“Un señor de cierta edad, el Presidente, en un paraje de nuestro país, va reuniendo a todas las personas que en sus excursiones fuera de su casa se le hacen simpáticas, y quieren vivir con él. Esta tertulia de la amistad se prolonga un tiempo feliz, pero el huésped no lo es: incita a sus amigos a entrar en una Acción. La Acción se cumple con éxito pero él continúa infeliz. Concluida la acción se separan, y con otros detalles y sucesos no se sabe más de nadie”. 

Macedonio Fernández, Museo de la Novela de la Eterna


“Un día prometimo' que sería pa' siempre La lealtad es algo que mucho' no lo entienden Tal ve' tú no te fuiste y yo tengo la suerte De hacer que me perdones antes de perderte”. 

Duki, Antes de perderte


“Ese destino sobrenatural a que yo estaba llamado permanecía en mí sin manifestarse, como un tumor oculto de la gloria, sin diagnóstico precoz. ¡Hasta que sobrevino el mensaje y la botella!”

Leopoldo Marechal, Las tres caras de Venus

 

Era un iluso estudiante universitario la primera vez que leí Megafón. No debe sorprender a nadie que Marechal no formara parte de casi ningún programa académico. Llegué a su obra por mera casualidad, o más bien porque en mi condición de militante peronista sentía que tenía la obligación de estudiarlo. De manera que tampoco existió una bajada de línea orgánica que incitara su lectura. Simplemente se dio. Con evidente interés problemático, comencé por su última novela, “la más política”, que pude terminar a duras penas. Para un estilo tan críptico y revoltoso como el suyo, el carácter de lector apresurado que manejaba entonces y que todavía perdura en mi obstinada ansiedad, resultaba incompatible. ¡No entendí nada! No es que mi desazón se debiera a que, tras morder los símbolos que componen y articulan la trama, me rompiera todos los dientes. Peor aún: me pasaron todos de largo. Para interpretaciones difíciles y esotéricas ya tenía demasiado con las reflexiones sobre el arte cifrado de escribir que había hecho Leo Strauss, el Cabalista del Imperio, cuyos libros me tomo el atrevimiento de decir que serían capaces de educar a generaciones enteras de agentes de la CIA. Pero a mí la CIA me importaba un pito, pues por estos lares ya teníamos para entretenernos bastante con asuntos de espionaje y servicios de inteligencia. Y no podía lidiar con las ciencias ocultas sin un terrible distanciamiento irónico, a la manera de Roberto Arlt. Lo único que quería era comprender al heterodoxo escritor peronista, a sabiendas de que ser un escritor de calidad y definirse como peronista representa un verdadero oxímoron para la narrativa oficial que consumimos a diario. Impactado y vencido, me olvidé durante años del Poeta Depuesto, sin tener idea por aquellos días de que el mismísimo había declarado en una oportunidad que fue proscripto por los antiperonistas (sus viejos y resentidos amigos de Martin Fierro y luego la intelligentsia de Sur, que nunca le perdonaron su definición política, con la honrosa excepción de Cortázar, que calificó el Adán Buenosayres—notable precursor de Rayuela—-como un “acontecimiento extraordinario en las letras argentinas”) e ignorado por los peronistas (que lo ninguneaban por refinado y vanguardista, ellos, que ostentaban una concepción netamente “populista” de la cultura, reducida a los temas y formas del consumo masivo o que tuvieran una directa influencia política). Ahora yo engrosaba las filas de la injusticia histórica. No sentí culpa.

La situación se mantuvo incólume hasta el último febrero, cuando recibí una súbita invitación del Romántico de la Torre Blanca, a quien no veía desde los tiempos en que disputábamos el acceso imposible a la Dama de Almagro, escurridiza en sus diagonales e implacablemente frontal cuando se lo proponía. Ningún caballero era capaz de hacerla caer en la celada. Pero el Romántico no me había convocado para recordar los fracasos de antaño, o al menos no esos. La conspiración tuvo lugar en un típico café del centro de Boedo, cuando el sol todavía alumbraba. Saludo va saludo viene, con un café de por medio y encargando tres medialunas para calmar la zozobra, porque era más barato que comprar dos, decidimos ir al grano. De manera sorpresiva y fulminante, con raptos de entusiasmo y también de melancolía, después de vastos rodeos e interminables preámbulos sobre eso que habitualmente llamamos “la coyuntura”, el Romántico me dijo que había que leer a Marechal, el más grande novelista de la historia argentina. Quizá el anuncio fuera luego de que lo aburriera con mis referencias fanáticas a la prosa injuriosa y profética de Ezequiel Martínez Estrada, con quien me venía codeando durante todo el verano.

