Esto es día a día. Esto recién empieza, dijo Andrés Larroque la semana pasada. Pero hay días que interrumpen esa unidad de cuenta que rige el tiempo cronometral. Son días que, lejos de consumirse por el paso intrascendente de las horas, quedan marcados para la eternidad. Ante la falta de un nombre capaz de resumir o designar con justeza lo acontecido el sábado 27 de agosto, diremos que se trató de un 17 de octubre en miniatura, de una manifestación retroactivamente embrionaria de aquella epopeya en la que las multitudes argentinas tomaron las riendas del destino e hicieron escuchar su voz en el centro simbólico del poder, que se había erigido sobre la base de la exclusión de esas mismas multitudes, arrojadas al ostracismo por la oligarquía pedante y reinante.
Los giros y vuelcos de la historia suceden, por lo general, de manera inesperada, a causa de hechos minúsculos, errores de cálculo o “gotas que rebalsaron el vaso” y tienden a despertar fuerzas que estaban contenidas y que, de repente, descubren un viejo potencial ignorado u olvidado. Es fácil descifrar la intencionalidad que tenía para el macrismo colocar vallas en los alrededores de la casa de Cristina, como igual de sencillo es interpretar la detención del entonces coronel Perón por parte de la cúpula militar que gobernaba la Argentina a finales de 1945. Pero hay episodios que tocan las fibras más íntimas de la memoria y el sentir del pueblo, que lo obligan a responder. En un texto reciente, concluimos que “cuando la proscripción resuena, es el 17 el que asoma”. La CGT podía tener agendada una reunión en la que se definiría el curso de acción, así como estaban previstas una serie de movilizaciones en defensa de Cristina a lo largo y a lo ancho del país. Ocurren, sin embargo, dramas dentro del drama, que modifican los planes y las prioridades, los compromisos y las citas. A diferencia de una actividad que uno tiene programada, lo del 27 de agosto fue una irrupción, algo que se tuvo que decidir sobre la marcha, donde quienes acudieron al llamado, después de que “se corriera la bola” de lo que estaba pasando, debieron interrumpir su rutina, de modo similar a la gesta en la que el subsuelo de la patria se sublevó.
Que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires sitiara la casa de Cristina con decenas de carros de asalto y con un despliegue policial fenomenal confirma que la política, simbólicamente, debe leerse hoy en términos bélicos. Ninguna otra función tenían las vallas que cercar un territorio que, inexplicablemente, para el macrismo se volvió hostil. Inexplicablemente porque Recoleta es el bastión del PRO. Nunca se reunió allí tanto pueblo, tanto peronismo, como esta última semana, cuando de la noche a la mañana Juncal y Uruguay se transformó en un lugar de peregrinación. Para “restablecer el orden” y satisfacer las demandas de su electorado, Larreta envió fuerzas especiales de ocupación a recuperar el control de la zona, encargadas de discriminar quién entra y quién sale, porque ocurría que cualquiera podía llegar hasta ahí y demostrar su amor y lealtad a Cristina. Bloquear los accesos implicaba, no obstante, restringir la libertad de la vicepresidenta de la Nación, montar una prisión domiciliaria sin sentencia judicial, en una violación flagrante del Estado de Derecho.
La derecha, que desconoce los motivos nobles que se desprenden del alma popular, teme profundamente los símbolos capaces de liberar esos afectos, esas pasiones alegres, en condiciones de derrotar el miedo con el que nos quieren condenar a vivir. Quienes antes tenían pánico de dos nombres o del cuerpo de una muerta, ahora desconfían de la congregación pacífica en una esquina de la ciudad. Que la gente vaya a saludar y apoyar a Cristina en esta hora difícil, se convierte de repente en un acto subversivo, fuera de la ley. Ante la multiplicación que ocasiona el amor, la derecha pretende cercenar posibilidades, impedir la vocación militante, pero es la misma represión la que transforma la solidaridad en bronca y la bronca en coraje y rebeldía. Sin represión no hay martirio, es decir, no hay fe, testimonio, convicción que se ponga a prueba en los momentos de peligro, cuando las voluntades dirimen qué es lo que en el fondo las empuja. Que florezcan vidas que se atrevan a resistir y desafiar la adversidad, a convencerse de que, “a pesar de todo”, vale la pena luchar por una causa justa, es lo que las hace proliferar y las vuelve inextinguibles. De ahí la célebre frase del apologista Tertuliano: “la sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia”. Para construir la victoria, hay que asumir riesgos, jugársela. “El que abandona no tiene premio”, tradujo el Indio.
