Texto: @tikiscolari / Diseño portada: @ramiroabrevaya


Como los caballos van adelante del carro, en este breve ensayo voy a intentar caracterizar la situación previa al acontecer del coronavirus. A mi juicio, la pandemia que vivimos solo ha acelerado procesos que ya estaban en marcha. No voy a enunciar teorías estrafalarias sobre la reinvención del comunismo o el colapso final del sistema financiero. Esa esperanza radical del coronavirus como “el fin del capitalismo” forma parte de la usufructuada concepción de la autodestrucción del sistema, sembrada en el imaginario intelectual por el marxismo europeo. No hay que olvidar que, ante cada suceso político o económico, el intelectualoide desempolva la hoz y se prepara para el momento revolucionario. La parte más conocida de esta teoría fue expuesta en la “tendencia decreciente de la tasa de ganancia” idea en la que Marx sentencia que el capitalismo engendrará su propia destrucción por la relación entre la plusvalía y la pérdida de trabajo humano o maquinización del empleo. En definitiva, la idea de un sistema que encarna su propia contradicción es el pilar del materialismo dialéctico.


El marxista europeo me hace pensar en el tipo que pierde el último bondi y se queda sentado ahí rumiando en el cordón de la vereda, desahuciado, mirando la nada y anhelando que un suceso extraordinario le devuelva algún destino.


La hipótesis de esta reflexión es que, definitivamente, el coronavirus no va a terminar con el capitalismo.


Ahora, tampoco debemos deprimirnos y darle combustible al discurso opresor, aunque la perspectiva general de la salida del COVID sea bastante mala. Nada de cierta tiene y de nada nos sirve la postura de ese amigue que nos dice que ya está, que ya se fue todo al carajo, que vamos a vivir así para siempre: eso que es igual a “¿y cómo vamos a salir del pozo? Pues cavando”.


Para salir del pozo es imprescindible confrontar con el mundo en el que aconteció el coronavirus, más allá del propio virus. Desde mucho antes de la pandemia, ese camino hacia un mundo más ético, filosóficamente y económicamente, solo lo vislumbran el pensamiento y los pueblos latinoamericanos.


Cómo llegamos hasta acá: la crisis económica


Los años 70 destruyeron las economías  latinoamericanas —y todos los tejidos sociales— a base de dictaduras sangrientas y el aniquilamiento de la militancia revolucionaria. El objetivo era imponer y solventar la desregulación del sistema financiero internacional: la periferia tenía que absorber toda la liquidez producida por los petrodólares, la crisis financiera de los setenta. El capital comenzó a operar en la bolsa sin restricciones y los bancos compraron aseguradoras de riesgo y fogonearon la liberalización del sistema financiero, cosa que no sucedía desde los años anteriores a la crisis de Wall Street. El arquitecto de esta flexibilización financiera internacional se llama Alan Greenspan y fue Presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos desde 1987 y hasta 2006, pasando por Reagan, Bush padre, Clinton y Bush hijo. Dos años después de su partida se produjo el crack financiero del año 2008; el resultado inconfundible de cada proceso liberalizador financiero.


Luego de la crisis de 1929, el capital financiero había comenzado a regularse y de allí surgieron los años de mayor crecimiento del capitalismo y de mayor distribución de la riqueza. Pasados los años 70, las restricciones al capital financiero nuevamente desaparecieron, generando en 2008 una crisis similar a aquella de Wall Street, justo después de la salida de Greenspan de la Reserva Federal. Crisis de subconsumo dicen unas, de sobreproducción dicen otros, el problema es que la concentración de la riqueza se agudiza cíclicamente por efecto de la desregulación financiera. A mayor desregulación financiera, más concentración de la riqueza. Este punto es clave porque, a la salida de Wall Street, la consecuencia fue la regulación. Pero no estamos en condiciones de afirmar que esta vez, luego del colapso de 2008, sucediera lo mismo. Aunque sí señalaré algunos efectos.


