Existe una letanía tenaz de este lado de la grieta según la cual ciertos kirchneristas duros prefieren tener razón a ganar elecciones. Por supuesto el kirchnerista duro es siempre el otro ya que quien sostiene este extraño principio suele considerarse un analista racional, desprovisto de la pasión que obnubila a los militantes. Aunque presupone que la ignorancia tendría alguna ventaja comparativa sobre el acierto a la hora de seducir el voto popular, algo sin duda asombroso, es una letanía que consolida ciertos prejuicios y por eso persiste como las ideas zombie que denuncia el economista norteamericano Paul Krugman: ideas ya muertas que sin embargo siguen caminando.


Desde hace unos meses, desde que las diferencias entre el presidente Alberto Fernández y la vicepresidenta se hicieron explícitas, esa letanía se trasladó a la gestión. Así, escuchamos entre compañeros o leemos en las redes sociales una crítica recurrente, siempre contra los ubicuos kirchneristas duros, que tiene alguna relación con aquella que alababa la superioridad electoral de la ignorancia: “en lugar de marcar diferencias, que se pongan a laburar para solucionar los problemas de la gente”, en referencia a CFK y a los funcionarios que comparten sus planteos críticos. Es una falacia atractiva que, en este caso, presupone que ya está todo acordado y sólo hace falta “ponerse a laburar” para resolver esos problemas. Nos hace recordar a esa gran mesa mágica en la que bastaría con sentarnos junto a los sindicatos, el sector financiero, las organizaciones sociales, la iglesia y las asociaciones patronales para ponernos de acuerdo en esas tres o cuatro cosas en las que estamos todos de acuerdo, para encontrar así un modelo unánime que nos permita proyectar un país para los próximos 500 años.


En realidad, no existe un acuerdo unánime en la coalición oficialista sobre como solucionar “los problemas de la gente” para que el gobierno “se ponga a laburar”. El debate a cielo abierto sólo sincera, para retomar un término que nuestra derecha usa con frecuencia, la ausencia de un espacio de debate y decisión entre los socios del Frente de Todos. El presidente considera que quien decide es él, lo cual es sin duda cierto desde un punto de vista formal, aunque llegó a la Casa de Gobierno con una gran mayoría de votos ajenos. Apartar a la socia mayoritaria de las grandes decisiones de política económica tiene un costo que nadie puede obviar, sobre todo cuando el gobierno no logra responder a los grandes reclamos populares relacionados a los salarios en mínimos históricos o al aumento incontrolado de los precios, que se dan, paradójicamente, en medio de un contexto de crecimiento económico. En ese sentido, la interna dentro del oficialismo es la consecuencia de la falta de resultados de la gestión de gobierno, no su causa.


¿Es una traición que Alberto Fernández busque gobernar por sí solo, sin consultar con su socia mayoritaria? En realidad, en política las traiciones que cuentan son las que se llevan a cabo contra el electorado, y las aspiraciones personales son siempre atendibles. Si Alberto hubiera logrado cumplir con el programa votado en 2019, si las mayorías hoy percibieran un aumento de su poder adquisitivo o al menos vieran un horizonte de alivio, no existiría la interna con CFK o, de existir, no le importaría a nadie.


Si Néstor Kirchner logró independizarse políticamente de Eduardo Duhalde- quien lo había ungido y a quien le debía la mayoría de sus votos- e incluso enfrentarlo en las urnas con éxito, fue porque antes construyó una sólida legitimidad de gestión que le dio volumen político y electoral propio. El duhaldismo residual podía sentirse genuinamente traicionado por el delfín pero en lo que respecta a las mayorías, eso no tuvo gran importancia. Las críticas reiteradas de Duhalde hacia los gobiernos de Néstor e incluso de CFK no los afectaron como hoy afectan a Alberto las críticas de CFK. Ocurre que al delfín actual le falta la legitimidad de gestión. Esa ausencia es paradójica viniendo de un político que declara tener como modelo a Néstor, quien hizo de la gestión y del control obsesivo de las variables económicas su credo y que, accesoriamente, lo eligió como su jefe de Gabinete.


Las declaraciones del presidente durante el acto en la CGT por la conmemoración del fallecimiento de Juan D. Perón agregaron en ese aspecto un asombro adicional: “Perón convenció a millones de argentinos que hasta el día de hoy lo sienten vivo, nunca necesitó de una lapicera.”


En realidad, Perón recomendaba la persuasión en el debate político, no en la gestión. De hecho, si hubiera esperado convencer a quienes lo detestaban antes de imponer con la lapicera las vacaciones pagas, el aguinaldo, el estatuto del peón o el fuero laboral, no gozaríamos hoy de ninguno de esos derechos. Como explicó CFK en el acto de Ensenada junto a Mario Secco y Juan José Mussi: “Perón cazó la lapicera y no la largó más.”


La lapicera siempre está ahí, es sólo cuestión de cazarla.