí, que adjetiva de nazis a todos sus críticos, fue demasiado benevolente con el mismísimo Hitler, aún siendo evidente por numerosas pruebas que el plan sistemático de exterminio se encontraba en marcha en el momento en que se reunieron el líder religioso palestino y el Führer, a quien buscaba persuadir para que apoyara públicamente la formación de un Estado árabe y condenara la del Estado de Israel.
Hitler no accedió, pese a que las tropas de Rommel llegaron a las puertas de Alejandría y mantuvieron a los judíos palestinos expectantes hasta el final. Nada de esto quita la responsabilidad de al-Husayni en promover el odio contra los judíos (es responsable directo de varios pogromos), que estaba muy difundido en el mundo árabe, donde la propaganda alemana circuló con facilidad (igual que en numerosos países occidentales que hoy son aliados de Israel).
A propósito, en diciembre de 1939, Gerschom Scholem escribía desde Palestina que “la propaganda nazi surte mayor efecto entre los árabes de lo que en general se supone, y este es un bocado muy amargo. De momento se puede decir que reina la paz, pero aún queda un largo camino hasta la pacificación de los corazones.” La última maniobra política de al-Husayni fue oponerse, sin éxito, a la partición resuelta por la ONU. Luego caería en la intrascendencia. Mencionarlo sirve para no caer en la trampa de una historia lineal de buenos y malos. Pensar los conflictos políticos con categorías maniqueas siempre lleva a la incomprensión y el desastre. La crueldad de Israel no hace buenos y deseables per se a los regímenes que lo han enfrentado o que se niegan a reconocerlo, ni le da legitimidad a los métodos terroristas de combate. La grandeza de Edward Said consiste en nunca haber abandonado la causa palestina y, sin embargo, denunciar el colaboracionismo de la dirección de la OLP, la barbarie de Hamás y la vetustez de los regímenes árabes.
Said estaba muy lejos de ver todo lo malo que sucedía en el mundo árabe e islámico como una responsabilidad directa de Occidente. “De nada sirve cargar las culpas sobre los hombros del imperialismo y el sionismo. ¿Qué hemos hecho nosotros?”. Y tampoco tenía vergüenza en decir que “más importante que tener un Estado es qué tipo de Estado tengamos (...) El mero nacionalismo, aún menos que el fundamentalismo religioso, no puede ser la respuesta a los problemas de las nuevas sociedades seculares”. Tal vez buena parte de las dificultades y tensiones internas del mundo árabe, por fuera de sus crueles internas religiosas, las resume Said en una anécdota que cuenta en el epílogo que escribió para la edición de 1995 de Orientalismo:
“aunque mi libro sobre Palestina fue muy bien traducido al hebreo a principios de la década de 1980 por Micras, una pequeña editorial israelí, aún no hay traducción al árabe al día de hoy. Todas las editoriales árabes que mostraron interés por el libro quisieron que cambiara o suprimiera las secciones que son abiertamente críticas de algún régimen árabe-incluyendo la OLP- petición que siempre me negué a cumplir”.