Crack financiero 2008: “la globalización es una farsa”


Así como Alemania comenzó a sufrir en el año 27 lo que luego en el año 29 explotó en Estados Unidos, Latinoamérica sufrió las crisis del neoliberalismo, de la desregulación del capital financiero y la consecuente destrucción y flexibilización del empleo, antes que Estados Unidos: Venezuela 1998/99, Bolivia 2000, Argentina 2001, Brasil 2002, etc. La crisis 2008 desenmascaró el fracaso –aún no sabemos si la salida– del modelo neoliberal pero también de la social-democracia, ambas caras del proceso conocido como “globalización”. El modelo de relaciones económicas multilaterales, de ausencia de administración de la deuda pública y del comercio que se consolidó con la caída del Muro de Berlín en 1989, produjo las crisis terminales en Latinoamérica, degradó a la política europea y condenó al fracaso a los gobiernos estadounidenses.


A esta crisis económico-financiera debemos sumarle la crisis del mercado laboral, producto del proceso de digitalización y reemplazo del trabajo humano por parte del trabajo robótico. De modo que nos encontramos al mismo tiempo frente a una crisis en el modelo de acumulación del capital –su valorización financiera- ante una crisis en el modo de producción del capital –el trabajo industrial moderno- y, ahora sí, a partir del COVID, ante una crisis del modo de vida institucionalizado, podría decir, de la superestructura. Porque, aparentemente, deberemos cambiar para siempre nuestros modos de vida. O ajustarlos un poco. Lo discutiré más adelante.


Frente a este colapso financiero (2008) ya mencioné la salida norteamericana, que fue el reemplazo de un gobierno liberal y globalizador, como el de Obama, por un modelo nacionalista autoritario con tintes cuasi-fascistas, como el actual, pero que encontró su gran apoyo en el resguardo del empleo al trabajador norteamericano y la administración del comercio exterior que propuso Donald Trump. El ejemplo más claro tal vez sea el re-florecimiento de Detroit, la ciudad liquidada por los demócratas. A partir de reestablecer la producción automotriz en suelo norteamericano —que hasta entonces residía en China porque para los empresarios norteamericanos era más barato tener sus plantas centrales fuera del país— queda demostrado por qué las gorras que usan los colorados y enfierrados gorditos yanquis, tienen grabado el lema: “Make América Great Again”. Ese slogan es la vieja consigna de Roosvelt : “Hacer a Estados Unidos grande nuevamente” y toma como referencia los años de crecimiento, trabajo y  regulación del capital que, casualmente, no son los años neoliberales de Reagan.


El hecho crucial del fin del modelo “europeizante” y multilateral es el Brexit, pero tal vez el punto más extremo del monumental fracaso de la globalización lo exprese la desgracia del Fondo Monetario Internacional, que tuvo en la Argentina de Macri su último intento de cimentar el modelo de apertura de mercado y desregulación del capital financiero. La salida de Lagarde y la llegada de Kristalina al Directorio, que por primera vez en décadas pone al Fondo en “defensa” del deudor y no del acreedor, demuestra que ante un nuevo mundo en donde las potencias decididamente administrarán sus riquezas y el comercio, toda institución que no logre adaptarse perecerá como una institución del pasado.


No obstante, como viejo zorro, el FMI ya encontró dónde recostarse, como expondré en las conclusiones.


Cómo llegamos hasta acá: la crisis humana


Todo proceso de degradación económica y material viene consolidado un proceso de degradación humana y de legitimación de la miseria. La crisis de Wall Street trajo consigo la destrucción de millones de empleos, pero al mismo tiempo, precedió al proceso deshumanizante que concluyó en los fascismos europeos y los totalitarismos, sirviendo como base para ensamblar un discurso de odio y exterminio. Es muy elocuente el discurso de Mosley en la casa de Thomas Shelby. Mosley les expresa a los empresarios británicos: “ustedes son trabajadores que hicieron su dinero trabajando y ahora lo perdieron porque los judíos banqueros internacionales jugaron con sus riquezas. Que sean ellos quienes paguen las consecuencias de la crisis financiera”. Mosley expresa la promiscuidad discursiva y fáctica entre la crisis de Wall Street y la filosofía del exterminio de los nacionalismos fascistas.


