Acá se puede leer la primera parte del texto.
Procedo a dar parte, en lo que sigue, de mi suerte en la investigación que emprendí para reducir fenomenológicamente la esencia del peronismo marechaliano, que no dejaba de resultarme esquiva y confusa. Como los Caballeros del Santo Grial, como los niños en Navidad, como Croce, Poirot o el Padre Brown, me lancé intrigado a la resolución del profundo misterio.
Las dificultades eran tantas que tuve que hacer de mi propia conciencia un crisol en el que se fundieran las más diversas lecturas. No muy distinto al método bárbaro de Megafón. Pasó por ahí toda la obra accesible de Marechal: sus tres novelas, sus piezas de teatro, su poética (¡qué delicia el Heptamerón!), sus preciosos y divertidos ensayos, sus artículos perdidos en viejas revistas con olor a parroquia, sus trataditos didácticos-artísticos-teológicos, los reportajes que ofreció (a Gelman, a Paco Urondo, a Alfredo Andrés, a diarios y revistas de lo más variadas), ¡incluso su biografía de Santa Rosa de Lima! También me propuse bucear en el vasto océano de la crítica, desde papers universitarios a investigaciones más detalladas y exhaustivas, desde Maturo a Secchi, pasando por Brienza y Gamerro (no conseguí leer a Barcia). Incluyo por supuesto los comentarios de escritores consagradísimos, de la talla de Cortázar, Viñas, Prieto, Sábato, Jauretche (Borges y Bioy lo ninguneaban, igual que a Roberto Arlt, que estimaba a Leopoldo hasta el punto de considerarlo el más grande poeta en habla castellana de su tiempo). Un inagotable manantial de información encontré en el libro que le dedicó Elbia Rosbaco, su compañera de vida. Pero para descifrar a Marechal, necesitaba mimetizarme con Marechal. Revolver el milenario acervo de los clásicos, que él manejaba con admirable fluidez y creatividad. Hablo de Homero, de Hesíodo, de Heródoto, de Platón, de Aristóteles, de Aristófanes, de Ovidio, de Horacio, de Virgilio, de Plotino, de San Agustín, del pseudo-Dionisio, de Isidoro de Sevilla, de Santo Tomás, del divino Dante, del siglo de oro español. También sumergirme en sus otras fuentes católicas: San Bernardo de Claraval, San Buenaventura, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, en cuyas Moradas se inspira el Château des Fleurs, la laberíntica residencia del malvado Tifoneades, donde se encuentra secuestrada Lucía Febrero. Comprendí que, a diferencia del castillo de Kafka, acá había un centro y, en relación con el laberinto de Creta, en el centro no había un monstruo sino un ser celestial, un centro de luz hacia el cual el nuevo Teseo tenía que llegar.
De la misma manera, como explica Marechal en sus Claves, Adán BuenosAyres no era una burda imitación del Ulises de Joyce, como pensaron los críticos (“imaginad, si podéis, el Ulises escrito por el padre Coloma y abundantemente salpimentado de estiércol, y tendréis una idea bastante adecuada de este libro”, escribió entonces González Lacunza), aunque por momentos parodie la inmortal novela, en póstumo homenaje. El andar errante de Bloom por las calles de Dublín, se debe menos a una búsqueda metafísica de lo trascendente que al escape de una realidad cotidiana que asfixia. Podría asemejarse más con Erdosain que con Adán, con la salvedad de que no hay ningún Astrólogo que lo reciba. Aquel vulgar y mediocre héroe moderno se disuelve en la inmediatez y el caos de lo múltiple, sin manifestar ninguna sed unitiva. Afirma Marechal, que leyó a Joyce primero en francés (la traducción autorizada de Beckett y compañía) y después en español, que Bloom
“va dispersándose hasta la ‘atomización’. De tal modo, en un viaje sin fin determinado (en un laberinto sin salida), la ‘unidad humana’ de Bloom se pulveriza casi, es devorada por la ‘multiplicidad’ de un acontecer desarrollado en un tiempo que Joyce parecería estirar en cámara lenta, según lo había hecho Proust, a fin de contener y abarcar la minuciosa pulverización de su héroe. Dentro del simbolismo del viaje, Bloom es un turista ‘divertido’ (divertere, apartar, desviar, alejar). Adán Buenosayres, en cambio, es el viajero que se desplaza con un objetivo determinado: el fin o finalidad de su viaje. Surca el océano de lo múltiple, no para dividir y atomizar su ser en el maremagnum de las contingencias y diversificaciones, sino para rescatar, a flor de agua, la unidad misma de su ser trascendente”.
Por supuesto, también existen coincidencias. Tanto Ulises como Adán responden al arquetipo de la obra maestra. A Joyce y a Marechal les llevó una eternidad escribir sus libros. Hubo momentos en que quisieron abortar la empresa. Joyce confiesa que, cuando estuvo embarcado en esa escritura, siempre a punto de naufragar, dejó de consumir literatura durante años (entre el 55 y El banquete de Severo Arcángelo, Marechal dice que no redactó ni una línea). Son libros monumentales, de cerca de 700 páginas, que sin embargo cuentan una historia de menos de 24 horas en el Ulises (un día cualquiera de una persona cualquiera en un centro urbano cualquiera de una época en la que “el salvajismo épico se vuelve imposible por la policía vigilante, la caballería ha sido aniquilada por los oráculos de moda de los bulevares”) y de apenas tres días en Adán. Ambos emplean diversas y complejas técnicas narrativas (flashbacks, monólogos interiores, polifonía de estilos, etc.), si bien la obra del irlandés, que prácticamente emplea todos los verbos del idioma inglés (hasta el punto de que otro irlandés, Beckett, asumió que ya no era posible seguir escribiendo en inglés y se puso a escribir en francés), es bastante más ilegible (Joyce—que quiso romper con el estilo clásico que pone el foco en las secuencias de hechos, en lo actual más que en lo potencial, pero nada informa acerca de las corrientes subterráneas que dominan la vida corriente de los humanos—dijo que la escribió para que los críticos se pasaran siglos tratando de entenderla y de esa manera asegurarse la inmortalidad).