La sonoridad del nombre Marechal redundó en silencioso escándalo. Espectros del pasado asaltaron mi intranquila y perturbada alma, entonces desprevenida y con las defensas bajas. ¿Qué clase de gambito era este que mi interlocutor proponía? Lejos de cualquier audacia, pronuncié una frase de compromiso, que no traicionaría si dijera que contesté que no había leído mucho de Marechal. Omití, claro está, mi fatal incomprensión de los arabescos del Oscuro. Para colmo, cual rapsoda poseído, me recitó de memoria una enigmática frase, que me quedó grabada en la piel: “Buenos Aires está muriéndose de vulgaridad porque carece de una tradición romántica. ¡Necesita enriquecerse de leyendas!”. Le seguí la charla con improvisados asentimientos, hasta que, estupefacto y dolido, me retiré de la esquina de la nostalgia como si hubiese sufrido un terrible improperio que tenía que vengar. De pronto sentí la obligación de desafiar a un duelo a aquel libro repleto de jeroglíficos, con el afán de ofrecer ni bien pudiera al Malevo de la Flor de los Sesenta y Cuatro Pétalos la excedente retribución del don que me lanzó por la cabeza, el cual, desde Dickens, Mauss y Cooke, para mí siempre estuvo ligado al devenir del hecho maldito.

Para ser más exactos—y que el lector saque sus propias conclusiones—el encuentro que el Romántico me tendió con Marechal sucedió un 14 de febrero, Día de los Enamorados. En “febrero”, al instante resonó en mi cabeza “Lucía Febrero”, la Novia Olvidada o Mujer Celeste, la Cautiva de Megafón, que apenas recordaba por alguna invocación y alusión a la tradición literaria (el mito de Lucía Miranda, la mujer blanca y cristiana capturada por los “bárbaros”) de Horacio González, el Sócrates argentino. La Cautiva representaba la Patria secuestrada y ultrajada, de los Simbolismos del Martín Fierro (texto narrado por Marechal en la Radio del Estado, que era el único que yo había leído hasta entonces, confieso que con gusto), pero también el cadáver de Eva Perón—sobre el que Rodolfo Walsh había escrito uno de los más conmovedores relatos de la historia argentina—. Y, por supuesto, Lucía era Beatríz, el símbolo de la Belleza, recurrente en el camino dantesco elegido por Marechal en cada una de sus novelas. La Novia Olvidada, la Madonna Intelligenza, es a su vez, en sus múltiples significaciones, una alegoría de Helena de Troya, de la Raquel de los hebreos, de la Sulamita del Cantar de los Cantares, de la Venus Celeste de los griegos, de la Sophia de la gnosis primitiva—que debe ser rescatada de su prisión material por el héroe pneumático—, de la Virgen María de los cristianos, de la Laura de Petrarca, de la Dulcinea del Quijote (su espejo terrestre), de la Solveig Amundsen de Adán Buenosayres. Dice Marechal en una entrevista que “es evidente que si la humanidad la recobrara, solucionaría ‘por el amor’ todos sus problemas contemporáneos”. En el fondo, es la Iglesia invisible, que es la esposa de Cristo (me anoticié de ello mucho tiempo después, en La batalla de José Luna, cuando Lucía descubre que debe ir en búsqueda del Amado Eterno. Que en Megafón sea el héroe el que tiene que rescatar a Lucía, es un síntoma de la caída). Pero todas esas posibilidades hermenéuticas me resultaban desconocidas cuando encaré la sentimental revancha. Apenas regresado a mi escondite del tercer piso me puse a leer enfurecido, para sorprenderme con que, por un insólito descuido o por destinal ironía, no lo sé, el libro yacía pulcro e indemne: no había sido subrayado en la primera ocasión—como suelo hacer con todos los demás brolis—, lo que me causó la agradable y a la vez terrorífica impresión de estar siendo esperado y solicitado por el retrospectivo amigo.