Una de las mayores concesiones que desde el campo popular le hemos hecho al neoliberalismo, que en Argentina está asociado con la democracia de la derrota y la “autocrítica” por los años 70, es la banalización absoluta del martirio como expresión ineludible de la política militante. En lugar de reconocer los estrechos hilos que lo conectan con la vida, con la posibilidad de otra vida que se manifiesta poniendo el cuerpo y tomándose en serio las ideas que se predican, se ha desarrollado una hermenéutica de la muerte, que tiene al martirio por principal responsable de los “sacrificios inútiles” y hace de la militancia setentista una versión criolla del terrorismo nihilista. Contra semejante tentación es preciso reivindicar la figura del mártir como un héroe del pueblo, que no negocia ni transige frente a las presiones de la maquinaria asesina del poder.
Pensar la política desde criterios de utilidad personal, renunciando a la orientación de la idea, es con lo que la militancia se propuso terminar. Cuando las bases kirchneristas salieron a bancar a Cristina, a pesar de la proscripción y el exilio interno que gran parte del peronismo quiso lanzar sobre ella, se gestó la hazaña de Comodoro Py del 13 de abril del 2016, que fue un verdadero acontecimiento para nuestra generación. El 27 de agosto, que pertenece a la misma saga del Lawfare, introdujo una épica similar, capaz de contradecir toda la lógica mediática, que no puede comprender cómo un conjunto de personas “sacrifican” decenas de horas a lo largo de una semana con el único fin de custodiar a Cristina en la puerta de su casa. El misterio de esa custodia es lo que Cristina representa como líder histórica, pero encierra también los enigmas inconfesables de la Nación.
Martir no es quien se inmola por la gloria de un Dios inefable, sino quien da la vida. Puede interpretarse la expresión “dar la vida” desde el punto de vista de quien se hace cargo de su vida en toda su plenitud o del destinatario de este acto de entrega, de desprendimiento, que supone el “dar”. El problema de la “autocrítica” por los “errores” del militantismo del siglo XX, consiste en creer que dar la vida es dar la muerte, que quien expone su vida está intentando acabar con ella, como si la vida no estuviera siempre expuesta a la amenaza inminente de la muerte. En realidad, dar la vida es vencer a la muerte, no dejarse intimidar por su reino de tinieblas, abrir un sendero de luz entre las sombras del nihilismo contemporáneo. Porque una vida que se da es una vida que se ofrece a la eternidad, en tanto es para otros; en tanto siembra un ejemplo que podrá ser recogido e imitado por siempre; en tanto comunica la buena nueva de que la vida verdadera, la vida que no se arrodilla ante la muerte y ante la finitud, es posible en este mundo.
Cuando la militancia enuncia “la vida por Cristina”, realiza una declaración de lealtad que habrá de verificarse en la resistencia y la confrontación persistente contra los espejos de colores de la traición, pero también es una muestra de agradecimiento por quien dió la vida por nosotros. Para un militante, antes de Néstor y Cristina, de lo que significaron y significan Néstor y Cristina para su vocación, no había vida como tal. Había mera existencia, aburrida, irrelevante, deprimente. Porque para un militante no hay vida sin militancia, no hay vida sin Cristina. La militancia, por gracia de Néstor y Cristina, se ha convertido en forma de vida. Militante es quien, siendo decidido, decide la decisión del otro militante.