Aquella ambición de forma, no obstante, no elude el propósito de comunicar una emoción fundamental. Solo que en Joyce el punto de vista del artista se diluye sutilmente en la impersonalidad de la narración, tomando los acontecimientos su propio curso esquizofrénico (por eso Ezra Pound sostuvo que Joyce profundiza y lleva hasta las últimas consecuencias al Flaubert de Bouvard y Pécuchet), mientras que Marechal ofrece un rebuscado juego barroco en el que la ficción se infiltra en la vida, en su vida. A través de Stephan Dedalus, Joyce había postulado que “a la forma épica más simple se la ve emerger de la literatura lírica cuando el artista se prolonga y cavila sobre sí mismo como centro de un acontecimiento épico y esta forma avanza hasta que el centro de gravedad emocional es equidistante del artista mismo y de los demás. La narración ya no es más puramente personal. La personalidad del artista pasa a la narración misma, fluyendo una y otra vez en torno a las personas y la acción como un mar vital”. Es una descripción perfecta de la novelística marechaliana, con la excepción de que Marechal es más cervantino que flaubertiano.
Los dos recurren, también, a un humorismo tremendista, a veces angelical, a veces cáustico (opinaba Joyce que con el tiempo sus lectores advertirían que el Ulises era una obra humorística; Marechal toma de Rabelais su “humorismo sin venenos del alma”); los dos parten de la Poética de Aristóteles, los dos reflexionan sobre la naturaleza de la poesía y sobre los vaivenes del artista al contemplar el resplandor de la imagen estética. Décadas antes de que Umberto Eco publicara su best-seller sobre la peligrosidad de la risa en una abadía del medioevo (que llevó a esconder y destruir la segunda parte de la Poética, hoy perdida), Marechal ya había especulado sobre la posibilidad de una catarsis por la risa. En la misma época, Mijail Bajtin postula que se puede rastrear en Gogol una “catarsis de la trivialidad”. No es extraño que ambos se inspiren en Rabelais y tampoco es extraño que Borges despreciara la ficción de Rabelais y Marechal. En efecto, el célebre cuentista podía ser un tipo muy simpático y agradable cuando no ponía su moralina en juego, pero es difícil imaginarlo teniendo una gran carcajada. Desconocía que “una carcajada puede ser el arranque de una metafísica”.
Los dos se oponen a trazar una rígida frontera entre literatura y vida. De ahí que la gran obsesión de Joyce fuera hacer volar por los aires todas las convenciones literarias (sus artificios debían ser lo suficientemente genuinos como para hundir al lector en el vértigo de la ciudad, en el bullicio de la conciencia, en las perturbaciones del sueño) o que Marechal ironizara sobre la generación de la que formó parte, sobre sus temas y preocupaciones, o planteara que “lo primordial es vivir, y la obra literaria no puede ser sino una consecuencia de vivir”. El distanciamiento irónico es la esencia de la novela moderna, de su tensión constitutiva. Pero no por ello abandona el camino del héroe. Simplemente, se trata de “hombres y mujeres tal como los encontramos en el mundo real, no tal como los aprehendemos en el mundo de las hadas”. “La gran comedia humana donde cada cual tiene su cuota ofrece un campo ilimitado al verdadero artista, hoy como ayer y como en tiempos idos”, dice Joyce. Ahora bien, como muestra Lukács en su Teoría de la Novela, el género novelístico nace expresando la impotencia del héroe para llevar adelante su idea en un mundo que fue abandonado por Dios. Con Cervantes, “el heroísmo más puro se convierte por necesidad en grotesco, y la fe más profunda en locura, cuando los caminos hacia su patria trascendente se han hecho inviables (...) la evidencia subjetiva más auténtica y heroica no siempre encuentra necesariamente una realidad que le corresponda”. Semejante fracaso tiene menos que ver con la dura corteza del mundo que con las mutaciones experimentadas por el paso del tiempo, que la novela registra en su duración real, a diferencia de la epopeya, que se ocupa de un pasado grande e inmemorial (de lo que ya fue y no se puede cambiar) y no de una carrera abierta al futuro, de lo inacabado, de lo plástico, de lo no canónico. “En la novela se separan el sentido y la vida y, por lo tanto, lo esencial y lo temporal; casi podría decirse que la entera acción interior de la novela es una simple lucha contra el poder del tiempo”. Por eso la historia de Adán en la novela de Marechal es, a la vez, la historia de una pecaminosidad consumada y la historia de una conversión.