La emoción no se detuvo desde aquel momento. Tomado completamente por la aventura, hice lo que Borges sugiere a quienes entran en contacto con La Divina Comedia: dejarse llevar por su magia, antes que ponderar cualquier análisis riguroso o de ponerse a especular a qué se refiere con esto o aquello el inspirado Dante. Fui devorado por Megafón, lo soñé cada noche y entonces, como quien anota en un cuaderno sus avatares oníricos, para no olvidarlos al despertar, redacté algunos puntos sobre las claves que el libro tenía para mí. En esta sincerada desclasificación, comparto con ustedes mi párvulo apunte. Encontrarán entre paréntesis comentarios que indexo al día de la fecha, para reforzar con mayor información mis apuros matutinos:

1 - Marechal transmite un mensaje como quien lo encuentra de repente en una botella que llega a la orilla del mar y busca el momento adecuado para comunicarlo, momento en el que “lo preferible” se toca con “la oportunidad”, esto es, la madurez del pueblo, la toma de conciencia de lo que germina en el inconsciente colectivo (luego averigüé que el procedimiento es el mismo en sus otras novelas: Marechal, cronista de los acontecimientos, reporta los secretos de un inefable manuscrito que le ha sido cedido por un muerto, Adán o Lisandro Farías). Ya en la Introito se da a conocer el descuartizamiento de Megafón, que “se ampara en ilustres antecedentes, como el del poeta Orfeo destrozado por las bacantes de Tracia, el de Tupac Amaru roto entre sus tirantes caballos”. Y adelanta que el suyo es un cadáver peligroso, como el de Eva, “la gloriosa y doliente muchacha”. Confiesa un método narrativo lineal y rapsódico, igual que Ludovico en su Orlando Furioso y el Santos Vega de Hilario Ascasubi. De un plumazo, incrusta referencias a la didáctica del mito, la trágica historia americana, la épica caballeresca y la poesía gauchesca. Concluye su prólogo con una invitación al combate, pero casualmente no con una espada, sino con una caña de pescar, al estilo de Jesucristo, el pescador de hombres.

Leopoldo Marechal nació en 1900 y falleció en 1970.

2 - Recurso de la transtextualidad. Lo que llamamos “fantasía” o “ficción” es, barrocamente, parte misma de la realidad, que se manifiesta en planos y gradaciones diferentes (la novela, de Cervantes para acá, crea realidad e ironiza sobre su propia forma, que es una gran alquimia de géneros. Marechal juega mucho con esto, hasta el punto de que, cuando canta en Megafón la gesta de su héroe, se presenta como el autor de Adán Buenosayres y El Banquete de Severo Arcángelo; de hecho, dice que se atreve a “lanzar a Megafón” por la repercusión que tuvo El Banquete y uno podría deducir que el mismísimo Megafón leyó el Adán y, por eso, creyó sensato ir a buscar a Samuel Tesler, para que lo acompañe en su aventura, lo que es una construcción demasiado cervantina, por suerte). Los fusilamientos de 1956 son los que impulsan a Marechal a contar la historia, la “furia del verbo” y la “bronca demiúrgica” (no hace mucho me enteré que Marechal había tenido un rol protagónico, disponiendo su casa para organizar las últimas reuniones de la conspiración, además de redactar junto a Valle el manifiesto patriótico dirigido “al Pueblo de la Patria”). Del maridaje entre el intelecto clásico y la lengua romántica nace un hijo endemoniado (en otro lugar, dice Marechal que lo opuesto del Clasicismo no es el Romanticismo sino el Academicismo, el cual se desarrolla por una flojera del espíritu). A lo largo de la obra aparecen referencias explícitas a Perón, Aramburu, Alsogaray, Valle y los fusilados del 56, entre otros. Pueden ser invocados mediante las designaciones que recibieron en nuestra historia (“tirano depuesto”) o transfigurarse en personajes ficticios (en Adán Buenosayres, por ejemplo, los compañeros generacionales de Marechal, los “martinfierristas”, son parodiados en simpáticas encarnaciones).

