Fotos: Cris Sille
La noticia circuló fuerte y rápido: La Renga estaba tocando en vivo en la cancha de Vélez. Los videos se hicieron virales, en pocos minutos, por dos motivos: se juntaban en un escenario dos de las bandas de rock más importantes del país, en un recital de Divididos, y tal como dijo Ricardo Mollo, se trataba de un acto de justicia, porque La Renga está proscripta por del jefe de gobierno porteño, Larreta, desde 2017, para tocar en la ciudad más rica del país.
Un rato antes del final del show, que ya llevaba más de dos horas y media, sin alardes, Mollo anunció que el último invitado era un guitarrista muy querido. Solo eso. En las pantallas, entonces, apareció el Chizzo Nápoli, cantante de La Renga quien se calzó la guitarra para tocar junto a La Aplanadora del Rock el tema “Sobrio a las piñas”, en el que ambos líderes no solo compartieron las voces, sino que se fundieron en unos solos cruzados, rabiosos.
Luego, Divididos le cedió el escenario al otro trío de Mataderos, amigos y colegas, quienes tocaron su clásico “El final es en donde partí” para delirio de la multitud que copaba el estadio Amalfitani.
Después de los abrazos y agradecimientos mutuos, Ricardo Mollo, Diego Arnedo y Catriel Ciavarella (hace rato consagrado como un Dividido más), tocarían “Aladelta” y el frenético “El ojo blindado”, para cerrar una jornada histórica, inolvidable, debido a un marco único: la celebración por los 35 años de carrera, las 50 mil almas que colmaron hasta el último hueco del Amalfitani, una performance impecable y una noche tan serena y templada que en un momento del concierto justificó unas palabras de Mollo, un apasionado de la naturaleza: “qué más podemos pedir” (mientras contemplaba el cielo y hacia un gesto de agradecimiento con las manos).
Hubo otros invitados aparte del Chizzo y La Renga.
En la mitad del show, en el que la banda del oeste de la provincia de Buenos Aires repasó en especial los temas de los discos Acariciando lo áspero, La era de la boludez y Narigón del siglo, Gustavo Santaolalla se sumó para tocar con su cuatro venezolano el tema “Qué ves”, uno de las canciones más populares de la banda. Mollo destacó que el productor radicado en Los Ángeles “fue quien nos armonizó”, en el proceso de producción, grabación y mezcla de “La era de la boludez”, un disco de canciones y sonido impecable, que marcó un antes y un después en la carrera de la banda, que todavía hoy suena distinto, con el que vendieron decenas de miles de copias, y que en 1994 les permitió llenar, por primera vez, la cancha de Vélez.
Santaolalla no está bien de salud, y en el escenario se notó, porque todo el tiempo estuvo sentado sobre una banqueta, el volumen del cuatro que rasgó no tenía el vigor de otros tiempos, y aparte, se lo vio escondido detrás de una manta de pelo y barba, en ambos casos, de un blanco canoso.
Promediando el show, Mollo entregó una definición muy ajustada a lo que sucedería durante la noche de la gran celebración por el largo recorrido de la banda: “Queríamos convertir el lugar en el Teatro de Flores, pero gigante. Espero que haya sido esa la impresión”.
Y así fue, porque si bien el marco era multitudinario, en el campo, las plateas y la popular flotó un espíritu intimista, generado en gran parte, por la sobriedad y potencia de la banda, ajustadísima, como siempre, y el tono confidente, amigable y arrabalero de Mollo. Como muestra alcanza un botón: en otro momento de la noche, le contestó entre risas a un seguidor –probablemente en cueros, y los brazos en alto-, delante de todo, contra la valla, que le pedía que tocasen “El 38”. “Ya lo tocamos, loco, creo que fue el tercer tema. Debías estar escuchando el partido de Newells”.