Quizá la mayor diferencia resida en que Joyce, de formación católica, era un ateo empedernido, satíricamente culposo, y Marechal un devoto y profeso cristiano, al menos desde su crisis espiritual de los años 30. Para uno, el encantamiento del corazón, la luminosa captura de la mente, el placer estético, fascinados por ese instante misterioso que Shelley “comparó bellamente con un carbón en vías de apagarse”, implica una relación inmanente con la verdad. Para el otro, los laberintos de la belleza suponen un camino descendente (perderse para encontrarse) y ascendente del alma hacia Dios (como para el Virgilio de Hermann Broch, la obra artística debe llevar a la trascendencia). Beckett argumentó que la obra de Joyce es purgatorial, por la “absoluta ausencia de Absoluto. El Infierno es la monotonía estática del vicio sin fin. El Paraíso es la monotonía estática de la perfección sin fin. El Purgatorio es una avalancha de movimiento y vitalidad liberada por la combinación de esos dos elementos”. En Marechal, en cambio, tenemos el trayecto de Dante, del Infierno al Paraíso, guiados por la imperecedera visión de Beatriz, que en Joyce falta. El del argentino es un fenomenal esfuerzo por recuperar para la novela (novela cristiana) la vieja forma de la analogía, sin por ello dejar de ser un moderno. Decía el mexicano Octavio Paz que con la novela se produce un desplazamiento de la analogía a la ironía. Toma como casos paradigmáticos la Divina Comedia y el Quijote. “La analogía es la expresión de la correspondencia entre el mundo celeste y el terrestre, aunque la realidad del segundo sea subsidiaria y reflejo de la del primero, es realidad. La ironía opera en dirección inversa: subraya que hay un abismo entre lo real y lo imaginario”. Por eso la novela moderna “es poesía y crítica de la poesía, épica y burla de la epopeya”. En el libro pionero de Cervantes, “el vagabundeo del hidalgo manchego no es una alegoría de las peregrinaciones del pueblo escogido sino de un hombre extraviado y solitario”. Si “la peregrinación del florentino es un descenso y un ascenso; la del español es una sucesión de tropiezos y descalabros”. Pero a Paz no se le escapaba que, en la refinada poética que sacude la novela contemporánea, se vuelve inevitable una nueva analogía. Esto porque ya no se trata de descifrar en el libro de la naturaleza el libro de Dios (con la mediación de las Sagradas Escrituras), sino de descubrir la alegoría del mundo en el lenguaje inconsciente de los hombres: “el universo se lee en nosotros pero nosotros aún no podemos leerlo ni leer ese texto, ese fragmento que somos”. Como símbolo entre símbolos, el ser humano sólo tiene acceso a ese otro lenguaje en “el abrazo de los cuerpos y la metáfora poética”, que “son el modelo de ese momento de coincidencia casi perfecta entre un símbolo y otro que llamamos analogía y cuyo verdadero nombre es felicidad”.
También Cortázar, en un bello ensayo de 1954, había rescatado la metáfora como “la forma mágica del principio de identidad” y propuso un acercamiento entre la lógica del poeta y la del primitivo, ambos coincidentes en la dirección analógica intencionada que vincula las palabras y las cosas. El ciervo es un viento oscuro. “Ese verbo esenciador no está allí a modo de puente sino como una mostración verbal de una unidad satisfactoria, sin otra prueba que su irrupción, su evidencia—su hermosura”. Dice Cortázar: “la música verbal es un acto catártico por el cual la metáfora, la imagen (...) se libera de toda referencia significativa para no aludir y no asumir sino la esencia de sus objetos. Y esto supone, en un tránsito inefable, ser sus objetos en el plano ontológico”. Cuando le tocó comentar la primera novela de Marechal, sostuvo que el desarraigo de Adán, su angustia existencial, su sed unitiva, caracterizan al argentino y, sobre todo, el “porteño azotado de vientos irreconciliables”.
En Joyce la analogía está insinuada por el título, en un diálogo intertextual con la Odisea. Estudiosos como Gilbert o Wilson, para gran admiración de Borges, han querido demostrar que todo en el Ulises ha sido pensado de manera minuciosa en equivalencia y proporcionalidad con el poema homérico. Las peripecias de Telémaco, Ulises y Penélope se repiten en los dramas mundanos de Stephan Dedalus y el señor y la señora Bloom. En el caso de Marechal, que también imaginó Adán—estructurado a partir del simbolismo del viaje—como su Odisea (Megafón, con su simbolismo de la guerra, es su Ilíada), la analogía responde a las pretensiones medievales de una analogía entis entre el cielo y la tierra. De hecho, Marechal siempre pensó desde la jerarquía del Areopagita, en la que lo inferior está subordinado a lo superior. En ese esquema, el arte se corrompía si mantenía los criterios de un panfleto político, pero seguía el orden natural de las cosas al atender el llamado metafísico que viene de Arriba. “Lo que una religión o una metafísica le pide al arte es que sus obras, además de ser bellas, oficien como ‘soportes’ de una verdad trascendente”. Un arte por el arte era estúpido, banal, idólatra. Si la belleza era el esplendor de lo verdadero, era porque conducía a lo esencial, porque nos llevaba, no sin enigmas, tropiezos y recaídas, de la oscuridad hacia la luz. De ahí que en un artículo publicado en el diario La Nación en 1941, año de la muerte del irlandés, Marechal escribiera: 'alguien podrá decir algún día cómo Joyce acertó la naturaleza de su laberinto, y cómo extravió los medios de su evasión al confiarla solo a las frágiles plumas de Ícaro'. La verdad, en Marechal, es un camino militante, traccionado por la Idea. Una exégeta, no recuerdo quién, dijo una vez que “la poesía de Marechal no es un simple ‘jugar’ a algo sino ‘jugarse’ por algo por alguien. Es ponerse al servicio de las más altas realidades”.