3 - Buenos Aires es la ciudad capaz de articular lo nacional y lo universal y de representar la sustancia redentora de la argentinidad. “Nuestra ciudad ha de ser una novia del futuro, si guarda fidelidad a su misión justificante de universalizar las esencias físicas y metafísicas de nuestro hermoso y trajinado país”. Es el espacio ecuménico por excelencia, la patria de todos los Concilios. “Lo esencial es que las provincias llegaron, llegan y llegarán a Buenos Aires como a su centro necesario”, como el “único centro de universalización que tiene la República”, donde los porteños de pura cepa están en minoría (¿alguien ha visto un porteño alguna vez?, parece preguntarse el poeta). Pero Buenos Aires, como una moderna Babilonia, ha sido confundida en el tablero del simbolismo, mientras sigue creciendo a la bartola, como un “hermoso invertebrado”. No puede ser, para Megafón, que a la derecha de la Casa Rosada esté el Banco de la Nación y a su izquierda el Ministerio de Hacienda. Aquello simboliza que “el dinero está flanqueando al poder en esta República” (es el tema de la Autopsia de Creso). En su lugar, propone una demolición y una reconstrucción, que ubique a su lado la Catedral (autoridad espiritual) y un Ministerio de las Armas (perro guardián del gobierno civil).

4 - Megafón, el Autodidacto de Villa Crespo, pasa de la Biblioteca al Club de Box y del Club de Box a la especulación metafísica y la batalla celeste. Esto significa que su carácter de Oscuro no equivale a la posición inofensiva del intelectual pedante (hay un salto de la tibieza inicial de Lisandro Farías al compromiso militante de Megafón). Hubo un recorrido, en el cual su método bárbaro de lectura (“consistía en buscar sólo aquellas nociones que sirviesen a su problemática interna”) coincide con una vía purgativa y con un itinerario del alma. Extrae verdades de los libros pero también de situaciones políticas. Lo esencial de cada tiempo suele verse cifrado en símbolos que debemos interpretar, siempre desde lo irresuelto de nuestra propia vida.

5 - El apodo de “Megafón” procede del megáfono que usaba como árbitro de las peleas de boxeo (el que imparte justicia en las batallas). En aquel instrumento amplificador de la voz se revela su cualidad de anunciador, de apóstol. “Hay que llegar al diálogo con la voz o las armas—decía el Oscuro—: hasta hoy somos veinte millones de monólogos paralelos que nunca se encuentran por más que se prolonguen”.

6 - Pero no se puede anunciar hasta que se resuelve qué se quiere anunciar. Marechal relata que, en su tensión inmanente, que lo hacía mostrarse lejano y abstraído, Megafón se vio necesitado de salir de viaje, para saciar sus inquietudes espirituales. Fue de un punto del país al otro, mezclándose con el pueblo, trabajando codo a codo con los obreros y peones de cada lugar. “Le pregunté qué buscaba él en esa laboriosa peregrinación, y adujo que había sintetizado en sí mismo una conciencia viva del país y sus hombres” (en aquella primera lectura no le dí demasiada importancia a la observación de Marechal que informa que Megafón habría conocido en el club a José Luna y, de su boca, la leyenda de Lucía Febrero, “en torno de la cual el Autodidacto planeó su Batalla Celeste”. Cuando más tarde me interioricé sobre las vicisitudes de José Luna, me llamó la atención que su pasaje subjetivo se diera desde el boxeo a la venta de Biblias. Quizá Megafón fue uno de sus exitosos clientes). Se trata de descubrir, por experiencia, si todavía estamos en un país real, si al país se le revuelven las entrañas por la injusticia.

7 - Con el fusilamiento del General Valle, fueron fusilados el honor y el estilo y se abrió un intersticio en la tierra para que espectros perimidos y olvidados regresaran del inframundo. “La contrarrevolución de 1955 tuvo su ectoplasma, y en él se materializaron por modo fantasmal hombres y cosas que habían muerto en el país: figurones de cartón o de lata, políticos ya desintegrados en sus tumbas, asaltantes ya históricos del poder y el dinero (...) Esos fantasmas—expuso él—constituyen ahora la exterioridad visible del país (...) ese cascarón fósil es la ‘peladura externa’ de la Víbora”. La víbora simboliza a la Patria, en tanto imagen del suceder. “La Patria o es un ‘suceder’ o es un bodrio”. A pesar de las apariencias, la Víbora lleva debajo su otra piel, la nueva, que quiere salir a la superficie (es la Argentina invisible de Eduardo Mallea, el subsuelo de la patria de Raúl Scalabrini Ortiz). Muerte del estilo y contraste entre las dos peladuras son para Megafón dos incitaciones a la guerra. “Es necesario que la Víbora suelte ya su inútil pelecho de fantasmas”. En sus viajes dantescos (“atravesé todos los infiernos de la Patria y rocé además todos sus paraísos”), Megafón busca descubrir si el pueblo argentino merece una guerraesto es, entrar en la Historia, si lleva contenido “el furor necesario de Marte”.