Europa Occidental atraviesa hoy la crisis financiera-sanitaria de la peor manera.  Sus consecuencias  son muy difíciles de prever y esto no se explica simplemente sumando muertos. La gravedad extrema de la crisis europea es anterior al coronavirus y ya se expresaba en la declinación de su modelo económico político que, durante 30 años, fue (y por poco tiempo, es) la socialdemocracia/neoliberal. Luego, como siempre que los liberales meten la mano y ofrecen su mundo estúpido y servil, y peor aún, frente a la incapacidad de los pueblos europeos para encontrar una salida comunitaria a la crisis, el único camino lo ofrece el nacionalismo autoritario. Les europees miran para un lado y ven liberales de izquierda, miran para el otro y ven liberales de derecha y así se hace difícil hallar la salida.


Marine Le Penn en Francia; Vox en España; gobiernos protofascistas en los países balcánicos y el ascenso interno de la derecha xenofóbica dentro del Partido Socialdemócrata Cristiano Alemán que conduce Merkel. La realidad europea es aún peor que la estadounidense porque la crisis está destruyendo los últimos vestigios de la socialdemocracia derechista, culpándola –no sin razón– de toda la pobreza que heredarán los próximos gobiernos y allanando el camino para que florezcan las nuevas derechas. El coronavirus parece funcionar como la amalgama perfecta para consagrar el discurso fascista y xenófobo que ya se venía aplicando contra musulmanes y náufragos africanos; es el empujón final hacia el neofascismo. Solo que ahora hay un nuevo culpable foráneo: los chinos.


Nada nuevo brilla bajo el sol: los procesos de hambreamiento de los pueblos muy a menudo se traducen en odio, miedo y conservadurismo, porque aquel que posee algo tiene miedo de perderlo y aquel que no posee nada fácilmente puede arriesgarlo todo, incluida su deshumanizada vida. Si la crisis financiera de Wall Street cimentó al fascismo en Italia, la crisis financiera de 2008 cimentó a Marine le Penn en Francia. Les argentines les hemos enviado al único hombre en Europa que señala esto, pero aún no han logrado comprenderlo. La cultura del descarte a la que refiere el Papa Francisco no apunta solo a la exclusión que produce la pobreza, sino también a la crisis moral en la que el liberalismo ha empantanado al universo:


Hace mucho tiempo que la humanidad se pregunta si hay gente que merece ser salvada, como se cuestionaba durante los años fascistas. Este dilema no es patrimonio del coronavirus. ¿A alguien le resulta nuevo que la humanidad se cuestione si es necesario salvar a los viejos que de todos modos pronto han de morirse?; ¿si es necesario salvar a los pobres que viven en condiciones más propensas a enfermarse?; ¿si es necesario salvar a les niñes que cruzan en balsa desde África?; ¿si es necesario rescatar a las mujeres que arrastra la trata?


El neoliberalismo ha empujado a la humanidad a cuestionarse si hay vidas que valen y otras que no valen, sin dudas, el sumun de la filosofía de la miseria.


Por eso Christine Lagarde ni bien asumió en el Banco Central Europeo señaló la preocupación por la sustentabilidad del sistema jubilatorio. Por eso Trump, Bolsonaro y Boris Johnson “privilegiaron la economía”. Y por eso los mercachifles liberales argentinos andan diciendo que prefieren defender su libertad individual aunque eso se pague con la vida (del otre).


 Conclusiones


Un breve resumen de las conclusiones abordadas hasta ahora: atisbo de fascismos en Europa, crisis en el empleo, crisis en la producción, crisis en la acumulación y concentración de la riqueza, por lo tanto, en la distribución. Y gran destrucción económica por las esquirlas de la crisis financiera 2008, similar a la pos crisis financiera del 29.


