Fotomontaje: Ramiro Abrevaya
El individualismo de las sociedades contemporáneas no significa la prescindencia del lazo social, sino su concreción dinámica y móvil que se sostiene entre relaciones afectivas que fundan una moral individual, pero que se asume en cada persona como universal. Entonces, las acciones sociales no expresan un sentido que lleva la contraparte de la acción de los otros, sino que se funda en contingencias emotivas y efímeras que representan una experiencia moral de esa situación particular.
Esto significa un desplazamiento de la ética a la estética de la vida social, que resulta una característica de la experiencia en el presente, ofreciendo espacio a formas de vida individual que se suponen por fuera de normas estables y expuestas a rituales y congregaciones no duraderas en el tiempo. La carencia de proyecto, porque todo se vivencia en el instante, se conforma como el modelo de actuación de cada sujeto de la nueva normalidad.
Por otra parte, las consignas en varios aspectos delirantes que relatan paranoias conspirativas y circulantes como retóricas en medio de la pandemia, revelan el carácter de este modelo de lazo social. Cuando lo normativo no se representa con la capacidad de ser soporte de estructuras y sistemas estables que garanticen condiciones para un orden social, cualquier fantasía individual puede adquirir relieves fenoménicos que articulen a sujetos que inscriben su pertenencia no fuera de las normas sino ajustadas a normalidades de un pasado que idealizan como natural y al que necesariamente se debiera retornar.
En las tradiciones del pensamiento sociológico esto tiene una larga historia y puede pensarse en autores como Augusto Comte, que inauguró un reformismo conservador contrario a las ideas de la Revolución francesa, o también en pensadores como de Bonald y de Maistre que influyeron en las reflexiones políticas de su época. En cualquiera de estos casos se supone un orden natural que es corrompido mediante los intereses humanos, induciendo como alternativa el restablecimiento del antiguo régimen. Una manera también para pensar a quienes creen que una pandemia e investigaciones para la obtención de vacunas que inmunicen a las personas contra el virus, esconden en realidad modos de manipulación de los sujetos para conformar un “nuevo orden institucional global”, siendo las alternativas a ello un retorno a un pasado ideal.
Entre estas consideraciones sociológicas la reflexión entonces se contiene en cómo pensar estos individualismos de la nueva normalidad que van desde posiciones estetizadas de una moral situacional, hasta otras reactivas de los cambios sociales.
En el libro “Daños colaterales”, el sociólogo Zygmunt Bauman explica una modalidad de la desigualdad de poder en la “modernidad líquida” consistente en que los denominados “flexibles”, es decir, quienes pueden alterar sus condiciones de existencia libremente son solo aquellos que se ubican siempre arriba en la reproducción social, y demandan la misma flexibilidad a quienes dependen de estructuras sólidas (un trabajo estable, etc.) para sostener sus condiciones de vida.
El flexible es un sujeto individualista que considera que haciendo méritos todos podrían ser como él, pero no responde cuál es su mérito para alcanzar su posición social. En la actualidad es posible pensar algo semejante respecto a los “rebeldes”, y principalmente a esa figura del rebelde mediático existente desde siempre.
El rebelde es quien individualmente atenta contra la disposición de reconocimiento común porque sabe de antemano que está salvaguardado su lugar de privilegio. Viviana Canosa o Mario Pergolini son ejemplos característicos: cuando nada malo puede pasarte podés hacerte el díscolo públicamente y burlarte de las dificultades del otro. Eso es un rebelde, y es también lo que lo diferencia de un revolucionario, donde nuestro ejemplo cercano es el Che Guevara: el revolucionario defiende un proyecto colectivo y por eso también es un romántico, porque cree en algo imposible, que todos podemos participar de manera equivalente en una comunidad.
El revolucionario cree en la felicidad común, mientras que el rebelde se regocija en el goce individual. El rebelde es un adolescente (Pergolini y Canosa lo son) que reclama atención y se enoja si no es el centro o las cosas no están hechas a su manera, y también por eso una película clásica que enarboló la rebeldía llevó como título: “Rebelde sin causa”. El revolucionario, en cambio, tiene como principio el destino común de un conjunto y de una vida.
Bauman entendió muy bien que la modernidad líquida es el período de las rebeldías, es decir, de las fantasías individuales donde cada uno cree que puede salvarse solo; y, ¿qué otra idea transmite esa frase llena de rebeldía que dice: “el cambio está en uno mismo”, o peor: “si yo no cambio, nada va a cambiar”? La rebeldía es el divertimento de los que saben (o creen) que nunca perderán sus privilegios, el revolucionario tiene la seriedad del que debe luchar por los derechos de todos y todas.