Quizá convenga, para entender lo que se juega en la batalla de Juncal- donde la militancia cristinista copó Recoleta, derribó las vallas impuestas por la policía y la obligó a replegarse, consiguiendo un importante triunfo táctico-, recuperar la clásica diferenciación entre poder y violencia que Hannah Arendt ensayó algunas décadas atrás. Para Arendt, el poder no es el dominio o la coerción sobre la voluntad del otro, sino lo que aparece allí donde se produce la acción concertada entre muchos, donde se labran proyectos y promesas comunes, donde se articula una organización tendiente a generar algo nuevo en el mundo, a partir de su presencia comprometida y ejerciendo el uso responsable de su libertad. Por eso el poder se basa en el número, en el consenso, en la reunión de la diversidad, aunque pueda entrar en conflicto, según la típica distinción amigo-enemigo, con quienes pretenden arruinar y liquidar ese poder. No existe, entonces, algo así como la “toma del poder”. El poder se construye y en todo caso se defiende.
La violencia, por el contrario, está del lado de la impotencia, pues no se apoya en el número sino en los instrumentos, en la técnica, en los dispositivos. Las minorías someten a las mayorías porque se encargan de destruir, por medio de la violencia, el poder que estas podrían construir. La violencia introduce miedo y el miedo dispersa, aísla, obstaculiza la reunión política. Larreta buscaba evitar que se congregara la multitud y disuadir a la militancia recurriendo a vallas que bloquearan el paso y a efectivos policiales armados hasta los dientes. La militancia, sin embargo, acudió igual a la cita de la historia, sin responder a las provocaciones pero haciendo gala de la determinación y el coraje que hacían falta; sin ponerse a debatir si acaso no se trataba de una trampa, si acaso no se estaba metiendo en la boca del lobo. Entonces se manifestó el poder del pueblo y ni los camiones hidrantes, ni los gases, ni los palos, ni las detenciones arbitrarias a dirigentes políticos pudieron frenar la avanzada de la multitud, que se llevó las vallas puestas y liberó la casa de Cristina del hostigamiento policial. La patriada se vivió como una auténtica reconquista. Y el escenario improvisado que se montó para que Cristina pudiera agradecer a los presentes cerró una jornada llena de mística. Del otro lado, el nerviosismo gorila hizo que las fuerzas de (in)seguridad golpearan e insultaran al diputado Máximo Kirchner, que quería visitar a su madre. Pero la correlación de fuerzas en la batalla de Juncal ya estaba decidida.
¿Puede el poder derrotar a la violencia? Es evidente que ninguno de los dos son formas puras. Arendt, que no era ninguna ingenua, sabía perfectamente que la violencia es en cierta medida necesaria, pero entendía que nunca podía suplir la necesidad del poder, que no puede crear por sí misma. La vieja concepción filosófica y teológica del problema del mal, que ha presentado reflexiones memorables y profundas en Platón y los textos bíblicos, así como en la Rusia decimonónica de Soloviov, Dostoievski y Tolstoi, ilustra con claridad el asunto. Hacer el bien es indispensable para que la bondad no perezca, pero no necesariamente la justicia consiste en poner la otra mejilla luego de recibir el primer golpe, porque hacer el bien puede reforzarlo o defenderlo de los escépticos, mas no garantiza que la maldad desaparezca del mundo. Al mismo tiempo, la posibilidad de combatir directamente el mal a menudo convierte en malo a quien se jactaba de bueno.
Por eso para Arendt el poder requería de algún grado de violencia para enfrentar a la violencia extrema de los opresores (tirar vallas, haciendo uso de la fuerza unida de los cuerpos, chocar con la policía, son manifestaciones leves de la violencia, pero violencia al fin, porque no consisten en la argumentación retórica o la persuasión), así como la violencia necesita de una mínima cuota de poder, sin la cual las oligarquías no podrían conservar su status (para empezar, que la policía obedezca las órdenes de las autoridades y que las autoridades respondan a sus mandatos corporativos). Pero desde la óptica arendtiana, la revolución no acontece cuando el pueblo se rebela y, en una contienda violenta, arrasa a las fuerzas del orden, sino cuando los soldados que antaño reprimían son verdaderamente interpelados y deciden no disparar, bajar los fusiles, o apuntar para el lado contrario. De ahí su tremenda dificultad, como la que implica, también, retener el poder que, en un momento dado y para unas tareas concretas, se supo construir.