“Novela es la historia de un destino completo”, recuerda Marechal que le dijo Macedonio Fernández. A lo que replicó: sí, pero “una vida humana suele comportar, no un solo destino, sino varios que se dan en sucesión cronológica y a la vez lógica, y se traducirían por una cadena de muertes y resurrecciones obradas en la posibilidad del mismo individuo”. Por eso la novela no corrompe, ni distorsiona, ni vulgariza la epopeya clásica. La novela, agrega Marechal, es un sucedáneo de la epopeya, es la epopeya de los tiempos modernos. “Indagaba yo en qué medida era posible construir una novela según los cánones de la Epopeya tradicional”. Y llega a la conclusión, al igual que Joyce, que el poeta “olvidó el Olimpo de los dioses y el arsenal de héroes (...) para fijar su atención en los hombres corrientes”. El estilo marechaliano oscila siempre entre lo sublime y lo ridículo, entre lo épico y lo paródico, entre la sustancia heroica y la caricatura, entre lo fantástico y lo cotidiano, entre lo inteligible y lo visible, entre el cielo y el infierno. Las figuras de la tradición literaria que resumirían el alma porteña o el ser nacional—los guapos, los malevos, los taitas, los compadritos de las orillas, los gauchos de la pampa, pero también los intelectuales demasiado cosmopolitas y los demasiado telúricos—, son retratados con tono burlesco, no sin algún cariño y benevolencia. Motivos serios derivan muchas veces en soluciones insólitas, los ritmos líricos del lenguaje desembocan en exabruptos y groserías. La prosa refinada se mezcla y superpone con el lunfardo: muchas voces se escuchan en la Babel porteña—alegre lector del Adán, Cortázar felicitó a Marechal por su enorme contribución idiomática. Pero incluso en cuestiones nimias, uno tiene la sensación de que la narración lleva un pulso solemne, ciertamente exagerado e hiperbólico. “Resolví camuflar el itinerario metafísico de la obra con las guirnaldas humorísticas de Rabelais”. ¿A qué se debe el recurso del humor, en medio de lo importante? A la necesidad de poner en crisis la propia identidad, de reconocer nuestros propios límites, que es la base de toda comedia. Esta inflexión lúdica es el signo de madurez de la literatura argentina, es la novela ironizando sobre su forma literaria y los diferentes géneros que disputan en ella. Adán Buenosayres es un libro que dialoga críticamente con toda la tradición, exponiendo sus aspectos anacrónicos, pero que al recogerla coloca a sus lectores ante la responsabilidad de tenerla presente. Como poeta, Marechal canta desde la Argentina mestiza, neocriolla, barroca e industrial del peronismo emergente, la de los hijos de Martín Fierro, según los bautizó en aquellos años el filósofo Carlos Astrada.
James Joyce
La posición subjetiva de Joyce era la del silencio, el exilio y la astucia. Marechal, cuando optó por el confinamiento, se apartó de la feria de vanidades y de los honores del mundo—que le eran negados por el poder de turno, pero a los que jamás aspiró—, mediante un exilio amoroso con su compañera, en su casa de Balvanera. Ahí escribiría todos esos poemas didácticos que, lejos de constituir una especulación solitaria, preservan una estructura dual, estando siempre dirigidos a un otro, para mantener encendida la llama del amor. Porque el retorno del alienado a la Unidad primera no es un recorrido individual El movimiento centrípeto, el repliegue de las fuerzas, prepara la futura expansión. De a poco, el nombre proscrito de Marechal va recuperando terreno, gracias a elogios de Sábato o estudios literarios como los de Jitrik, Prieto, Viñas o Maturo. Una generación acéfala encuentra en él un posible maestro, reconociendo intempestivamente el valor de sus textos. Esto que Marechal escribió para prologar un libro de Elbia Rosbaco, también podría aplicarse a él mismo: “Tal fue la sola culpa de Elbiamor: la de actuar en un mundo que ha olvidado la gracia del amor militante y el fuego de la desnuda caridad. Ella ejerció esas virtudes espontáneamente y como sin saberlo: no es mucho que el rencor y la envidia respondieran a ese involuntario desafío de su militancia”.
A medida que me interiorizaba más en la vida de Marechal, descubrí en muchas de sus anécdotas biográficas un profundo valor simbólico. Por ejemplo, durante la primera estadía del poeta en Europa, viaja a Florencia, para rastrear las huellas perdidas de Dante. Si me quedara únicamente con la facticidad de los hechos, inferiría que Dante tuvo una perdurable influencia en su obra, lo que es bastante evidente. Pero hay más que eso. ¿Qué se cifra en La Bella? Sobre todo, dos nombres, en constante tensión: Alighieri y Maquiavelo. Dos que sufrieron las penurias del exilio, pero que escogieron alternativas distintas. La opción de Marechal por Dante es una opción por la primacía de la religión y el arte sobre la política, de la salvación del alma por sobre la salvación de la patria. Primacía, entiéndase bien. Dante es de los primeros en decirle al Papa que se meta en sus asuntos, y fue un considerable activista político. Lo que lo diferencia de Maquiavelo es que cultiva el intelecto del amor y no el conocimiento del poder. Dante es para Marechal la puerta de ingreso a los Fedeli d'Amore. Cuenta en un reportaje que, por mera casualidad, la viuda del profesor Luigi Valli le regaló el libro de su difunto esposo sobre el tema y que este acontecimiento lo introdujo luego en el estudio de las investigaciones de René Guénon. Otra vez los papeles de un muerto desencadenando la trama, aunque Marechal—escritor y personaje—siempre logra acceder a ellos, cosa que no sucede en la famosa novela de Henry James. La narración de un secreto acostumbra ser un buen motivo para prologar una historia. Que Lugones, por aquel entonces, leyera los mismos textos y se mostrara interesado por la misma problemática, según deja manifiesto en los artículos que componen El ideal caballeresco, es una coincidencia en la que no se ha indagado demasiado. No es posible descartar que Marechal tuviera contacto con círculos esotéricos. De hecho, en una entrevista que da acerca de El Banquete de Severo Arcángelo, sostiene:
“Buenos Aires es una ciudad trascendente. Usted no tiene idea de hasta qué punto nos rodean y manejan fuerzas misteriosas. Y en nuestro país, particularmente. Sorpresas del tipo de la Orden de los Caballeros del Fuego, que la SIDE recién empieza a conocer, hay varias y muy asombrosas. Yo conozco algunas; claro que no se las voy a decir. El personaje Pablo Enaudi, por ejemplo, existe, me honró con su conocimiento. Por supuesto, no se llama así. Se trata de un altísimo iniciado. También existe el individuo que inspiró al Salmodiante de la Ventana; opera en Ciudadela, y a él sí puedo presentárselo. Y le aseguro que una ceremonia iniciática como el banquete es menos improbable de lo que usted piensa”.
