“En Rusia hay tanto espacio que todo se dispersa, no importa si son viviendas o poblaciones. Se diría que se atraviesa un país cuyos habitantes acaban de marcharse, tan pocas casas y gentes se ven, tan pocos ruidos se oyen. La ausencia de pájaros agudiza el silencio; los rebaños son también escasos, y los que hay están muy alejados del camino. Todo desaparece en aquella extensión, excepto la extensión misma, que acosa la imaginación, como ciertas ideas metafísicas de las que el pensamiento no puede desembarazarse una vez que las ha alcanzado”.
Madame de Stael
“«Si toman San Petersburgo —dijo—, me retiraré a Siberia. Volveré a adoptar nuestras antiguas costumbres, y, como nuestros ancestros de luengas barbas, reconquistaremos el imperio»”.
Alejandro I, citado por Madame de Stael
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Cuando a finales de junio de 1812 Napoleón Bonaparte atravesó con sus tropas el río Niemen, probablemente sintió que estaba imitando la gesta de Julio César al cruzar el Rubicón. Su identificación con los que Hegel denominó “individuos históricos”, en especial con Alejandro Magno, era casi mística. Napoleón creía ser el enviado de una misión divina, el profeta que liberaría a los pueblos de Europa de las cadenas del Antiguo Régimen. La invasión de la tierra de los zares, sin embargo, tenía otro componente anecdótico. Cinco años antes, en las mismas aguas y a bordo de una balsa, Napoleón y el emperador Alejandro I habían discutido los detalles de lo que más tarde sería la paz de Tilsit, en la cual Rusia, para muchos deshonrosamente, accedió a reconocer la dominación francesa en el continente y se sumaba a participar del bloqueo contra las invulnerables islas británicas, a cambio de un tímido apoyo francés en las disputas que mantenía con el Imperio Otomano.
Se trataba de una paz sin futuro. Primero, porque la economía rusa no aguantaba prescindir del comercio con Inglaterra. Y segundo, porque el otro acuerdo diseñado por Napoleón, la paz con la humillada Prusia, suponía entre otras cosas la conformación del Ducado de Varsovia, un Estado satélite tapón que amenazaba la seguridad nacional. Tras la Guerra de Sucesión, Rusia, Austria y Prusia se estuvieron repartiendo Polonia durante todo el siglo XVIII. En la figura de Napoleón los nacionalistas polacos depositaron sus esperanzas de una Polonia independiente, fuerte y próspera, a pesar de que el Ducado permanecía bajo la órbita del Imperio. El zar Alejandro tomó cartas en el asunto, quizá demasiado tarde. Desde Austerlitz, batalla en la que quedó del lado perdedor, admiraba el genio militar de Napoleón. Además, por la herencia familiar de su abuela Catalina, él mismo era un déspota ilustrado que simpatizaba con las ideas francesas, igual que no pocos círculos aristocráticos de San Petersburgo, quienes consumían la literatura y el teatro de la nación gala. Sin aquella connivencia rusa, a Napoleón se le hubiese dificultado controlar a las millones de personas que se encontraban bajo su dominio. Pero a Alejandro le interesaba blindar su propio poder, cuya legitimidad yacía manchada desde el día de su coronación, debido al regicidio de su padre, asesinado por un grupo de conspiradores con el que supo tener estrecho contacto. Con impotencia o premonición, Alejandro lo dejó crecer al corso hasta el punto de que, por la naturaleza de la política imperial, las tensiones fueron escalando a niveles sin posibilidad de retorno.
Los rusos, con sus finanzas asfixiadas, decidieron violar reiteradas veces el bloqueo. Ofendido, Napoleón, al menos desde 1810, empezó a preparar minuciosamente la campaña en la que pondría al díscolo Alejandro en su lugar. Sabía que, por la inmensidad de Rusia, la invasión tenía que ser una guerra relámpago, de shock, con el objetivo de conseguir una paz “estable” todavía más beneficiosa. Del otro lado, sus enemigos pensaban que no accionaría hasta derrotar la resistencia española, que le estaba ocasionando muchas preocupaciones. Pero el “pequeño cabo”, con varios frentes abiertos, accionó igual, reuniendo en sus filas un ejército plurinacional jamás visto hasta entonces, conocido como la Grande Armée. La mitad de sus integrantes no lo seguían por fervor patriótico o espíritu de aventura. Pertenecían a los países satélites o aliados de Francia. Salvo los polacos que deseaban vengarse de Rusia y recuperar su Estado, los demás marcharon con él porque bajo el sistema de conscripción no les quedaba más alternativa, si no querían sufrir represalias. O porque pretendían llevarle a sus familias un botín. A fin de cuentas, el servicio militar no dejaba de ser una fuente laboral y remunerativa en medio de la crisis, además de la principal vía para ascender o mejorar el status social. Napoleón se ocupó personalmente de que sus guerras fueran revestidas ideológicamente, como si se tratase de una extensión territorial de los principios de la Revolución Francesa. No obstante, por más que les prometiera la gloria, pronto comprobaron que sólo cosecharían penurias.