El individualismo de las sociedades contemporáneas no significa la prescindencia del lazo social, sino su concreción dinámica y móvil que se sostiene entre relaciones afectivas que fundan una moral individual, pero que se asume en cada persona como universal. Entonces, las acciones sociales no expresan un sentido que lleva la contraparte de la acción de los otros, sino que se funda en contingencias emotivas y efímeras que representan una experiencia moral de esa situación particular.
Esto significa un desplazamiento de la ética a la estética de la vida social, que resulta una característica de la experiencia en el presente, ofreciendo espacio a formas de vida individual que se suponen por fuera de normas estables y expuestas a rituales y congregaciones no duraderas en el tiempo. La carencia de proyecto, porque todo se vivencia en el instante, se conforma como el modelo de actuación de cada sujeto de la nueva normalidad.
Por otra parte, las consignas en varios aspectos delirantes que relatan paranoias conspirativas y circulantes como retóricas en medio de la pandemia, revelan el carácter de este modelo de lazo social. Cuando lo normativo no se representa con la capacidad de ser soporte de estructuras y sistemas estables que garanticen condiciones para un orden social, cualquier fantasía individual puede adquirir relieves fenoménicos que articulen a sujetos que inscriben su pertenencia no fuera de las normas sino ajustadas a normalidades de un pasado que idealizan como natural y al que necesariamente se debiera retornar.
En las tradiciones del pensamiento sociológico esto tiene una larga historia y puede pensarse en autores como Augusto Comte, que inauguró un reformismo conservador contrario a las ideas de la Revolución francesa, o también en pensadores como de Bonald y de Maistre que influyeron en las reflexiones políticas de su época. En cualquiera de estos casos se supone un orden natural que es corrompido mediante los intereses humanos, induciendo como alternativa el restablecimiento del antiguo régimen. Una manera también para pensar a quienes creen que una pandemia e investigaciones para la obtención de vacunas que inmunicen a las personas contra el virus, esconden en realidad modos de manipulación de los sujetos para conformar un “nuevo orden institucional global”, siendo las alternativas a ello un retorno a un pasado ideal.
Entre estas consideraciones sociológicas la reflexión entonces se contiene en cómo pensar estos individualismos de la nueva normalidad que van desde posiciones estetizadas de una moral situacional, hasta otras reactivas de los cambios sociales.
En el libro “Daños colaterales”, el sociólogo Zygmunt Bauman explica una modalidad de la desigualdad de poder en la “modernidad líquida” consistente en que los denominados “flexibles”, es decir, quienes pueden alterar sus condiciones de existencia libremente son solo aquellos que se ubican siempre arriba en la reproducción social, y demandan la misma flexibilidad a quienes dependen de estructuras sólidas (un trabajo estable, etc.) para sostener sus condiciones de vida.
El flexible es un sujeto individualista que considera que haciendo méritos todos podrían ser como él, pero no responde cuál es su mérito para alcanzar su posición social. En la actualidad es posible pensar algo semejante respecto a los “rebeldes”, y principalmente a esa figura del rebelde mediático existente desde siempre.
El rebelde es quien individualmente atenta contra la disposición de reconocimiento común porque sabe de antemano que está salvaguardado su lugar de privilegio. Viviana Canosa o Mario Pergolini son ejemplos característicos: cuando nada malo puede pasarte podés hacerte el díscolo públicamente y burlarte de las dificultades del otro. Eso es un rebelde, y es también lo que lo diferencia de un revolucionario, donde nuestro ejemplo cercano es el Che Guevara: el revolucionario defiende un proyecto colectivo y por eso también es un romántico, porque cree en algo imposible, que todos podemos participar de manera equivalente en una comunidad.
El revolucionario cree en la felicidad común, mientras que el rebelde se regocija en el goce individual. El rebelde es un adolescente (Pergolini y Canosa lo son) que reclama atención y se enoja si no es el centro o las cosas no están hechas a su manera, y también por eso una película clásica que enarboló la rebeldía llevó como título: “Rebelde sin causa”. El revolucionario, en cambio, tiene como principio el destino común de un conjunto y de una vida.
Bauman entendió muy bien que la modernidad líquida es el período de las rebeldías, es decir, de las fantasías individuales donde cada uno cree que puede salvarse solo; y, ¿qué otra idea transmite esa frase llena de rebeldía que dice: “el cambio está en uno mismo”, o peor: “si yo no cambio, nada va a cambiar”? La rebeldía es el divertimento de los que saben (o creen) que nunca perderán sus privilegios, el revolucionario tiene la seriedad del que debe luchar por los derechos de todos y todas.