Todo esto lleva a pensar que Marechal quería que se lo leyera esotéricamente, si no fuera por su tremendo sentido del humor. Sus propias decisiones de vida son igual de llamativas. Después de la “Revolución Libertadora”, como ya mencioné, se declara proscripto y se inclina por un exilio interno, ¡en su propia casa! Piglia lo califica como un exilio macedoniano. Gesto irónico del poeta, sin dudas, pero no por eso menos misterioso. Durante años no redacta una sola línea. Se dedica a meditar, a leer y releer los “textos esenciales”, a compartir el tiempo con su compañera Elbia y a “practicar un robinsonismo amoroso, literario y metafísico”. El contacto con el “afuera” lo tienen a través de un viejo televisor y gracias al grupo selecto de amigos y discípulos que se ofrecen a visitarlos.
En semejantes condiciones escribirá El Banquete de Severo Arcángelo, que es la obra que le devuelve el prestigio y ocasiona un deshielo en torno a su aislamiento, que lo saca del ostracismo y a la vez desentierra al Adán del olvido y la indiferencia en los que lo había sepultado la “crítica”. Cuando tuvo que elegir un libro para compararlo (Adán Buenosayres fue su Odisea, Megafón su Ilíada), además de las obvias escenas de referencia (los banquetes de Sócrates, de Cristo, de Trimalción, que luego fue Gatsby), Marechal optó por las Mil y una noches. Igual que en la clásica recopilación de cuentos árabes, donde Shahrazade relata al rey historias que se interrumpen siempre antes del alba, para continuar la noche siguiente y así permanecer con vida, Marechal no nos da la cosa en su libro, sino que la narración gira alrededor de la preparación del banquete. Según la imaginó, fue su novela de suspenso y aventuras, su isla del tesoro, por así decir. El escenario ya no es la ciudad y el barrio, sino una quinta apartada, como en Los siete locos (¿no es Severo una especie de Astrólogo para el necesitado de redención Lisandro Farías?). Si con Adán Buenosayres uno tiene la impresión de que el libro es la ciudad que se expande, que le gana tierras al río y desplaza la frontera, que edifica sus barrios con manos y estilos diferentes, en tanto Buenos Aires es un puñado de mundo que respira todas las culturas y sus recíprocas influencias a lo largo de los años (por algo a Marechal le llevó décadas escribirlo: esa demora, que registra el paso demoledor y a la vez madurativo del tiempo, es parte de la forma misma de la novela, cuya historia transcurre en apenas tres días); si allí experimentamos el crecimiento no planificado, a los tumbos, de la insaciable urbe, que necesita recuperar los valores de su fundación espiritual, con El Banquete de Severo Arcángelo el libro se vuelve método iniciático, esotérico, una entrada al mundo de las sociedades secretas, donde nos espera la última cena, símbolo del Juicio Final, muerte de la vida ordinaria y salto a la otra vida, la verdadera. Confiesa el autor: “Adán Buenosayres se identifica con el Caos; El banquete es, deliberadamente, una gigantesca metáfora del Orden”.
Pero si, como afirma Marechal, “las grandes cosas, clásicamente, siempre se han dicho alrededor de una mesa”, las verdades servidas a los comensales no son compartidas con los lectores. El banquete sucede, solo que en tiempo pasado. No se nos informa nada de su temario y su desenlace. Apenas sabemos que Farías—el que duda, el equidistante, el que quiere comprender todos los puntos de vista, el que escucha las razones simpáticas de Gog y Magog, la Oposición al Banquete—debe experimentar, como tibio vomitado por Dios, el calvario de la Cruz. Cada uno tiene que poner a hervir los símbolos a fuego lento, para que afloje la cáscara. A cada lector le dice Marechal que “para entender El Banquete él mismo tiene que hacerse niño (...) él también tiene que llegar a la conclusión de que entrar, correr y salir del laberinto del Banquete es una experiencia individual e intransferible que cada uno de nosotros debería realizar por sí”. Tiendo a pensar entonces que, con Megafón, la iniciación se propone hacerla con otros, que hay que irlos a buscar, y a eso llamamos militancia.
Sin embargo, lo que más me acercó a la esencia del peronismo marechaliano, después del largo y fructífero rodeo, fueron las propias disquisiciones del Poeta Depuesto acerca de los avatares de lo que él denominaba, con impronta socrático-cristiana, justicialismo. Pueden encontrarse en reportajes y sobre todo en sus Cuadernos de Navegación. Las conclusiones alcanzadas fueron las siguientes:
1 - Las masas del 17 de Octubre son la Argentina invisible que otros habían retratado pero cuando se manifestó se metieron debajo de la cama y las ignoraron o rechazaron. Temen al pueblo quienes no lo conocen, en su carne sufrida, piadosa, deseante.
2 - El peronismo convirtió una masa numeral en un pueblo esencial y Perón se figuró como el líder de ese pueblo. Aquella comunión nacional y popular es la que Scalabrini (el hombre que está solo y espera) o Adán (un argentino en esperanza) andaban necesitando.
3 - El peronismo creyó que el poder le duraría para siempre y se cebó con algunos excesos que irritaron a la clase media y le restaron penetración cultural, por ejemplo el hacer populismo con el arte. Una revolución tiene que defenderse de sus agresores y para eso precisa expandirse, adoctrinar adversarios e indiferentes.
4 - La doctrina de la tercera posición es exacta, un bello teorema, una armónica sinfonía, pero en su traducción material puede sufrir toda clase de alteraciones, ya que la política es el arte de lo contingente.
5 - El peronismo no se cuidó de los elementos distorsivos internos, que son los obsecuentes (que “habiéndose negado en ‘las duras’, se acercan a ‘las maduras’” y “acaban por desfigurar el esquema de una revolución y en destruirla por el ridículo y la voracidad”); los militantes que ganados por la “molicie del triunfo”, aflojan en las consignas y se frustran ante las primeras dificultades, y los fieles que al no tolerar ni a obsecuentes ni a enclenques, se enojan y se van.