8 - Megafón reconoce su vocación militar, pero la interpreta como vocación de Caballería (más adelante me enteré que también el poeta Marechal tuvo los mismos sueños infantes). Y entonces relata el proyecto de las Dos Batallas, la terrestre y la celeste. “Hay que dar la batalla en los dos campos”. Pero esto no se puede hacer sin caminar por la cuerda floja, entre lo sublime y lo ridículo (en estos tiempos que corren, hay que ser un poco ridículo, como el Quijote, para perseguir empresas sublimes).

9 - Igual que en Adán, la novela nos cuenta el despertar metafísico del héroe. En este caso, la toma de conciencia de Megafón acontece cuando escucha, de labios de Patricia Bell (sustituta de Elbiamor), su nombre de combatiente. El nombre del militante lo designa y responsabiliza como militante. Muy divertida la escena que reconstruye cómo Megafón se va incorporando al nuevo día, se levanta de la cama y abandona el dormitorio, “lugar de sus muertes y resurrecciones cotidianas” (Horacio González bromeaba con que la novelística de Marechal hablaba sobre “el misterio de la creación que ocurre en una cama del barrio”). Los instrumentos solicitados para la tarea son una brújula y un compás. “Orientación y medida: los dos requisitos del combate”.

10 - Una vez que, junto a su compañera, Megafón encuentra el reflejo de su propia imagen, empieza a desarrollarse el plan para “reclutar a los guerreros posibles”. El primer objetivo es Samuel Tesler, el filósofo loco de Adán Buenosayres, encerrado en un manicomio. “El móvil de tan asombrosa elección era la circunstancia por demás feliz de que Samuel Tesler hubiera logrado en sí mismo la plenitud de los Dos Testamentos, lo cual hacía del filósofo un militante nato de la Batalla Celeste”. Serán Quijote y Sancho Panza.

11 - Interesante reflexión sobre la condición de éxito de los operativos revolucionarios. Se necesita “la coexistencia de un relajamiento interior en la maquinaria de las instituciones y un vacío exterior en la custodia y vigilancia de la ciudad”. Esto se da, al parecer de Megafón, cuando tras la revolución de 1955 el gobierno militar, lanzado al Malambo de los Generales, “se circunscribe a vigilar y combatir sus propios fantasmas, de suerte que su atención a la cosa pública se hace del todo imposible”. Y, por otro lado, “las fuerzas policiales, entregadas a la sola tarea de fumigar estudiantes y apalear obreros, dejan un sabroso margen operativo a los asaltantes de Bancos, ladrones de vehículos, contrabandistas de alcaloides, tratantes de blancas y demás promotores de industrias afines”. Esa paranoia metafísica del Estado castrense permite que el país real se entregue a sus propias virtualidades y avance por la senda de una “viviente anarquía”, “mediante la cual se hacen posibles todas las aventuras”. En sus apuntes Megafón redacta una de las frases más formidables del libro: “una revolución no vale tanto por su doctrina cuanto por las aberturas que ofrece a lo posible”. La revolución es también la revolución estética, artística, literaria, que imagina otro mundo dentro del mundo.