Así y todo, todavía ni asoma el momento revolucionario que espera el marxista europeo que perdió el bondi.


La otra conclusión, que aún no mencioné pero que está presente en el discurso que intento desarticular es aquella que sostiene que a partir del coronavirus los Estados-naciones y, particularmente las potencias, tenderán a intervenir más sobre la economía y los sistemas financieros. No es que eso no vaya a suceder, sino que ya estaba sucediendo por el fracaso de la socialdemocracia y el neoliberalismo, por el fracaso de la globalización y el mundo multilateralizado. El nuevo fascismo europeo, el autoritarismo de Trump, el “liberalismo comunista” chino, la socialdemocracia de Suecia, el pulcro y perfecto Trudeau o el maravilloso humanismo argentino: todos serán gobiernos reguladores e intervencionistas. Y el modelo de acumulación oscilará en el enfrentamiento de los grandes grupos financieros como los fondos de inversión Templeton y BlackRock y los capitales oligárquicos, contra los Estados naciones y los intereses más o menos representados de sus pueblos.


Por otra parte, el coronavirus parece terminar de configurar una reedición a gran escala de la Guerra Fría, un mundo polarizado entre Estados Unidos y China (cosa que también ya estaba sucediendo). Una China que abraza a todas las instituciones liberales que Estados Unidos abandona paulatinamente como la OMC, en una guerra invisible por la Inteligencia Artificial y el 5G, por la producción de tecnología, por el software, por internet y por las redes sociales.


Una guerra comercial de mercancías, imágenes, aranceles y “me-gustas”.


Argentina y el nuevo mundo financiero


Mucho antes que el coronavirus aconteciera, a finales del siglo pasado, asomaba una nueva facción regulacionista del sistema financiero mundial, con una mirada particular sobre el desenvolvimiento económico de los países en vías de desarrollo y sobre nuevos modelos de reestructuración y sostenibilidad de las deudas. Es anterior al “meltdown” del año 2008. Desde entonces se vigorizó porque varios años antes de ese acontecimiento ya se venía gestando el desmadre que terminaría  produciendo la desregulación financiera.


En diciembre del año pasado, cuando el coronavirus aún era el germen de un germen y mientras todes especulábamos con Lavagna, Marcó del Pont, Batakis y etcéteras al frente del ministerio de Economía, Alberto nos sorprendió con un, hasta ese momento ignoto, Martín Guzmán. El joven economista llegaba con diplomas de honor bajo el brazo y posgrados en la Universidad de Columbia y con un dato crucial: era el brillante discípulo de Joseph Stilgitz, quien lo definió en un artículo del año 2019 como “Argentina's Bright New Hope”.


Stiglitz, Nobel de Economía, es el crítico más acérrimo dentro del establishment del sistema financiero internacional y lidera un grupo de economistas que teorizan sobre un nuevo funcionamiento del capitalismo, distinto del que conocimos desde los años 80 hasta la actualidad. En su tesis de posgrado del año 2007 “Prociclicidad de las políticas fiscales en contextos volátiles”, Martín Guzmán expone cómo deben reestructurarse las deudas soberanas de manera sostenible, al mismo tiempo que demuestra por qué, en contexto de volatilidad (o sea, casi siempre), las políticas fiscales procíclicas tienden al colapso de la economía en países en vías de desarrollo. Exactamente lo contrario sucede en las potencias económicas: en contexto de volatilidad, las políticas contracíclicas generan incertidumbre y agravan las crisis.


Esta auspiciosa mirada sobre las negociaciones de deuda, las regulaciones y las políticas fiscales no es mero producto de la inventiva de Alberto y Martín sino que está en línea con una facción del orden financiero internacional que lideran Stiglitz, Jeffrey Sachs y otres; y que intentará hacerse hegemónica post crisis financiera 2008 y fundamentalmente, post coronavirus.