6 - Perón fue derrocado porque hizo una revolución a medias. Redistribuyó poder social, pero no le arrancó a la oligarquía la base desde la cual reforzaba el suyo. Las revoluciones populares en Argentina son siempre incruentas, mientras la violencia viene del lado contrarrevolucionario. “Si Dios es infinito en todos sus atributos, no lo es en su ‘paciencia’”.
7 - Con la proscripción y los fusilamientos del 56, la barbarie se traslada a la clase intelectual.
8 - Desde 1955 el país se ha vuelto un barco ingobernable, todos los gobiernos son fantasmales e ilegítimos. Las clases dominantes, si no pueden destruir el peronismo, buscan integrarlo, transformando lo esencial en numeral otra vez.
La barbarie antiperonista.
Con esto y todo, sentía que me faltaba una pieza para completar el rompecabezas. ¿Qué sería el peronismo marechaliano como tarea por delante de nuestra generación y en el panorama argentino actual? Cansado de preguntármelo, estuve a punto de abandonar la búsqueda, hasta que un día, hace aproximadamente tres meses, sucedió lo impensado. Estaba yo mirando el luctuoso techo del departamento que alquilo cuando tiraron debajo de la puerta la boleta de Edesur. Como acostumbro pagar por internet, las dejo como llegan, indemnes. Pero no sé qué fuerza del destino me hizo romperla, quizá un gesto de rebeldía ante futuros y probables tarifazos. Y entonces descubrí que con la factura había un pedazo de papel, con la siguiente leyenda: “Estimado marechaliano: el final está antes del comienzo. ACV 666”. Una sensación de mezcla entre el asombro y los escalofríos me invadió hasta los huesos. ¿Me espiaban? ¿Alguien me tomaba como objeto de burla? ¿Y esa numerología satánica con evocaciones clínicas? ¿Se trataba de un mensaje cifrado que debía encauzar mi desorientada investigación? Mi fe de novato me llevó a elegir esta última alternativa. Me apenaba tener que abortar la empresa que tanto entusiasmo me había generado. Obstinado, empecé a sacar conjeturas y crucé el Rubicón.
Tardé semanas en comprender que “antes del comienzo” aludía al primer libro de Marechal, de tintes victorhuguianas, titulado Los aguiluchos. Me dí cuenta al toparme, de casualidad, con su referencia al mismo como su “prehistoria literaria”. Sin embargo, después de leer y releer sus versos, nada sustancioso me llamó la atención respecto a la problemática que me aquejaba. Tal vez me había equivocado. En definitiva, mi hipótesis seguía sin cuadrar con la joda del diablo. Pero entonces, mientras repasaba información biográfica de Jorge Luis Borges—soy así de disperso—, el anti-Marechal, recordé su paso por la biblioteca de Carlos Calvo 4319. De repente, una epifanía me sacudió por completo. Pensé en la Biblioteca Popular Alberdi, en la que Marechal había trabajado dulces y ligeras horas entre 1919 y 1923, en el período en el que escribió Los aguiluchos. Se dice que muchos poemas los redactó ahí mismo. También en la biblioteca había conocido al noble Megafón, de curiosidad indeleble. “Por las noches y con una regularidad que habría encarecido Sarmiento, el aprendiz de aserrador se instalaba en la biblioteca; hundía en el catálogo mugriento su rostro cortante y voraz de ave nocturna; me señalaba luego con la enlutada uña de su índice un título borroso; yo hacía descender hasta sus manos el volumen elegido'. Con profunda excitación, me puse a pesquisar si todavía existía y, gracias a los atajos de internet, atrapé al escurridizo ratón, que se había mudado, con irónico oficio, a la calle Acevedo 666. En el apellido de la madre de Borges y la simbología del Anticristo estaba guardado el mayor secreto de don Leopoldo Marechal.
Me dediqué los días siguientes a hacer un trabajo de inteligencia para lograr mi cometido sin generar sospechas. Estudié los horarios de la Biblioteca, me asocié a la institución y comencé a realizar visitas esporádicas para consultar títulos que nada tenían que ver con mi ambición primordial, como si fuese un recién llegado al barrio. El tiempo en la sala de lectura era muy acotado, por lo que anduve despistando a aquellos honorables ciudadanos durante algunas semanas, para finalmente pedir Los aguiluchos en su primera edición, la de Manuel Gleizer, toda manchada, frágil y repleta de ácaros, para regocijo de mi incurable alergia. Especial cuidado me fue solicitado al momento de tratar con el ejemplar, que nadie tocaba hace tiempo. De hecho, llevaba una firma orgullosa del insigne poeta, quizá de los años 50. Fue entonces, tras escurrir con sigilo las páginas amarillentas, que ví el Aleph. Una nota de tres páginas dobladas en servilleta, arrancadas de algún viejo cuaderno y trabajada con la letra de Marechal, escrita a mano, esperaba por su último lector. Mi anónimo informante estaba en lo cierto. En un arranque de desesperación, que hoy confieso con menuda vergüenza, tomé de improviso el papel y me retiré del establecimiento, de la manera más disimulada y lamentable que pude, sin siquiera dar gracias. Nunca una reliquia de esa magnitud estuvo tan desprotegida y expuesta frente a los delirios de un cazatesoros. Poco me importó en esa hora trascendental. Apenas me fugué de la órbita visual de mis posibles perseguidores, revisé con detenimiento el manuscrito, que llevaba como título—con un tono un poco cortazariano— Instrucciones para salvar el justicialismo de justos e injustos naufragios. Estaba dirigido a Elbiamor, por lo que imaginé que se trataba de alguno de esos juegos retóricos y metafísicos, de esos gratos ejercicios espirituales, que ambos practicaban con afecto y elocuencia. Dado que el majestuoso e inédito papiro ya no se encuentra en mis manos, por felices y exageradas imprudencias que pronto comentaré, me veo obligado a reproducir su texto, para aquellos interesados en sumarse a la gesta de la reparación histórica:
“Me preguntabas el otro día, Elbiamor, qué fortuna le estaba deparada al justicialismo en caso de que nuestras pretensiones no se cumplieran y el histórico líder muriera en el exilio, o fracasara en su regreso, o el pueblo lo olvidara, o sus herederos dejaran de predicar y realizar su doctrina. ¿Debemos conceder a la astrología la solución a estas averiguaciones o nos corresponde, como dos leales militantes de la vieja causa, intervenir sobre sus probables derroteros? Pienso que no podemos eludir la responsabilidad que nos compete en la actual encrucijada argentina y de cara a las futuras generaciones. Como lo he sostenido muchas veces, la doctrina justicialista experimenta, en la selva de lo múltiple, distintas encarnaciones, cuya tarea es traducir en el mundo humano sus principios elementales de justicia y amor, que son los mismos que hace dos mil años anunció nuestro Señor Jesucristo. Lo difícil reside en saber si, en cada época, contamos con los hombres y mujeres adecuados para concretar—con sus mejores fuerzas e inteligencia— aquellas venerables ideas, o si el pueblo está maduro para escucharlas y no elegir, en su lugar, al malvado Barrabás.