12 - La guerra apunta a objetivos estratégicos, a los responsables del desequilibrio en el orden terrestre y en el celeste (el país no ha tenido un Patriciado, una élite dirigente, sino una Oligarquía, protegida por el Gran Cipayo). Por eso Megafón no se propone un reclutamiento masivo de milicias populares, sino la conformación de un grupo de asalto capaz de orquestar “breves y astutas ‘operaciones de comandos’”. Pero se necesitan hombres y mujeres formados en el coraje civil, puesto que el coraje militar “se ha reducido a una mera costumbre administrativa”. Ya no quedan soldados: sólo hay “fuerzas armadas”, “técnicos de las armas”, “tecnócratas de la masacre y el genocidio”. ¿En qué consiste el coraje civil? “Es un coraje sin polvorines —dijo Troiani—. En la ofensiva y en la defensiva sólo usa o la inteligencia o la imaginación o la sensibilidad, porque ha de adaptarse a lo contingente de su batalla con el pecho desnudo”. Toda la empresa megafoniana se condensa en el intento por recuperar la valía perdida del soldado, que es “la madera del príncipe y del caballero andante”, con la que se tallan los verdaderos héroes. La Ontología del Soldado asevera que “es un soldado auténtico el que, por vocación natural, posee y ejerce las cuatro virtudes cardinales necesarias al hombre de acción: la Justicia, la Fortaleza, la Prudencia y la Templanza”. Ahora bien, ¿es posible resucitar al héroe? Troiani esboza un camino, en el que tal vez es el pasaje más bello y esclarecedor del libro: “Yo, en tu lugar, buscaría en el pueblo la vieja sustancia del héroe. Muchacho, el pueblo recoge todas las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva que recuerda todo lo que parece muerto en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria”. ¡No dejemos de narrar! ¡No nos casemos con las modas! ¡No resignemos nuestra historia! Nuestra carta, tarde o temprano, si la escribimos con sinceridad, amor y compromiso, llegará a destino. Se trata de facilitar el parto de lo nuevo (la Neoargentina), de que la tiranía del cascarón (Paleoargentina) resulte asfixiante e insoportable. Explica Megafón: “Hay, pues, dos Argentinas en sucesión y no en real enfrentamiento. Lo que sucede aún es que los argentinos finales, en su agonía, se resisten a la otra vuelta de la espiral y estorban su desarrollo; porque lo que actúa en los argentinos finales es una ‘mentalidad’ igualmente finalista y cerrada. Ustedes, los de la Metahistoria, la llamaron ‘colonialista’”. De ahí la importancia de la “batalla cultural”. ¡La novela sirve para abrir cocos, pero sensibilizando primero la piel, o despertando una gran carcajada!

13 - Megafón llega a la conclusión de que sus agonistas, “el general González Cabezón, el Gran Oligarca o el ecónomo Salsamendi parecían motores de sí mismos en lo sublime o lo grotesco de sus ademanes. Y, sin embargo, desde la planificación de su guerra (...) sabía que un dramaturgo foráneo escribía los libretos y manejaba desde afuera los hilos ocultos de los títeres”. El Embajador de Estados Unidos es el Director del Jardín Zoológico. Los que prometen veranos en nombre de la teología de la estabilidad y la metafísica del invierno, no son en definitiva más que empleados. Del imperialismo yanqui dice el héroe que “salió al mundo para equilibrar ajenas balanzas, ¡y no sabía él (no lo sabe aún) cómo resolver sus propios desequilibrios interiores!” No es viable reclamar la universalidad si no se conoce al “otro en tanto que otro”, si sólo se lo interpreta desde la propia mentalidad. “Entonces metió su cuchara en las ollas del mundo y las revolvió sin entender lo que se cocinaba en ellas: guerreó a la loca en sus antípodas y violentó destinos que no eran suyos”. El prisma desde el que Megafón juzga al imperialismo, empero, ayuda también a pensar la política interna, por ejemplo la relación entre Buenos Aires y las provincias o entre los dirigentes y el pueblo. “El miedo nace de la ignorancia, y se teme sólo a lo que no se conoce”. 

14 - Finalmente, rememorando el Corpus Christi de 1955, en el que se venía tramando “la muerte de un líder y la derrota de su pueblo”, se describe la profanación de la Iglesia y la hipocresía del antiperonismo. “Detrás de la cruz, y portando velas encendidas, caminaban los ateos más ilustres de Buenos Aires, los políticos en larga bancarrota, los panzudos burgueses de la industria y los hombres de negocios que le trampean al Eterno en cada una de sus gestas bancarias”. El obispo culposo, separado de la diócesis, argumenta que “ellos crucificarán otra vez a Jesucristo en el nombre de la ortodoxia (...) La Iglesia, como su Fundador, puede morir un jueves y resucitar un domingo”. Megafón pretende recuperar para su causa la potencia del simbolismo de la cruz.

Megafón, para el peronismo, podría significar un evangelio político.