Martín Guzmán no es un improvisado que llegó en soledad al Gobierno para intentar resolver el default; es la materialización de un proceso que lleva más de 20 años y que encontró en Argentina una gran oportunidad para exponer su tesis. Lo que sucede con el COVID es que, a partir la crisis económica y financiera que dejará en cada punto del mundo oriental y occidental, decenas de países caerán en default y tendrán que recurrir a nuevas estrategias para negociar su deuda soberana. De modo que el coronavirus podría acelerar el proceso de intervención de este nuevo orden financiero que es congruente con un mundo en el que los Estados-naciones administran su deuda y su comercio y bien distinto de aquel otro mundo (que aún resiste en la trinchera) de multilateralismos y globalización, es decir, con el mundo que ya estaba aconteciendo.


¿Será que los directivos del FMI leyeron este proceso y por eso Kristalina pide que reestructuren los privados y no los estados-naciones?


Argentina y la salida humanista


La última conclusión, en línea con esta idea del coronavirus como un “catalizador” de procesos, y no como un elemento de disrupción radical en el orden mundial, refiere a aquello que quedó pendiente acerca de lo superestructural o “el modo de vida institucionalizado”. En España o Italia las heridas serán profundas, de modo que tal vez sea el propio pueblo quien institucionalice las cicatrices. En China venderán aparatitos a raudales para controlar absolutamente todo porque son ellos mismos quienes los producen. Adivinar cómo golpeará al pueblo brasilero que enfrenta la pandemia con un psicópata al poder, parece aún más complejo. Y resulta cómico ver al “liberalismo” en Argentina luchando contra el “confinamiento” y proclamando a gritos desgarradores “libertad”, o fin de la “infectadura”, como si la tendencia al encierro de cuerpos y cuerpas, a la individualización, al salvarse a sí y solo a sí y la degradación de lo comunitario; como si la legitimación de las dictaduras, de los vejámenes, las torturas y los suplicios no fueran creaturas del liberalismo. La vida anticomunitaria, egoísta y meritocrática era la vida normalizada antes del coronavirus, de modo que la pandemia solo materializó el encierro.


Alberto Fernández, un imprescindible para el mundo en estos tiempos, es el único mandatario que ha logrado caracterizar correctamente la crisis provocada por el coronavirus. Cuando en su discurso valora la vida “por encima de la economía”, no pretende enfrentar aspectos que indudablemente son dos caras de una misma moneda sino señalar que “todas las vidas valen lo mismo”. Que todos los esfuerzos que haya que hacer son necesarios para que no se muera un solo viejo; que hay que quemar el cielo si es preciso por vivir; y que la crisis no es solo sanitaria, es humana, y es producto del liberalismo. Y también, como bien señala Alberto, de la desregulación financiera.


Cuando finalmente se expida la vacuna, que pueden ser los sugus amarillos o las pastillas Refresco, nuestro pueblo habrá marcado un rumbo. Y las heridas sufridas nos permitirán vislumbrar la mejor salida. Para comprender que la vida es un valor indeclinable y que la situación de las vidas vulneradas es inadmisible. Podremos volver a abrazarnos, a tocarnos y a bailar unas cumbiambas, pero deberemos comprender que el retorno al viejo estilo de vida debe venir de la mano de un pueblo más solidario, de la valorización de la vida humana, del fin del egoísmo y la salida individualizada. Esta era debe parir un corazón, en donde los pueblos comprendan que no es entre izquierdas liberales colonizantes o derechas conservadoras asesinas, que es entre los pueblos, con sus particularidades, sus lógicas, sus culturas y representaciones y contra las oligarquías. Oligarquías terratenientes en Argentina o petroleras en Arabia Saudita; trust y aglomeraciones de bancos, aseguradoras de riesgo y fondos de inversión.


Enemigos de los pueblos que agravan las desigualdades y llenan sus guaridas fiscales cada vez que el capital financiero se desregula y el modelo de acumulación capitalista valoriza la timba.


En un mundo completamente ciego, el faro hacia la pacificación, el amor, la solidaridad y la vida, la tienen el Pueblo argentino y la Doctrina Peronista.