Llevamos ya más de diez años de proscripción y todavía no le hemos dado el brazo a torcer a los gorilas. Muchos que se dicen dirigentes, entre tanto, negocian y aseguran sus lugares para recibir las migajas que el capitalismo internacional nos ofrece. ¿Ha muerto por eso la doctrina justicialista, Elbiamor? ¡Seríamos insensatos en creerlo! La fruta madura a su debido tiempo y nosotros tenemos que acompañar su sinfonía, sin perder la sensibilidad para escuchar y abrazar al prójimo que nos necesita con mayor o menor ansia. Recordarás cuando manifesté que nuestro gobierno había caído por el “exceso chillón de la propaganda individualista, el afán hiperbólico de las glorificaciones prematuras, ciertas ingenuidades de tipo folklórico y otras ‘exterioridades’ que se debieron y pudieron evitar en favor de la esencia ‘íntima’ del movimiento”. Aun así, naufragando en el río de la desgracia, nuestro pueblo no claudicó, no borró de su memoria a Perón y a Evita, ni a su grandiosa obra. Sin conducciones establecidas, con mensajes circulando al ritmo del cambalache, donde todo está mezclao, nuestro pueblo se guió por una especie de anarquía ordenada, con instinto político y sentido de la justicia. En una ocasión la definí como el “hecho feliz y acaso providencial que nos permite aguantar aún las fantasmagorías políticas que nos organizan desde adentro y desde afuera”.
La incertidumbre, sin embargo, pasaba Elbiamor por la que es la mayor de nuestras fortalezas, la inagotable potencia del pueblo argentino, preso de la inconsciencia de su propia capacidad de grandeza. Nuestro pueblo es un pueblo pacífico y trabajador, un pueblo alegre y festivo, pero también un pueblo hiperkinético y ciclotímico, como dicen los psicólogos, pero yo empleo las acepciones del griego de las palabras kinesis y thymos. Ese carácter de los argentinos, a veces dormido y relajado, es incontenible cuando se destapa, como una olla a presión. Fuimos capaces, con la gesta sanmartiniana, de liberar medio continente del yugo español. Y con la determinación de Rosas y Mansilla, derrotamos a las dos armadas más poderosas del mundo. ¡Pero cuidado Elbiamor! Jugar al borde de la hybris es siempre el inicio de la tragedia. Y así como las multitudes argentinas exhalan el estimulante aroma de la epopeya, también pueden cometer, al compás de sus demonios, graves e inmensas tonterías. Nadie es santo por sí mismo en este valle de lágrimas. Y si el justicialismo no sabe darle al pueblo lo que el pueblo quiere, si no gobierna con “la mano de hiel de su Rigor y la mano de azúcar de su Misericordia”, el pueblo se lo devorará en un abrir y cerrar de ojos.
Por eso, Elbiamor, creo que debemos soltar las fuerzas afectivas de nuestra gente, no acostumbrarnos a la penuria y al drama y al sufrimiento. Uno de los días más felices de mi vida, antes de nuestro celestial encuentro, fue cuando vi desfilar, en plan de lucha pero con maravillosa y contagiosa algarabía, a aquellos miles y miles de compatriotas heroicos que solo querían exigir lo que les correspondía, sin hacer daño a nadie. Entonces encontré el camino y, con él, su terreno escabroso y repleto de atolladeros. Furiosos, nuestros enemigos intentaron, con relativo éxito, atomizar por el odio la unidad que habíamos construido con amor, quitarnos el tiempo del ángel para condenarnos al tiempo del buey, el del trabajo duro y sin frutos que saborear, el del invierno eterno. Tal vez el mayor logro del justicialismo entonces, mi querida Elbiamor, fue el de elevar las miras del pueblo a nuevos horizontes. “Ah, si volvieran las horas que pasan! ¡Ah, si de nuevo florecieran tus rosales tiempo viejo!”. Cuando después de los aviones y las bombas llegaron con sus frías y vacías miradas los Teólogos de la Estabilidad, los argentinos no se resignaron a vivir en sacrificio tras sacrificio, porque habían aprendido que aquello no era vida y que si, por la macana de Adán y Eva, nos vimos obligados a comer el pan con el sudor de nuestra frente, también el Verbo se hizo carne y nos redimió de nuestros pecados, esperando que recibiéramos la gracia divina y nos atreviéramos a salir del laberinto de los placeres e ilusiones mundanos en el que permanecemos extraviados. “Si como pueblo no trazamos la Cruz, porque la Patria es joven y su edad no madura, la debemos trazar como individuos, fieles a una celosa geometría. ¡La vertical del santo, la horizontal del héroe!”