En las primeras semanas, el avance de Napoleón fue imparable, sin casi ninguna resistencia, incluso con celebraciones de todos aquellos que se sentían oprimidos por el zarismo. Los rusos no podían hacerle frente en condiciones favorables y, en su repliegue, bajo el mando de Barclay de Tolly, aplicaron una táctica de tierra quemada, que dejó graves costos, como la improductividad del suelo durante veinte años (una casualidad histórica es la contemporaneidad de estos acontecimientos con el Éxodo Jujeño liderado por Manuel Belgrano, que ocurre prácticamente al mismo tiempo). Además, destruyeron puentes, almacenes y señales de orientación, para complicar los progresos franceses, quienes no disponían de mapas al detalle en un territorio que los rusos conocían a la perfección, en cada ruta y en cada recoveco. La persecución de un ejército por otro se asemeja a la obsesiva caza de Moby-Dick en la novela de Melville. Napoleón sería Ahab, el delirante capitán del Pequod, que no sabe cuándo poner límites a su fijación. No puede parar. Pero la nobleza zarista jamás entendió lo que estaba sucediendo. Ella quería derrotar a los franceses en el campo de batalla, como obligaba el sentido del honor de una aristocracia guerrera. Por eso destituyeron a Barclay y nombraron en su lugar a Mijaíl Kutúzov, quien, sin embargo, decidió continuar con la línea de su antecesor.
El gran combate que esperaba Napoleón se presentó en Borodinó, a las puertas de Moscú. Fue una masacre, la mayor de las guerras napoleónicas. Miles y miles de cadáveres quedaron insepultos, pudriéndose a la luz del sol, despidiendo entre los vivos olores de ultratumba, que hasta aterraban a los lobos que merodeaban la zona. “Los que vieron esa batalla tienen una idea del infierno”, señaló un testigo. La victoria francesa fue una victoria pírrica, de la que nunca se recuperaría. En tanto, Kutúzov volvió sobre Moscú y ordenó la evacuación de la ciudad, que fue cumplida a rajatabla por el gobernador Rostopchin y la enorme mayoría de los habitantes. Cuando Napoleón ingresó a la ciudad santa (muy diferente a la culta, europea y frívola San Petersburgo), con cuya captura imaginó que se terminaría la guerra, se encontró con una ciudad fantasma, repleta de calles desérticas, paredes con pintadas amenazantes y tiendas desabastecidas. Pero se encontró también con el fuego.
Sobre el gran incendio de Moscú, que en pocos días arrasó con tres cuartas partes de la ciudad, existen diferentes versiones, dependiendo de quién sea el que cuente la historia. En la leyenda heróica de los rusos, fue la misma población en retirada la que prendió y propagó el fuego, para dejar a los franceses sin suministros ni refugio donde pasar el invierno. Tolstoi, en cambio, lo atribuye a múltiples e imperceptibles causas, de ninguna forma manipulables por un plan maestro. Sabotajes intencionales se sumaron a accidentes imprevistos, en una urbe construida a base de material inflamable. Napoleón podía culpar a sus enemigos de que prefirieron ver arder su patria (para hacerla resurgir de las cenizas, pues como anotó en sus Memorias la exiliada Madame De Stael: “La ciudad religiosa ha perecido como un mártir, pero la sangre que ha vertido da nuevas fuerzas a los hermanos que le sobreviven.”), optando por una “guerra sucia” y “partisana”, a presentarle batalla dignamente, mientras que estos estaban en condiciones de sostener que fue la ambición desmedida del emperador la que precipitó la destrucción de Moscú. En cualquier caso, los invasores no tardaron en quemar barrios enteros para completar la obra que no habían empezado, no sin antes secuestrar toda la riqueza y objetos de lujo que pudieran. Aquellos tesoros se convirtieron en una maldición al momento de la caótica huida y volvieron a muchos soldados una presa fácil para los letales cosacos. La escena se transformó en el juego del gato y el ratón, donde tomar un camino significaba ser atacado por sorpresa por las guerrillas y elegir el otro, regresar por un rumbo inviable, sin pastos para los caballos famélicos, que caían de a montones y obligaban a sus jinetes exhaustos a marchar a pie.
