En 1957 meten preso a Juanele. Lo persiguen por comunista. Durante esas semanas en la cárcel, sus camaradas lo visitan y le llevan cigarros armados. De queruza, entre tabaco y tabaco, los amigos meten rollitos de poesía para levantarle el ánimo. Me encanta esa anécdota. La poesía como una herramienta de supervivencia.
El pueblo es la naturaleza, dice Juanele y agrega: “Como dice Césaire ‘La poesía es revolución’. El poeta es el que ve el sufrimiento de una planta, de un insecto, el drama de la luz, ¿cómo no va a ver el sufrimiento del hombre?” (La poesía del futuro, conversaciones con Juan L. Ortiz, Ed. Mansalva, 2009).
Es sabido, hablamos de un poeta del paisaje. ¿Y la revolución? En sus poemas, Juanele habla de “un paisaje manchado de injusticia”. La pobreza y la injusticia interrumpen esos ríos desmesurados, salvajes y al mismo tiempo no exentos de ternura. No hay poesía si no tiene relación con el momento histórico en que se encuentra el poeta, explica. Él hace del paisaje no sólo una contemplación. En su poesía, el paisaje es el lugar donde se ama, donde se trabaja, donde se vive, donde se lucha. Es el propio Juanele quien recuerda a Thomas Mann cuando dice que no concibe al escritor sin una cultura política “porque sin ella, aunque no parezca, su obra se resiente”.
Hay otro movimiento que insiste a lo largo de su obra y es la esperanza de un futuro en el queden superadas la crueldad y las divisiones para poder compartir la dicha entre todas las criaturas. Pienso por ejemplo en “No podéis, no, prestar atención...”, uno de los tantos poemas de Juanele donde habla de esa comunión final “desde la cual las tardes serán las fiestas máximas,/ el delicado, silencioso espectáculo, la numerosa comunión callada/ que ennoblecerá las noches de todos,/ el pensamiento íntimo de todos,/ los sueños más secretos, más secretos, de todos”. Y aquí también pensemos en “Cantemos, cantemos”, ese himno para cantar y esperar a que por fin pase todo lo malo.
Antes de tener una circulación en el campo literario, primero fue leído, reseñado y publicado por el campo de la izquierda. Sus primeros poemas aparecen en La protesta, probablemente la publicación más importante del anarquismo argentino, en la sección que dirige la gran Salvadora Medina Onrubia. “Ortiz tuvo desde muy joven ideas de izquierda, sus poemas adolescentes –cuya efímera existencia se confirmó hace poco exhumando el diario de su pueblo natal– eran beligerantes y exaltados; tuvo una activa militancia política entre los años treinta y cuarenta en Gualeguay, y estuvo desde entonces ligado al partido comunista y su red de contactos y publicaciones, que fueron en gran parte plataforma para darse a conocer”, cuenta para Kranear el poeta-biógrafo Mario Nosotti, autor de La casa de los pájaros. Notas sobre la vida y la obra de Juan L. Ortiz (Universidad Nacional del Litoral, 2021). Durante seis años, Nosotti viaja, entrevista, investiga para reconstruir la vida de un hombre que en 1937 había escrito: “Yo no tengo biografía”. La narración de la vida de un poeta también es poesía.
El tema casi exclusivo de su obra es el “escándalo del mal y del sufrimiento” que perturban la contemplación de un mundo que es al mismo tiempo una fuente inagotable de belleza, dice Juan José Saer, uno de los jóvenes que lo visitan junto a Hugo Gola, Paco Urondo, Estela Figueroa, Juana Bignozzi, entre otros tantos escritores que se fascinan y logran propagar para las futuras generaciones aquellas conversaciones en las que Juanele trasciende la tensión entre política y literatura. Todos quieren conocer al gran poeta entrerriano. Él bromea y dice que se transformó en una especie de atracción turística: todos los que pasan por el litoral, van a su casa, un refugio para poetas y lectores.
“Creo que para Ortiz el anhelo de cambio y la esperanza en la revolución no era algo meramente partidario; implicaba la transformación de nuestra percepción, constatar la relación entre todo lo vivo, incluso lo invisible, la asunción de la muerte como parte de la danza vital que todo lo transforma. Trocar lo individual y lo identitatario en pos de lo dialógico, de lo relacional, lejos de ser una abstracción, tiene profundas implicancias políticas. Una especie de pensamiento biopoético donde hasta lo ecológico no está reñido con la reivindicación social sino que es parte necesaria para su entramado”, dice Nosotti.
En este sentido, también se expresa Hugo Gola, poeta santafesino a quien Juanele le dedica el poema “Amigos”, de El junco y la corriente (1970): “La preocupación por la injusticia se presenta en el poema no de forma panfletaria, sino como una necesidad estética de la que él mismo por su cosmovisión no puede eludir”.
En el poema “Sueño de localismo”, del libro La ley tu ley, Juana Bignozzi nombra a Juanele como el inventor de 'la sabiduría del agua y el yuyito para saber aquietar los colores del alma'. Para que los hombres no tengan vergüenza de la belleza de las flores, empieza ese poema en el que Ortiz habla de la importancia de mirar y tocar sin pudor las flores para que “seamos iguales a nosotros mismos en la hermandad delicada,/ para que las cosas no sean mercancías,/ y se abra como una flor toda la nobleza del hombre”. No veo en el paisaje solamente paisaje, le dice a Juana en esa conversación memorable.