Perdoname que, vanidoso, me cite a mí mismo, Elbiamor, pero continúo pensando que “el justicialismo aún ofrece un pueblo cuya firmeza doctrinaria resistió durante una década los embates y acechanzas de sus enemigos visibles e invisibles, y que se acrecienta con el ingreso masivo de nuevas generaciones. Es un pueblo que, todavía en su incapacidad de resentimiento y en la conciencia de su verdad, solicita la intelección de sus opositores frente a cegueras que parecerían incurables. Es un pueblo que todavía celebra sus fastos y recuerda sus muertos en misas y funerales cristianos. Es un pueblo que aún se reúne al pie de la bandera celeste y blanca y entona el himno de López y Planes. Y me digo ahora si, entre naciones agobiadas hoy internamente por quintas columnas marxistas, guerrilleros e ideologías foráneas, este pueblo no es ‘todavía’ un don gratuito, como el de la riqueza natural que nos ofrece nuestro territorio. ¡Sí, ‘todavía’! ¿Y hasta cuándo?”.
Tu pregunta, Elbiamor, se condensa en ese ¿hasta cuándo? Si somos un pueblo milagroso, esa elección no es un privilegio sino una responsabilidad, como en el caso de los antiguos hebreos. No tenemos garantía de que seamos capaces de resistir las intrusiones que destruyen a pueblos vecinos y lejanos. “Ay, prematuramente yo he sabido que a la tensión de Arriba contesta la de Abajo, y que no hay don gratuito que no tenga su precio!”. Ahora me pregunto, Elbiamor, si el pueblo argentino no es también un pueblo orgulloso y de dura cerviz, que cuando tiene la gran oportunidad la desaprovecha, que elige verdugos y luego los sepulta, que salva a sus salvadores de la ignominia y el ostracismo y después los deja morir a su suerte, humillados y ofendidos. Revisaba hace algunas semanas las páginas iniciales de nuestra historia y me cansé de encontrar venganzas, proscripciones, ascensos vertiginosos y caídas todavía más dolorosas, como en los mejores y peores dramas de Shakespeare. De la suerte de los patriotas y su gloria póstuma canté, con mi verso travieso, en el centenario del paso a la inmortalidad del General San Martín, al que “lo ha olvidado la tierra, pero no el cielo”. Por las noches, Elbiamor, tiemblo y sudo mientras imagino nuestro largo exilio interno como la caminata sin rumbo por el desierto de los hijos de Moisés, esa generación apóstata y corrompida que se quedó fuera de la tierra prometida, donde mana leche y miel. Pero al menos tenían su Canaán. ¿La tenemos nosotros? “La Patria es un dolor que aún no tiene bautismo”. “La Patria es un dolor que aún no sabe su nombre”. “Ella es un año inmenso que despunta en nosotros: ni tú ni yo veremos la cara de su estío”.
Me he extendido mucho en mis divagaciones, Elbiamor, así que me limito a concluir que si alguna vez el pueblo ya no fuera más justicialista, si el pueblo se desmembrara y el justicialismo, cómodo con las formas vetustas y la peladura fenecida de la serpiente, eligiera tomarse de los pelos como el Barón de Münchhausen para sobrevivir a su naufragio, entonces los militantes rasos, los que todavía leemos con nostalgia los libros de caballería y disfrutamos en compañía del buen don Quijote y su amigo Sancho, deberemos, con serena humildad, resistir las tentaciones y purificarnos en la pampa si hace falta, como nuestros antiguos anacoretas a caballo, o excavar en esta ciudad babilónica el ingreso a las catacumbas donde cultivar la amistad y reencontrarnos con nuestros mártires, guerreros movibles—cuya sangre es la semilla de la Iglesia—devenidos en motor inmóvil, “que alienta en Santa Cruz” y “ya está organizando el ritmo de las futuras batallas”. “Si has pecado no llores, peregrino; siempre existe en las sendas un Jordán. ¡Purificate y sigue tu camino sin mirar hacia atrás!”. Por eso, Elbiamor, jamás debemos perder la noción de que lo que en verdad importa es la batalla celeste que se libra en cada alma—porque “la Patria debe ser una provincia de la tierra y del cielo”, porque “ángeles y demonios pelean en los hombres”, porque “el bien y el mal se cruzan invisibles aceros”— y que si el tiempo no todo lo cura, sí afloja las tuercas que nos permitirán romper en el momento oportuno el límite natural de las cosas, “para que desborden y adquieran la riqueza de otras posibilidades”. Porque los símbolos que ahora están muy duros para ser masticados, con una buena cocción serán accesibles hasta para los más inverosímiles compatriotas. ¿Y mientras tanto, Elbiamor? Las musas, las musas y el romántico camino del artista hacia la Belleza. Donde la política no penetre o no consiga oídos, llegará con profundidad la música, la pintura, la poesía y el amor militante, que es la verdadera política. Porque el arte “une por arriba” incluso donde los hombres están “divididos por abajo”. Y ni el más alienado se cierra por completo a las necesidades metafísicas. “En todo lo terreno palpita ese afán incansable de subir”. Sonarán de nuevo las trompetas de la justicia, ya verás, y otra encarnación de las mismas ideas hará su aparición, con mayor decisión y con mayor ventura”.
Conmovido y con las pulsaciones a mil, no pude pensar demasiado. Un impulso misterioso me llevó a las costas de la ciudad. Tomé una botella de vidrio en el camino, hice con los papeles un rollo y los metí dentro. Entonces—Dios y la patria me perdonen— arrojé la botella al río. Aquel mismo río por el que Marechal, en su regreso de Europa, había traído consigo los sutiles arcanos del inmortal florentino.