En las cinco semanas que Napoleón “gobernó” Moscú desde el Kremlin, en su fantasía de desempeñarse como un conquistador “benefactor” y “generoso”, ni supo controlar el incendio, ni garantizar la alimentación de sus tropas, ni evitar que cometieran excesos y vejaciones contra la población civil. Propuso, en su lugar, la quimera de una Constitución para una ciudad sin pueblo, como si el orden burgués pudiera implantarse por decreto y quedar como herencia para las futuras generaciones. Todos los despachos, las órdenes, los títulos pomposos, eran letra muerta y papel mojado, según observó Tolstoi. Fue el mismo error de Kerenski un siglo más tarde, así como Hitler repetiría el desastre de una cruzada fatal contra la muerte en esas lejanas y heladas tierras. Corrían rumores de que Napoleón había perdido los estribos y ya no estaba en sus cabales. Para colmo, derrotados una y otra vez, los rusos reponían sus filas con una facilidad asombrosa, sin importar la cantidad de muertos acumulados. Cada fusil tenía un campesino dispuesto a tomarlo: la guerra patria fue un vector de “conversión religiosa”, a pesar de que también muchos siervos fugitivos abandonaron a sus señores para esconderse en los bosques. En cambio, los franceses se hallaban cada vez más diezmados por las sucesivas hambrunas y la hostilidad del clima. Durante su catastrófico retorno a París, se multiplicaron los casos de canibalismo. Fue un auténtico horror: volvieron por los espeluznantes senderos del infierno. Eso no implicó, sin embargo, un cuestionamiento a la autoridad de Napoleón. La inefectividad de la magia que rodeaba al carismático personaje no significó la capitulación de su núcleo duro. Quienes sí desertaron de a miles y se pasaron a los rusos fueron los soldados de otras nacionalidades, que no estaban donde querían estar y apenas pudieron se vendieron al mejor postor.
Uno de los protagonistas de Guerra y Paz, la epopeya del pueblo ruso escrita por Tolstoi, considerada por Goncharov como su Ilíada, creía que Napoleón era el Anticristo y había jurado asesinarlo. Frente al éxodo de sus compatriotas, decidió quedarse en Moscú para aprovechar la oportunidad y cumplir con la tarea. Pedro simboliza la tentación del heroísmo individual. No comprendía, según manifiesta Tolstoi, la importancia del fatídico incendio y por eso se arrojaba a un sacrificio desprovisto de utilidad. Repleto de vacilaciones, sin embargo, Pedro se arrepiente y termina siendo capturado por los franceses cuando ya se están retirando de la ciudad. Será liberado tiempo más tarde en una escaramuza dirigida por grupos de asalto rusos. El único que parece descifrar el signo de los tiempos es el heroico Kutúzov. Dice Tolstoi que “ninguno de los generales, excepto Kutúzov, había comprendido, porque los oficiales superiores del ejército ardían en deseo de cazar a los franceses, de cortarles la retirada, de aplastarles, todos deseaban atacar”. En otras palabras: cuando descubrieron la debilidad manifiesta de los franceses, los militares rusos estaban desesperados y ansiosos por contragolpear. Sólo Kutúzov se dio cuenta de que generar combates innecesarios provocaría una incontable pérdida de vidas, porque aun si podía sostener el número de soldados, también sus propias filas se encontraban agotadas. Ir a buscar a los franceses emparejaba la contienda, por no agregar que concedía ventajas a Napoleón al permitirle aglutinar sus fragmentadas fuerzas. El mejor aliado de los rusos, bien advertido por Kutúzov, fue el tiempo. Había que dejar que los franceses se enfrentaran al malestar de su impotencia, al duro frío del invierno, a la falta de suministros, a las dificultades de los caminos, a la paranoia de no saber por dónde serían emboscados, a las divisiones internas que el temprano éxito había ocultado como se tapa el sol con la mano. La estrategia de Kutúzov llevó a los suyos a la victoria, a pesar de no llegar a ver concluida la obra. Su muerte durante el conflicto representó el pasaje de la guerra de liberación nacional a la nueva guerra europea, sintetizada por las aspiraciones del zar Alejandro y que finalizará con los cosacos desfilando triunfales en París.