“Ortiz inaugura para cualquiera que se acerque a su obra, ya sea como lector curioso o como escritor con el afán de reconocerle operaciones de escritura, una visión del mundo y un tono de voz que es inolvidable. En sus textos yo más que leer, oigo y siento, me despojo. Eso me interesa y me atrapa, el despojo y la aparente austeridad con la que nos hace permanecer cerca”, dice desde Paraná Belén Zavallo, escritora y docente entrerriana.
Saer, Juanele y Gola.
Al recuperar su libertad, Juanele viaja por dos meses a China, Rusia y otros países socialistas como parte de una delegación cultural del Partido Comunista en la que también participan Juan José Sebrelli, Andrés Rivera y Raúl González Tuñón, entre otros. En China se fascina tanto con los ideogramas, el budismo y los poetas orientales como con los pájaros, las flores y los ríos. Durante esa aventura, escribe los poemas chinos de El junco y la corriente. La comunión futura sigue apareciendo. El poeta escribe su litoral no tanto como territorio nacional sino como universal comunitario al que incorpora a “todos los trabajadores del mundo, a todos los pobres del mundo”.
Después de mucho conversar con él, Gola también dice que Juanele tiene “la humildad de una hierba que florece para cumplir sus ciclos y no por el orgullo de la flor”. Así ensaya una posible definición de la obra del maestro. Nunca está atento a los faroles, a los premios, a los aplausos. Juanele dice muchas veces que él no quiere ser un poeta oficial. En sus palabras, “sería echar a perder todo”. Se lo dice a Paco Urondo, por ejemplo. Los poetas oficiales dejan de leerse. “La poesía no pertenece a nadie o es de todos”, profundiza en 1941 para la revista Paraná. La poesía es una lengua contra el poder. Esa es la caligrafía: el poeta no debe hacer buena letra. Poeta que olvida el pueblo, poeta que es olvidado.
“Volviendo a otras expresiones preciadas de Juan L. Ortiz, quizás se trate aún de aspirar a la “hermandad delicada”, intentar y dar de nuevo siempre sin olvidar que la poesía ‘si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva, es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin (…) tendida humildemente, humildemente, para el invento del amor’”, dice Martín Pucheta, poeta y docente gualeguaychuense que piensa la obra de Juanele desde el concepto de la libertad. “La construcción de una libertad solo es posible con otros y con las otredades de uno (‘iremos todos hasta nuestro extremo límite, nos perderemos en la hora del don’). Quiero subrayar que muchos versos de Juanele, muchos poemas, y podríamos arriesgar, su obra, comienzan aseverando y terminan curvados en una pregunta. A esto lo podríamos llamar, en lugar de duda metódica, duda melódica. Con esa suspensión, con esa pregunta, Juanele parece conquistar una afirmación vital. El amor y la libertad no son posibles sin la revolución permanente del decir y de la escucha que constituyen la experiencia íntima y social de la poesía”.
Juanele nace el 11 de junio de 1896 en Puerto Ruiz, Entre Ríos. Trabaja en el Registro Civil de Gualeguay hasta su jubilación. Pasa 27 años de su vida anotando a las parejas que se casan, a los hijos que nacen, a los vecinos que se mueren. El trabajo en el Registro Civil le permite tener tiempo para escribir aunque no le guste en demasía. En el poema “Jornada”, de La rama hacia el este, piensa en la oficina como cárcel: “Me iría al río, a la orilla del río, al sol de la orilla/ pero un cuarto helado me espera. Celda con gentes extrañas”.
Se jubila a los 47 años y se muda a Paraná. “Se trata de un ‘transplante’ bastante doloroso para él y hay claras evidencias de que fueron sus inclinaciones políticas las que lo empujaron. Ortiz debió enfrentar el creciente hostigamiento de los sectores más conservadores de su pueblo, lo que llevó a aislarse, sumado además a que varios de sus amigos (Mastronardi, Barrandeguy, Villanueva) habían emigrado a otras ciudades y él quería estar, según declara, más cerca de la gente”, cuenta Nosotti y subraya “Villaguay”, uno de los poemas más autobiográficos de Juanele –junto a “La casa de los pájaros”, “A Prestes” y “Gualeguay”- que empieza con una pregunta: “¿Dónde está mi corazón, al fin?/ Ah, mi corazón está en todo”. En todo, mis amigos.
En 1976, durante el primer invierno de la última dictadura militar argentina, Vicente Zito Lema visita a Juanele que estrena sus ochenta años. Zito Lema pregunta ¿Cuál sería hoy la función del poeta en nuestra sociedad? Él responde: “La poesía está unida ahora a la revolución (…) Por eso, finalmente, un poeta es un hombre peligroso. Nos habla de las cosas que inquietan. El poeta suele ser la conciencia de la felicidad perdida”.
A los meses de esa conversación, una patota de la dictadura militar interviene la Biblioteca Vigil y quema cientos de ejemplares de su obra. Dos años después, el poeta muere en su casa de Paraná. Casi todos sus amigos están exiliados, presos o muertos. Gerarda, su esposa, cuenta que Juanele no sabe qué hacer con su habitación llena de poemas y papeles varios. Está triste por eso y por todo lo demás. “Hay un vaho de dolor, de tristeza, de horror, de sangre”, enumera en El aura del sauce, su último libro. “Perdonadme, camaradas, por tanta tristeza”.
Juanele muere un 2 de septiembre de 1978, a los 82 años de edad, en la ciudad de Paraná. “La poesía y la revolución son una misma cosa”, anota en uno de sus últimos escritos.