Esta victoria táctica del pueblo incrementó la confianza entre los nuestros y sirvió para exhibir el temperamento de la militancia en medio de situaciones complejas. Pero también dejó a la derecha en una posición incómoda. La halcona Patricia Bullrich interpretó la retirada de la policía como una debilidad de carácter por parte de Horacio Rodríguez Larreta. Apurado por los suyos, el alcalde porteño hizo aún más el ridículo al movilizar un imponente operativo policial, el domingo por la noche, ante la presencia de algunos compañeros y compañeras que hacían vigilia en Juncal y Uruguay, para luego de ser registrados por las cámaras de televisión, irse sin pena ni gloria. Dichas maniobras militares en plena Ciudad de Buenos Aires, sin embargo, abren una serie de interrogantes, porque representan un problema de Estado. Cristina, además de ser una ciudadana más, que debería poder gozar de todos sus derechos, es la vicepresidenta de la Nación. Que una policía municipal, utilizada con fines partidarios (recordemos que el macrismo es la herramienta electoral del partido mediático-judicial) se arrogue la “obligación” de vigilar su casa, de cercarla para evitar que la militancia asista hacia allí (pero sin mover un pelo cuando “energúmenos macristas” fueron a cacerolear e insultar el lunes pasado) es un escándalo constitucional sin precedentes y, en caso de continuar o escalar, requeriría de una intervención de las fuerzas federales.
Pero la militancia puede justificar su posición sin necesidad de apelar al Estado. Ella, sobre todo, mantiene una promesa, en la que se juega el nexo inquebrantable con la conducción de Cristina. El viernes, en su columna en Radio Madres, Manuel Saralegui definió la clásica canción que reza “si la tocan a Cristina, que quilombo se va armar” como un juramento celebrado por conjurados. E inmediatamente, con una intuición genial, recuperó el sentido etimológico de la palabra quilombo, de origen africano y que hace referencia a las poblaciones o comunidades libres organizadas y fortificadas por los esclavos que se fugaban de las plantaciones para resistir la revancha de los amos, para impedir ser capturados de nuevo. Contra la dispersión que ha adquirido en el lunfardo, en el cántico militante la palabra honra su significado originario y abre un canal subterráneo en los disputados territorios de la lengua y de la historia, para que se filtre por allí la anhelada corriente de la justicia.
La oligarquía, presumida y vengadora, aprovechando el momento de debilidad que atravesamos, quiere conquistar lo que alguna vez le perteneció. Tiene enfrente el escollo del peronismo, que hoy se condensa, con todo su dramatismo, en la figura descollante de Cristina, que siempre ha salido de las difíciles, con el apoyo, la entereza y la creatividad de su pueblo. En Juncal se ha puesto a prueba, una vez más, esa fidelidad inexorable y conmovedora. La fórmula “soldados de Cristina” no es dicha a la ligera. Encierra en su vocación la llama de las generaciones que nos precedieron y que tenemos la responsabilidad de mantener encendida. El tiempo de los relojes dejó de funcionar. Vivimos bajo el tiempo mesiánico de la redención, donde la actualidad descubre su íntimo vínculo con el pasado oprimido. Para las elecciones no faltan meses, falta una eternidad. En todo caso, vendrán por añadidura, como en relación con el reino vendrá todo lo demás. El operativo clamor para que Cristina sea presidenta es parte de la situación política en tanto secunda la necesidad principal, que es que Cristina pueda seguir siendo Cristina, frente al escenario de adversidad sobre el que estamos parados y que, sin lugar a dudas, se volverá cada vez más complejo.
Pero nosotros tenemos lo nuestro: la militancia que no afloja, la gratitud y el amor de amplios sectores del pueblo, el recuerdo inolvidable de los años más felices, la esperanza que sigue representando Cristina para millones de compatriotas. Ya armamos un gran quilombo en Juncal. Parafraseando a Spinoza, ¿quién es capaz de determinar lo que puede el cuerpo militante? Prepararse, organizarse, combatir diariamente la atmósfera depresiva del terrorismo mediático, responder a los llamados, presentarse cuando la ocasión lo requiera, luchar con valentía y codo a codo con los compañeros y compañeras, volver a prepararse para la próxima batalla… siempre cuidar a Cristina, vaya a donde vaya. Crear dos, tres, muchos Juncal. Hasta dar vuelta la taba.