Las situaciones de crisis provocan la emergencia de estados de enojo, intolerancia y menosprecio que se fortalecen en la creencia de su carácter universal, es decir, creer o considerar que lo pensado por uno debería ser pensado similarmente por todos.
La nueva normalidad profundiza su horizonte entre estas furias exigidas por el instante y que se apagan después del descargo, porque son estados de enojo y menosprecio ligados a las condiciones individualistas de la vida social contemporánea. Es un estado de furia sin objeto específico y que solo revela las represiones de individuos que desamparados del lazo social únicamente se perciben en la reacción defensiva.
Los impulsos reactivos son frecuentes y el regocijo de la indignación es un estímulo que ofrece placer inmediato, al liberar de la culpa y de la fantasía de sometimiento al actor partícipe de la reacción. Una reacción se define como un acto predominantemente defensivo y no propositivo ante algo que no se ajusta a lo que un sujeto desea. La cuestión es que ese sujeto reactivo anula su deseo al sostener esa posición, es decir, se ofrece al deseo del otro desde una condición agresiva. Eso constituye una moral y una posición ante la vida. El sujeto indignado que prolifera en los tiempos de la nueva normalidad y que se expresa corrientemente en redes sociales con furor no tiene más referencia vital que su indignación vuelta goce onanista y narcisista.
En el siglo XIX Nietzsche comprendió esto que describimos, como una moral del resentimiento, la formación de valoraciones reactivas que formalizan una estructura jerárquica que siendo moral e inventada se representa como natural. La subjetividad de esa moral del resentimiento deniega la vida y se resiste al infinito devenir de interpretaciones. Una moral del resentimiento se realiza cuando el otro es siempre definido, de una parte y de otra, como el mal, y la pregunta por el mal es una pregunta siempre mal planteada porque supone algo originario y esencial que es el bien. En la definición de lo otro como el mal, la pulsión reactiva promueve el carácter negativo de la ley, su ejercicio como represión para refrendar un orden político que se representa como natural.
Nietzsche supo atender a ese orden moral de Occidente, y en el mismo siglo Karl Marx sintetizó un modelo semejante atendiendo a su condición económica en el modo de producción capitalista, y este pensador, además en su crítica a la concepción del Derecho de Hegel, explicaba que la ley nunca tiene por contenido la naturaleza de la cosa, sino su contrario. De esa manera, decía lo mismo que Nietzsche: la ley o la moral son ilusiones que ordenan lo real, y por eso se trata efectivamente no de lo que la ley dice sino de lo que la ley hace, y a eso se le llama sentencia. En otros términos, dar la ley tiene infinitas interpretaciones.
Las formas reactivas de la indignación se cimentan en el individualismo y la unidad de criterio, es decir, no admiten la posibilidad de perspectivas distintas de comprensión de las cosas y de la realidad y que esas perspectivas, a su vez, conformen disputas por el sentido de la experiencia. La indignación es el vaciamiento del sentido, su despojo. El sujeto indignado no puede actuar ni afirmar una posición de sentido acerca del mundo, porque está fundado en el decir del otro, aquel otro al que con la indignación se propone aniquilar. El indignado se vuelve indigno de su propia condición y remitido a su pasión de odio solo puede denunciar moralmente, enarbolando así una política del resentimiento.
La moral del resentimiento sobre la que reflexionó genealógicamente Nietzsche se convierte en política del resentimiento, cuando la voluntad de lo político se abyecta su pasión refractaria. Contra eso, ya en el siglo XX otro pensador que fue Michel Foucault articuló los legados de Nietzsche, de Marx y agregó a Freud y aludió a que estos “maestros de la sospecha” transformaron el signo, porque lo destituyeron de su condición originaria, de su formalización binaria, de su raigambre de valoración jerárquica y mostraron que si hay signo (si hay ley) es porque hay interpretaciones.
Esto significa que la interpretación del signo o de la ley es un campo de disputa y una batalla política para definir el carácter de lo verdadero en la realidad. Lo verdadero, entonces, no es el signo ni la ley, sino la interpretación que valida su sentido en esa batalla. Las luchas por el sentido definen una cultura y los órdenes de saberes de estas culturas, y el problema entonces es cuando se expone la apropiación simbólica de una cultura como algo universal. Suponer que la batalla por la interpretación es solo en un único sentido es permanecer en la voluntad reactiva que interdice su propia producción de valor o de interpretación.
En este aspecto, el individualismo de estos tiempos contemporáneos es apático, como suele decirse, pero sobre todo sin horizonte de acción, porque no promueve los vínculos más que por el rechazo y la indignación. Una cultura del odio que se le vuelve opresiva al mismo tiempo que la estimula.