15- Los operativos componen la sinfonía de la batalla terrestre que, sin embargo, debe ser acompañada, “en cierto paralelismo interior”, por la batalla celeste, la búsqueda de la Novia Olvidada, cuyo centro de gravedad es el Amor militante y por la que vale la pena atravesar, como atletas del cielo, los penosos caminos del infierno. ¿Qué es un paralelismo interior? Evidentemente, no se trata de que “lo terrestre” sea la fachada exotérica de una misión secreta y oculta. La cuestión estriba en que lo terrestre no se haga sin lo celeste, que la gracia de los ángeles nos evite la inercia de las máquinas. La política debe subordinarse entonces a la metafísica. “La Metafísica no es un flato poético de la imaginación ni un eructo grave del sentimentalismo: es la ciencia exacta de la Posibilidad absoluta o de la Imposibilidad de lo imposible”. La epopeya de Megafón, según comenta, transcurre entre dos noches: “la de atrás, con un sol muerto, y la del frente con un sol que no asoma todavía. Y ahí está el problema de un guerrero”. El asesinato del Autodidacto sucede tras sortear el laberinto de Tifoneades y rendirse extasiado ante la luminosa presencia de Lucía Febrero. Pero “al darlo vuelta con sus pies furiosos, los matones descubren aún la terrible sonrisa del caído”. Esa contemplación, lejos de dormir en los sueños del místico, alumbra nuevas peregrinaciones. “Tres mundos en superposición o tres barrios en escalada integran a Buenos Aires la ciudad de la paloma. En alguno de los tres vive aún y vivirá Lucía Febrero al alcance de los poetas que la busquen”. En cuanto a Megafón, las partes de su cuerpo fueron dispersas (anuncia Marechal como profeta la tragedia de los desaparecidos), “excepción hecha de sus órganos genitales que ningún explorador había logrado encontrar”, por lo que Patricia Bell mandó a hacer un falo de terracota “que después ubicó ella misma en el cuerpo del héroe restituido a su unidad” (Brienza interpreta la pérdida del falo como el fin de los Absolutismos Políticos, pero para Marechal nunca hubo absolutismo político, en la medida en que la política está subordinada a la búsqueda metafísica de la religión). En la Marcha Fúnebre, se canta: “¡Ciudad que recompensas a tus héroes quemados/sólo con el destierro y el olvido y la muerte!/Aquí está Megafón: sepultado en tu tierra,/será el germen que anime las futuras batallas”. Marechal concluye la novela abriéndola, informando que la gesta megafoniana es continuada por organismos iniciáticos, que estudian la doctrina del justo y se aventuran a encontrar el falo perdido, a cuya búsqueda “serían invitadas las nuevas y tormentosas generaciones que hoy se resisten a este mundo con rebeldes guitarras o botellas Molotov, dos instrumentos de música”.

Terminados esos borradores o ayuda-memoria y antes de rendir cuentas con el Romántico sobre la tarea que me había encomendado, decidí retomar el contacto con el Sagaz de Caballito, para contarle, cual predicador inquieto, la buena nueva que endulzaba mis oídos. El mensaje no llegó mediante alguna carta firmada con un seudónimo incisivo, sino viajando a la velocidad de la luz, gracias a un solo contacto dedal. Pero la técnica no interpretó el símbolo. Queriendo el lúcido atar cabos, me reveló que en el flamante libro de Juan Manuel Abal Medina, que estaba en boca de todo el mundo, se decían cosas muy auspiciosas sobre Megafón. En especial, que Fernando, el padre de la criatura montonera y proveniente de los círculos del nacionalismo católico, había sido muy amigo de Marechal. Se comenta que en uno de sus reservados encuentros el célebre escritor le mostró al joven revolucionario los borradores de la novela, que no se publicaría hasta después de su muerte. Fue tal vez entonces que sucedió la metamorfosis y Fernando Abal Medina se transformó en Megafón (se creyó la novela, qué genial quijotada). Pero Marechal no lo advirtió hasta que se enteró del secuestro de Aramburu. Según relata Juan Manuel, nunca se lo vio tan desesperado y nervioso. Quería reunirse con Fernando a como dé lugar. Sus deseos no prosperaron. Al rato, quedó inmortalizado el paraje de Timote y Marechal se entregaría al destino metafísico del viejo Adán. ¿Qué pretendía comunicarle al militante? ¿Que Megafón era sólo literatura y no debía tomárselo demasiado en serio, a la manera en que Cervantes le devuelve la cordura a su icónico caballero? ¿Que en la novela ocurre el secuestro de González Cabezón, para sentenciarlo al Juicio de la Historia, pero que luego no pasa naranja? ¿Que si cruzaba el Rubicón no podría eludir el trágico final que simbolizan el descuartizamiento del héroe y la dispersión de sus miembros? ¿O que no había comprendido el sentido de la batalla celeste? Meses después, me topé de casualidad con la sutil observación de un crítico literario, que llamaba la atención sobre el hecho de que prácticamente todos los lectores del libro habían omitido que el título no era Megafón o la guerra, sino Megafón, o la guerra. ¿Qué se jugaba en esa coma? ¿Sería un póstumo homenaje de Marechal a los editores antiguos que habían titulado los diálogos platónicos, al estilo de Fedón, o del alma? ¿O significaba, en verdad, que Megafón se presentaba como la única alternativa a la guerra que se venía cocinando y no tardaría en estallar? Marechal la deja picando cuando, en un reportaje que dio a la revista Gente el 3 de marzo de 1970, habló sobre la próxima aparición de su novela y sostuvo que “no se trata de operativos cruentos (la guerra no tiene que ser necesariamente cruenta), sino de asaltos estratégicos a las conciencias de los ‘responsables’, que son sorprendidos en sus reductos, asediados y sometidos a ‘biopsias’ mediante las cuales se los presenta en sus ‘conos de luz’ y, sobre todo, en sus ‘conos de sombra’. Los recursos logísticos de las operaciones van desde la crueldad necesaria del bisturí hasta el humorismo tremendista y los bálsamos de lo poético”.