El show arrancó a las 9.50 de la noche, en la muralla de tres pantallas gigantes en alta definición, con el primer plano de una moderna cosechadora, y el rugido infernal de su motor. Maniobrada por un Mollo enfundado en un camperón y los ojos y orejas cubiertas por protectores, la máquina pedía pista. El falso operario acelera una y otra vez, cada segundo con mayor intensidad, durante un largo minuto, hasta que la máquina de ultima generación comienza a avanzar y se come todo lo que encuentra en su camino de tierra. Unos segundos después, y con el estadio a punto caramelo, Mollo tira el riff de “Paisano de Hurlingham”, para enloquecer a la monada, que incluye hasta tres generaciones de roqueros y roqueras que tienen a Divididos como una de las bandas sonoras de sus vidas.
Una detrás de otra, casi sin pausa, los tres músicos tocaron una veintena de temas de su carrera, todas coreadas por el público, y en algunos casos, acompañadas con pogos que abrieron círculos blancos en el campo, que el mismo Mollo llamó a realizar, por ejemplo, en la previa de “Cielo lindo”, otro clásico de la banda.
La técnica del recital, junto al trabajo audiovisual de las pantallas (una gigante para cada músico), fue impecable. Ayudó mucho, como apuntó el mismo Mollo, el clima que imperó durante toda la noche, pintada, cien por ciento amigable.
Hubo un rato dedicado al folclore, género musical y poético de nuestras tierras que ellos abordaron durante su carrera, para lograr así que muchos pibes y pibas de Buenos Aires hicieran su primer contacto con una chacarera o bailecito. Tocaron “Guanuqueando”, con un grupo de músicos ligados a Ricardo Vilca, el ya fallecido autor del tema, vecino y músico de Humahuaca, Jujuy. También tocaron la preciosa zamba “Vientito de Tucumán”, junto a la cantante Nadia Larcher, en la que se destaca, desde siempre, el bajo rasgado de Arnedo.
Otro de los momentos emotivos de la noche se produjo cuando los Divididos tocaron “La rubia tarada”, el himno de Sumo, con el que el estadio completo coreó la parte de la letra que Luca convirtió en un manifiesto argentino: “… basta, me voy, rumbo a la puerta, y después a un boliche, en la esquina, a tomar una ginebra, con gente despierta, esta sí que es… Argentina…”.
También hubo una mención para Pappo Napolitano, referente indiscutido del rock argentino, y violero que inspiró a muchos otros a calzarse una guitarra, como el propio Ricardo Mollo.
Que nadie lo dude: en nuestro los músicos son de primer nivel, y no tienen nada que envidiarle a bandas o solistas de otras partes del mundo. Llenan estadios, tienen decenas de discos editados, y un nivel de excelencia a la hora de hacer sonar una maquinaria de rock, en este caso, con solo tres hombres, que están en su mejor estado, a los 65 años, con toda la fuerza y alegría de estar vivos y rodeados de afecto y agradecimiento de parte del público.
Será por eso que luego del último tema, y de dejar una pista bien sucia de su guitarra sonando en un loop sin fin, como lo ha hecho tantas veces, Mollo bajó del escenario y recorrió de punta a punta la valla de contención, contra la que se apretaba la primera y segunda fila de seguidores, y le regaló en mano una púa, prácticamente a todos. Arnedo, hombre de pocas palabras y una creatividad y talento muy poco frecuente para domar el bajo –sigue tocando con los dos Fender que usó durante las últimas dos décadas, por lo menos-, se paró frente al micrófono para agradecer una y otra vez el acompañamiento y cariño de la gente, que ya lleva 35 años de lealtad.
Tres horas de show, la energía demoledora y el talento de siempre, fueron los ingredientes de una noche memorable, en la que el “Escuchenló, escuchenló, escuchenló, la aplanadora, del rocanrol, es Divividos la puta que lo parió” que coreó la gente, seguirá sonando hasta el próximo show, que ya tiene fecha y lugar, en el marco de la gira por todo el país, por los 35 años de carrera.