No he podido responder el interrogante. Pero recuerdo que en Conocer a Perón también se lucieron otros fragmentos que alimentaron nuestra conjura. Primero, cuando en su cónclave con el General, Abal Medina define a su hermano como un peronista marechaliano (Hernán Brienza, cautivado por esa expresión—ya que había escrito un librito sobre Megafón, que el Romántico me recomendó para iluminar mi torpeza—, la empleó en el prólogo de la obra) y Perón le plantea que la Autopsia de Creso era un texto clave y esencial. La otra escena maravillosa sucede cuando Norma Arrostito confiesa ante Juan Manuel que Fernando rezaba durante las noches por el alma de Aramburu y se mostraba arrepentido por haber apretado el gatillo. Entonces me pregunté qué hubiese sido de Montoneros si William Morris no se cifrara para nosotros en una triste y heroica fecha de septiembre, si el piadoso cristiano Fernando Abal Medina era quien conducía la orga en tiempos de la “primavera camporista” y no el frío y mecánico Firmenich, que Marechal había profetizado con su Poema del Robot

El sintagma peronismo marechaliano, no obstante, continuaba obsesionándome. Informé al Romántico de estos hallazgos y, preso de místico entusiasmo (sugería también que leyéramos al derechista Bioy Casares, en especial su Diario de la guerra del cerdo), diagramó una convocatoria más amplia, que convirtiera a Megafón en nuestro Evangelio político. Quien movía los hilos detrás de la ambiciosa conspiración era el Congresista Bohemio, que no se dejaba ver fácilmente. De día, podía ser un legislador interesado por las realidades cotidianas de la cultura. De noche, preparaba silenciosamente la estocada final contra la Argentina exotérica, en nombre de la Argentina esotérica. En recónditos e inconfesables paraderos de Almagro y Parque Patricios celebramos banquetes o convivios para foguearnos, ejercitarnos, divertirnos y, en definitiva, compartir las verdades que cada uno morfaba, con tal de no terminar empalagados ni rompernos los dientes con los huesos que no podíamos desentrañar. El nombre de Marechal parecía funcionar como un código secreto para reconocernos entre compadritos, un santo y seña que dejaba a rosacruces y francmasones demasiado vulgares y asequibles. Recuerdo que en uno de esos ágapes el Romántico tomó la palabra y explicó que, para Megafón, el objetivo de máxima se traducía en una misión específica y concreta, que siempre consistía en ir a buscar a este o aquel compañero, para sumarlo a la sentimental y noble andanza. Yo me atreví a pronosticar en esos nichos la aparición del futuro Presidente de la República, un Macedonio cualquiera. Pero como habitualmente acontece, los proyectos de largas miras se desploman como castillo de naipes cuando soplan los huracanados vientos de eso que por estos pagos se llama campaña electoral. Desde entonces, no hemos vuelto a vernos, aunque confío que todos seguimos buscando la solución a los graves problemas que nos aquejan en la prosa angelical y bizarra del poeta de Villa Crespo. A diferencia del congreso borgeano, evitamos cualquier promesa que nos impidiera difundir los arcanos tratados, sacando tres o cuatro circunstancias que omito mencionar. O quizá, demasiado envueltos en la tertulia megafoniana, simplemente cometimos el desliz de olvidarnos de jurar.